La rodilla de Dietz estaba tan hinchada y le dolía tanto que no podía subir la escalera de caracol, así que estiramos el sofá-cama. Bajé el edredón del dormitorio de arriba. Apagamos la lámpara y gateamos desnudos como osos polares en una cueva. Hicimos el amor en el fofo iglú del edredón mientras la luz de la calle se colaba por la ventana circular como el resplandor de la luna en la nieve. Durante un rato me limité a embriagarme con su aroma almizcleño, el pelo y la piel, mientras recorría ciegamente todas sus superficies. El calor de su cuerpo derretía mis miembros helados. Me sentía como una serpiente enroscada en un pedazo de tierra soleada, que se calienta hasta los huesos después de un largo e implacable invierno. Me acordaba de su forma de actuar por los tres meses que habíamos pasado juntos, la expresión de su cara, los sonidos apagados que emitía. Lo que había olvidado era la fogosa respuesta que despertaba en mí.
Hubo una breve época durante mi juventud en que mi conducta era imprudente y promiscua. Era un tiempo en que el sexo no parecía tener consecuencias que no se curasen fácilmente. Tal como están hoy en día las cosas en el mercado hay que ser idiota (o suicida) para tener un contacto casual sin haber hecho antes muchas preguntas directas ni intercambiado los correspondientes análisis de sangre. Para lo que yo quiero, el celibato es mi estado habitual. Creo que se parece mucho a vivir en tiempos de hambruna. Sin ninguna esperanza de darse un atracón, el hambre disminuye y el apetito se debilita. Con Dietz, todos mis sentidos se aguzaban y el deseo de contacto se sobreponía a mi natural reticencia. La herida de Dietz requería paciencia e ingenio, pero nos las arreglamos. El proceso generó muchas risas a causa de las contorsiones y silenciosa concentración durante los intermedios.
Finalmente, a las diez, aparté las frazadas dejando nuestros cuerpos sudorosos expuestos a la temperatura polar que nos rodeaba.
—No sé tú, pero yo estoy pasada de hambre —dije—. Si no paramos y comemos pronto, habré muerto antes del amanecer.
Treinta minutos después, y ya duchados y vestidos, nos encontrábamos en mi reservado favorito del local de Rosie. William y ella estaban trabajando, él detrás de la barra y Rosie sirviendo las mesas. Normalmente la cocina cierra a las diez y advertí que Rosie estaba a punto de decírnoslo cuando se fijó en el colorete que me enrojecía las mejillas. Apoyé la barbilla en la palma de la mano, pero de todos modos me vio el rubor erótico. Rosie debe de andar cerca de los setenta, pero no le falta perspicacia. Pareció comprender de un vistazo tanto la causa de nuestra satisfacción como nuestro ávido interés por la comida. Pensaba que al ponerme el maquillaje había conseguido disimular la irritación de las mejillas, pero Rosie sonreía por lo bajo mientras recitaba la comida que nos iba a preparar. Con Rosie no tiene sentido pedir nada, ni siquiera esforzarse por hacerlo. Comes lo que ella considera perfecto para la ocasión. En honor al regreso de Dietz, noté que su inglés había mejorado.
Se puso de lado ante la mesa, balanceándose un poco, sin mirarnos a los ojos después de la primera mirada furtiva.
—Bueno, esto es lo que vais a comer y mientras lo digo no me pongas esas caras que haces siempre… —Frunció la boca y puso los ojos en blanco para enseñar a Dietz el entusiasmo que solía manifestar yo por sus elecciones—. Estoy preparando Korhelyleves, también llamado sopa del borracho. Lleva un kilo de col en vinagre, pimienta, salchichas ahumadas y crema agria. Está garantizado que levanta los ánimos cansados, aunque se diría que ya os habéis tomado un cazo entero. Luego os daré pollo frito con puré de champiñones, está riquísimo, y de postre hay torta de avellanas, pero no café. Necesitáis dormir. Traeré el vino enseguida. No os vayáis.
No nos fuimos hasta medianoche. No dormimos hasta la una, enroscados los dos en la estrechez del sofá-cama. No estoy acostumbrada a dormir con alguien y no puedo decir que me reportara un sueño reparador. A causa de su rodilla, Dietz tenía que dormir de espaldas, con una almohada debajo de la pierna izquierda, lo que me daba dos opciones: o estar sobre él, con la cabeza sobre su pecho, o al lado, boca arriba, con los costados en contacto.
Probé una posición y luego la otra, removiéndome sin descanso mientras las horas pasaban. La mitad del tiempo sentía el esqueleto metálico del sofá en la espalda, pero si cambiaba a la otra posición y ponía la cabeza en su pecho, me ahogaba de calor, se me dormía el brazo y me aplastaba la oreja izquierda. A veces sentía su aliento en la mejilla y el efecto me ponía a cien. Me descubrí contando mientras respiraba, aspirar, espirar, aspirar, espirar. Había momentos en que el ritmo cambiaba y había una larga pausa durante la que me preguntaba si estaría muriéndose. Dietz dormía como un soldado en el frente. Sus ronquidos eran débiles bufidos, lo suficientemente altos para mantenerme en guardia, pero no tanto como para atraer el fuego del enemigo.
Por fin me dormí (oh sorpresa) y me levanté a las siete llena de energía. Dietz había hecho café y estaba leyendo el periódico, ya vestido, con el pelo húmedo y unas gafas apoyadas en la punta de la nariz. Lo observé unos minutos, hasta que me miró.
—No sabía que llevaras gafas.
—Antes era demasiado vanidoso. Me las ponía en cuanto trasponías la puerta —dijo con su típica sonrisa lateral.
Me puse de costado y apoyé la mejilla en el brazo derecho.
—¿Cuándo te esperan tus hijos?
—A primera hora de la tarde. He hecho reservas en un motel cercano. Si quieren pasar la noche conmigo, tendremos dónde.
—Apuesto a que estás deseando verlos.
—Sí, pero también estoy nervioso. No los he visto desde hace dos años…, desde que me fui a Alemania. Nunca sé muy bien de qué hablar con ellos.
—¿De qué hablas con el resto de la gente? Generalmente de tonterías.
—Incluso las tonterías piden un contexto. También es extraño para ellos. A veces acabamos yendo al cine para tener algo de qué hablar después. No soy precisamente una fuente de consejos paternos. Cuando les he hecho las habituales preguntas por las novias y las clases, me quedo casi sin conversación.
—Lo harás fenomenal.
—Eso espero. ¿Y tú? ¿Cómo se presenta el día?
—No lo sé. Hoy es sábado, así que no tengo que ir a trabajar. Probablemente me quedaré en la cama. Empezaré pronto.
—¿Quieres compañía?
—Dietz —dije medio escandalizada—, si vuelves a meterte en mi cama no seré capaz de andar.
—Eres una aficionada.
—Lo soy. No estoy acostumbrada a esto.
—¿Qué tal un café?
—Espera a que me cepille antes los dientes.
Después del desayuno nos fuimos a la playa. El día estaba nublado y la calina flotaba en el calor como espuma aislante. La temperatura rondaba los veinte grados centígrados y la brisa era suave y afrutada, con cierto aroma tropical. Los inviernos de Santa Teresa están llenos de contradicciones así. Lo mismo hace frío que tenemos una temperatura templada. El océano tenía una tersura brillante al reflejar el blanco uniforme del cielo. Nos quitamos los zapatos y nos perseguimos por la orilla con las olas espumosas salpicando nuestros pies desnudos. Las gaviotas revoloteaban chillando encima de nuestras cabezas mientras dos perros saltaban al mismo tiempo, tratando de cazar a los pájaros a mordiscos, como si fueran platos voladores en vuelo bajo.
Dietz se fue a las nueve, dándome un fuerte abrazo antes de subir al coche. Me apoyé en el capó y nos besamos durante un rato. Finalmente se apartó y observó mis rasgos.
—Si vuelvo dentro de un par de semanas, ¿estarás aquí?
—¿Dónde voy a estar, si no?
—Hasta entonces —dijo.
—No te preocupes por mí. Cualquier día servirá —dije despidiéndome con la mano mientras su coche se alejaba. Dietz detestaba concretar fechas porque le hacía sentirse atrapado. Pero, claro, así era yo quien se quedaba atrapada por culpa de su ambigüedad. Sacudí la cabeza mientras volvía a casa. ¿Cómo había acabado con un hombre como él?
Pasé el resto de la mañana limpiando. En realidad no necesitaba mucha dedicación, pero a pesar de todo resultó satisfactorio. Esta vez no me sentía deprimida. Sabía que Dietz iba a volver, de modo que mi virtuosa actividad tuvo que ver más con el restablecimiento de mis fronteras que con ahuyentar la melancolía. Como Dietz había ido de compras, tenía la despensa llena y el frigorífico a tope, algo que siempre fortalece mi sentido de seguridad. Mientras tengas suficiente papel higiénico, la vida no puede ser del todo mala.
A la hora de la comida vi a Henry sentado en el patio trasero, ante una redonda mesa de campo que había adquirido en una tómbola el otoño anterior. Había extendido encima papel cuadriculado, libros de consulta y un diccionario de crucigramistas. Como pasatiempo, Henry confecciona y vende crucigramas a las casas que publican esos folletos amarillos que se adquieren en la caja de los supermercados. Me preparé un bocadillo de mantequilla de cacahuete con variantes y me reuní con él en el sol.
—¿Quiere uno? —pregunté, alargándole el plato.
—Gracias, pero acabo de comer —dijo—. ¿Dónde ha ido Dietz? Creía que tenía intención de quedarse.
Le puse al tanto del romance y charlamos de naderías mientras me comía el bocadillo. La textura de la crema de cacahuete ponía un contraste sublime en el crujido de los variantes. El corte diagonal dejaba al descubierto más relleno que los cortes verticales y saboreé la proporción de salinidad y acidez que tenía. Estaba a la misma altura que el sexo con la ropa puesta. Solté una especie de gemido, casi me desmayé de placer y Henry me miró.
—Dame un mordisco.
Le ofrecí la parte más abultada del centro, poniendo los dedos de manera que no pudiese dar un mordisco muy grande.
Masticó un momento, saboreando la intensa mezcla de sabores.
—Muy extraño, pero no está mal. —Es lo que siempre dice cuando prueba esta maravilla culinaria.
Di otro bocado y señalé el crucigrama que estaba haciendo.
—¿Cómo le dio por hacer esto? Nunca me ha contado nada sobre esas aficiones. —Henry era un fanático de los crucigramas y estaba suscrito al New York Times para hacer el crucigrama diario, que completaba enseguida. A veces, para entretenerse, dejaba en blanco una letra sí y otra no o rellenaba primero los bordes exteriores avanzando en espiral hacia el centro. Los crucigramas que ideaba él me parecían muy difíciles, aunque él aseguraba que eran muy sencillos. Lo he visto preparar docenas sin enterarme de la estrategia.
—He fortalecido mi técnica. Mi enfoque era antes aleatorio. Ahora estoy mejor organizado. Este es pequeño, de quince por quince. Esta es la medida que uso —dijo señalando una plantilla con los cuadros negros ya puestos.
—¿Así que no dibuja el formato también?
—Por lo general no. He usado este varias veces y me va bien. Son todos simétricos y, si te fijas, no hay ninguna área cerrada. Las normas dicen que los cuadros negros no pueden superar la sexta parte del total. Hay otras normas menores. Por ejemplo, no utilizar palabras de menos de tres letras y cosas así. Los mejores son los que tienen un tema alrededor del cual giran todas las respuestas.
Cogí uno de sus libros de consulta y le di la vuelta en la mano.
—¿Qué es esto?
—Ahí están listadas en orden alfabético las palabras de tres a quince letras. Ese otro es para terminar los crucigramas y tiene listadas palabras hasta de siete letras en orden alfabético inverso.
Sonreí ante el entusiasmo que había en su voz.
—¿Cómo se metió en esto?
Agitó una mano para quitar importancia al asunto.
—Haz varios y no lo podrás evitar. Deberías probarlo para ver cómo es. Incluso hay campeonatos de crucigramas, desde 1980. Tendrías que ver a todos los cachorros que acuden. Los crucigramas se proyectan sobre una pantalla grande. Una lumbrera de verdad puede contestar sesenta y cuatro preguntas en menos de ocho minutos.
—¿Le ha tentado alguna vez la idea de participar?
Negó con la cabeza mientras apuntaba una definición.
—Soy demasiado lento y me aturdo con facilidad. Además, es un asunto muy serio, como los torneos de bridge. —Irguió la cabeza—. Es tu teléfono —dijo.
—¿De veras? Su oído está mejor que el mío. —Me bajé de la mesa y eché a correr hacia mi casa, alcancé el teléfono en el momento en que se ponía en marcha el contestador. Busqué el botón de apagado mientras mi voz solicitaba el mensaje del interlocutor—. Hola, hola. Soy yo. Estoy en casa —canturreé.
—Hola —dijo una suave voz de hombre—. Soy Guy. Espero no molestarla por llamarla durante el fin de semana.
—En absoluto. ¿Qué ocurre?
—Poca cosa —contestó—. Donovan me llamó a la iglesia. Supongo que los tres, Bennet, Jack y él, se reunieron anoche. Dice que quieren que esté con ellos unos días, para hablar del testamento.
Sentí que mi cuerpo se quedaba rígido.
—Ah, ¿sí? Qué interesante. ¿Va a hacerlo?
—Creo que sí. Debería hacerlo, pero no estoy muy seguro. He tenido una larga charla con Peter y Winnie. Peter cree que es hora de dialogar. Mañana tiene congregación en Santa Teresa, así que el problema está resuelto. Pueden llevarme después del servicio religioso, pero pensaba que sería mejor hablar antes con usted.
Me quedé en silencio un momento.
—¿Quiere que le diga la verdad?
—Bueno, sí. Por eso he llamado.
—Yo en su lugar no lo haría. Estuve allí anoche y todo parecía muy tenso. No creo que deba usted exponerse.
—¿Por?
—Los sentimientos están exaltados y su aparición en este momento sólo empeorará las cosas.
—Esa fue mi primera reacción, pero luego me puse a pensar. Bueno, me llamó Donovan. Yo no lo llamé a él —dijo—. Me parece que si quieren presentarme una tregua, al menos debería recorrer la mitad del camino. No puede hacerme daño.
Reprimí un deseo urgente de gritarle. Gritar, según he descubierto, no es un método para convencer a nadie de tu propio punto de vista. Había visto a sus hermanos en acción y Guy no encajaba allí. No me habría fiado de aquellos tres en ninguna circunstancia. Dado el estado emocional de Guy, entendía por qué se sentía tentado, pero muy necio tendría que ser para meterse en aquella casa sin que lo asesorase nadie.
—Quizá sea una tregua y quizá no. La muerte de Bader ha fustigado emociones de todas clases —comenté—. No está usted preparado y terminará tragando un montón de mierda. Será una pesadilla.
—Entiendo.
—No, creo que no lo entiende —dije—. No es por criticar a sus hermanos, pero no son buena gente, al menos en lo que se refiere a usted. Hay mucha fricción entre ellos y su aparición no hará sino atizar el fuego. Se lo digo sinceramente. No se imagina usted la dinámica que hay allí. —Advertí que había elevado el tono y el volumen de la voz.
—Tengo que intentarlo —dijo.
—Quizá sí, pero no de esa manera.
—¿Qué quiere decir?
—Se encontrará usted en la misma situación en que estaba cuando se fue. Será el fracasado, el chivo expiatorio de su hostilidad.
Pude oírle encogerse de hombros.
—Entonces es posible que tengamos que hablar de eso. Poner las cartas boca arriba y jugar limpiamente —dijo.
—Ya están boca arriba. Ninguno de los tres conoce el pudor. Los conflictos se dirimen allí al aire libre, delante de Dios y del mundo, y créame, no tiene usted necesidad de que le salpiquen con su veneno.
—Donovan no parece guardarme rencor y, por lo que dice, Bennet y Jack tampoco. La verdad es que he cambiado y necesitan verlo. ¿De qué otra forma puedo convencerlos si no es cara a cara?
Me puse a bizquear para contener la impaciencia. Sabía que sería más inteligente tener la boca cerrada, pero nunca he sabido guardarme lo que opino.
—Mire, Guy, no quiero estar aquí diciéndole lo que debe hacer, pero esto no tiene que ver con usted. Tiene que ver con la relación que hay entre ellos. Tiene que ver con su padre y con lo que ocurriese después de que usted se fuera. Terminará siendo el blanco de toda la ira que han acumulado. ¿Por qué ha de pasar por eso?
—Porque quiero comunicarme con ellos otra vez. He cometido fechorías. Lo admito y quiero repararlas ante ellos. Peter dice que no habrá ninguna solución si no nos sentamos a hablar todos juntos.
—Todo eso está muy bien, pero hay muchas más cosas en litigio. ¿Y si sale a relucir el tema del dinero?
—No me importa el dinero.
—Mentira. Eso es mentira. ¿Sabe usted de cuánto estamos hablando?
—Me da lo mismo. El dinero no me importa. No lo necesito. Soy feliz como estoy.
—Eso es lo que dice ahora, pero ¿cómo sabe que no cambiará? ¿Por qué crearse problemas de efecto retardado? ¿Ha hablado con Tasha? ¿Qué opina de esto?
—No he hablado con ella. Llamé al bufete de Lompoc, pero ya se había ido a San Francisco y, según la secretaria, después pasaría diez días esquiando en Utah.
—Pues llámela a Utah. Allí tienen teléfono.
—Lo intenté. No quisieron darme el número. Dijeron que si ella llamaba, le darían mi nombre y mi número, y que se pondría en contacto conmigo si podía.
—Entonces inténtelo en otra parte. Llame a otro abogado. No quiero que hable con sus hermanos sin asesoramiento legal.
—No se trata de abogados, sino de enmendar las faltas.
—Que es precisamente lo que hará de usted un pato sentado en espera de los cazadores. Su calendario laboral no tiene nada que ver con el de ellos. Les importa una mierda el perdón y disculpe usted mi francés.
—Yo no lo veo así.
—Ya sé que no. Por eso estamos discutiendo —grité—. ¿Y si le presionan para que tome una decisión?
—¿Sobre qué?
—¡Sobre cualquier cosa! Ni siquiera sabe usted lo que le conviene. Si su única intención es hacer las paces, acabará mal.
—¿Cómo puedo acabar mal si no quiero nada? Pueden quedarse con el dinero si eso es lo único que se interpone entre nosotros.
—Bueno, si no quiere usted el dinero, ¿por qué no se lo da a la iglesia? —En el momento en que lo dije tuve ganas de morderme la lengua. Sus razones eran limpias. ¿Por qué complicar las cosas?
Guardó silencio un momento.
—No lo había pensado. Es una buena idea.
—Olvídela. No haga caso. Lo único que le digo es que no vaya solo. Consiga ayuda para no hacer nada que luego podría lamentar.
—¿Por qué no viene usted?
Solté un gruñido y se rio por toda respuesta. Ir con él era lo último que quería. Aquel hombre necesitaba protección, pero no creía indicado inmiscuirme. ¿Qué tenía que ofrecerle como asistente legal?
—Porque no es mi sitio. No soy objetiva. No conozco la ley y no sé cuál es su situación legal. Ir a hablar con ellos sería una insensatez. Espere diez días, hasta que vuelva Tasha. No haga nada todavía. No hay razón por la que saltar cuando Donovan silba. Usted debería obrar de acuerdo con sus propios intereses, no de acuerdo con los de él.
Percibía su resistencia a aceptar lo que le decía. Como la mayoría de los mortales, había tomado una decisión antes de informarse.
—¿Sabe una cosa? Voy a contarle la verdad —dijo—. He rezado para que ocurriera esto. Pedí a Dios una señal orientadora y he aquí la respuesta.
—Bueno, pruebe a preguntarle a El otra vez. Quizá malinterpretó usted el mensaje.
Se echó a reír.
—En cierta manera, ya lo he hecho. Abrí la Biblia y puse el dedo en una página. ¿Sabe cuál era el pasaje?
—No puedo imaginarlo —contesté con prontitud.
—«Tened, pues, entendido, varones hermanos, que por medio de este se os anuncia la remisión de los pecados; y de todo aquello de que en la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en este todo el que cree es justificado». —Como muchos fieles, podía recitar versículos de la Biblia como si fueran letras de canciones.
Esta vez fui yo quien guardó silencio.
—Eso no se lo discuto. Ni siquiera sé lo que significa. Mire, si está resuelto a hacerlo, lo hará, estoy segura. Lo único que le digo es que lleve a alguien.
—Acabo de intentarlo. Se lo he pedido a usted.
—¡No estoy hablando de mí! ¿Y Peter y Winnie? Estoy segura de que estarán deseosos de ayudarle si se lo pide, y lo harán mucho mejor. Yo no sé una palabra de asesoramiento, de mediaciones ni de nada. Además, toda esta historia del parentesco familiar me ataca los nervios.
Percibí la sonrisa de Guy y habló con tono afectuoso.
—Es curioso que diga usted eso, porque de alguna manera es como si formara parte del asunto. No sé por qué, pero a mí me lo parece. ¿No tendrá usted también algún conflicto con la familia?
Aparté el teléfono y miré el auricular.
—¿Quién, yo? Pues claro que no. ¿Por qué dice eso?
Se echó a reír.
—No lo sé. Se me ha ocurrido de repente. Quizás esté equivocado, pero es como si estuviese usted integrada en este circuito.
—Mi integración es únicamente profesional. Me contrataron para hacer un trabajo. Es el único vínculo que veo. —Mantuve el tono en registro despreocupado para expresar mi indiferencia, pero tuve que llevarme la mano a los riñones, ya que una inexplicable gota de sudor se me había escurrido hasta las bragas—. ¿Por qué no vuelve a hablar con Peter? Ya sé que está deseando hacer las paces, pero no quiero que se meta en la guarida del león. Todos sabemos cómo se llevaban los leones y los cristianos.
Se quedó un momento en silencio y cambió de tema.
—¿Dónde vive usted?
—¿Por qué lo pregunta? —No quería darle detalles hasta conocer sus intenciones.
—A ver qué le parece esto. Quizá podamos hacerlo de otra forma. Donovan dice que todo el mundo estará fuera mañana hasta las cinco de la tarde. Peter me llevará a la ciudad, pero tiene una agenda demasiado apretada para hacer nada más. Si me deja en su casa, ¿podría acercarme usted? No tiene que quedarse. Comprendo que no quiera verse envuelta y no tengo nada que objetar.
—No sé qué relación puede tener eso con lo otro.
—No la tiene. Sólo le pido que me lleve en su coche. Afrontaré todo lo demás si me lleva allí.
—No tiene intención de escucharme, ¿verdad? —atajé.
—Ya la he escuchado. El problema es que no estoy de acuerdo.
Vacilé, pero no encontraba ninguna razón para negarme. Ya me sentía grosera por oponer tanta resistencia.
—No parece mal plan. Claro que puedo hacerlo —dije—. ¿A qué hora llegará?
—¿A las tres? Más o menos a esa hora. No quiero ser una molestia. La congregación de Peter se celebra en el centro, en la iglesia que hay en el cruce de State y Michaelson. ¿Queda cerca de su casa? Puedo recorrer andando lo que falte.
—Bastante cerca —dije sintiéndome irritable y resignada—. Mire, ¿por qué no me llama en cuanto llegue? Me acercaré a la iglesia y lo recogeré.
—Eso es fantástico. ¿Está segura de que le va bien?
—No, pero no abuse de su suerte. Quiero hacerlo, pero no me pida seguridades encima.
Se echó a reír.
—Lo siento. Tiene razón. Hasta luego —dijo y colgó.
Mientras dejaba el teléfono ya tenía dudas. Es sorprendente lo rápido que los problemas ajenos se convierten en propios. El problema crea un vacío que nos absorbe a todos.
Me descubrí paseando por la sala, refutando por dentro la absurda afirmación de que su situación era relevante para la mía. Su conflicto con la familia no tenía nada que ver conmigo. Me senté a la mesa y tomé algunas notas. En el caso de que Tasha preguntase, pensaba que sería prudente tener un resumen de la charla que acabábamos de sostener. Esperaba que no le diera más vueltas a lo de dar todo el dinero a la iglesia. Si se volvía avaricioso por culpa del Evangelismo del Jubileo, sí que sería un problema. Omití toda referencia a donaciones caritativas, pensando que si no lo ponía por escrito, no existiría el objeto.
Volví a coger el teléfono y llamé a los Malek. Contestó Myrna y pedí hablar con Christie. Mientras esperaba, oí que Myrna cruzaba el vestíbulo y llamaba a Christie al pie de las escaleras. Cuando Christie se puso finalmente al habla, la puse al corriente de mi conversación con Guy.
—¿Querrá informarme usted de lo que suceda? —pregunté—. Lo llevaré a la casa, pero luego lo dejaré solo. Creo que necesita protección, pero no quiero ponerme el uniforme de la brigada de rescate. Es un adulto y esto no es asunto mío. Me sentiría mejor si supiera que hay alguien en su terreno que se preocupa por él.
—De acuerdo. Deje el rescate para mí —dijo con entonación maliciosa.
Me eché a reír.
—No quisiera parecer superficial, pero es un hombre apuesto —dije.
—¿De verdad? Bueno, eso está bien. Soy muy aficionada a los hombres apuestos. En realidad es la razón por la que voto en las elecciones presidenciales —dijo—. Creo que no tiene usted nada de qué preocuparse. La otra noche, después de irse usted, los tres hermanos hablaron largo y tendido. Primero se destriparon y luego se pusieron a hablar razonablemente.
—Me alegro de saberlo. En realidad, estaba algo confundida por el hecho de que Donovan lo llamara. ¿Qué intenciones tienen? ¿Le molesta que se lo pregunte?
—Creo que depende de lo que Guy les cuente. Claro que, en última instancia, eso es algo que tendrán que resolver los abogados. Creo que ellos quieren obrar con sentido del honor. Por otra parte, cinco millones de dólares pueden distorsionar la idea de justicia de cualquier persona.
—Y que lo diga.