7

Cuando volvimos, a las diez y cuarto, la luz de la cocina de Henry estaba encendida. Dietz dijo que la rodilla le estaba matando, así que se fue a casa con intención de tomarse un par de calmantes, poner los pies en alto y aplicarse la bolsa de hielo. La conversación que habíamos tenido en el local de Rosie no nos había llevado a ningún lado. No soportaba la idea de continuarla ni la de comportarme como si el asunto no se hubiera abordado. No sabía lo que quería de él ni estaba segura de cómo decirlo, así que había terminado por parecer que estaba en la indigencia. En general mi política es esta: si tu mente no está abierta, ten la boca igual de cerrada.

Llamé a la puerta trasera de Henry y lo saludé con la mano por la ventana cuando levantó la cabeza para mirarme. Estaba sentado en la mecedora, con el periódico y un vaso de Jack Daniel’s. Sonrió, me devolvió el saludo y dejó el periódico para abrirme. Tenía la calefacción puesta y el interior no sólo estaba caliente sino deliciosamente perfumado por los rollos de canela del día anterior.

—Se está aquí fenomenal. Fuera hace frío de verdad —dije. La mesa de la cocina estaba cubierta de viejas fotografías en blanco y negro distribuidas en varios montones. Las miré por encima mientras me acercaba una silla y me volvía hacia él. Desde mi punto de vista, Henry Pitts es la perfección personificada: educado, amable y responsable, y con las piernas más bonitas que he visto en mi vida. Es mi casero desde hace cinco años, desde el día que vi el anuncio de la casa en una lavandería. Henry buscaba un realquilado a largo plazo que fuera limpio y tranquilo; sin niños, fiestas ruidosas ni perros chillones. Como habitante vitalicia de casas móviles, era adicta a los espacios comprimidos, pero predispuesta a limitar el contacto con vecinos cercanos y revoltosos. La vida en el parque de caravanas, pese a todas sus ventajas, supone un trato íntimo con los asuntos privados de otras personas. Como me gano la vida fisgoneando, me gusta guardar mis asuntos para mí. El garaje monoplaza que ofrecía Henry era mejor que mis fantasías y además lo podía pagar. Desde entonces, ha sido bombardeado y reconstruido, recubierto de teca por dentro y con un diseño tan inteligente como el de un barco.

Desde el principio mismo, Henry y yo establecimos una relación que nos iba bien a ambos. Con los años se las ha arreglado para civilizarme un poco y ahora soy ciertamente más simpática que entonces. Poco a poco fuimos forjando el vínculo y ahora lo considero una mezcla ejemplar de amigo y pariente inconcreto.

—¿Quieres un té? —preguntó.

—No, gracias. Sólo he pasado a saludarle antes de meterme en el sobre. ¿Son fotos familiares? —pregunté alcanzando una al azar.

—De eso se trata —dijo—. Me las envió Nell. Encontró dos cajas llenas de viejas fotografías familiares, pero ninguna trae garabatos. No hay nombres ni fechas. Ella no tiene ni idea de quiénes son y los demás hermanos tampoco. Vaya lío. Hazme caso. Ficha todas tus fotografías, aunque sólo sea una breve nota detrás. Sólo tú sabrás luego quién es quién.

—¿Le suenan sus caras?

—Un poco. —Cogió la foto que estaba mirando yo y la observó fijamente cerca de la luz. Miré por encima de sus hombros. La mujer de la foto tendría veintitantos años, tenía la cara ancha y amable y el pelo recogido detrás en un moño. Llevaba una blusa blanca de corte marinero, falda hasta la pantorrilla, calcetines oscuros y zapatos planos y oscuros con un lazo en el empeine. A su lado había una niña enfurruñada de unos ocho años, con un vestido marinero de cintura baja y botines con cordones—. Creo que es mi tía Augusta, la hermana menor de mi madre, y que la foto se hizo en Topeka, Kansas, en 1915. La niña se llamaba Rebecca Rose, si no me falla la memoria. Su madre y ella murieron durante la gran epidemia de gripe de 1918. —Tomó otra foto—. Mi madre y mi abuelo Tilmann. Me sorprende que Nell no los haya reconocido, a menos que la vista le esté empezando a fallar. Ahora que lo pienso, no sé qué importancia puede tener. Ninguno de nosotros tiene hijos, así que cuando hayamos muerto no importará quiénes sean estas personas.

—Eso es muy triste. ¿Por qué no las pone en un álbum y me las regala? Fingiré que son mías. ¿Cuál era el nombre de pila del abuelo?

—Klaus. Mi madre se llamaba Gudrun. —El hombre que miraba fijamente a la cámara debía de tener casi ochenta años y su hija cincuenta y tantos, a juzgar por su aspecto.

—¿De dónde es el apellido Tilmann? ¿Alemán? No sé por qué, me había imaginado que eran ustedes suecos o finlandeses.

—Oh, no. No somos escandinavos. Son tipos melancólicos. Los Tilmann somos alemanes de pura cepa. Voluntariosos, autócratas, fuertes y exigentes. Algunos añadirían que insoportables, pero eso no es más que una forma de interpretarlo. La longevidad es genética y no permitas que nadie te diga nunca lo contrario. He leído artículos sobre personas que viven para llegar a los cien años. Todos quieren convencer de algo, aseguran que es porque fuman o porque no fuman, porque comen yogur, toman vitaminas o una cucharada de vinagre al día. Absurdo. Si quitamos las guerras y los accidentes, vives mucho tiempo porque vienes de personas que viven mucho tiempo. Es una responsabilidad que hay que aceptar. Tienes que evitar toda clase de excesos. Mi madre vivió ciento tres años y supongo que los cinco hermanos que quedamos viviremos tanto como ella.

—Usted, desde luego, parece estar en buena forma. ¿Cuántos años tiene Nell? ¿Noventa y seis? Y usted cumplirá ochenta y seis el día de San Valentín.

Henry asintió e hizo como si tocara madera.

—Nos mantenemos sanos en lo principal, aunque ya nos vamos encogiendo. Lo hemos hablado y estamos seguros de que el encogimiento es el medio del que se vale la naturaleza para que no ocupemos mucho sitio en el ataúd. También te vuelves más ligero. Te sientes como si te entrara aire en los huesos. Facilitas el trabajo a los enterradores. Y tus facultades se debilitan, claro. Te quedas tan ciego como un topo y te falla el oído. Charlie dice que últimamente tiene la sensación de llevar la cabeza envuelta en una almohada. Cuando envejeces has de olvidarte de tu dignidad. Todo el mundo habla de la tercera edad y de una dignidad que yo no he visto hasta ahora. Puedes mantener el espíritu, pero tienes que olvidar la vanidad en lo sucesivo. Estamos como en pañales. Bueno, yo no, pero porque soy el benjamín de la familia. Los demás se mean encima cada vez que tosen o se ríen abiertamente.

»Nell dice que una de las razones por las que echa de menos a William, ahora que se ha mudado aquí, es que ya no pueden jugar al bridge como antes. Tienen que jugar entre tres y no es divertido. Lewis pensaba pedirle a una prima que se fuera a vivir con ellos, pero Nell no tolera a otra mujer en la casa. Dice que ha cuidado de sus hermanos durante sesenta años y que no piensa cambiar ahora. Dice que cuando ya no esté entre ellos, que hagan lo que quieran, según quienes queden, claro.

—No puedo creer que todavía les guste soportar los inviernos de Michigan. ¿Por qué no se vienen todos aquí? Podrían jugar al bridge todo el tiempo que quisieran.

—Algo hemos hablado sobre eso. Ya veremos. Nell tiene sus reuniones de señoras y no quiere abandonarlas. —Henry dejó la foto y volvió a sentarse—. Bueno ¿qué tal estás? He tenido una agradable charla con tu amigo Dietz. Dice que estás trabajando en algo.

—En realidad ya lo he terminado. Ha sido uno de esos casos rápidos que se recuerdan con cariño cuando se presentan los difíciles —dije. En pocos minutos le conté lo de la búsqueda de Guy Malek.

Sacudió la cabeza.

—¿Qué pasará ahora? ¿Crees que conseguirá su parte de los bienes?

—¿Quién sabe? Todavía no he oído el final, pero Tasha cree que llegarán a un acuerdo.

—¿Cuánto tiempo se quedará Dietz? He pensado en invitaros a cenar una noche de estas.

—No mucho, probablemente. Está de paso para Santa Cruz, para ver a sus hijos —dije.

—Bueno, entérate de si estará aquí todavía el sábado y prepararé algo especial. Invitaremos a William y Rosie, y a Moza Lowenstein si está libre.

Cuando llegué a casa, Dietz dormía en calzoncillos, hundido en el sillón, y roncaba ligeramente. La televisión estaba con el volumen bajo y emitía un documental sobre los ataques de los tiburones. Tenía la pierna apoyada en el brazo del sofá-cama y una manta sobre el pecho y los hombros. La bolsa de hielo, medio derretido, había caído al suelo. La metí en el congelador, cogí otra y se la puse con cuidado en la rodilla sin despertarle. La tenía hinchada y la carne ofrecía un aspecto pálido y sensible. No quise molestarle, pues sabía que se despertaría mucho antes del amanecer. Dietz duerme a rachas, como un animal en la selva, y sé por experiencia que no pasa noche sin levantarse al menos un par de veces.

Me descalcé y subí las escaleras. Lo miré desde arriba. Su cara cubierta de arrugas parecía extraña en pleno sueño, como si estuviera moldeada en arcilla. Pocas veces lo había visto tan inmóvil. Era inquieto por naturaleza, siempre estaba en movimiento, con los rasgos animados por la fuerza de su energía nerviosa. Mientras lo miraba se despertó y se irguió de un salto con expresión desorientada. Lo vi parpadear, buscar la bolsa de hielo que se balanceaba en su hinchada rodilla. Me aparté de la barandilla y entré en el cuarto de baño, donde me lavé la cara y me cepillé los dientes. Era sin duda la proximidad de toda aquella testosterona, pero es que oía el murmullo de la sexualidad en la base de la columna. Cogí una camiseta de tamaño extragrande de un gancho de la puerta del cuarto de baño. Suelo dormir desnuda, pero no me pareció buena idea.

Cuando estuve lista para dormir, apagué la luz y me deslicé bajo el edredón. Conecté la alarma del despertador mientras la esfera digital pasaba de las 11.04 a las 11.05. Oí que Dietz se levantaba e iba a la cocina. La puerta del frigorífico se abrió y se cerró. Tomó un vaso y se sirvió bebida, vino, zumo de naranja, tal vez leche, algo líquido. Oí que corría un taburete de la cocina y el crujido de cuando se abre el periódico. Me pregunté en qué estaría pensando y qué pasaría si le oyera subir las escaleras. Quizá debería haberme puesto una bata y bajado a reunirme con él, haber enviado a paseo la prudencia y a la mierda las consecuencias, pero no estaba en mi naturaleza. Haber estado soltera durante tanto tiempo me había vuelto prudente con los hombres. Me puse a mirar la claraboya de plexiglás que quedaba encima de la cama, pensando en los riesgos que suponía estar con él. La pasión no dura, pero ¿qué hacer entonces? Si pudieras tenerlo todo pero sólo por breve tiempo, ¿valdría la pena pagar con sufrimiento el delirio amoroso? Sentí que me hundía en el sueño como si me arrastrara un montón de piedras. No desperté hasta las seis.

Me puse la sudadera y me preparé para mi carrera matutina, como siempre. Dietz estaba en la ducha cuando salí, pero vislumbré con una punzada de dolor que estaba empaquetando sus cosas. Tenía la maleta abierta en el suelo, al lado del sofá ya plegado. La manta estaba doblada en un extremo. Las sábanas usadas las había dejado junto a la lavadora. Tal vez pensara que su éxodo arreglaría nuestro contencioso al minimizar las posibilidades de enganche. Lo que advertí, y con morbosidad, fue que, aunque no había sentido nada al verlo llegar, me sentía afligida por un agudo sentido de pérdida al ver que se marchaba. Había estado conmigo dos días y ya estaba sufriendo, así que lo más inteligente sería no conducir las cosas más lejos. Llevaba tanto tiempo con la castidad a cuestas que no me importaba otro año sin sexo. Se me escapó sin querer un sonido que habría sido un sollozo si me hubiera permitido a mí misma estas cosas.

Cerré la puerta en silencio y respiré hondo, como si el húmedo aire de la mañana pudiera aliviarme el fuego del pecho. Tras cruzar el portillo delantero, me detuve para estirarme, dejando la mente en blanco. En los últimos años, al trabajar de detective, había perfeccionado un truco para acallar los sentimientos. Al igual que otros miembros de las profesiones «serviciales» (médicos y enfermeras, policías, asistentes sociales, personal de ambulancias), la desconexión emocional es a veces la única forma de reaccionar ante la muerte y sus archisabidas variantes. Al principio me costaba varios minutos de intensa concentración, pero ahora me pongo en punto muerto en un abrir y cerrar de ojos. Los entusiastas de la salud mental enseguida aseguran que nuestro bienestar psicológico está mejor servido si no perdemos el contacto con nuestros sentimientos, pero está claro que no se refieren a los repulsivos y desagradables.

La carrera no me gustó. El cielo estaba encapotado y de un tono gris melancólico y no lo alegraba ni un mísero rayo de sol. La luz del día se impuso poco a poco a la oscuridad, pero tenía el aspecto blancuzco de una vieja fotografía en blanco y negro. Y yo correteaba sin orden ni concierto, sin acabar de coger el ritmo. El aire era tan penetrante que ni siquiera conseguí sudar como Dios manda. Recorrí los kilómetros de rigor, sintiéndome satisfecha por hacerlo a pesar de mi estado. Algunos días la disciplina es un fin por sí misma, una manera de imponer la voluntad ante los reveses de la vida. La última manzana la recorrí andando, mientras ahuyentaba con firmeza la sensación de estar hecha una facha.

Dietz estaba sentado en la cocina cuando entré. Había preparado una cafetera y sacado mi tazón de los cereales. Ya había lavado y enjuagado el suyo, que se secaba en el escurridor. Su maleta, cerrada del todo, estaba al lado de la puerta, con la bolsa de la ropa. Por la puerta abierta del lavabo observé que había recogido todas sus pertenencias personales. El olor a jabón se mezclaba con el del aftershave, un húmedo perfume masculino que lo impregnaba todo.

—He pensado que es mejor que me vaya —dijo.

—Claro, no hay problema. Espero que no lo hagas por mí.

—No, no. Ya me conoces. No sé estarme quieto —replicó—. De todas formas, seguro que tienes mucho trabajo.

—Bueno, toneladas —dije—. ¿Te vas a Santa Cruz?

—Sí. Subiré por la costa y quizá pase un día en Cambria. Esta rodilla me obliga a hacer paradas. Ya sabes, bajar a estirarla un poco cada hora. Tenerla abrigada y floja. De lo contrario se soldará.

—¿Cuándo te irás?

—En cuanto te vayas al trabajo.

—Qué bien. Entonces me daré una ducha para que puedas irte.

—Tómate tu tiempo. No tengo prisa —dijo.

—Ya lo veo —dije subiendo al piso superior. Esta vez no me preguntó si estaba enfadada. Mejor así, porque la verdad es que estaba furiosa. Bajo la furia se hallaba el viejo y conocido sufrimiento. ¿Por qué todo el mundo me abandona al final? ¿Qué les he hecho? Hice las faenas de la mañana tan eficientemente como me fue posible, me vestí y me comí los cereales sin detenerme a leer el periódico. Para expresar la indiferencia que sentía por su brusca partida, saqué sábanas limpias y le pedí que me ayudara a ponerlas en el sofá-cama. Esperaba que el mensaje fuera que la iba a ocupar otro en cuanto él se marchase. Ninguno habló mucho y lo que dijimos fue circunstancial. «¿Dónde está la otra almohada?» y cosas así.

Una vez listo el sofá, llevó la maleta al coche y volvió en busca de la bolsa de la ropa. Lo acompañé hasta la acera y nos dimos uno de esos besos insinceros que suelen darse con sonido incluido. ¡Muuaacc! Arrancó el Porsche y le dije adiós con la mano, como correspondía, mientras se alejaba por la calle. «Bicho asqueroso», pensé.

Fui a la oficina sin prestar atención a la ligera tendencia a romper a llorar sin motivo justificado. El día bostezaba ante mí como un pozo de cloaca. Así me sentía cuando me dejó la otra vez. ¿Cómo puede pasarle esto a alguien con mi espíritu e independencia? Hice unos cuantos solitarios, pagué algunas facturas y calculé el saldo de mi cuenta corriente. Los nervios me susurraban en las tripas como si tuviera diarrea. Cuando sonó por fin el teléfono, poco antes de comer, respondí sintiéndome absurdamente aliviada por la interrupción.

—Kinsey. Soy Donovan. ¿Cómo está usted?

—Bien. ¿Y usted?

—Vamos tirando. Bueno, escuche, recibimos su mensaje y nos gustaría recompensarla por un trabajo tan bien hecho. Tasha tiene que volar a San Francisco esta mañana, pero no creyó que a usted le importara darnos la información directamente. ¿Podría pasar por casa a tomar una copa a última hora de la tarde?

—Claro. No hay inconveniente. Iba a pasar a máquina el informe para echarlo al correo, pero le puedo dar los detalles en persona, si lo prefiere.

—Se lo agradecería. Espero que Jack y Bennet también quieran estar presentes. Así, si tienen alguna pregunta, puede informarnos a todos a la vez y ahorrarse repeticiones. ¿Le va bien a las cinco y media?

—Sí —dije.

—De acuerdo. La esperaremos con impaciencia.

Al colgar me encogí de hombros. No tenía nada en contra de los informes distendidos mientras no me viera metida en el drama familiar. Aparte de Guy, los hermanos Malek no me entusiasmaban precisamente. Estaba convencida de que Guy había abandonado el camino de la perdición, así que a lo mejor podía hacerle un servicio convenciendo a los otros. No es que el reparto del dinero fuera asunto mío, pero si había reticencias acerca de lo que valía aquel hombre, yo tenía algo que decir al respecto. Además, como Dietz se había ido, no tenía nada mejor que hacer.

Me salté la comida y pasé la mañana limpiando el despacho. Lonnie Kingman tiene un equipo de mantenimiento que se ocupa del local todos los viernes por la tarde, pero estar allí con la escoba en la mano tuvo algo de terapéutico. Incluso pasé veinte minutos quitándole el polvo al ficus artificial que no sé quién había tomado por natural en cierta ocasión. El espacio que ocupaba yo había sido al principio una sala de reuniones con un cuarto de baño estilo ejecutivo. Busqué un cubo de plástico, esponjas, trapos limpios, un cepillo y una fregona, y me entretuve matando gérmenes imaginarios. Mi método para enfrentarme a la depresión es dedicarme a faenas tan repelentes y asquerosas que, en comparación, la realidad parece agradable. A las tres ya olía a sudor y a lejía, y había olvidado por qué era tan desgraciada. Bueno, en realidad lo recordaba, pero me importaba un comino.

Después de sanear el lugar, eché el pestillo de la puerta, me quité la ropa, salté a la ducha ejecutiva y empecé a frotarme. Volví a ponerme los tejanos y cogí un jersey limpio de cuello alto de la ropa que tengo a mano para los imprevistos. ¿Qué es la vida sin un cepillo de dientes y unas bragas limpias? Escribí a máquina la versión oficial de mi encuentro con Guy Malek, metí una copia en el archivo y otra en el bolso. La tercera la envié a San Francisco, al bufete de Tasha Howard. Finito. The end. Acabado y concluido. Nunca más volvería a trabajar para ella.

A las cinco y veinticinco, ataviada con mi mejor (y única) chaqueta de mezclilla, atravesaba la entrada de la propiedad de los Malek. Ya casi había oscurecido; los breves días invernales aún se caracterizaban por sus tempranos crepúsculos. Los faros del coche trazaron un arco en la tapia estucada que rodeaba las siete hectáreas de la finca. La tapia estaba coronada por tres trenzas de alambre espinoso instalado hacía años, roto ya por varios puntos y más bien inefectivo. ¿Quién sabe qué intrusos se esperaban en aquellos tiempos? Se había levantado un aire frío y los oscuros árboles oscilaban y se estremecían, susurrando entre sí sobre cosas invisibles. Había luces en la casa, dos ventanas del piso superior estaban iluminadas de un amarillo pálido y casi toda la planta baja estaba a oscuras.

El ama de llaves había olvidado encender las luces exteriores. Aparqué en la rotonda y crucé el patio empedrado hasta el oscuro pórtico que resguardaba la puerta principal. Pulsé el timbre y esperé, cruzándome de brazos para entrar en calor. La luz del porche se encendió por fin y Myrna entreabrió la puerta.

—Hola, Myrna. Soy Kinsey Millhone. Estuve aquí el otro día. Donovan me ha invitado a tomar una copa.

Al oírme no puede decirse que estallase a cantar de alegría. Al parecer, en los cursos avanzados de la Academia de Amas de Llaves aconsejan a las estudiantes que contengan los arrebatos de júbilo. En los dos días transcurridos había renovado el tinte del cabello, que era ya de un rubio blanquecino y con aspecto de estar frío al tacto. Su uniforme consistía en una bata gris sin botones encima de unos pantalones a juego. Habría apostado a que por debajo de la bata llevaba desabrochado el pantalón.

—Por aquí —me indicó. Sus zapatos de suela de crepé chirriaban en el suelo de taracea pulimentada.

Una voz de mujer resonó por encima de nuestras cabezas.

—¿Myrna? ¿Era el timbre de la puerta? Estamos esperando a una persona. —Miré hacia arriba siguiendo el sonido de la voz. Una morena casi cuarentona estaba apoyada en la barandilla. Me vio y su rostro se iluminó—. Hola. Usted debe de ser Kinsey. ¿Quiere subir?

Myrna se alejó sin decir una palabra y desapareció en la parte trasera de la casa mientras yo subía las escaleras.

Christie alargó la mano cuando llegué al descansillo.

—Soy Christie Malek. Encantada de conocerla —dijo al estrecharnos la mano—. Deduzco que ya ha conocido a Myrna.

—Más o menos —comenté. La evalué de un vistazo, como quien hace una fotografía instantánea. Era una morena de rasgos delicados, con un cabello brillante y oscuro que le llegaba hasta los hombros. Era muy delgada, llevaba tejanos y un ancho jersey ribeteado de negro que le llegaba casi hasta las rodillas. Tenía las mangas subidas y sus muñecas eran delgadas, y sus dedos largos y desenvueltos. Los ojos eran pequeños, de un azul oscuro penetrante bajo una frente ligeramente huidiza. Su dentadura era tan perfecta como la de un anuncio de dentífrico. La ausencia de maquillaje le daba un aire retraído, un tanto nervioso, pero sus modales eran cordiales y su sonrisa cálida.

—Donovan ha llamado para decir que se retrasaría un poco. Jack está en camino y Bennet anda por alguna parte. Estaba mirando los papeles de Bader y me gustaría un poco de compañía.

Sin dejar de hablar, se dio la vuelta y se dirigió hacia el dormitorio principal, que vi a través de una puerta abierta.

—Todavía estamos buscando el testamento desaparecido, entre otras cosas. La esperanza es lo último que se pierde —añadió con una mueca.

—Pensaba que era Bennet quien lo hacía.

—Así es como Bennet hace las cosas. Le gusta encargárselas a los demás.

Esperaba que hubiera habido ironía en su tono de voz. Como no estaba segura, me callé.

La estancia en que entramos era enorme; dos grandes habitaciones separadas por dos puertas correderas, en aquel momento abiertas y metidas en las guías de la pared. Atravesamos la antealcoba, que estaba amueblada como un dormitorio. Una seda rosa que hacía aguas cubría las paredes. La alfombra era gruesa y había sido blanca antaño. Las pálidas y pesadas cortinas se habían corrido para dejar al descubierto las ventanas de cristal emplomado que daban al patio de la entrada principal. Había una chimenea de mármol en la pared de la izquierda. A su lado había dos sofás iguales, abultados y tapizados en cretona estampada. La cama era de dosel y estaba impecablemente hecha, sin una sola arruga en la colcha de seda blanca como la nieve. La superficie de la mesilla de noche estaba desnuda, como si efectos antaño personales se hubieran escondido. Sin duda eran figuraciones mías, pero la habitación parecía tener un olor a enfermedad que se resistía a desaparecer. Vi que los armarios habían sido vaciados y que su contenido (trajes y camisas de vestir) había sido empaquetado en grandes cajas de cartón de una compañía de depósitos y almacenajes.

—Es deslumbrante —dije.

—¿Verdad que sí?

Tras las puertas de corredera se había instalado un despacho con una gran mesa de nogal y ficheros de madera de diseño antiguo. Los techos de ambas habitaciones estaban casi a cuatro metros de altura, pero el despacho era, con mucha diferencia, la estancia más acogedora de las dos. El fuego estaba encendido en otra chimenea de mármol y Christie echó un tronco a un fuego ya chisporroteante. Las paredes estaban cubiertas de nogal tan oscuro y brillante como un caramelo de café. Vi una fotocopiadora, un fax, un ordenador y una impresora en los estantes empotrados que había a ambos lados de la chimenea. Una trituradora de papel que había a un lado de la mesa tenía iluminado el botón verde de encendido. Vi recordatorios impresos que esperaban el momento de partir hacia el domicilio de cuantos habían mandado flores para el entierro. Christie volvió a la mesa, donde ya había vaciado el contenido de dos cajones en unos recipientes que había etiquetado con un rotulador negro. Había dos grandes bolsas de basura llenas de papeles desechados. Sobre la mesa se habían amontonado varias carpetas de archivo llenas de papeles y en la alfombra yacían algunas carpetas simples que estaban vacías. Era una faena que yo conocía bien, clasificar los retales abandonados por los muertos. Abajo, en el patio, oímos el ruido de una motocicleta que rugió con furia antes de quedar en silencio.

Christie ladeó la cabeza.

—Oigo la Harley. Creo que ha llegado Jack.

Su expresión era una extraña mezcla de escepticismo y desesperación.

—Bader solía ser muy organizado, pero seguro que había perdido el entusiasmo por los trabajos de esta clase. Fíjese en todo esto. Se lo juro, si alguna vez me dicen que soy una enferma terminal, limpiaré mis cajones antes de que la debilidad me postre. ¿Y si una guarda fotos pornográficas o algo por el estilo? Detesto pensar que alguien pueda curiosear mis efectos privados.

—En mi vida no hay nada interesante —dije—. ¿Quiere que la ayude?

—En realidad no, aunque me vendría bien el apoyo moral —dijo—. Llevo aquí metida varias horas. Tengo que mirar todos y cada uno de los papeles y adivinar si vale la pena conservarlos, aunque, por lo que a mí respecta, casi ninguno la vale. Bueno, en realidad, ¿yo qué sé? Si no estoy segura, los pongo en un montón. Los inútiles los meto en una bolsa de basura. No me atrevo a romper nada y me da miedo tirar mucho. Conozco a Bennet. Seguro que en cuanto tire algo, irrumpirá aquí preguntando dónde está. Ya me lo ha hecho dos veces y fue una suerte que todavía no se hubieran llevado la basura. Y yo allí en la oscuridad, como una pordiosera, sacando papeles arrugados del cubo de la basura. Este tercer montón es de lo que parece importante. Por ejemplo, aquí hay algo que a lo mejor le interesa. —Cogió una carpeta del montón que había encima de la mesa y me la dio—. Bader debió de reunir todos estos papeles a principios de los sesenta.

Un rápido vistazo puso al descubierto una colección de recortes de periódico relativos a las pasadas fechorías de Guy. Leí uno al azar, un artículo fechado en 1956 que detallaba la detención de dos adolescentes de catorce y trece años a los que se creía culpables de cubrir el barrio de graffiti. Uno de los chicos había acabado en el reformatorio y al otro se lo habían devuelto a sus padres. Debía de haber unos veinticinco recortes como aquel. En algunos casos, las autoridades ocultaban los nombres porque los detenidos eran todavía menores de edad. En otros, se identificaba a Guy Malek por el nombre.

—Me pregunto por qué guardaba los recortes. Es extraño —dije.

—Quizá para recordarse a sí mismo por qué había desheredado al muchacho. Supongo que Bennet los querrá como munición, si llega el caso. El solo hecho de pensar que hay que tomar esas decisiones resulta agotador.

—Todo un trabajo —dije y cambié de tema—. ¿Sabe? Se me ocurre que si los dos testamentos se redactaron con una diferencia de tres años, es posible que los dos testigos del primero fueran también testigos del segundo. Sobre todo si eran pasantes o miembros del bufete.

Me miró con interés.

—Bien pensado. Tiene que comentárselo a Donovan. Ninguno de nosotros está deseoso de que cinco millones de dólares se vayan por la ventana.

Llamaron a la puerta, nos giramos y vimos entrar a Myrna.

—Ha llegado Donovan. Me ha dicho que sirva los entremeses en la sala.

—Dile que bajaremos enseguida, en cuanto me lave las manos. Ah, y a ver si puedes localizar a los otros dos.

Myrna procesó la orden, murmuró algo inaudible y desapareció de la habitación.

Christie sacudió la cabeza y bajó la voz.

—Será de pocas palabras, pero es la única persona de la casa que no discute con nadie.