10

Me detuve junto a la acera, delante de la Iglesia Evangélica de la Fe, a las tres de la tarde del día siguiente. Guy me había llamado a las tres menos cuarto y salí de casa al poco rato, deteniéndome sólo para poner gasolina. El sol volvía a brillar y parecía un día de verano. Me puse los tejanos de costumbre y una camiseta, pero me quité las Reeboks y los calcetines, y los cambié por unas sandalias abiertas en honor del repentino calor. Habían cortado la hierba del patio de la iglesia recientemente y la acera estaba bordeada de verde. El césped tenía un pálido color castaño allí donde las hojas cortadas habían tenido ocasión de tostarse al sol. Algunos narcisos se habían tomado la subida de la temperatura como una invitación para sacar sus estambres a la luz.

No vi ningún rastro de Peter, pero Guy estaba en la esquina con una mochila a los pies. Vio mi coche e hizo como que hacía autoestop, levantando el pulgar con una sonrisa. Confieso que cuando lo vi se me partió el corazón. Se había cortado el pelo y su cara estaba recién afeitada, incluso llevaba todavía un trozo de papel higiénico donde se había cortado. Vestía un jersey azul marino que no le sentaba bien. Los pantalones le colgaban por la culera y le quedaban un poco largos, ya que barrían el suelo con la parte trasera del dobladillo. La chaqueta era ancha de pecho, lo que hacía que las hombreras fueran tan exageradas como las de los trajes chicanos de 1940. La prenda podía proceder perfectamente de las donaciones para la tómbola de la iglesia o quizá se la había comprado a alguien que pesaba veinte kilos más que él. Fuera cual fuese la explicación, llevaba aquella ropa espectacular con palpable torpeza, y saltaba a la vista que no estaba acostumbrado a las camisas de vestir y a las corbatas. Me pregunté si también a mí se me habrían notado los puntos débiles durante mi comida con Tasha. Me había adecentado entonces con la misma inseguridad, quizá consiguiendo los mismos resultados lastimosos.

Guy recogió la mochila de lona, claramente contento de verme. Parecía tan inocente como un perrito. Había dulzura en él, una cualidad abierta y sin formar, como si su asociación con los Evangelistas del Jubileo lo hubiera aislado de las influencias mundanas durante los últimos años. Su inquieta naturaleza se había convertido en una amabilidad que pocas veces había visto en un hombre.

Se deslizó en el asiento del copiloto.

—Hola, Kinsey. ¿Qué tal está? —Se puso la mochila entre las piernas, como un adolescente que va de excursión.

Le sonreí.

—Va usted elegantísimo.

—No quiero que mis hermanos piensen que he olvidado cómo hay que vestir. ¿Qué le parece el traje?

—El color le sienta bien.

—Gracias —dijo sonriendo con complacencia—. Ah, Winnie le manda saludos.

—Salúdela usted de mi parte —dije—. ¿Qué hay de su regreso? ¿Cuándo volverá a Marcella?

Guy apartó los ojos, miró por la ventanilla de su lado y habló con una indiferencia que contradecía el contenido de sus palabras.

—Depende de lo que pase en la casa. Donovan me ha invitado a pasar un par de días y no me importaría quedarme si todo marcha bien. Supongo que si no funciona, no habrá ninguna diferencia. Tengo dinero en el bolsillo. Cuando esté listo para irme, alguien me llevará a la parada del autobús.

Estuve a punto de ofrecerme voluntaria, pero lo pensé mejor. Lo miré y observé con disimulo su perfil. Según la luz, a veces parecía rondar los cuarenta y tres años. En otros momentos, su infantilismo parecía una parte permanente de su carácter. Era como si su desarrollo se hubiera detenido a los dieciséis años, a lo sumo a los veinte. Observaba las calles como si estuviera en un país extranjero.

—Parece que no viene usted con frecuencia —comenté.

Negó con la cabeza.

—No tengo muchas oportunidades. Cuando vives en Marcella, Santa Teresa parece muy grande y muy lejana. Cuando necesitamos algo, vamos a Santa María o a San Luis. —Me miró—. ¿Podemos hacer un recorrido rápido? Me gustaría ver cómo es.

—Claro que podemos. ¿Por qué no? Tenemos tiempo.

Di la vuelta a la manzana y volví a State Street. Giré a la izquierda, en dirección al centro, tres manzanas más allá. El distrito comercial no tenía más que unas veinte manzanas de largo por tres de ancho; terminaba en Cabana Boulevard, que corre paralelo a la playa. Durante muchos años, los establecimientos de la parte norte de State habían atraído a la mayoría de los que compraban en el centro. La parte meridional de State se consideraba el límite urbano menos deseable, con las aceras salpicadas de tiendas baratas, casas de comidas de tercera, un cine que olía a orina y media docena de bares ruidosos e insalubres hoteles temporales. Últimamente se estaba recuperando la zona y los establecimientos con clase habían empezado a deslizarse por aquella arteria en dirección sur. Actualmente era en la parte norte de State donde se veían escaparates vacíos, mientras que la parte baja se había quedado todo el comercio turístico. Cuando hacía buen tiempo, la gente subía de la playa y veías desfilar todo un ejército popular de turistas en pantalón corto, chupando cucuruchos de helado.

—Ha crecido —dijo Guy.

Santa Teresa, con una población de ochenta y cinco mil habitantes, no era una ciudad grande, aunque había prosperado. Traté de verla desde su punto de vista, catalogando mentalmente todos los cambios que habían tenido lugar en los últimos veinte años. En una fotografía de larga exposición habríamos visto árboles que ascendían, ramas estirándose como la goma, la construcción de algunos edificios nuevos y el desvanecimiento de otros en una nube de humo. Los escaparates habrían chisporroteado con cientos de variaciones: toldos, rótulos, artículos ordenados, las rebajas por liquidación de una tienda parpadeando tras el vidrio antes de que otro establecimiento ocupara su lugar. Los edificios de construcción reciente se perfilarían como apariciones, llenando los espacios vacíos hasta no dejar ni un resquicio. Recordaba cuándo se habían ensanchado las aceras del centro, estrechando State Street, para plantar árboles importados de Bolivia. También habían puesto bancos de estilo español y cabinas telefónicas. Habían aparecido fuentes decorativas como si estuvieran allí desde hacía años. El fuego se había llevado dos comercios y un terremoto había inhabilitado otros. Santa Teresa era una de las pocas ciudades que ganaban en distinción con el tiempo. Las estrictas normas de la Junta de Urbanismo imponían un aire de refinamiento que en otras ciudades había sucumbido ante las luces chillonas de neón, los carteles gigantes y un batiburrillo de materiales y estilos de construcción. Por mucho que los ciudadanos se quejaran de la tardanza administrativa de las autorizaciones, el resultado era una mezcla de sencillez y gracia.

En Cabana conduje a lo largo del muelle, acusando con las ruedas las grietas del suelo. Giré al llegar al final y volvimos a la ciudad. Fuimos hacia la parte norte de State y vimos el mismo paisaje desde la perspectiva contraria. En Olive Grove giré a la derecha, pasé ante la Misión de Santa Teresa y de aquí fui a la base de las colinas, donde se alzaba la finca de los Malek. Sentí crecer el interés de Guy mientras aumentaba la cuesta de la carretera. El terreno de esta zona estaba sin explotar en su mayor parte y el paisaje estaba salpicado de gigantescos pedruscos calizos y cactos espinosos con hojas que parecían palas de jugar al tenis de mesa.

La finca de los Malek estaba en los límites del cinturón agrícola de la ciudad y era un oasis verde oscuro en una región poblada de robles de tonos pálidos. A intervalos irregulares podía verse que el fuego se había ensañado con las colinas con espectaculares incendios y que las llamas habían avanzado de cerro en cerro, llevándose casas y árboles y consumiendo cada matojo de vegetación. A raíz de estos incendios habían surgido las plantas nativas apodadas «seguidoras de incendios», delicadas bellezas que emergían de las cenizas de los carbonizados y los muertos. Aún se distinguían de vez en cuando las negruzcas y retorcidas ramas de las gayubas, aunque habían pasado cinco o seis años desde el último gran incendio.

La verja de la entrada estaba abierta también aquel día y el largo camino del garaje desaparecía tras la curva sombreada de delante. Los arbustos y las palmeras de los Malek parecían de otro mundo vistos contra el paisaje montañoso del fondo. Al entrar en la finca intuí lo mucho que los años de cuidadosos cultivos y la introducción de plantas exóticas habían alterado incluso el aire que impregnaba los jardines.

—¿Nervioso? —pregunté.

—Muy asustado.

—Aún puede dar la vuelta.

—Es demasiado tarde. Es igual que una boda cuando ya has mandado las invitaciones…, ya sabe, todavía es posible cancelarla, pero es más fácil continuar que complicarle la vida a todo el mundo.

—No derroche tanta nobleza conmigo.

—No es nobleza. Creo que es curiosidad.

Entré en el patio y fui hacia la izquierda. Los garajes del final del camino estaban cerrados. La casa parecía desierta. Todas las ventanas estaban a oscuras y la mayoría de las cortinas corridas. El aspecto general de la casa no era muy acogedor. Sólo el ronroneo del motor alteraba el silencio.

—Bueno, ya está. Supongo. Llame si le hago falta. Le deseo suerte.

Guy me miró con inquietud.

—¿Ya se va?

—Debería —dije, aunque no tenía nada que hacer aquella tarde.

—¿No quiere ver la finca? ¿Por qué no se queda un rato para que se la enseñe?

—Ya estuve aquí para tomar una copa. No ha cambiado desde el viernes por la noche.

—No quiero entrar. Tengo que calmarme. ¿Por qué no le enseño el lugar? Podemos dar una vuelta por fuera. Es muy bonito —dijo. Estiró la mano impulsivamente y me tocó el brazo desnudo—. Por favor.

Sus dedos estaban fríos y su nerviosismo era contagioso. No tuve valor para abandonarlo.

—Está bien —dije con desgana—, pero no puedo quedarme mucho rato.

—Fantástico. Es fantástico. Se lo agradezco de veras.

Apagué el motor. Guy dejó la mochila en el asiento delantero y bajamos del coche. Cerramos las puertas en dos tiempos que se superpusieron como los disparos de una escopeta de caza. En el último momento volví a abrir la puerta y tiré el bolso en el asiento trasero antes de cerrar con llave. Mientras cruzábamos el patio, Myrna abrió la puerta principal y salió al porche. Llevaba algo parecido a un uniforme, falda de poliéster blanco sin forma definida con una blusa a juego, una especie de cruce entre enfermera y doncella.

—Hola, Myrna —dije—. ¿Cómo está? Creía que no había nadie. Le presento a Guy. Perdón. No recuerdo que nadie me dijera su apellido.

—Sweetzer —dijo Myrna.

Guy alargó la mano y la mujer se quedó un poco perpleja. Le concedió uno de esos apretones de manos que parecen más bien deficiencias endocrinas. El aspecto de Guy le causó sin duda el mismo efecto que a mí.

—Mucho gusto en conocerla —saludó Guy.

—Mucho gusto —dijo la otra maquinalmente—. La familia volverá hacia las cinco. A usted le corresponde hacer los honores de la casa. Imagino que recordará dónde está su habitación; querrá subir sus cosas.

—Gracias. Lo haré enseguida. Pensaba enseñarle antes los alrededores, si no le importa.

—Como usted guste —dijo—. La puerta principal se quedará abierta, por si quiere entrar por aquí. La cena es a las siete. —Se volvió hacia mí—. ¿Usted también se quedará a cenar?

—Le agradezco la invitación, pero creo que no debo aceptar. La familia necesita tiempo para volver a conocerse. Quizás en otra ocasión —dije—. Una cosa. Guy me ha preguntado por su padre y acaba de ocurrírseme que usted debe de saber tanto como el que más. ¿No era su enfermera?

—Una de sus enfermeras —contestó—. Fui su principal cuidadora durante los últimos ocho meses. Me quedé como ama de llaves en funciones a petición de sus hermanos —dijo mirando a Guy. Su modo de expresarse era firme, como si retáramos su derecho a permanecer en la casa. Por lo que había visto de ella, carecía de sentido del humor, pero con Guy había añadido una nota gratuita de resentimiento, reflejando la actitud general de la familia.

Guy sonrió con dulzura.

—Me gustaría hablar con usted de mi padre en alguna ocasión.

—Sí, señor. Era un buen hombre y le tenía afecto.

Hubo un momento de torpeza en que ninguno supo cómo terminar la conversación. Myrna lo hizo finalmente.

—Bueno —dijo—. Les dejo con lo suyo. Estaré en la cocina si necesitan algo. Si no me encuentran, la cocinera se llama Enid.

—Recuerdo a Enid —dijo Guy—. Gracias.

En cuanto se cerró la puerta, Guy me tomó del codo y me condujo hacia la derecha. Cruzamos el patio juntos, en medio del calor que se elevaba de los adoquines cocidos al sol.

—Gracias por quedarse —dijo.

—Está usted lleno de gracias —señalé.

—Lo estoy. Es como haber recibido una bendición. Nunca había esperado volver a ver la casa. Vamos. Iremos por aquí.

Recorrimos la parte sur de la casa, renunciando al calor del sol para abrazar las sombras. Fue como cambiar de estación sin previo aviso. En menos de dos metros dejamos atrás el verano. En las lóbregas sombras se percibía clara y molestamente la bajada de temperatura, como si los meses fueran al revés y corrieran hacia el invierno. De las montañas que había detrás de nosotros bajaban vestigios de aire seco y caliente, sacudiendo sin descanso las copas de los árboles. Paseamos bajo una bóveda de enebros y pinos que olían a humedad. Una alfombra de agujas de pino ahogaba nuestros pasos, impidiendo que se oyeran.

Junto a la casa vi indicios de la presencia de los jardineros: senderos rastrillados, arbustos bien recortados y multitud de helechos bordeados de piedras pequeñas, pero la mayor parte de la finca era como un páramo. Había muchas plantas que crecían a su aire. Un viburno violeta colgaba por el muro de la terraza. Una buganvilla rosa salmón trepaba por unas matas. A la derecha, una sólida masa de mastuerzos alfombraba las orillas de un riachuelo seco. En las zonas donde daba el sol, donde la seca brisa soplaba entre las flores, se elevaban aromas que se mezclaban dando lugar a una colonia de baño terrenal.

Guy observaba cada centímetro de tierra que pisábamos.

—Todo parece mucho más grande. Me acuerdo de cuando plantaron algunos de estos árboles. Las ramas llegaban hasta aquí y mire ahora.

—Sus recuerdos parecen felices. En cierto modo me sorprende.

—Es un lugar fantástico para crecer. Mis padres lo compraron cuando tenía tres años. Donovan tenía cinco y los dos pensamos que habíamos muerto y estábamos en el cielo. Era como un patio de recreo gigante. Podíamos ir adonde quisiéramos sin que nadie se preocupara. Construíamos fuertes y casas en los árboles. Nos hacíamos espadas con ramas. Jugábamos a indios y vaqueros y organizábamos safaris entre los matorrales más espesos. Cuando Bennet era pequeño, lo atábamos a un poste y se ponía a gemir como un alma en pena. Le decíamos que lo quemaríamos si no se callaba. Era menor que nosotros y por tanto nuestra víctima.

—Qué bonito.

—Juegos infantiles —dijo—. Dicen que las chicas no juegan así.

—¿Cómo pudieron sus padres permitirse una casa como esta? Pensaba que su padre se había hecho rico más tarde, después de irse usted.

—Mamá había heredado algún dinero. El primer pago lo hizo ella. En realidad, no era mucho dinero, ni siquiera para la época. La casa era un elefante blanco. Había estado en oferta cerca de diez años y, durante todo ese tiempo, siempre vacía. Decían que el propietario anterior había muerto asesinado. No es que la casa estuviera encantada, pero parecía contaminada. Nadie acababa de quedársela. Nos dijeron que se había quedado sin fiador cinco o seis veces antes de que mis padres la compraran. Era grande y estaba descuidada. Los cables de electricidad estaban en malas condiciones y las cañerías rotas. La luz del sol se colaba por los agujeros del tejado. Las ratas corrían por todas partes y había una familia de mofetas viviendo en el desván. Tardaron años en ponerlo todo en su sitio. El plan de papá, mientras tanto, era comprar las propiedades adyacentes si se ponían a la venta.

—¿Cuánto mide ahora? ¿Siete hectáreas?

—¿Es eso cierto? La parcela tenía seis entonces. Probablemente no hay mucha más tierra disponible en esta zona.

—¿Forma parte de la ciudad o ya es campo?

—Estamos en el límite mismo de la ciudad. Mucho de lo que ve pertenece al Bosque Nacional de Los Padres. —El término «bosque» se había utilizado mal. La montaña que se elevaba ante nosotros estaba sembrada de ortigas, ceanothus, pyracantha y matojos costeros, y el suelo era demasiado pobre para alimentar muchos árboles. En los puntos más altos podía haber algunos pinos si los incendios no los habían alcanzado.

Pasamos ante la cancha de tenis, que tenía la superficie agrietada y los bordes llenos de hierbajos. En un rincón habían dejado una raqueta, y llevaba tanto tiempo a merced de los elementos que se había combado y las cuerdas de nailon se habían soltado. Más allá de la cancha había una estructura de cristal que no había visto desde el camino del garaje. La construcción era baja y de líneas rectas, con una cubierta de tejas rojas alteradas por el tiempo hasta adquirir el color pardo quemado de los ladrillos viejos.

—¿Qué es eso?

—La casa de la piscina. Tenemos una piscina cubierta. ¿Quiere verla?

—Bueno —contesté. Lo seguí mientras se dirigía hacia un patio de losas irregulares. Se acercó a las ennegrecidas ventanas y miró dentro. Fue a la puerta y trató de abrirla. La puerta no estaba cerrada con llave, pero el marco estaba hinchado y hubo que propinarle un buen empujón para abrirla con el clásico chirrido que me produce dentera.

—¿De verdad quiere hacer esto? —pregunté.

—Claro, es parte de la excursión.

Para mí fue lo mismo que forzar la entrada con palanqueta, un deporte que prefiero practicar cuando me pagan. La sensación de intrusismo era inconfundible, casi sexual en el tono, y eso que teníamos permiso para fisgar. Entramos en una antesala que se utilizaba para guardar equipos deportivos: raquetas de bádminton, palos de golf, bates de béisbol y un bastidor con la serie completa de mazos y bolas de cróquet, flotadores de plástico para la piscina y varias tablas de surf de fibra vítrea que parecían haber estado apoyadas en la pared durante años. El jardinero guardaba en un rincón la aspiradora y la máquina de cortar el césped. Aunque no vi ninguna araña, el lugar tenía una atmósfera aracnoide. Me habría sacudido la ropa inmediatamente si algo invisible me hubiera caído encima.

La piscina estaba medio llena y el agua era realmente asquerosa. El borde estaba pavimentado con pizarra gris que parecía áspera como la lija, una superficie que nadie querría sentir bajo los pies desnudos. En un extremo había un espacio con muebles de mimbre, aunque los cojines habían desaparecido del tresillo. El aire era lúgubre y a lo lejos se oía gotear agua. Cualquier vestigio de cloro se había evaporado hacía mucho y en las profundidades habían empezado a fermentar formas inclasificables de vida.

—Parece que hace tiempo que despidieron al encargado de la piscina —señalé.

—Supongo que el jardinero cuidará de ella cuando se acuerde —dijo Guy—. Cuando éramos niños esto era fantástico.

—¿Qué le hacían aquí a Bennet? ¿Lo ahogaban? ¿Lo ahorcaban en el trampolín? Seguro que se divertían como enanos.

Guy sonrió con el pensamiento en otra parte.

—Una vez rompí con una chica aquí mismo. Se me ha quedado grabado. Este lugar era como el club de campo. Natación, tenis, softbol, cróquet. Invitábamos a los ligues a un chapuzón y nos poníamos las botas. Una chica en bañador no es difícil de seducir. Jack era el campeón. Estaba más salido que un conejo e iba detrás de todas.

—¿Por qué rompiste con ella?

—No lo recuerdo bien. Un raro momento de virtud y autosacrificio. Me gustaba mucho. Yo era entonces un chico malo y ella era demasiado especial para trabajarla como a las otras. Quizás extraña sea una palabra más adecuada. Un poco tonta, muy necesitada. Sabía que era frágil y no quise aprovecharme. Prefería a las salvajes. Ninguna responsabilidad, ninguna lamentación, ningún tabú.

—¿Sabían sus padres lo que sucedía aquí?

—Quién sabe. No estoy seguro. Eran partidarios de la escuela moral que sostenía que «los hombres han de ser hombres». Cualquier chica que viniera con nosotros se merecía lo que le pasara. Nunca lo dijeron de una forma tan explícita, pero era su actitud general. A mi madre le preocupaba más ser amiga de todo el mundo. Ponle límites a un niño y tendrás que plantarle cara en algún momento. Su amor era incondicional, lo que para ella significaba ausencia total de prohibiciones. Era más fácil ser tolerante, ¿sabe a qué me refiero? Todo formaba parte de la patraña aquella del sentirse bien de los años sesenta. Al mirar atrás entiendo que debía de estar muy afectada por la enfermedad. No quería ser una madre inflexible y censora. Debía de saber que sus días estaban contados, aunque sobrevivió a muchos. En aquella época recibía quimioterapia y radiaciones, pero estaba todo tan mal medido que probablemente mataban a más gente de la que curaban. No tenían la tecnología ni la variedad que hay hoy en día en los tratamientos especiales. Ahora es diferente, ahora tienes una posibilidad real de sobrevivir. Para ella, los dos últimos años de vida fueron el infierno mismo.

—Debió de ser difícil para usted.

—Un calvario —dijo—. Yo era el que más me identificaba con ella. No me pregunte por qué, pero Donovan, Bennet y Jack estaban más unidos a papá, y yo era el favorito de mamá. Me volvía loco verla hundirse. Estaba incapacitada y sufría mientras avanzaba en lo que yo sabía que sería su último viaje.

—¿Estuvo con ella cuando murió?

—Sí. Estuve. Los demás se habían ido. He olvidado dónde estaban. Aquel día me pasé con ella en la habitación horas y horas. Dormía la mayor parte del tiempo. Tenía tanta morfina en el cuerpo que apenas podía mantenerse despierta. Yo estaba agotado y apoyé la cabeza en la cama. En cierto momento estiró la mano y me la puso en el cuello. Toqué sus dedos y se murió, tal cual. En silencio. No me moví durante una hora.

»Me quedé sentado junto a la cama, inclinado sobre ella, con la cabeza vuelta para no verla y la cara enterrada entre las sábanas. Pensaba que, si no la miraba, a lo mejor volvía de nuevo, como si rondara por allí cerca y pudiera regresar a su cuerpo si nadie se daba cuenta de que se había ido. No quería perder la fe.

—¿Qué fue de la chica con la que rompió?

—¿Patty? No tengo ni idea. Le escribí una vez, pero no volví a saber de ella. He pensado en Patty a menudo, pero a saber dónde estará ahora o qué será de ella. Puede que haya sido la mejor acción de mi vida, sobre todo de la vida que llevaba entonces. Qué canalla era. Me cuesta mucho sintonizar con aquellos tiempos. Es como si se tratara de otro.

—Pero ahora es usted una buena persona.

Negó con la cabeza.

—Yo no pienso tan bien de mí, pero a veces creo que estoy cerca de ser real.

Salimos de la casa de la piscina y nos encaminamos hacia la soleada planicie de hierba donde había visto a Jack lanzando pelotas de golf. Estábamos en la terraza que quedaba debajo de la casa y las sombras se inclinaban delante de nosotros mientras andábamos por la hierba.

—¿Cómo se siente? Parece relajado —dije.

—Estaré bien cuando lleguen. Ya sabe cómo son estas cosas. Las fantasías siempre son más extrañas que la realidad.

—¿Qué imagina?

Sonrió brevemente.

—No tengo ni idea.

—Bueno, sea lo que sea, espero que consiga lo que quiere.

—Yo también, aunque ¿qué importancia puede tener a la larga? No puedes esconderte de Dios y esa es la cuestión —dijo—. Durante mucho tiempo he ido por el mal camino, pero ya he dado media vuelta y voy en sentido contrario. En algún momento me reencontraré con mi pasado y haré las paces.

Ya estábamos otra vez en la puerta de la casa.

—Será mejor que me vaya —dije—. Ya me contará cómo ha ido todo.

—Irá bien.

—Seguro, pero tengo curiosidad.

Mientras subía al coche y giraba la llave de contacto, lo vi dirigirse hacia la puerta principal con la mochila. Agité la mano al pasar y lo observé por el espejo retrovisor al enfilar el camino del garaje. Tomé la curva y quedó fuera de mi vista. Me resulta doloroso recordarlo retrospectivamente. Guy Malek estaba condenado y yo lo había dejado en manos del enemigo. Al cruzar la verja vi un coche que se aproximaba. Conducía Bennet. Le dirigí una sonrisa de compromiso y lo saludé con la mano. Me miró un momento y apartó la vista.