6

La vicaría estaba situada en la propiedad de al lado y consistía en una destartalada casa de campo de madera blanca, de dos pisos, con contraventanas verdes y un cochambroso tejado de tablas verdes interrumpido por buhardillas. Tenía a un lado un porche cubierto y notablemente inclinado, como si un terremoto hubiera aflojado los cimientos de hormigón. Detrás de la casa había un granero grande y rojo, con un garaje adjunto, de una sola plaza y hecho un asco. Tanto la casa como el granero necesitaban una mano de pintura y advertí que la luz del sol se filtraba por los agujeros del tejado. En el patio, al pie de un inmenso roble virginiano, había varias sillas plegables de metal en semicírculo. Al lado había una mesa rústica, curtida por los elementos y flanqueada de bancos donde imaginé clases dominicales de catequesis y cenas parroquiales durante los meses de verano.

Seguí a Guy por el patio. Fuimos a las escaleras traseras y entramos en la cocina. El aire olía a sofrito de cebollas y apio. Peter era un sesentón medio calvo, con una corona romana de pelo canoso que bajaba por las patillas y le envolvía la mandíbula con una barba recortada y unida al bigote. Con la pálida luz del sol que entraba por la ventana parecía que de la pelusa blanca de la coronilla le saliesen llamas. Llevaba un jersey de cuello alto rojo debajo de otro ribeteado de verde. En aquel momento estaba amasando pasta de bollería. Las bandejas del horno de su derecha estaban cubiertas de filas de discos perfectos de masa listos para cocerse. Nos miró con placer cuando entramos.

—Ah, Guy. Menos mal que eres tú. Me preguntaba si estarías aquí todavía. El horno de la iglesia ha estado haciendo otra vez de las suyas. Lo mismo se enciende que se apaga.

—Será la ignición electrónica. Le echaré un vistazo. —Guy parecía pendiente de sí. Se frotó la nariz y luego se metió las manos en los bolsillos del mono, como para calentárselas—. Os presento a Kinsey Millhone, una investigadora privada de Santa Teresa. —Se dio la vuelta y me miró, inclinando la cabeza hacia el ministro y su señora mientras hacía las presentaciones—. Peter Antle y su mujer, Winnie.

Peter tenía la piel rojiza. Sus ojos azules me sonrieron bajo unas cejas blancas y desiguales.

—Encantado de conocerte. Te estrecharía la mano, pero no creo que te gustara. ¿Qué tal se te dan los bizcochos caseros? ¿Tienes ganas de trabajar?

—No, gracias —contesté—. Mis habilidades domésticas dejan mucho que desear.

Estaba a punto de insistir cuando su mujer dijo:

—Vamos, Pete… —Y se le quedó mirando. Winnie Antle parecía andar cerca de los cincuenta, el pelo, castaño y corto, lo llevaba peinado hacia atrás. Tenía los ojos pardos, algo grandes, una sonrisa abierta y los dientes muy blancos. Vestía una camisa de hombre, tejanos y un largo chaleco de punto que le cubría las anchas caderas y el amplio trasero. Estaba cortando verduras para hacer sopa y tenía ya un montón de discos de zanahoria en el mármol de la cocina. Vi dos ramos de apio y varios pimientos esperando el relampagueante cuchillo. Al mismo tiempo vigilaba una cacerola llena de verdura que hervía alegremente.

—Hola, Kinsey. No le hagas caso. Siempre trata de endosarle el trabajo a quien sea —dijo con una rápida sonrisa—. ¿Qué te trae por aquí?

Peter miró a Guy.

—Espero que no te hayas metido en ningún lío. Tienes que vigilar a este hombre. —Su sonrisa era desenfadada y estaba claro que realmente no esperaba que Guy tuviera algún problema.

Guy murmuró la explicación, al parecer avergonzado de ser el portador de tan malas noticias.

—Mi padre ha muerto. La albacea le encargó que me localizase.

Peter y Winnie concentraron toda su atención en Guy, cuyas anteriores emociones estaban ya bajo control.

—¿Es verdad eso? —preguntó Pete—. Vaya, me entristece saberlo. —Me miró—. Hemos hablado a menudo de una posible reconciliación. Hace muchos años que perdió el contacto con su padre.

Guy cambió el peso de pierna y se apoyó en el mármol con los brazos cruzados. Parecía dirigir sus comentarios hacia mí y su tono era nostálgico.

—No sé cuántas cartas he llegado a escribir, pero nunca envié ninguna. Cada vez que intentaba explicarme, sonaba…, no sé, inadecuado o torpe. Finalmente lo dejé, hasta que descubriera qué era lo que quería decir. Pensaba que tendría tiempo. Quiero decir que no era un anciano, se mirase como se mirase.

—Sin duda le llegó su hora. Con una cosa así no se discute —dijo Peter.

—Si no tienes ganas de trabajar hoy, puedes irte —dijo Winnie—. Nos las arreglaremos.

—Estoy bien —repuso Guy, otra vez incómodo por ser el centro de la atención.

Pasamos unos minutos intercambiando información; cómo me las había apañado para localizar a Guy y qué sabía de su familia, que no era mucho.

Peter cabeceaba, visiblemente apenado por las noticias que traía.

—Guy es uno de nosotros. La primera vez que lo vi su aspecto era lamentable. Tenía los ojos de un rojo brillante y le giraban en las órbitas como canicas calientes. A Winnie y mí nos habían llamado de esta iglesia y vinimos a California en coche desde Fort Scott, Kansas. Habíamos oído toda clase de rumores sobre los hippies, los porreros y los ciegos de ácido, como creo que les llamaban. Chicos con los ojos quemados por quedarse mirando al sol completamente drogados. Y allí estaba Guy, en el arcén de la carretera y con un cartel que decía SAN FRANCISCO. Quería estar a la moda, pero a mí me pareció más bien digno de lástima. Winnie no quería que me detuviera. Llevábamos a los dos niños en el asiento trasero y pensaba que acabaríamos engrosando las estadísticas de homicidios.

—Han pasado muchos años —dijo Winnie.

Pete miró a Guy.

—¿Qué piensas hacer? ¿Volver a Santa Teresa? Tal vez haya llegado el momento de que te sientes con tus hermanos y habléis del pasado, de aclarar viejos asuntos.

—No sé. Supongo que sí. Si tienen ganas de sentarse conmigo —dijo Guy—. Creo que todavía no estoy preparado para tomar una decisión. —Me miró—. Sé que no la han enviado para rogarme que vuelva, pero creo que en este asunto tengo algo que decir. ¿Le parece que la llame dentro de un par de días?

—Ningún problema. Hasta entonces me voy a casa —dije—. Ya tiene mi tarjeta. Si no estoy en la oficina, llame al otro teléfono y atenderán la llamada automáticamente. —Saqué otra tarjeta y escribí al pie el nombre de Tasha Howard—. Es la abogada. Ahora no recuerdo su teléfono. Tiene la oficina en Lompoc. Llame a información y allí le dirán su número. No está lejos. Podría concertar una cita y tener una charla con ella. Necesitará que le aconseje un abogado. Espero que todo salga bien.

—Yo también lo espero. Le doy las gracias por haber venido —dijo Guy—. Así ha sido mucho más personal.

Le estreché la mano, murmuré ruidos de cortesía hacia donde estaban Peter y Winnie Antle, y me fui. Recorrí de nuevo la calle principal de Marcella tratando de calar en el espíritu del lugar. Pequeño y tranquilo. Sin pretensiones. Rodeé la manzana y recorrí las escasas calles residenciales. Las casas eran pequeñas, construidas todas con los mismos planos, estructuras de una sola planta, de paredes estucadas y sin aleros. Los exteriores estaban pintados en tonos pastel, colores claros de huevo de Pascua rodeados de hierba invernal tan seca como el papel troceado. Casi todas las casas estaban destartaladas y mostraban un aire deprimido. Sólo vi un inquilino.

Al pasar por delante del autoservicio del pueblo, en dirección a la carretera principal, vi un rótulo en el escaparate anunciando bocadillos recién hechos. Movida por un impulso, aparqué, entré y pedí uno de pan de centeno con ensalada de atún a la mujer que había tras el mostrador de comestibles del fondo. Hablamos de trivialidades mientras preparaba el bocadillo y me envolvió los variantes en un trozo de papel encerado, para que el pan, según dijo, no se reblandeciese. A mis espaldas había un par de clientes recorriendo los pasillos con los pequeños carros de la compra. Nadie se volvió a mirarme ni me prestó la menor atención.

Le conté que acababa de estar en la iglesia. Manifestó poca curiosidad por saber quién era yo o por qué había ido a visitar al pastor y a su mujer. Mencionar a Guy Malek no produjo silencios incómodos ni confidencias espontáneas sobre su historia pasada o su carácter.

—Parece un pueblo agradable —comenté cuando me alargó el bocadillo por encima del mostrador. Le di un billete de diez dólares y lo metió en la caja registradora.

—Si le gustan los pueblos así —replicó—. Demasiado tranquilo para mi gusto, pero mi marido nació aquí e insistió en que viniéramos. A mí me gusta salir a bailar, pero lo mejor que tenemos aquí es una tómbola de vez en cuando. Uf. —Se abanicó cómicamente, como si la emoción de la ropa de segunda mano fuera superior a sus fuerzas—. ¿Quiere el tíquet? —dijo, contando siete billetes de un dólar y la calderilla.

—Por favor.

Rompió un pedazo de la cinta de papel de la caja y me lo dio.

—Cuídese.

—Gracias. Usted también —dije.

Comí mientras conducía, empuñando el volante con una mano mientras mordía alternativamente los variantes y el bocadillo de atún. Por el precio de este me habían dado además una bolsa de patatas fritas, que también masticaba, pensando que así cubría todos los grupos nutricionales necesarios. Había olvidado preguntar a Guy por el nombre de soltera de su madre, pero no tenía ninguna duda de que era quien decía. Me recordaba a Jack; su color y sus rasgos eran muy parecidos. Donovan y Bennet habían salido a uno de los progenitores, mientras que Guy y Jack habían salido al otro. A pesar de ser escéptica, no dejé de valorar la transformación de Guy Malek ni su actual asociación con los Evangelistas del Jubileo. Digo yo que siempre cabía la posibilidad de que el pastor y él fueran unos impostores astutísimos que hubieran preparado un montaje para cualquier forastero que apareciese, pero a fe mía que no veía ni creía que hubiera nada siniestro en marcha. Si la bucólica Marcella era el cuartel general de alguna secta de neonazis, satanistas o forajidos en moto, había escapado a mi percepción.

Hasta que rebasé Santa María y tomé la 101 en dirección sur no reparé en que Guy Malek no me había preguntado a cuánto ascendía su parte de la herencia. Sin duda habría tenido que decírselo yo sin que me lo preguntara. Al menos habría podido decirle lo que le tocaba aproximadamente, pero el tema no había salido a colación y yo había estado demasiado ocupada valorando su situación para el informe que tenía que presentar a Donovan. Su atención emocional se había concentrado en la muerte de su padre y en la pérdida de la oportunidad de hacer las paces con él. El tema de los beneficios lo consideraba al parecer secundario. Bueno. Suponía que Tasha se pondría en contacto con él y le explicaría los detalles.

Llegué a Santa Teresa a las dos y sin contratiempos. Como había vuelto antes de lo previsto, me dirigí a la oficina, mecanografié las notas y las metí en el expediente. Dejé dos avisos telefónicos, uno en el bufete de Tasha y otro en el contestador de la casa de los Malek. Calculé las horas invertidas, los kilómetros recorridos y gastos varios, y preparé una factura por los servicios prestados, a la que añadí el tíquet del bocadillo de atún. Al día siguiente lo pondría con el informe del hallazgo y enviaría una copia a Tasha y otra a Donovan. Fin de la historia, me dije.

Recogí el coche, sin multa, del lugar prohibido donde lo había dejado y me fui a casa sintiéndome en términos generales satisfecha de la vida. Dietz hizo la cena aquella noche, una bandeja con cebollas fritas, patatas fritas y salchichas fritas, con elevadas dosis de ajo en polvo y pimienta roja, junto con pegotes de una mostaza pardusca y granulada que quemaba la lengua. Sólo dos solteros consumados podían comer aquello e imaginar que alimentaba. Yo me encargué de recoger la mesa, de fregar los platos, los cubiertos y los vasos y de frotar la sartén, mientras Dietz leía el periódico de la tarde. ¿Era esto lo que hacían las parejas por la noche? Lo que recordaba con mayor claridad de mi vida bimatrimonial era el conflicto y la tristeza, no la vida cotidiana. Aquello era demasiado casero…, no desagradable, pero sí inquietante para una persona no acostumbrada a la compañía.

A las ocho fuimos al local de Rosie y nos sentamos en un reservado del fondo. El restaurante de Rosie está mal iluminado, es un anticuado establecimiento de barrio que lleva aquí un cuarto de siglo, emparedado entre una lavandería automática y un taller de reparaciones de electrodomésticos. Las mesas de Formica y cromo son de una casa de muebles de segunda mano y los reservados que forran las paredes son de chapa manchada de oscuro y encima astillada y con rudos mensajes garabateados. Deslizar el trasero por los asientos es un acto de imprudencia temeraria, a menos que nos hayamos vacunado contra el tétanos hace poco. Con el paso de los años, la cantidad de californianos fumadores ha ido disminuyendo sin cesar, así que la calidad del aire había mejorado, pero la clientela no. El local de Rosie había sido un refugio para los bebedores locales que querían empezar temprano y quedarse hasta la hora de cerrar. Últimamente es famoso por los equipos de deportistas aficionados que acuden en masa después de cada partido importante, llenando el aire de voces estridentes, risas y patadas en el suelo. Los habituales, los cuatro borrachos de ojos legañosos, habían tenido que emigrar a otros bares. Casi echaba de menos su charla ininteligible, que nunca molestaba.

Rosie se había ido, al parecer, hasta el día siguiente y al camarero de la barra no lo había visto en mi vida. Dietz se tomó un par de cervezas y yo un par de vasos del mejor Chardonnay de tapón de rosca que había en la casa, una versión estropajosa de una variedad californiana que Rosie, probablemente, compraba a granel.

Confieso que fue el alcohol lo que me causó problemas aquella noche. Me sentía blanda y relajada, menos inhibida de lo normal, es decir, lista para soltar la lengua. Robert Dietz empezaba a parecerme guapo y no sabía bien cómo afrontar aquello. Su cara estaba esculpida en sombras y su mirada recorría el local sin descanso mientras hablábamos de naderías. Por decir algo, le hablé de la boda de William y Rosie, y de mis aventuras en la carretera, y él me contó detalles de su estancia en Alemania. Junto con la atracción experimentaba un ligero pesar, tan parecido a una calentura que me pregunté si no me habrían contagiado la gripe. En cierto momento me puse a tiritar y Dietz se me quedó mirando.

—¿Estás bien? —preguntó.

Puse la mano en la mesa y la cubrió con la suya, enlazando los dedos con los míos.

—¿Qué estamos haciendo? —pregunté.

—Buena pregunta. ¿Por qué no lo hablamos? Tú primero.

Me reí, pero la situación no era graciosa y los dos lo sabíamos.

—¿Por qué has tenido que volver y desenterrarlo todo? Estaba muy a gusto.

—¿Qué he desenterrado? No hemos hecho nada. Hemos cenado. Hemos tomado unas copas. Yo duermo abajo. Tú duermes arriba. Mi rodilla está tan mal que no corres peligro de sufrir ataques indeseados. No podría subir las escaleras ni aunque mi vida dependiera de ello.

—¿Eso son las buenas noticias o las malas?

—No lo sé. Dímelo tú —dijo.

—No quiero acostumbrarme a ti.

—Muchas mujeres no pueden acostumbrarse a mí. Eres de las pocas que parecen tener algo de interés —dijo sonriendo ligeramente.

Ahora unas palabras para los listos: en medio de una conversación tierna con una mujer, no se os ocurra mencionar a otra…, y menos en plural. Es mala política. En el minuto en que lo dijo, tuve una visión repentina: una larga cola de féminas donde yo ni siquiera estaba en el pelotón delantero. Sentí que mi sonrisa se desvanecía y me quedé en silencio, como una tortuga que se encuentra con un perro.

Su expresión se volvió cautelosa.

—¿Pasa algo?

—No. Estoy bien. ¿Qué te hace pensar que pase algo?

—No juguemos a rebotar preguntas —replicó—. Está claro que tienes algo que decir, así que dilo.

—No quiero. No tiene importancia.

—Kinsey.

—Qué.

—Vamos. Dilo. No se castiga la sinceridad.

—No sé cómo decirlo. Vas a estar aquí cuatro días, ¿qué crees que tengo que hacer? No me gusta que me dejen. Es la historia de mi vida. ¿Para qué voy a dejarme enredar, para terminar con el corazón destrozado?

Dietz enarcó las cejas, arrugando la cara con perplejidad.

—No sé qué decirte. No puedo prometer que vaya a quedarme. Nunca he estado en un lugar más de seis meses. ¿Por qué no podemos vivir el momento? ¿Por qué todo tiene que tener un certificado de garantía?

—No estoy hablando de garantías.

—Yo creo que sí —dijo—. Quieres que haya un libro de reclamaciones contra el futuro, cuando la verdad es que sabes tanto como yo acerca de lo que vendrá después.

—Vale, es verdad, no te lo discuto. Lo que digo es que no quiero verme envuelta en una relación de ahora me quedo, ahora me voy, o sea, esta.

Dietz había puesto cara de compunción.

—No quiero mentir. No puedo fingir que voy a quedarme si sé que no va a ser así. ¿Qué sacaríamos con eso?

Empecé a sentirme contrariada.

—No quiero que mientas y no te estoy pidiendo que prometas nada. Sólo trato de ser sincera.

—¿En qué?

—En todo. Los demás me han rechazado durante toda la vida. Unas veces por muerte y otras por deserción. Infidelidad, traición. Llámalo como quieras. He soportado todas las formas de traición emocional que existen. Bueno, es increíble. A todo el mundo le ha pasado algo en la vida, ¿y qué? No me gusta ir por ahí compadeciéndome, pero tendría que ser idiota para dejarme liar otra vez.

—Lo entiendo. Te escucho y, créeme, no quiero ser la causa de tu dolor. No tiene que ver contigo. Tiene que ver conmigo. Soy inquieto por naturaleza. Detesto sentirme atrapado. Soy así. Enciérrame y reventaré la jaula para escapar —dijo—. Soy de familia nómada. Siempre estábamos de un lado para otro. Siempre en la carretera. Vivíamos para hacer y deshacer maletas. Para mí, estar en un solo lugar es algo opresivo. Quieres hablar de la muerte. Es lo peor. Cuando era pequeño, si nos quedábamos en una ciudad mucho tiempo, mi viejo se hundía. Terminaba en la cárcel, en el hospital o en la celda de los borrachos de la comisaría más cercana. Fuera a la escuela que fuese, yo siempre era el recién llegado y tenía que pelearme en el patio para sobrevivir. El día que nos poníamos otra vez en camino era el más feliz de mi vida.

—Libre por fin —dije.

—Exacto. No es que no quiera quedarme. Es que soy incapaz.

—Ah, estupendo. Incapaz. Bueno, eso lo explica todo. Estás perdonado —dije.

—No seas tan susceptible. Sabes lo que quiero decir. Dios todopoderoso, no estoy orgulloso de mí mismo. No disfruto siendo un culo de mal asiento. Pero no quiero engañarme ni engañarte.

—Gracias. Es estupendo. Mientras tanto, estoy segura de que sabes cómo entretenerte.

Me miró de soslayo.

—¿A qué viene eso?

—Es desesperante —dije—. Ni siquiera sé por qué nos molestamos. Tú llevas el vagabundeo en la sangre y yo he echado raíces aquí. Tú no puedes quedarte y yo no puedo irme, porque me gusta esto. Estamos ahora en tu intermedio bienal y aquí me tienes mientras dure, lo que significa que seguramente estoy condenada a pasar toda la vida con tipos como tú.

—¿Tipos como yo? Qué simpática. ¿Qué significa eso?

—Lo que es. Emocionalmente claustrofóbico. Y tú eres una jaula de grillos. Así que mientras me sienta atraída por tipos como tú, puedo saltarme mi propia…, —me detuve, sintiéndome como uno de esos perros de los dibujos animados que dan un patinazo en un suelo.

—¿Tu propia qué?

—No es asunto tuyo —dije—. Dejemos esta conversación. Debería haber cerrado la boca. Al final parezco una llorica y no es lo que pretendía.

—Siempre te preocupa parecer una llorica —dijo—. ¿A quién le importa si lloras? Hazlo y ya está.

—¿Y me lo dices ahora?

—¿Qué? —preguntó exasperado.

Adopté una expresión de paciencia que a duras penas tenía.

—Una de las primeras cosas que me dijiste es que querías… ¿Cómo era la frase? «Obediencia sin lágrimas». Dijiste que muy pocas mujeres lo conseguían.

—¿Yo dije eso?

—Sí, lo dijiste. Desde entonces he intentado con todas mis fuerzas no llorar en tu presencia.

—No seas ridícula. Yo no me refería a eso —atajó—. Ni siquiera recuerdo haberlo dicho y probablemente estaría hablando de otra cosa. De todas formas, no cambies de conversación. No quiero que quede así. Ya que estamos en ello, arreglémoslo de una vez.

—¿Qué hay que arreglar? No podemos arreglar nada. No tiene solución, así que dejemos el asunto en paz. Siento haberlo traído a colación. Ya tengo bastante con esta absurda historia de la familia. Puede que esté alterada por eso.

—¿Qué absurda historia? Estás emparentada con esas personas, ¿cuál es el problema?

—No quiero hablar de eso. Además de lloriquear, detesto pensar que me estoy repitiendo.

—¿Cómo puedes repetirte si no me has contado nada?

Me pasé la mano por el pelo y clavé la mirada en la mesa. Había querido eludir el tema, pero parecía más seguro que hablar de nuestra relación, fuera la que fuese. No se me ocurría ningún argumento racional para defender mi resistencia a comprometerme con la familia que había reencontrado. Lo que pasaba era que no quería. Finalmente dije:

—Es que no me gusta que me presionen. Están muy ocupados tratando de recuperar el tiempo perdido. ¿Por qué no se meten en sus asuntos? No me siento cómoda con tantas intimidades. Ya sabes lo cabezota que me pongo cuando me obligan.

—Entonces, ¿por qué aceptaste trabajar para esa abogada? ¿No es tu prima?

—Bueno, sí, pero no tenía intención, de aceptar. Mi intención era negarme, pero la curiosidad y la codicia se apoderaron de mí. Tengo que ganarme la vida y no quería negarme sólo por mezquindad. Sé que lo lamentaré, pero ahora estoy en ello y no tiene sentido darme de bofetadas.

—Si se mira bien, parece bastante inofensivo.

—No es inofensivo. Es molesto. Y además, ese no es el problema. El problema es que me gustaría que ellos respetaran mis fronteras.

—¿Qué fronteras? Te contrató para hacer un trabajo. En cuanto te paguen, se acabó.

—Esperemos que sí. Además, no es tanto ella como las otras dos. Liza y Pam. Si les doy la mano, me agarrarán hasta el brazo.

—Bobadas. Eso es psicología barata de California. No puedes vivir tu vida como si fuera un programa radiofónico con micrófono abierto.

—¿Y tú qué sabes? No te veo tan deseoso de hacerte el bueno con tu familia.

Vi que se le contraían los músculos. Su expresión adoptó de pronto un aire herido e irritado.

—Eso es un golpe bajo. No quiero que me eches en cara lo que te he contado sobre mis hijos.

—Tienes razón. Lo siento. Retiro lo dicho.

—Retiras el cuchillo, pero la herida queda —dijo—. ¿Qué te pasa? Estás muy quisquillosa estos días. Estás haciendo lo imposible por mantenerme a distancia.

—No —dije y lo miré con fijeza y arrugando el entrecejo—. ¿Es eso cierto?

—Bueno, fíjate en tu conducta. Ni siquiera llevo dos días aquí y ya estamos peleando. ¿Por qué? No he recorrido todo este camino para pelearme contigo. Quería verte. Me enternecía la idea de pasar un tiempo juntos. Mierda. Si hubiera querido peleas, me habría quedado con Naomi.

—¿Por qué no lo hiciste? No te lo pregunto por morbosidad, pero me gustaría saberlo. ¿Qué pasó?

—Bah, ¿quién sabe? Yo tengo mi versión y ella la suya. A veces creo que las relaciones tienen un periodo natural. La nuestra lo agotó. Eso es todo. Las explicaciones vienen después, cuando tratas de encontrarle un sentido. Volvamos a ti. ¿Qué pasa por tu cabeza?

—Prefiero pelear a no sentir nada.

—¿Son tus dos únicas opciones?

—Eso parece, pero no podría asegurarlo.

Estiró la mano y me dio un tirón en el pelo.

—¿Qué voy a hacer contigo?

—¿Qué voy a hacer yo contigo? —repliqué.