Volví al despacho, mecanografié el sobre, extendí un cheque para el erario público, lo adjunté al formulario, pegué un sello y lo puse en la bandeja del correo. Luego tomé el teléfono y llamé a Darcy Pascoe, la secretaria-recepcionista de la compañía de seguros La Fidelidad de California. Charlamos un poco de los viejos tiempos y de minucias antes de formularle la misma pregunta que había hecho a la funcionaría de Tráfico. Las compañías de seguros están siempre haciendo consultas a Tráfico. Darcy no estaba autorizada a realizar gestiones, pero sabía cómo sacar el máximo provecho de las normas.
—Lo único que necesito es una dirección postal —dije.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—No lo sé. ¿Qué te parece mañana a primera hora?
—Lo más probable es que pueda, pero te costará. Repíteme el nombre del muchacho.
Cuando llegué a casa, las luces estaban encendidas, pero Dietz seguía aún donde estuviera. Se había traído una maleta de lona que había dejado al lado del sofá. Un rápido vistazo al armario me reveló una bolsa de ropa colgada. En el cuarto de baño de la planta baja vi su equipo Dopp en la tapa de la taza. El cuarto olía a jabón y había una toalla húmeda colgada en la barra de la cortina de la ducha. Fui a la cocina y puse la radio. Elvis estaba cantando la última estrofa de Cant’ Help Falling In Love.
—No me lo digas a mí —murmuré de mal humor y apagué la radio. Subí al piso de arriba por la escalera de caracol, me quité las Reebok y me tiré en la cama. Observé el cielo. Eran más de las cinco y la oscuridad había caído sobre nosotros como una manta de lana, densa, de un gris plomizo. Por culpa de las nubes ni siquiera podía ver el cielo nocturno a través de la bóveda de plexiglás. Estaba cansada y hambrienta, y extrañamente desconcertada. Estar soltera puede resultar desconcertante. Por una parte, a veces anhelas la sencilla comodidad de la compañía, alguien con quien hablar del día que has pasado, alguien con quien celebrar un aumento de sueldo o una devolución de Hacienda, alguien que se compadezca de ti cuando estás en la cama con un resfriado. Por otra, una vez que te has acostumbrado a estar sola (en otras palabras, cuando todo lo tienes a tu gusto), no tienes más remedio que preguntarte por qué necesitas agravar tu estado con una relación. Todos los seres humanos tienen opiniones que defienden de una forma acalorada, costumbres y manías, gustos artísticos pésimos y preferencias musicales personales e intransferibles, por no hablar de cambios de humor, peculiaridades gastronómicas, pasiones, aficiones, alergias, fijaciones emocionales y actitudes que no son las debidas, es decir, como las nuestras. No es que estuviera pensando seriamente en Dietz en este sentido, pero al entrar en casa había tomado deprimente conciencia de su «alteridad». No era molesto ni aborrecible ni sucio. Pero estaba allí y su sola presencia me irritaba. ¿Y qué conclusión sacaba de aquello? Ninguna que pudiera decir. No había terminado de acostumbrarme a él y ya volvía a irse con viento fresco. ¿Por qué molestarme pues en adaptarme si su compañía no era permanente? Personalmente, no considero la flexibilidad una característica tan deseable.
Oí la llave en la cerradura y comprendí, con un sobresalto, que me había quedado dormida. Me senté parpadeando y medio mareada. Dietz encendía luces en la planta baja. Oí crujidos de papel. Me levanté, fui hacia la barandilla y me quedé mirándolo. Puso la radio. Me tapé los oídos con los dedos para no oír a Elvis cantar el amor con sentimiento. ¿Quién necesitaba esa basura? Dietz era un gran aficionado a la música country y esperaba que cambiara de emisora, en busca de algo más gangoso y mucho menos a propósito. Sintió mi presencia y levantó la cara hacia mí.
—Estupendo. Estás en casa. No he visto tu coche fuera —dijo—. He comprado comida. ¿Quieres ayudarme a desempaquetarla?
—Enseguida bajo. —Hice una rápida parada en el cuarto de baño, me pasé el peine por el pelo, me cepillé los dientes y utilicé los servicios. Había olvidado lo casero que podía ser Dietz. Cuando pensaba en él, era su experiencia en seguridad personal lo primero que me venía a las mientes. Bajé las escaleras en calcetines.
—¿Cómo sabías lo que hacía falta?
—Estuve mirando y, oh sorpresa, la despensa estaba vacía. —Tenía el frigorífico abierto y estaba metiendo huevos, tocino, mantequilla, filetes y otros artículos con mucha grasa y mucho colesterol. En el mostrador había un pack de seis cervezas, dos botellas de Chardonnay, mantequilla de cacahuete extracrujiente, conservas, condimentos y una barra de pan. Incluso se había acordado de comprar servilletas y toallas de papel, papel higiénico y detergente líquido. Puse las latas en la despensa y apagué la radio. Si Dietz reparó en ello, no dijo una palabra.
—¿Cómo ha ido la entrevista? —preguntó de espaldas.
—Bien. No he avanzado ni un milímetro, pero por alguna parte hay que empezar —dije.
—¿Cuál es el próximo movimiento?
—Le he dicho a Darcy que me mire unos datos en Tráfico a través del ordenador de la compañía de seguros para la que yo trabajaba antes. Espera tener algo mañana por la mañana. Luego veremos lo que hay. Tengo otras pistas, pero hasta el momento ella es mi mejor apuesta.
—¿Ya no trabajas para La Fidelidad de California?
—Ya no. Me echaron de una patada en el culo porque no quise besárselo a otro. He alquilado una oficina en un bufete. Funciona mejor así.
Vi que barajaba otras preguntas, pero decidió sin duda que cuanto menos hablara, mejor.
Cambió de tema.
—¿Puedo convencerte de que comamos fuera?
—¿En qué habías pensado?
—En un sitio cercano donde no tengamos que vestirnos de etiqueta.
Lo miré un momento; me sentía extrañamente reacia a cooperar.
—¿Cómo está tu viejo amigo?
Dietz contuvo una sonrisa.
—Está bien. ¿Es eso lo que te preocupa?
—No. No lo sé. Creo que llevo varias semanas deprimida y que acabo de darme cuenta ahora mismo. También estoy nerviosa por el trabajo. Estoy trabajando para mi prima Tasha, cosa que probablemente no debería hacer.
—¿Una prima? Eso es nuevo. ¿De dónde ha salido?
—Joder, qué anticuado estás.
—Ve por una chaqueta y vámonos. Puedes contármelo durante la cena para ponerme al día.
Fuimos andando a un restaurante del rompeolas, tres largas manzanas durante las que apenas hablamos. La noche era fría y las luces del puerto parecían restos de adornos de Navidad. Por encima del rumor del oleaje oía el tintineo de las boyas, un débil sonido que se mezclaba con los lengüetazos del agua en las embarcaciones de la dársena. Había muchos barcos iluminados y los ocasionales personajes que entreveía me recordaban los parques de caravanas, esas casas de vecinos de pisos muy pequeños que, vistas desde fuera, parecen acogedoras. Dietz andaba a paso rápido. Iba con la cabeza inclinada y las manos en los bolsillos, y sus tacones resonaban en el suelo. Yo procuraba ir a su altura mientras daba vueltas mentalmente a lo que sabía de él.
Se había criado de una forma extraña. Me había contado que había nacido en una furgoneta, en el cinturón de circunvalación de Detroit. Mientras su madre lo paría, su padre estaba demasiado impaciente para encontrar un hueco en urgencias. Su padre era un pendenciero y un fanfarrón que trabajaba en pozos petrolíferos, trasladando a su familia de una ciudad a otra, según le daba. La abuela materna de Dietz viajaba con ellos en el vehículo del momento, un camión, una furgoneta, un cinco-puertas largo, siempre de segunda mano y expuesto a descacharrarse o a ser vendido con precipitación si el dinero no llegaba. Dietz se había educado con una variedad de viejos libros de texto mientras su madre y su abuela bebían cerveza y tiraban las latas a la carretera por las ventanillas. Su desdén por la educación formal era una característica que compartíamos. Como tenía poca experiencia en instituciones, era de lo más insumiso. No es que fuera contra las leyes, es que no les hacía caso y se comportaba con el convencimiento de que no estaban hechas para él. Me gustaba su rebeldía, pero al mismo tiempo estaba prevenida, ojo avizor y con los dedos en los mandos. Aquel hombre era la anarquía.
Llegamos al restaurante, el Tramp Steamer, un establecimiento estrecho, gris y en el que hacía demasiado calor, situado al final de un fino tramo de peldaños de madera. Se había hecho un modesto esfuerzo para dar al lugar un aire marinero, pero su verdadero atractivo era la lista de platos: ostras, gambas fritas, sopa picante de pescado y pan casero. Había un surtido completo de bebidas al lado de la entrada, pero la mayoría prefería la cerveza. El aire olía a lúpulo y a humo de tabaco. Entre la máquina de discos, las carcajadas y las conversaciones, el ruido era casi palpable. Dietz observó el lugar en busca de asientos libres, empujó una puerta lateral y encontró un sitio en la terraza desde el que se veía la dársena. Allí no había tanto ruido y el aire frío no llegaba gracias a los calentadores de propano instalados en la pared y que desprendían un resplandor rojizo. El aire salado del océano parecía más fuerte allí que abajo. Respiré hondo, dejando que el aire me penetrara en los pulmones como si fuera éter. Tenía el mismo efecto sedante y me sentí más relajada.
—¿Chardonnay? —preguntó Dietz.
—Me encantaría.
Me senté mientras volvía al interior, a la barra. Lo vi por la ventana hablando con el camarero. Mientras esperaba el pedido, su mirada se movía sin descanso entre la multitud. Fue a la máquina de los discos y miró las canciones. Dietz era de los que tamborileaban con los dedos mientras andaban, energía subterránea que le subía sin cesar a la superficie. Rara vez lo había visto leyendo un libro, ya que no podía estarse quieto tanto rato. Cuando leía, estaba como fuera de servicio, absorto totalmente hasta que terminaba. Le gustaba competir. Le gustaban las pistolas. Le gustaban las máquinas. Le gustaban las herramientas. Le gustaba el montañismo. Su actitud básica era: «¿Para qué contenerse?». La mía era: «No hay que precipitarse».
Dietz volvió a la barra y se quedó allí, haciendo tintinear la calderilla de sus bolsillos. El camarero puso una jarra de cerveza y un vaso de vino en el mostrador. Dietz sacó unos billetes y volvió a la terraza envuelto en el olor a tabaco como si fuera un raro aftershave.
—El servicio es lento —dijo—. Espero que la comida sea buena.
Brindamos antes de beber, aunque no sabía por qué brindábamos.
Abrí la carta y deslicé la vista por los distintos platos. En realidad no estaba tan hambrienta. Quizás una ensalada o una sopa. No suelo comer mucho por la noche.
—He llamado a los chicos —dijo.
—¿Y qué tal están? —pregunté. No conocía a sus dos hijos, pero él siempre hablaba de ellos con afecto.
—Están bien. Son estupendos —dijo—. Nick cumplirá los veintiuno el día catorce. Está estudiando en Santa Cruz pero acaba de cambiar de especialidad, así que probablemente estará otro año. Graham tiene diecinueve y está en segundo curso. Comparten un piso con un grupo de compañeros. Son listos. Les gusta estudiar y parecen motivados. Más que yo en toda mi vida. Naomi ha hecho un buen trabajo sin que yo la ayudara gran cosa. Los mantengo, pero no puedo decir que haya pasado mucho tiempo con ellos. Me siento mal por eso, pero ya sabes cómo soy. Soy un culo de mal asiento. No puedo evitarlo. Nunca he podido instalarme, comprar una casa y trabajar de nueve a cinco. No me imagino en una situación así.
—¿Dónde está Naomi?
—En San Francisco. Se licenció en derecho. La matrícula se la pagué yo, en esa parte soy bueno, pero el trabajo de verdad lo hizo ella. Los chicos me han dicho que se va a casar con un abogado de allí.
—Que le vaya bien.
—¿Y tú? ¿Qué has estado haciendo?
—No mucho. Trabajar, básicamente. No hago vacaciones, así que no he estado en ninguna parte que de un modo u otro no tuviera que ver con vigilancias o con búsquedas de antecedentes. Mi vida es una carcajada.
—Deberías aprender a jugar.
—Debería aprender muchas cosas.
La camarera se acercó desde la mesa del rincón de la terraza.
—¿Van a pedir ya? —Debía de tener casi treinta años, una rubia de color de miel con pelo de corte masculino y puente en la dentadura. Llevaba pantalón corto y camiseta negros, como si en lugar de ser el 8 de enero estuviéramos en agosto.
—Espere un minuto —dijo Dietz.
Terminamos compartiendo una cazuela de mejillones al vapor sobre un lecho de tomate picante. De primero, Dietz pidió un buen filete y yo una ensalada César. Comimos como si estuviéramos en una carrera contra reloj. Solíamos hacer el amor de la misma manera, como si fuera una competición para ver quién llegaba primero.
—Háblame de la depresión —dijo después de apartar el plato.
Ahuyenté el tema con la mano.
—Olvídalo. No me gusta andar por ahí sintiendo lástima de mí misma.
—Vamos. Tienes derecho.
—Ya sé que tengo derecho, pero ¿qué sentido tiene? —dije—. Ni siquiera puedo decirte de qué se trata. A lo mejor mis niveles de serotonina están por los suelos.
—Sin duda, pero ¿qué más hay?
—Lo normal, supongo. Quiero decir que hay días que no sé qué estamos naciendo en el planeta. Leo el periódico y es desesperante. Pobreza y enfermedades, todas las mentiras de los políticos que te dicen cualquier cosa con tal de que los votes. Luego están el agujero en la capa de ozono y la destrucción de los bosques tropicales. ¿Qué puede hacer una con tanta mierda? Ya sé que no depende de mí resolver los problemas del mundo, pero me gustaría pensar que hay un orden oculto en alguna parte.
—Buena suerte.
—Sí, buena suerte. En todo caso, me esfuerzo por encontrar una respuesta. La mayor parte del tiempo doy la vida por garantizada. Hago lo que hago y parece tener sentido. De vez en cuando pierdo la noción del lugar que me corresponde. Ya sé que suena ñoño, pero es la verdad.
—¿Qué te inclina a pensar que haya respuestas? —dijo—. Haces lo que puedes.
—Sea eso lo que fuere —señalé.
—Ahí está el problema. —Sonrió—. ¿Y el trabajo? ¿Qué te asusta de él?
—Siempre me pongo a cien en vísperas de una faena importante. Uno de estos días me voy a derrumbar y no me gusta la idea. Es miedo del intérprete ante el público.
—¿De dónde ha salido la prima? Creía que no tenías familia.
—No lo deseaba —dije—. Resulta que tengo un rebaño de primas en Lompoc, todas mujeres. Preferiría no tener nada que ver con ellas, pero no dejan de asomar la nariz. Soy demasiado mayor para corear aquello de la familia que permanece unida.
—Embustera —dijo con afecto, pero sin insistir.
Volvió la camarera. No tomamos postre ni café. Dietz pidió la cuenta y la camarera la sacó de un fajo de papeles que llevaba metido en los riñones. Tardó unos segundos en hacer la suma. Los calcetines amarillos y los zapatos negros de tacón alto daban cierta clase a su vestimenta. Puso la cuenta boca abajo, más cerca de Dietz que de mí. Probablemente era su táctica para no meter la pata en el caso de que fuéramos una pareja con los papeles cambiados.
—Ya pasaré a recogerlo —dijo. Se alejó para servir ketchup en otra mesa. Debía de tener el metabolismo de un pájaro. El frío ni siquiera le ponía la carne de gallina.
Dietz echó un vistazo a la cuenta y volvió a hacer la suma en un abrir y cerrar de ojos. Se inclinó para buscar la cartera y sacó un par de billetes que deslizó bajo el plato.
—¿Lista?
—Cuando quieras.
Emprendimos el largo camino a casa. Parecía más fácil hablar en la oscuridad, sin mirarnos. La conversación fue superficial. Soy una experta utilizando el lenguaje para mantener a raya a los demás. Cuando llegamos a casa, comprobé que Dietz tenía todo lo que necesitaba: sábanas, dos almohadas, una manta extra, un pequeño despertador y una toalla limpia, todas las pequeñas comodidades de la vida, menos yo.
Lo dejé abajo y subí la escalera de caracol. Cuando llegué arriba me incliné sobre la baranda.
—Con la rodilla hecha polvo, supongo que no querrás ir a correr conmigo por la mañana.
—Me temo que no. Lo siento. Es algo que echo de menos.
—Trataré de no despertarte. Gracias por la cena.
—De nada. Que duermas bien.
—Ponte la bolsa de hielo.
—Sí, señora.
Por lo visto, me dormí mucho antes que él. Dietz era un ave nocturna. No sé qué hizo. Quizá se puso betún en las botas o limpió la pistola. Puede que viera la televisión con el sonido bajo. Desde luego, yo no lo oí. De vez en cuando, al darme la vuelta, veía luz en el salón. Había algo familiar en tenerlo bajo el mismo techo. Un inconveniente de estar soltera es que a menudo te sientes desprotegida. Intentas dormir con los zapatos mentales puestos, lista para levantarte y armarte ante el menor ruido. Con Dietz de guardia, floté entre nubes durante un par de ciclos REM y dormí hasta una fracción de segundo antes de que sonara la alarma. Abrí los ojos, alargué la mano y pulsé el botón antes de que sonara.
Hice mis abluciones matutinas con la puerta cerrada, para que no se oyera el ruido del agua. Con las zapatillas en la mano, bajé en calcetines y fui de puntillas hasta la puerta procurando no despertarle. Me até las zapatillas, hice unos rápidos estiramientos y me lancé a la carrera para entrar en calor. La madrugada había cambiado del negro al gris y, cuando llegué a Cabana, la oscuridad empezaba a retirarse. El amanecer pintaba el cielo con pálidos matices de acuarela. El océano era azul plata, el cielo pasaba del malva ahumado al melocotón. Las torres petrolíferas moteaban el horizonte como constelaciones de lentejuelas iridiscentes. Me encanta el rumor del oleaje a esa hora, los gritos de las gaviotas, el suave arrullo de las palomas que se pavoneaban ya por el camino. Una rubia platino y un caniche negro venían en mi dirección, una pareja que solía encontrarme muchas mañanas.
La carrera estuvo bien. Cinco kilómetros sientan a veces como un dolor de muelas, como algo que se hace porque hay que hacerlo. Por una vez di gracias al cielo por estar físicamente en forma. No habría sabido qué hacer con una lesión como la de Dietz, que impedía hacer ejercicio. No seré nunca campeona en ninguna modalidad, pero no hay nada igual para despejar una neura. Di la vuelta en East Beach y volví a casa manteniendo la velocidad. El sol salía detrás de mí, derramando riachuelos de luz amarilla en el cielo. Ya de regreso, sin aliento y sudando, me sentía tonificada y bien.
Dietz estaba en la ducha cuando llegué. Había comprado el periódico y lo había puesto encima del mostrador de la cocina. Había estirado las mantas, doblado el sofá cama y guardado las almohadas en algún lugar. Puse una cafetera y subí al primer piso; esperé a oírle cerrar el grifo de la ducha antes de abrirlo yo. A las ocho y media estaba vestida, había desayunado y cogía la chaqueta y las llaves del coche. Dietz aún estaba sentado en la cocina con la segunda taza de café y el periódico de la mañana abierto ante sí.
—Hasta luego —dije.
—Que lo pases bien —contestó.
Camino del centro, me detuve en una cercana urbanización con las citaciones en la mano. Las entregué sin incidentes, aunque el tipo y su novia no fueron precisamente amables conmigo. A veces me cruzo con personas que hacen esfuerzos absurdos por eludir sus obligaciones con el Estado, pero por lo general la gente parece resignarse a su destino. Si alguien protesta o se enfada, mi respuesta es siempre la misma: «Lo siento, colega, pero soy como las camareras. No cocino el problema, sólo lo sirvo. Que usted lo pase bien».
Para variar, dejé el coche en el aparcamiento público que hay enfrente de los juzgados y anduve las dos manzanas que había hasta la oficina. Actualmente tengo el despacho en la antigua sala de reuniones del bufete Kingman e Ivés, en el centro de Santa Teresa. Desde mi casa tardo unos diez minutos en llegar en condiciones normales de tráfico. El edificio Kingman es una estructura de tres plantas de fachada estucada, pero la planta baja es un espejismo. Tras una fachada de piedra con ventanas de barrotes y postigos cerrados se oculta en realidad un pequeño aparcamiento de doce plazas reservadas. Casi todos los oficinistas e inquilinos de menor cuantía tienen que buscar aparcamiento en otra parte. Los edificios que nos rodean no tienen parquímetro, pero el tiempo de estacionamiento está limitado a noventa minutos y a casi todos nos cae al menos una multa al mes. Hay mañanas en que resulta gracioso vernos ir y venir, desesperados por meternos antes que los demás en los espacios libres.
Subí andando los dos tramos de escalera, renunciando a los placeres del ascensor, que es pequeño y tarda una eternidad y a menudo da la impresión de que se va a quedar atascado. Una vez en la oficina, cambié unas frases de cortesía con Alison, la recepcionista, y con Ida Ruth, la secretaria de Lonnie Kingman. Veía muy poco a Lonnie, que estaba o en los juzgados o trabajando como un animal a puerta cerrada. Entré en el despacho y redacté un breve informe con la hora, la fecha y una rápida descripción física de la pareja a la que había entregado las citaciones. Preparé a máquina una factura resumida, cogí el teléfono y me retrepé en la silla giratoria mientras echaba los sobres en la bandeja del correo por salir. La Fidelidad de California no abría hasta las nueve, pero Darcy solía llegar antes.
—Hola, Darcy, soy yo —dije cuando contestó al otro extremo de la línea.
—Ah, hola, Kinsey. Espera un momento. No estoy en mi mesa. —Me dejó a la espera, escuchando sobras de villancicos y sintiéndome medianamente optimista. Suponía que si no hubiera descubierto nada me lo habría dicho.
Pasó medio minuto y volvió a ponerse.
—Bien. Guy David Malek no tiene actualmente permiso de conducir en el estado de California. Se lo quitaron en 1968 y al parecer no lo renovó.
—Mierda —dije.
Darcy se echó a reír.
—¿Quieres esperar? No sabes nada y ya te pones a sacar conclusiones. Lo único que he dicho es que no conduce. Tiene un documento de identidad expedido en California y de aquí es de donde he sacado la información. Su dirección postal es Nacional I, Buzón 600, Marcella, California 93456. Lo más seguro es que sea su casa. Suena a rancho o a granja. ¿Quieres ver la foto?
—¿Tienes una foto actual? Es fantástico. No me lo creo. Eres bruja.
—Oye, tú, que estás hablando con una profesional —replicó—. Dime tu número de fax.
Le di el fax de Lonnie y busqué la guía telefónica.
—¿Seguro que está en Marcella? Está a unos ciento cincuenta kilómetros.
—Según los archivos de Tráfico, sí. Bueno, esto debería facilitarte el trabajo.
—Ojalá tengas razón. ¿Qué te debo?
—No te preocupes por eso. Tuve que falsificar algunos formularios para que la solicitud pareciera legítima, pero nadie hará indagaciones. Tardé menos de un minuto.
—Eres un encanto. Muchas gracias. Te llamaré y comeremos juntas. Yo invito.
Se echó a reír.
—Te tomo la palabra.
Colgué y pasé las páginas de la guía telefónica en busca del prefijo de Marcella, California. Era el 805, el mismo que Santa Teresa. Llamé a información y di a la operadora el nombre de Guy Malek. No había ningún teléfono en aquel domicilio.
—¿Hay algún teléfono en la zona a nombre de Guy Malek? ¿De G. Malek? ¿De cualquier Malek?
—No, señora.
—Muy bien. Gracias.
Corrí hacia el fax mientras por la ranura del aparato salía una copia de la foto de Guy Malek. La reproducción en blanco y negro tenía un aire manchado, pero especificaba de Guy Malek el SEXO: V; PELO: RBO; OJOS: VER; ALT: 1.70; PS: 73 K; NAC: 02-03-42. Tenía mucho mejor aspecto que en la foto del anuario del instituto. Tres hurras por él. Confieso que me sentía supersegura de mis principios cuando me acomodé tras el escritorio, notando en la espalda las palmaditas que me daba la pequeña presumida que hay en mi naturaleza.
Llamé a la oficina de Tasha y di mi nombre a su secretaria cuando contestó al teléfono.
—Tasha está reunida, pero le diré que es usted —dijo—. Probablemente se pondrá, si es importante.
—Confíe en mí, lo es.
—¿Puede esperar?
—Claro. —Mientras esperaba, me puse a hacer un solitario. Una carta boca arriba y seis boca abajo. En cierto modo me daba pena que todo se hubiera arreglado tan deprisa. No quería que Donovan pensara que estaba pagando por algo que habría podido hacer él mismo…, lo cual era verdad. Hay un montón de información accesible en lo que se refiere a cuestiones públicas. Lo que pasa es que muchas personas no tienen ni tiempo ni interés suficiente para hacer el trabajo de hormiguita. Les gusta encargárselo a un detective privado, así que, al final, todo el mundo sale ganando. Pero aquella misión había sido demasiado fácil como quien dice, en particular porque dudaba que la familia pensase que mi hallazgo favorecía sus auténticos intereses. Giré la primera carta del segundo montón y puse las otras cinco boca abajo.
Tasha se puso al teléfono; parecía tensa y distraída.
—Hola, Kinsey. ¿Qué ocurre? Espero que sea importante porque estoy hasta las cejas de trabajo.
—Tengo la dirección de Guy Malek. Pensé que sería mejor informarte a ti primero.
Hubo medio segundo de silencio mientras mi interlocutora procesaba la información.
—Qué rápida. ¿Cómo lo has hecho?
Sonreí ante su tono de voz, una combinación perfecta de sorpresa y respeto.
—Tengo mis métodos —dije. ¡Ah! Qué seductora es la satisfacción cuando pensamos que hemos impresionado a otros con nuestra astucia. Una de las perversidades del género humano es que preferimos la admiración de nuestros enemigos al aplauso de nuestros amigos—. ¿Tienes un bolígrafo a mano?
—Desde luego. ¿Dónde vive?
—No muy lejos. —Le di la dirección—. No viene en la guía. O no tiene teléfono o está a nombre de otra persona.
—Sorprendente —dijo—. Se lo comunicaré a Donovan y que diga él qué quiere que hagamos. Seguro que se alegra.
—Lo dudo. Me dio la impresión de que todos serían más felices si Guy estuviera muerto.
—Tonterías. Son su familia. Estoy segura de que todo se arreglará. Le diré que te llame.
A los quince minutos sonó el teléfono. Era Donovan Malek.
—Buen trabajo —dijo—. Me ha sorprendido la rapidez con que lo ha resuelto. Creía que la búsqueda duraría semanas.
—No siempre es tan fácil. Tuvimos suerte —dije—. ¿Necesita algo más?
—Tasha y yo lo acabamos de comentar. Le sugerí que fuera usted. Ella podría ponerse en contacto con él por carta, pero la gente a veces reacciona de forma extraña cuando recibe correspondencia de un abogado. Se siente amenazada incluso antes de abrir el sobre. No queremos dar mala nota.
—Claro, puedo hablar con él —dije, mientras por dentro me preguntaba cuál sería la buena nota.
—Me gustaría tener un informe de primera mano sobre las circunstancias actuales de Guy. ¿Tendrá algún rato libre los próximos dos días?
Miré el calendario de la mesa.
—Puedo ir esta tarde, si le viene bien.
—Cuanto antes mejor. Quiero que esto se trate con mucho tacto. Ignoro si se habrá enterado de la muerte de papá, pero puede estar afectado incluso a pesar de su alejamiento. Además, lo del dinero es un asunto delicado. Quién sabe cómo reaccionará.
—¿Quiere que le hable del testamento?
—No veo por qué no. Tendrá que saberlo tarde o temprano.