Las luces estaban encendidas y Donovan se encontraba en la sala cuando bajamos. Se había quitado la ropa de trabajo y se había puesto un jersey de punto color crema y unos pantalones informales. Se había cambiado los zapatos de calle por un par de zapatillas de piel de oveja que le duplicaban el volumen del pie. El fuego estaba encendido y se entretenía hurgando los troncos, dando la vuelta a una gruesa cuña de roble para que se prendiera la parte superior. Cogió otro leño y lo puso encima. Una nube de chispas subió por la chimenea. Volvió a poner la reja y se limpió las manos en el pañuelo mientras me miraba.
—Veo que ya conoce a Christie. Le agradecemos que haya venido. Lo hace todo más sencillo. ¿Puedo servirle algo? Tenemos de todo.
—Creo que me tomaría un vaso de Chardonnay.
—Yo lo serviré —dijo Christie en el acto. Fue a un aparador abarrotado de botellas. Una botella de Chardonnay estaba enfriándose en un cubo con hielo, al lado de una cubitera transparente y de un montón de vasos. Empezó a quitar el papel metálico del cuello de la botella y miró a Donovan—. ¿Tú también quieres vino?
—Con la cena. Primero me tomaré un Martini. La bebida de invierno de Bennet es la ginebra —añadió dirigiéndose a mí, como en un aparte teatral.
Ah, los alcohólicos de las cuatro estaciones. Qué idea. Ginebra en invierno, quizá vodka en primavera. En verano sería tequila y el otoño se podía capear con un poco de bourbon o whisky escocés. Mientras Christie abría la botella, examiné la habitación.
Al igual que el dormitorio de arriba, era inmensa. Una moldura de veinticinco centímetros perfilaba el techo, que tenía cuatro metros de alto, y cubría las paredes un papel de estrechas franjas azul y crema que se habían decolorado con los años. La alfombra oriental debía de tener cinco metros de ancho por ocho de largo. Los muebles estaban divididos en dos grupos. En el extremo más alejado, al lado de la ventana, había cuatro sillones de orejas enfrentados dos a dos. Tres grandes sofás formaban una herradura hacia el centro de la estancia, frente a la chimenea. Los muebles restantes (un aparador grande, un escritorio y dos mesas de madera tallada y veteada) eran de los que yo sólo había visto en las tiendas de antigüedades, macizos, algo aparatosos y con unos precios que te arrugaban el entrecejo pensando que lo habías leído mal.
Christie volvió con dos vasos de vino y me tendió uno. Se sentó en uno de los sofás y yo me senté enfrente murmurando «gracias». El diseño de flores azules se estaba gastando y adquiriendo un tono blancuzco y la tela de los brazos y cojines estaba raída. Había un jarrón grande de bronce lleno de flores recientes, y varios números de Architectural Digest en la cuadrada mesa de café que estaba en la curva de la herradura. También había un desordenado montón de lo que me parecieron tarjetas de condolencia. Mientras pensaba en aquello, saqué el informe y lo puse en la mesa que tenía delante. Lo había llevado para dárselo a Donovan.
Oí pasos en el vestíbulo y rumor de voces. Jack y Bennet entraron juntos en la sala. Hablaran de lo que hablasen, la expresión de ambos era ya neutral y verme sólo les despertó un ligero interés. Bennet llevaba un chándal de un material sedoso que crujía al moverse. Jack parecía que acabara de llegar del campo de golf, porque aún tenía el pelo deformado por la huella de la visera. Llevaba un chaleco naranja brillante encima de un polo rosa y andaba inclinado, como si todavía llevara tacos en el calzado. Jack se sirvió un whisky con agua tan oscuro como el té helado y Bennet se preparó una jarra de martinis que mezcló con una larga varita de cristal. Tomé nota de la proporción de ginebra y vermut que había echado, aproximadamente dos partes por millón. Preparó uno para Donovan y otro para él, poniendo una aceituna en cada vaso. Llevó la jarra a la mesa de café y la puso al alcance de la mano.
Mientras se preparaban las bebidas, cambiamos frases de cortesía, ninguna sincera. Al igual que con el tabaco, los ritos del alcohol parecen una técnica para hacer tiempo mientras los reunidos se sitúan psicológicamente. Tuve una extraña sensación en el pecho, la misma punzada de nervios que había sentido antes de una representación de tercer curso en la que yo hacía de conejo, que no es una de mis especialidades. Mi tía Gin estaba enferma y no pudo acudir, así que tuve que dar mis alegres saltos delante de una multitud de adultos desconocidos que no parecían encontrarme encantadora. Mis piernas eran demasiado flacas y mis orejas falsas no querían quedarse tiesas. Los hermanos Malek me miraban con el mismo entusiasmo. Donovan se sentó al lado de Christie, frente a mí, y Jack se sentó de cara a la chimenea, con Bennet a su izquierda.
Era interesante ver a los tres hermanos juntos en la misma habitación. A pesar de su semejante color de piel, sus caras eran muy diferentes, la de Bennet la que más a causa de la barba y el bigote. Donovan y Jack estaban hechos con trazos más delicados, aunque ninguno era tan atractivo como su hermano Guy. Jack se inclinó y empezó a mirar sin ganas las tarjetas de pésame.
Creía que Donovan iba a preguntarme por el informe cuando llegó Myrna con una bandeja llena de cosas para picar. La bandeja era tan grande como la tapa de una alcantarilla y muy sosa, de plata maciza y claramente oxidada en los bordes. Los entremeses consistían en un tazón de cacahuetes y otro de aceitunas verdes en salmuera, más unas cosas que parecían galletas saladas cubiertas de crema de queso.
Jack se inclinó.
—¿Qué mierda es esto?
Bennet se echó a reír con la boca llena de Martini. Hizo un sonido ronco al atragantarse y vi que le salía ginebra por la nariz. Sacó el pañuelo para toser mientras Jack le sonreía. Apuesto a que de niños se detenían en plena cena y abrían la boca para enseñarse lo que masticaban.
Christie les dirigió una mirada de reproche.
—Es la noche libre de Enid. ¿Queréis dejar de criticar? Myrna es enfermera. La contrataron para cuidar a papá, no para serviros a vosotros. Tenemos suerte de que se haya quedado y los dos lo sabéis condenadamente bien. Aquí nadie levanta un dedo excepto yo.
—Gracias por leernos la cartilla, Christie. Eres cojonuda —replicó Jack.
—Dejadlo ya —dijo Donovan—. ¿Podréis aguantar hasta que la hayamos oído? —Cogió un puñado de cacahuetes y se los comió de uno en uno, centrando su atención en mí—. ¿Querría usted ponernos al corriente?
Tardé sólo unos minutos en detallar cómo me las había arreglado para localizar a Guy Malek. Sin mencionar a Darcy Pascoe ni a La Fidelidad de California, les conté los pasos que me habían conducido a la información contenida en su documento de identidad. Admito que los exageré para que parecieran más complicados de lo que en realidad habían sido.
—Por lo que sé, el hermano de ustedes purgó su hazaña. Actualmente es una especie de encargado de la Iglesia Evangélica del Jubileo. Creo que además hace reparaciones para varios vecinos de Marcella. Dice que es el único del pueblo que hace chapuzas domésticas, de manera que tiene unos ingresos decentes, según sus parámetros. Su estilo de vida es sencillo, pero le gusta.
—¿Está casado? —preguntó Donovan.
—No se lo pregunté, pero no me lo pareció. En ningún momento habló de ninguna esposa. La iglesia le da alojamiento a cambio de sus servicios. El lugar es un cuchitril, pero parece arreglárselas bien. Les prevengo que estas observaciones son superficiales y que en realidad no me detuve a hacer indagaciones.
Bennet descarnó una aceituna con los dientes y dejó el hueso en una servilleta de papel.
—¿Por qué Marcella? Es un cubo lleno de mierda.
—El pastor de esta iglesia fundamentalista lo recogió cuando hacía autoestop en la 101 el día que se fue de casa. Básicamente, ha estado en Marcella desde entonces. La iglesia parece muy estricta. Nada de baile, ni cartas ni cosas por el estilo. Dijo que se tomaba una cerveza de vez en cuando, pero nada de drogas. Así ha sido durante casi quince años.
—En el caso de que haya dicho la verdad —dijo Bennet—. No creo que haya averiguado mucho si estuvo allí tan poco tiempo. ¿Cuánto tiempo estuvo? ¿Una hora?
—Más o menos —contesté—. Pero no soy precisamente una aficionada. He tratado otras veces con drogadictos y, créanme, no tiene aspecto de serlo. También sé distinguir a los embusteros.
—No se ofenda —dijo—. Soy escéptico por naturaleza en lo que se refiere a Guy. Siempre se le dio bien hacer comedia. —Terminó el Martini sosteniendo la copa por el pie. Los últimos vestigios del combinado de ginebra formaron una especie de rebaba en el borde. Tomó la jarra y se sirvió otra copa.
—¿Con quién más habló? —preguntó Donovan, imponiendo su presencia. Estaba claro que era él quien dirigía el asunto y quería que Bennet se diera cuenta. Por su parte, Bennet parecía más interesado en la bebida que en la conversación. Vi que se le suavizaban las arrugas de tensión que le marcaban el rostro. El objeto de sus preguntas había sido dar constancia de su autodominio.
Me encogí de hombros.
—Me detuve en el pueblo y mencioné a Guy de pasada mientras hablaba con la mujer que dirige el autoservicio local. El pueblo tiene quinientos o seiscientos habitantes y supuse que todo el mundo conocería los asuntos de los demás. Ni siquiera pestañeó y no hizo ningún comentario sobre él en ningún sentido. El pastor y su mujer parecían sinceramente encariñados con él y hablaron con orgullo del largo trecho que ha recorrido. Puede que mintieran, que todo fuera teatro, pero lo dudo. Pocas personas habrían improvisado tan bien.
Jack tomó una galleta salada y levantó la capa de queso fundido como si estuviera chupeteando el relleno de un barquillo de chocolate.
—¿Y cuál es el intríngulis? ¿Ha vuelto a nacer? ¿Se ha bautizado? ¿Cree que ha aceptado sinceramente a Nuestro Señor Jesucristo? —Su sarcasmo resultaba ofensivo.
Me giré para mirarlo.
—¿Eso le molesta?
—¿Por qué iba a molestarme? Es su vida —dijo Jack.
Donovan se removió en el asiento.
—¿Quiere preguntar alguien más?
Jack se metió la galleta en la boca y se limpió los dedos con una servilleta mientras masticaba.
—Es fantástico. Quiero decir que a lo mejor no quiere el dinero. Si es tan buen cristiano, quizá prefiera lo espiritual a lo material.
Bennet resopló con fastidio.
—Que sea cristiano no tiene nada que ver con esto. No tiene ni un penique. Ya lo has oído. No ha conseguido nada. Está en la miseria.
—No sé si estará en la miseria. Yo no he dicho eso —interpuse.
Fue Bennet quien se quedó perplejo en esta ocasión.
—¿En serio cree que va a rechazar un buen fajo de billetes?
Donovan me miró.
—Buena pregunta —dijo—. ¿Qué opina sobre ese asunto?
—No preguntó por el dinero. En aquel momento me pareció que le preocupaba más el hecho de que ustedes hubieran contratado a alguien para buscarlo. Al principio estaba conmovido, pero se sintió avergonzado al darse cuenta de su equivocación.
—¿Qué equivocación? —preguntó Christie.
—Pensó que me habían encargado que lo buscara porque su familia estaba interesada o preocupada por él. Pronto se dio cuenta de que el objeto de mi visita era notificarle la muerte de su padre y avisarle de que era un posible beneficiario del testamento de Bader.
—Si pensara que nos lo vamos a comer a besos, puede que renuncie al dinero y elija el amor —sugirió Jack.
Donovan no le hizo caso.
—¿Comentó algo sobre hablar con algún abogado?
—En realidad no. Le dije que se pusiera en contacto con Tasha, pero Tasha representa al testador y no pude asesorarlo con respecto a ese punto. Si Guy la llama, lo remitirá a otro abogado, si es que no tiene ya uno.
—En otras palabras —dijo Donovan—, está usted diciendo que no tenemos ni idea de lo que va a hacer.
—Claro que sí —dijo Bennet—. No es ningún misterio. Guy quiere el dinero. No es tonto.
—¿Cómo sabes lo que quiere Guy? —respondió Christie en un arranque de irritación.
Bennet fue derecho al grano.
—Kinsey debería haberle presentado un documento de renuncia. Haber conseguido que renunciara a sus derechos por escrito. Haber llegado a un acuerdo con él antes de que tuviera oportunidad de pensárselo.
—Ya hablé de eso con Tasha —dijo Donovan—. Le sugerí redactar un documento de renuncia, pensando en que Kinsey se lo llevaría. Me aconsejó que no lo hiciéramos. Dijo que una renuncia no tendría ningún peso, porque Guy podría alegar después que no estaba debidamente representado o que se encontraba influido por las emociones del momento, tonterías así, de modo que el documento carecería de valor. Creo que Tasha tenía razón. ¿Decirle al muchacho que su padre ha muerto y después sacarle una renuncia? Sería como agitar una bandera roja delante de un toro.
Christie volvió a intervenir.
—Kinsey ha pensado algo interesante. Me dijo que si los dos testamentos habían sido firmados con tres años de diferencia, los testigos del segundo podrían haber sido los mismos que los del primero. Si encontráramos la pista de los testigos, podría suceder que alguno estuviera al corriente de las estipulaciones.
—¿Una secretaria o un pasante? —preguntó Donovan.
—Es posible. Puede que incluso la mecanógrafa firmara como testigo. Alguien tuvo que preparar el documento —dije.
—Si hubo documento —dijo Jack.
Donovan frunció los labios mientras meditaba sobre el asunto.
—Vale la pena intentarlo.
—¿Con qué fin? —preguntó Jack—. No digo que no debamos hacer el esfuerzo, pero no creo que sirva de nada. Se puede ser testigo de un testamento sin saber lo que contiene. Además, ¿y si en el segundo testamento se lo deja todo a Guy? Nos tocaría realmente las narices.
Bennet se impacientó.
—Vamos, Jack. ¿De parte de quién estás tú? Al menos los testigos podrían declarar que se firmó el segundo testamento. Oí decir a papá media docena de veces que Guy no iba a recibir nada, todos lo oímos, ¿es que eso no tiene importancia?
—No veo por qué. Papá hizo ese testamento. Lo guardaba en una carpeta del primer piso. ¿Cómo sabes que al final no lo revocó? Supón que lo rompiera antes de morir. Tenía lucidez de sobra. Sabía que sus días estaban contados.
—Nos lo habría dicho —dijo Bennet.
—No necesariamente.
—Joder, Jack. Te estoy diciendo que papá dijo que Guy no recibiría nada. Lo oímos un montón de veces y era inexorable.
—No importa lo que dijese. Ya sabes cómo era con Guy. Nunca cumplía su palabra. Quizá nosotros nos hubiéramos visto obligados a conformarnos, pero él no.
Donovan se aclaró la garganta y dejó el vaso con brusquedad.
—Bueno, dejadlo ya. Esto no nos lleva a ninguna parte. Ya hemos tenido bastante. Esperemos a ver qué hace Guy. Quizá no tengamos ningún problema. Por ahora no sabemos nada. Tasha dijo que se pondría en contacto con Guy si él no lo hacía antes. Yo mismo podría escribirle una nota, a ver qué nos dice.
Bennet se irguió.
—Un momento. ¿Quién te ha puesto al mando? ¿Por qué no podemos hablarlo? Nos afecta a todos.
—¿Quieres hablarlo? Estupendo. Adelante —dijo Donovan—. Todos conocemos tu opinión. Crees que Guy es escoria. Te comportas como si fueras su enemigo y con esa actitud le pondrás contra la pared.
—Sabes de él tanto como yo —atajó Bennet.
—No estoy hablando de él. Estoy hablando de ti. ¿Qué te hace estar tan seguro de que quiere el dinero?
—Que nos odiaba. Por eso se fue, ¿no? Haría cualquier cosa por volver a jugárnosla, ¿y qué mejor manera que la presente oportunidad?
—Eso no lo sabes —dijo Donovan—. No sabes lo que ocurrió entonces. Puede que no esté resentido. Pero ponte a darle golpes y pasará a la ofensiva.
—Nunca le he hecho nada a Guy. ¿Por qué iba a odiarme? —preguntó Jack alegremente. Parecían hacerle gracia los fuegos artificiales que cruzaban sus dos hermanos y me pregunté si tendría la costumbre de pincharles.
Bennet volvió a resoplar y Jack y él se miraron a los ojos. Se comunicaron algo, pero no supe qué.
Donovan intervino de nuevo con una mirada de advertencia a los dos.
—¿Podríamos ceñirnos al tema? ¿Alguien tiene algo más que aportar?
—Donovan dirige la familia. Es el rey —dijo Bennet. Me miraba con los ojos ligeramente acuosos de los que han bebido mucho. Le había visto echarse al gaznate dos Martinis en menos de quince minutos y a saber los que habría consumido antes de entrar en la sala—. Piensa que soy un gilipollas. Finge que nos apoya, pero todo es mentira. Ni mi padre ni él me dieron nunca el dinero que necesitaba para sacar algo adelante. Pero cuando fracasaba, cuando una operación se iba a pique, les faltaba tiempo para señalar lo mal que la había administrado. Papá siempre fue un tacaño conmigo y que Guy pueda presentarse ahora para, reclamar su parte es, por lo que a mí respecta, una continuación de la historia. ¿Quién cuida de nuestros intereses? Él no —dijo señalando con el pulgar a Donovan.
—Un momento. Espera. ¿A qué viene todo eso?
—Nunca me he plantado para pedir lo que es mío —espetó Bennet—. Debería haberlo hecho hace muchos años, pero me aprendí la lección, el guión que papá y tú preparasteis. «Eh, Bennet, coge esta calderilla. Haz lo que puedas con esta ridícula cantidad. Apáñatelas y habrá más en el mismo sitio. No esperarás que te financiemos toda la aventura». Etcétera, etcétera, etcétera. Eso es lo que siempre he oído.
Donovan lo miró de soslayo, sacudiendo la cabeza.
—No te creo. Papá te dio cientos de miles de dólares y tú los desperdiciaste. ¿Cuántas oportunidades crees que tienes? Ni un solo banco en la ciudad te habría dado un centavo…
—¡Mentira! Eso es mentira. He trabajado como un animal y lo sabes. Joder, papá hizo muchas operaciones fallidas y tú también. De repente tengo que estar aquí justificando como un capullo todos mis movimientos; y todo para conseguir un poco de financiación.
Donovan lo miró con incredulidad.
—¿Dónde está el capital que han invertido tus socios? Te lo has fundido también. Estás tan ocupado haciéndote el magnate que no atiendes a los negocios. La mitad de lo que haces es abiertamente fraudulento y lo sabes. Y si no lo sabes, peor para ti porque acabarás en la cárcel.
Bennet estiró un dedo y punzó el aire con él varias veces, como si estuviera apretando el botón de un ascensor.
—Oye, soy el único que corre riesgos. Soy el único que se la juega. Tú nunca has estado en la línea de fuego. Tú jugabas sobre seguro. Eras el niño bonito de papá, el hermanito repelente que se quedaba en casa y hacía todo lo que papá decía. Y ahora quieres que te reconozcamos como al triunfador que se las sabe todas. Hay que joderse. Vete a la mierda.
—Cuidado con las jotas. Hay señoras delante —canturreó Jack.
—Cállate, imbécil. ¡Nadie está hablando contigo!
Christie me dirigió una mirada y levantó la mano.
—Eh, muchachos —dijo—. ¿No podríamos dejar esto para más tarde? Kinsey no ha venido aquí para oírnos. La invitamos a tomar una copa, no a un combate de boxeo.
Cogí la indirecta y aproveché la oportunidad para ponerme en pie.
—Será mejor que me vaya, así podrán hablar del asunto, pero no creo que tengan que preocuparse por Guy. Parece un buen hombre. Y aquí se acaba la historia por lo que a mí respecta. Espero que todo vaya bien.
Siguió una torpe parrafada: disculpas por la discusión, explicaciones precipitadas por la tensión a que todos estaban sometidos tras la muerte de Bader. En mi opinión no eran más que unos patanes maleducados y se lo habría dicho talmente si me hubieran pagado ya los honorarios. Como suele suceder, me aseguraron que no habían querido ofenderme y yo les aseguré a mi vez que no me habían ofendido. Puedo mentir como la que más cuando hay dinero por medio. Nos estrechamos la mano. Me dieron las gracias por mi tiempo. Les di las gracias por la bebida y me fui.
—Te acompaño —dijo Christie.
Hubo un momento de silencio mientras salíamos de la sala. No me di cuenta de que había contenido la respiración hasta que la puerta se cerró y pude respirar aire fresco.
—Voy por una chaqueta —dijo Christie mientras cruzábamos el vestíbulo. Se desvió hacia el armario y se puso un chaquetón oscuro de lana mientras salíamos al aire de la noche.
La temperatura había descendido y la humedad parecía salir de los adoquines. Las luces exteriores estaban encendidas ya, pero la iluminación era escasa. Vi la débil sombra de mi coche aparcado en el extremo más alejado del patio y nos dirigimos hacia allí. Las ventanas delanteras proyectaban haces amarillos truncados delante de nosotras, en el camino del garaje. Lo más probable era que los tres hermanos Malek estuvieran ya dándose de puñetazos en la sala.
—Gracias por sacarme de allí.
—Siento que lo haya visto. Vaya colección de animales, ¿verdad? —dijo. Se metió las manos en los bolsillos—. Ocurre continuamente y me está sacando de quicio. Es como vivir en una guardería, en medio de una discusión general. Todos tienen tres años. Aún se pelean por el mismo camión de juguete. La tensión en esta casa es irreal la mayor parte del tiempo.
—Beber no le sirve de mucho a Bennet.
—No es sólo eso. Me casé pensando que iba a formar parte de una familia entrañable. No tengo hermanos y pensaba que era una idea fabulosa. Al principio parecían llevarse bien. Bueno, seguro que me engañaron. Debería haber imaginado que tres adultos viviendo aún en casa de papá no sonaba lo que se dice a cordura, pero ¿yo qué sabía? Están todos tan sonados que no reconocería a una persona sana aunque me mordiera. Yo quería tener hijos. Parece que ya los tengo —añadió con una mueca—. Detesto ver sus peleas infantiles y encima tener que consentirlo. Tendría usted que verlos en acción. Se pelean absolutamente por todo. Pasa cualquier cosa y al instante toman las posiciones más dispares. Luego forman partidos y hacen coaliciones temporales. Un día son Donovan y Jack contra Bennet. Al siguiente, Bennet y Jack forman equipo contra Donovan. Las alianzas varían según el tema, pero nunca hay entente. El uno para todos y todos para uno no tiene razón de ser aquí. Todos quieren tener razón, ser moralmente superiores y, al mismo tiempo, todos se sienten del todo incomprendidos.
—Me hace sentirme contenta de ser huérfana.
—En eso estoy de acuerdo. —Se detuvo con una sonrisa—. Puede que sólo esté molesta porque ninguno se pone nunca de mi parte. Vivo con un continuo dolor de estómago.
—¿No tienen hijos?
—Todavía no. Sigo intentándolo, pero parece que en este ambiente no hay forma de quedarse embarazada. Voy a cumplir los cuarenta y si algo no sucede pronto, será demasiado tarde.
—Creía que hoy en día las mujeres podían tener hijos a los cincuenta.
—Yo no. Olvídelo. La vida ya es bastante difícil. Quiero decir, ¿qué hijo querría venir a una casa como esta? Es asquerosa.
—¿Por qué se queda?
—¿Quién dice que me quedo? Se lo dije a Donovan el otoño pasado. Le dije: «Una pelea más, amigo, y me largo». ¿Y qué pasó entonces? Bader se murió. No puedo irme cuando todo está patas arriba. Además, supongo que todavía albergo la débil esperanza de que las cosas se arreglen de alguna manera.
—Haber encontrado a Guy no creo que sirva de mucho —comenté.
—No sé. Puede que ahora se pongan los tres contra él. Al final será lo único en que estén de acuerdo.
Miré hacia las ventanas iluminadas de la sala.
—¿A eso le llama «estar de acuerdo»?
—Oh, le darán vueltas, no se preocupe. No hay como un enemigo común para unificar las tropas. La verdad es que Guy es el único por el que lo siento. Lo dejarán sin un centavo si pueden y, por lo que ha dicho usted, es el mejor de la carnada.
—Donovan parece buena persona —dije.
—Ja. Eso pensaba yo también. Pero todo es fachada. Ha aprendido a funcionar en el mundo de los negocios y por eso está un poco más pulido. Estoy segura de que nadie se lo ha dicho, pero les ha impresionado lo que ha hecho usted.
—Bueno, gracias, pero en este momento no necesitan ningún detective…
—Necesitan un arbitro —dijo riéndose—. Tasha no le hizo ningún favor cuando fue a buscarla. Siento que los haya visto en su peor momento. Al menos sabe ya con qué tengo que vivir.
—No se preocupe. El caso está cerrado —dije.
Nos dimos las buenas noches y me senté al volante, dedicando unos momentos a calentar el vehículo. La tensión me había congelado los sentimientos y fui a casa con la calefacción al máximo. Consistía en una delgada lengua de aire cálido que me lamía las suelas del calzado. El resto de mi cuerpo estaba como el hielo, ya que un jersey de algodón y una chaqueta de lana aíslan muy poco. Cuando entré en mi calle pensé en ir a cenar al local de Rosie. No había comido más que una aceituna sin hueso durante la merienda en casa de los Malek. Había imaginado comer suntuosos canapés en lugar de la cena, pero la trifulca había hecho que hasta las galletas con queso me parecieran poco apetecibles. En el fondo sabía que estaba eludiendo la idea de volver a una casa vacía. Mejor antes que después. Cada minuto que pasara sería peor.
Aparqué el coche en la esquina y entré por el camino del garaje de Henry. Una densa niebla se extendía desde la playa y me estimuló recordar que me había dejado la luz de la sala encendida. Al menos no me sentiría una intrusa al entrar. Crucé el chirriante portillo con la llave preparada, abrí la puerta y tiré el bolso al mostrador de la cocina. Oí la cadena del lavabo de abajo y me recorrió de arriba abajo un escalofrío de miedo. Se abrió la puerta del cuarto de baño y salió Robert Dietz con una cara tan asombrada como la mía.
—No te he oído entrar —dijo—. Olvidé devolverte la llave.
—¿Qué estás haciendo aquí? Pensaba que te habías ido.
—Llegué hasta Santa Maria y tuve que dar media vuelta. Estaba en medio de la calle y te echaba de menos con locura. No quiero que nos separemos de mala manera.
Sentí una punzada en el pecho, algo frágil y agudo que me hizo respirar hondo.
—No veo la manera de resolver nuestras diferencias básicas.
—Podemos ser amigos sin definición. ¿No crees?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —Quería calmarme, pero no podía. Tenía una inexplicable necesidad de llorar por algo. Normalmente, las despedidas producen algo así, tiernas separaciones como en las películas acompañadas por música garantizada para partir el corazón. El silencio entre nosotros era así de doloroso para mí.
—¿Has cenado?
—Todavía no me he decidido. Acabo de tomar unas copas con los Malek —dije con un hilo de voz. Las palabras sonaban extrañas y quería darme palmaditas en el pecho para consolarme. Habría superado la situación si no hubiera vuelto. El día había sido difícil, pero había sobrevivido.
—¿Quieres hablar?
Negué con la cabeza; no me fiaba de mi voz.
—¿Entonces qué? Tú decides. Haré lo que quieras.
Miré hacia otra parte pensando en los riesgos de la intimidad, la posibilidad de la pérdida, el tierno dolor implícito en todos los vínculos entre dos criaturas, no importa que sean humanas o animales. En mí, el instinto de supervivencia y la necesidad de amor habían estado en guerra durante años. La cautela era como una pared que había construido para mantenerme a salvo. Pero la seguridad es una ilusión y el peligro de sentir demasiado no es peor que el de embotarse. Lo miré de nuevo y vi mi dolor reflejado en sus ojos.
—Ven —dijo. Hizo un gesto con la mano, apremiándome para que me acercase.
Crucé la sala. Dietz se apoyó en mí como una escalera de mano abandonada por un ladrón.