Miré el reloj. Como no tenía ningún compromiso me dije que bien podía ponerme en camino. Eran sólo las nueve y media. En ir y volver de Marcella tardaría poco más de dos horas. Si me concedía una hora para localizar a Guy Malek, aún me quedaría tiempo de sobra para tomar un bocado y estar de vuelta a media tarde. Abrí el cajón inferior del escritorio y saqué el mapa de California. Según la leyenda, Marcella estaba a unos ciento cincuenta kilómetros en dirección norte, con una población inferior a mil quinientas almas. No tardaría ni una hora en localizarlo una vez estuviera en el pueblo, suponiendo que todavía viviera allí. La conversación en sí no nos consumiría más de media hora, lo que quería decir que habría concluido el caso al finalizar el día.
Llamé a Dietz y le dije lo que iba a hacer. Oí la televisión al fondo, uno de esos informativos interminables y saturados de anuncios. Al final de las noticias, el ciudadano sabía más de comida para perros que de los sucesos del mundo. Dietz me dijo que no tenía ningún plan. No supe si buscaba una invitación para acompañarme, pero como no hizo la pregunta de rigor, no se la contesté. Tampoco quería sentirme responsable de su entretenimiento. Le dije que esperaba haber vuelto hacia las tres y que iría directamente a casa sin pasar por la oficina. Podríamos hacer cábalas sobre la cena cuando terminase.
Puse gasolina al VW y me dirigí hacia el norte por la 101. La luz del sol era mortecina. La niebla había invadido los tramos de autopista que corrían paralelos a la costa y el cielo era ya de un blanco lechoso, con acumulaciones de nubes en el horizonte. Los árboles de hoja perenne se perfilaban contra el firmamento con una variada gama de sombras oscuras. El tráfico era uniforme, casi todo compuesto por coches de un solo pasajero y algún que otro vehículo de caballos que probablemente se dirigía al valle de Santa Inés, que quedaba al norte. No había llovido mucho y las colinas parecían cerros romos de color paja apagado, salpicados por ocasionales perforadoras petrolíferas que hacían genuflexiones y reverencias obsequiosas a la tierra.
La carretera giró hacia el interior y menos de una hora después las nubes se habían disipado, dejando un cielo azul pálido y veteado de restos de una neblina tan algodonosa como una bandada de patos volando. En las afueras de Santa María tomé la Nacional 166 y recorrí unos seis kilómetros por el tramo de dos direcciones que discurre paralelo al río Cuyama. Allí el calor del sol de enero era débil. En los valles y cañones la tierra olía a seco y ante mí se elevaba una cadena de colinas peladas de color pardo. Habían prometido que llovería, pero el clima parecía estar coqueteando, engañándonos con nubes altas y un asomo de brisa.
Marcella crecía a la sombra del monte Los Coches. Mientras conducía me fijé en la invisible presencia de la gran falla de San Andrés, la fractura de mil quinientos kilómetros que serpea por la costa de California desde la frontera con México hasta el nudo ferroviario próximo a Mendocino, la costura por donde la placa del Pacífico y la placa continental se vienen empujando desde que el mundo es mundo. Bajo las delgadas capas de granito y sedimentos marinos, la corteza terrestre estaba tan agrietada como una calavera. La falla de San Andrés se cruzaba con la de Santa Inés por aquella zona, y Lobo Blanco y Garlock no estaban lejos. Se cree que las montañas de aquella parte del estado corrían antaño de norte a sur, como otras montañas de la costa. Según la teoría, la placa del Pacífico puso la zancadilla al extremo sur de esta cordillera hace muchos millones de años, la arrastró de costado cuando pasó y le dio su actual orientación este-oeste. Una vez me pilló al volante un ligero terremoto y fue como si me hubiera adelantado un camión de dieciocho ruedas a toda velocidad. El VW dio un bandazo a la izquierda, como si de repente fuera absorbido por el vacío. En California, donde el clima parece cambiar tan poco, los terremotos traen consigo las situaciones dramáticas que los tornados y los huracanes producen en otros lugares.
En un cruce de carreteras vi una discreta señal, giré hacia el sur y entré en Marcella. Las calles constaban de seis carriles y había muy poco tráfico. Junto al bordillo habían plantado alguna palmera y algún que otro enebro. No había edificios con más de dos plantas y las estructuras que vi fueron un almacén general con barrotes en las ventanas, un hotel, tres moteles, una agencia inmobiliaria y una gran casa victoriana rodeada de andamios. El único bar estaba en un edificio que parecía haber sido una oficina de Correos en otro tiempo y que ahora estaba despojado de toda función oficial. De una ventana colgaba un anuncio de Budweiser. ¿Qué hacían los habitantes de Marcella para ganarse la vida y por qué se habían instalado allí? No había otra población en varios kilómetros a la redonda y la actividad comercial del lugar parecía concentrarse en el consumo de cerveza y la siesta. Quien quisiera comida rápida o piezas de recambio para el coche, quien necesitara una receta médica, una película, un gimnasio o un vestido de novia tenía que ir hasta Santa María o más hacia el norte por la 101, hasta Atascadero y Paso Robles. La tierra que rodeaba el pueblo parecía estéril. No había visto nada que ni siquiera de lejos se pareciera a un naranjal o a un campo arado. Puede que el campo se reservara para los ranchos, la minería o las carreras de coches. Quizá la gente viviera allí para huir del bullicio de San Luis Obispo.
Vi una estación de servicio en una travesía y me detuve. El joven que salió rondaba los diecisiete años. Era flaco, tenía ojos claros, el pelo afeitado por encima de las orejas y los dientes amontonados, y parecía salido de algún antiguo episodio de En los límites de la realidad.
—Hola —dije—. Estoy buscando a un amigo que se llama Guy Malek. Creo que vive en alguna parte de la Nacional I, pero no me dijo cómo llegar.
Bueno, sí. Aquello era irse por las ramas, pero no era lo que se dice mentir. Y seguro que me hacía amiga de Guy cuando le contara lo de los cinco millones.
El joven no dijo nada, pero señaló con un dedo trémulo como el del Fantasma del Pasado Navideño.
Miré por encima del hombro.
—¿Por ahí detrás?
—Esa es la casa.
Me di la vuelta y me quedé atónita. Una cerca de alambre rodeaba la propiedad. Detrás de un portillo de tela metálica vi una casa pequeña, un cobertizo, un granero de bloques de metal ondulado que se curvaba hacia fuera por las junturas, un viejo autobús escolar de color amarillo, un surtidor de gasolina y un rótulo demasiado desgastado para descifrar su contenido desde allí. El portillo estaba abierto.
—Ah. Bien, gracias. ¿Sabes si está en casa?
—No.
—¿No está?
—No, no lo sé. No lo he visto hoy.
—Ya. Bueno, voy a llamar.
—Llame, llame —dijo.
Me alejé de la estación de servicio y crucé la carretera. Metí el coche por el portillo y aparqué en un alargado tramo de tierra que tomé por el sendero del garaje. Bajé. La superficie del patio era de arena blanca con un ribete de hierba parda alrededor. La casa era de madera y de una sola planta, y había sido pintada de blanco hacía mucho, mucho tiempo; a lo largo de la fachada corría un porche de madera. En el enrejado que ocultaba las ventanas de la izquierda no había más que una sola parra, que subía retorciéndose por los agujeros de la madera como una boa. El enrejado de la derecha había caído bajo el peso de la vegetación seca y pardusca. Del alero salían varios cables que conectaban a los habitantes de la casa con el teléfono, la televisión por cable y la electricidad.
Subí los peldaños de madera y llamé al ruinoso cancel de tela metálica. La puerta de la casa estaba cerrada y no había señales de vida. Había una ligera capa de polvo por todas partes, como si la propiedad estuviera expuesta a los vientos que llegaran de alguna fundición. El suelo del porche se puso a temblar como si alguien se moviera por el interior de la casa. La puerta se abrió y me encontré cara a cara con el que suponía que era Guy Malek. Aparte de llevar barba de tres días, no representaba en absoluto su verdadera edad. El pelo parecía más oscuro y liso que en la foto del instituto, pero sus rasgos aún eran infantiles: ojos caqui rodeados de largas pestañas; nariz pequeña y recta, y boca generosa. Tenía el cutis claro y buen aspecto. La edad le había dibujado patas de gallo alrededor de los ojos y la piel de la mandíbula le estaba empezando a colgar; yo le habría echado treinta y tantos. A los cincuenta y a los sesenta tendría sin duda el mismo aspecto, pues el tiempo parecía limitarse a hacer unos cuantos ajustes menores en su belleza. Llevaba un pantalón de peto sobre lo que parecía un mono de vestir. Estaba a punto de ponerse una cazadora vaquera cuando abrió la puerta y se detuvo para arreglarse el cuello antes de decir:
—Hola.
De adolescente, Guy Malek había sido tan indeseable como cualquiera de nosotros. Era el malo, el fuera de la ley, autodestructivo, un bala perdida. Debió de haber sido atractivo por estar tan necesitado de redención. Las mujeres no pueden resistirse a un hombre que necesita que lo salven. Su ángel bueno, por lo visto, había acabado por dominarlo, dándole un aire de serenidad. Resultaba curioso que sus hermanos hubieran madurado de una forma tan diferente. Aquel hombre me gustaba más que sus hermanos. Desaliño aparte, nadie habría dicho que aspirase, esnifara o hiciera circular sustancias ilegales.
—¿Es usted Guy Malek?
Su sonrisa era vacilante, como si me hubiera visto antes y deseara recordar mi nombre.
—Sí.
—Soy Kinsey Millhone, investigadora privada de Santa Teresa. —Le di una tarjeta. Guy la leyó, pero no me estrechó la mano. La suya estaba tan sucia como la de un mecánico. Vi que se le movía un músculo de la mandíbula.
Me miró a los ojos y se puso rígido. La sonrisa se desvaneció.
—¿La ha contratado mi familia?
—Pues sí —contesté. Estaba a punto de pronunciar un informe diplomático sobre la muerte de su padre cuando vi que las lágrimas le asomaban a los ojos, empañando el verdor claro de su mirada. Alzó la cabeza parpadeando y respiró hondo antes de volver a dedicarme su atención. Se abofeteó las mejillas, riéndose de vergüenza.
—Vaya —dijo, pellizcándose los párpados con los dedos de una mano. Sacudió la cabeza, tratando de recuperar la compostura—. Lo siento. Me ha cogido usted por sorpresa. Nunca pensé que llegaría a importarme, pero me temo que sí me importa. Siempre deseé que enviaran a alguien, pero ya había abandonado toda esperanza. ¿Cómo me ha encontrado?
—No fue muy difícil. Consulté en la Jefatura de Tráfico y salió su documento de identidad californiano. Llamé a información de la telefónica, pero me dijeron que no estaba dado de alta y deduje que no tenía teléfono.
—No puedo pagarlo —dijo—. ¿Quiere entrar? —Sus modales eran torpes y parecía inseguro de sí mismo. Me miraba de manera intermitente, sin fijeza.
—Con mucho gusto —dije.
Dio un paso atrás para dejarme entrar y accedí a una habitación que era como había esperado que fuese. El interior consistía en anchos y bastos tablones del suelo inacabado y ventanas que no cerraban bien. Había muebles viejos, probablemente recogidos en los basureros municipales de la población, en el caso de que los hubiera. En todas las superficies había montones de ropa sucia, libros, revistas y utensilios, cazos, sartenes, conservas y herramientas. También había algo parecido a aperos agrícolas cuya función no estaba del todo clara. Había un montón de neumáticos usados en un rincón y una taza de WC que no parecía desaguar en ningún sitio. Guy se dio cuenta de mi desconcierto.
—Es de un amigo. Tengo un cuarto de baño auténtico —dijo, sonriendo con timidez.
—Me alegro de saberlo —comenté, devolviéndole la sonrisa.
—¿Quiere una taza de café? Es instantáneo, pero no es malo.
—No, gracias. ¿Iba a salir?
—¿Qué? Ah, sí, pero no se preocupe. Tengo que estar en un sitio dentro de poco. Tome asiento. —Sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Sentí que los nervios me invadían el pecho. Había algo conmovedor en su franqueza. Señaló un ajado y giboso sofá con un muelle asomando entre los cojines. Me senté en el borde, esperando no dañarme seriamente las partes pudendas. Mi incomodidad se debía a que Guy Malek pensaba que su familia me había encargado su búsqueda por razones sentimentales. Yo sabía cuáles eran sus verdaderos sentimientos, y sabía que serían hostiles si la verdad salía a flote. Debatí rápidamente conmigo misma y decidí que era mejor ser sincera con él. Fuera cual fuese el resultado de nuestra conversación, dejar que se llevara una impresión falsa sería demasiado humillante para él.
Acercó una silla de madera y se sentó frente a mí, secándose los ojos de vez en cuando. No se disculpó por las lágrimas que seguían corriéndole por las mejillas.
—No sabe usted cuánto he rezado porque sucediera —dijo con boca temblorosa. Se miró las manos y empezó a doblar el pañuelo—. El pastor de mi iglesia… juraba y perjuraba que pasaría si era lo que tenía que pasar. Era absurdo rezar si no era la voluntad de Dios, decía. Y yo no paraba de decir: «Hombre, ya me habrían encontrado si les importara, ¿no?».
Me sorprendió que sus circunstancias se parecieran tanto a las mías, pues ambos parecíamos esforzarnos por asimilar conexiones familiares rotas. Al menos él daba gracias por su suerte, aunque había malinterpretado el objeto de mi visita. Sacarle del error hacía que me sintiera fatal.
—Mire, Guy, la verdad es que es más complicado. Le traigo malas noticias —dije.
—¿Ha muerto mi padre?
—Hace dos semanas. No sé el día exacto. Creo que sufrió un ataque al corazón y además se le había declarado un cáncer. Había pasado muchos tragos amargos y supongo que el cuerpo acabó tirando la toalla.
Se quedó en silencio un momento, mirando al vacío.
—Bien. No me sorprende —dijo—. ¿Fue él…, sabe si fue quien preguntó por mí?
—No tengo la menor idea. A mí me contrataron ayer. Quien ha puesto en marcha el proceso es la albacea. Según la ley, hay que notificárselo, dado que es uno de los beneficiarios.
Se volvió hacia mí, comprendiéndolo de repente.
—Ah. Está aquí cumpliendo una misión oficial y eso es todo, ¿no?
—Más o menos.
Observé que sus mejillas se teñían ligeramente.
—Necio de mí —dijo—. Pensaba que la había enviado alguien a quien importo un comino.
—Lo siento.
—No es culpa suya —dijo—. ¿Qué más?
—¿Qué más?
—¿Hay más noticias?
—En realidad no. —Si se había dado cuenta de que iba a heredar dinero, no lo manifestó.
—O sea que no es probable que mi padre preguntara por mí.
—Me gustaría ayudarle, pero no me dieron detalles. Es posible, estoy segura, pero quizá no lo sepa nunca. Puede preguntar a la abogada cuando hable con ella. Sabe mucho más que yo sobre las circunstancias de su muerte.
Esbozó una leve sonrisa.
—¿Papá contrató a una mujer? No era propio de él.
—La contrató Donovan. La abogada fue a la escuela con su mujer.
—¿Y Bennet y Jack? ¿Están casados? —Dijo sus nombres como si hiciera años que no los pronunciaba.
—No. Sólo Donovan. Christie y él aún no tienen hijos, creo. Donovan dirige la empresa y tengo entendido que es la tercera compañía constructora más grande de California.
—Bien por él. Donnie siempre estaba obsesionado por el trabajo —dijo—. ¿Ha hablado con los otros dos?
—Brevemente.
Su expresión había cambiado por completo. Lo que al principio había sido alegría se había transformado en dolorosa comprensión.
—Corríjame si me equivoco, pero me da la impresión de que no están en realidad interesados por mí. La abogada dijo que tenían que hacer esto y por eso lo hacen. ¿Es así? Quiero decir que ninguno de los tres vibra de amor por mí.
—Es verdad, pero es probable que sea por la situación vigente cuando se fue usted. Me dijeron que se metió en muchos problemas, así que lo que recuerdan de usted no es precisamente agradable.
—Supongo que no. Ni ellos de mí ni yo de ellos, si vamos a eso.
—Además, nadie pensaba realmente que pudiera dar con usted. ¿Cuánto hace? ¿Dieciocho años?
—Más o menos. No ha sido suficiente, por lo que parece desde su perspectiva.
—¿Adónde fue cuando se marchó? ¿Le molesta que se lo pregunte?
—¿Por qué iba a molestarme? No tiene tanta importancia. Me lancé a la carretera e hice autoestop. Me dirigía a San Francisco, con la cabeza en las nubes de tanto ácido. El individuo que me recogió era un predicador contratado por una iglesia que está a kilómetro y medio de aquí. Me convenció. Estaba tan colocado que ni siquiera sabía lo que hacía.
—¿Y ha estado aquí desde entonces?
—No siempre —dijo—. No fue cosa de corregirse y ya está. La cagué más de una vez. Ya sabe…, volvía a las andadas, me emborrachaba y huía…, pero Peter y su mujer siempre me encontraban y me hacían volver. Hasta que me di cuenta de que no me los iba a quitar de encima. No importaba lo que hiciera. Estaban pegados a mí como la cola. Fue entonces cuando tomé partido y encontré a Jesús en mi corazón. Dio un giro total a mi vida.
—¿Y nunca se puso en comunicación con su familia? —pregunté.
Negó con la cabeza, sonriendo con amargura.
—Tampoco mi familia me ha buscado a voces.
—Quizá cambien las cosas ruando hable yo con ellos. ¿Qué más puedo decirles? ¿Trabaja usted?
—Claro que trabajo. Mantenimiento de la iglesia y, bueno, chapuzas en general. Pintar, reparaciones, fontanería, electricidad. Lo que haga falta. Casi todo por el precio mínimo, pero soy el único que lo hace, así que tengo faena.
—Parece que sabe salir adelante sin ayuda.
Miró a su alrededor.
—Bueno, no tengo mucho, pero tampoco necesito mucho. La casa no es mía —dijo—. La Iglesia me proporciona alojamiento, pero trabajo lo suficiente para proveer a mis necesidades básicas. Comida y algunos aparatos, esas cosas. No tengo coche, pero sí una bicicleta que me lleva casi a todas partes en un pueblo de este tamaño.
—Ha cambiado usted mucho.
—Si no, estaría muerto. —Miró el reloj—. Escuche, no quiero apremiarla, pero tengo que ir a la iglesia.
—No lo entretengo más. Gracias por su tiempo. ¿Puedo llevarlo?
—Gracias. Hablaremos por el camino.
Una vez en el coche, me indicó cómo volver a la autopista. Cogimos la 166 y fuimos hacia el este. Durante un rato mantuvimos un cordial silencio. Me miró de reojo.
—¿Para qué la han contratado entonces? ¿Para encontrarme y hacer un informe?
—Aproximadamente —contesté—. Ahora que tenemos su dirección, Tasha Howard, la abogada, le enviará una nota comunicándole lo de la herencia.
—Ah, es verdad. Lo había olvidado. Usted dijo que era uno de los beneficiarios. —Hablaba con ligereza, casi con burla.
—¿No le interesa?
—No especialmente. Pensaba que necesitaba algo de esas personas, pero resulta que no. —Señaló el cruce que se acercaba y giré a la derecha por una pequeña carretera comarcal. El firme, antaño de asfalto, se había reducido a grava suelta y veía por el espejo retrovisor el revoloteo del polvo blanco. La iglesia estaba un kilómetro más allá, en el límite de un prado. El rótulo rezaba: IGLESIA EVANGÉLICA DEL JUBILEO.
—Pare ahí —dijo—. ¿Quiere entrar a verla? Si le pagan por horas, debería hacer el recorrido completo. Estoy seguro de que Donnie puede permitírselo.
Vacilé un instante.
—De acuerdo.
Ladeó la cabeza.
—No se preocupe. No intentaré convertirla.
Aparqué y bajamos del coche. No lanzó ninguna proclama, pero habría dicho que, por su forma de comportarse, estaba orgulloso del lugar. Sacó un manojo de llaves y entramos.
La iglesia era pequeña, un edificio de madera con una única sala. Había algo en su aspecto anónimo que irradiaba bondad. Las ventanas de vidrios coloreados no tenían una disposición complicada. Cada una estaba dividida en seis sencillos paneles de color oro pálido con una inscripción debajo. Al fondo había un púlpito de madera, a la izquierda de una tribuna alfombrada. A la derecha, un órgano y tres filas de sillas plegables para el coro. Los gladiolos blancos del último domingo estaban por todas partes.
—La iglesia se incendió hace unos diez años. La congregación la reconstruyó desde los cimientos.
—¿Cómo ha conseguido sentar la cabeza? Tuvo que costarle.
Se sentó en uno de los bancos delanteros y vi que miraba a su alrededor, tal vez para ver el lugar desde mi punto de vista.
—Tuve fe en el Señor, aunque Peter dice siempre que el trabajo lo he hecho yo —dijo—. Crecí sin una orientación, sin valores de ninguna clase. No estoy culpando a nadie. Simplemente fue así. Mis padres eran buenas personas. No bebían ni me pegaban ni nada por el estilo, pero nunca hablaban de Dios ni de la fe ni de sus creencias religiosas, suponiendo que tuvieran alguna, que me parece que no. Mis hermanos y yo…, ni siquiera de niños…, nunca fuimos a catequesis o a la iglesia.
»A mis padres no les gustaba la “religión organizada”. No sé qué significaba esta expresión para ellos ni qué entendían al respecto, pero les enorgullecía comprobar que ninguno de nosotros estaba a su merced. Como si fuera una enfermedad o algo parecido. Recuerdo que tenían un libro de un tipo llamado Philip Wylie. Generación de víboras. Comparaba las enseñanzas religiosas con la corrupción intelectual, con el aturdimiento de las mentes jóvenes.
—Hay gente que piensa así —dije.
—Sí, ya lo sé. No lo entiendo, pero es una realidad que está ahí. Es como si la gente pensara que como vas a la iglesia no puedes ser inteligente. Quiero decir que haber nacido de nuevo no significa que haya bajado mi coeficiente intelectual.
—Estoy segura de que no.
—El caso es que fui criado sin una orientación moral. No encontraba sentido a las normas, así que me las saltaba. Seguí cruzando la frontera, esperando que alguien me dijese dónde estaban los límites.
—Pero, por lo que he oído, siempre tenía problemas con la ley. Usted debía de conocer las leyes, ya que cada vez que infringía alguna acababa en el juzgado. Donovan dice que pasó más tiempo en el reformatorio que en casa.
Sonrió con humildad.
—Es verdad y ahí está lo extraño. El reformatorio no me importaba mucho. Al menos estaba con chavales tan estropeados como yo. Vaya, estaba descontrolado, en estado salvaje. Era un maníaco, me ponía histérico por cualquier cosa. Es difícil pensar en eso ahora. Tenía problemas conmigo mismo y de identidad. Sé lo que me pasaba. Quiero decir que sé lo que hacía, pero no puedo imaginarme haciéndolo. Quería sentirme bien. Lo he pensado mucho y es la mejor explicación que he encontrado. Me sentía mal y quería sentirme mejor. Creía que la droga era la forma más rápida de conseguirlo. No he tocado las drogas ni la bebida fuerte desde hace quince años. De vez en cuando me tomo una cerveza, pero no fumo, no juego a las cartas, no voy al baile. No tomar el nombre de Dios en vano, no blasfemar…, todo eso. Deme un pisotón y le diré de todo, pero casi siempre evito las blasfemias.
—Bueno, eso está bien.
—Para mí, sí. Antes siempre estaba oscilando en el borde. Creo que esperaba que al final mis padres dijeran basta. Que dijeran: «Hasta aquí hemos llegado. De esta vez no pasa». Pero ¿sabe una cosa? Mi padre era demasiado blando. Gritaba por todo. Cuando me echaba durante unos días, incluso cuando me expulsó de casa, no hacía más que decir: «Medita lo que has hecho, hijo. Vuelve cuando lo comprendas». Pero ¿a qué se refería? ¿Qué tenía que comprender? No me daba pistas. Carecía de timón. Era como un barco a toda máquina y sin ruta, navegando en círculo. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Claro que sí. Yo también era una colgada en la época del instituto. Fui policía antes de ser detective.
Sonrió.
—¿No se burla? ¿Bebía y fumaba droga?
—Entre otras cosas —dije con modestia.
—Diga. ¿Qué?
—No sé. Todos los de mi clase eran niños bien, pero yo no. Era una salvaje. Hacía novillos. Me movía con tipos marginales. Me gustaba aquello, me gustaba aquella gente —dije—. Yo era la rara y ellos también, supongo.
—¿Dónde estudió?
—En Santa Teresa.
Se echó a reír.
—¿Una adornatapias?
—Completamente —respondí. Los adornatapias eran los alumnos que se sentaban en lo alto de una tapia que había detrás de los terrenos de la escuela. Mucho tabaco, ropa extravagante y pelo teñido con agua oxigenada.
Guy se rio.
—Bueno, es fantástico.
—No sé si era fantástico, pero es lo que hacía.
—¿Cómo sentó usted la cabeza?
—¿Quién dice que la haya sentado?
Se puso en pie como si hubiera tomado una decisión.
—Vamos a la vicaría y le presentaré a Peter y a Winnie —dijo—. A estas horas estarán en la cocina preparando la cena para el estudio bíblico del jueves por la noche.
Lo seguí por el pasillo central hasta una puerta que había al fondo. Por dentro sentía ya los primeros movimientos de resistencia. No quería que nadie me convirtiese. Según mi biblia particular, el exceso de virtud es tan fastidioso como la depravación.