3

Pasé por la oficina y abrí un expediente sobre el caso, apuntando la fecha que me había dado Donovan. No había mucho, la información era nimia, pero el año de nacimiento y el número de la Seguridad Social eran de incalculable valor identificativo. Si insistía un poco, podía consultar con antiguos compañeros de instituto de Guy Malek para ver si alguien había oído hablar de él después de que se marchara. Dado su historial, no parecía probable que los demás lo hubieran conocido a fondo, ni siquiera superficialmente, pero seguro que había tenido compinches. Tomé nota del nombre que me había dicho Donovan. Paul Trasatti podía ser una pista. Cabía la posibilidad de que Guy se hubiera vuelto respetable durante los últimos quince años y de que hubiera reanudado de forma ocasional algunas relaciones. A menudo, los mayores «perdedores» de la época del bachillerato son los más deseosos de presumir de sus éxitos posteriores.

Puestos a hacer una suposición decente sobre su primer punto de destino en el destierro, habría dicho San Francisco, que estaba sólo a cuatro horas en coche o a una hora de avión, en dirección norte. Guy había abandonado Santa Teresa cuando Haight-Ashbury estaba en su apogeo. Todos los niños de las flores a quienes las drogas no hubieran matado ya cerebralmente habían orbitado alrededor de Haight durante aquellos días. Era la fiesta en que acababan todas las fiestas y, con diez de los grandes en el bolsillo, era inevitable que le sellaran la invitación.

A las tres y media cerré el despacho y bajé al primer piso a recoger las instrucciones para la entrega de las dos citaciones judiciales. Me subí al coche y me dirigí a casa de los Malek. La casa se encontraba al final de un estrecho camino; las siete hectáreas de la propiedad estaban rodeadas por una tapia de más de dos metros, interrumpida por varios portillos de madera. He crecido en Santa Teresa y creía conocer todos sus rincones, pero aquello era nuevo para mí, nada menos que una propiedad de Santa Teresa que databa de los años treinta. El sector de tierra llana del fondo a que los Malek tenían derecho debía de tener un montón de kilómetros. Los límites traseros de la finca tenían que subir por las faldas montañosas, porque delante se alzaban los montes de Santa Inés y parecían tan próximos que casi podían tocarse. Desde el camino, podía distinguir parcelas de salvia morada y matas del coyote.

La verja de entrada estaba abierta. Seguí el largo y curvo camino, pasé junto a una agrietada y descuidada cancha de tenis y entré en una rotonda de adoquines metida en la L del edificio principal. Tanto la casa como el muro que rodeaba la finca estaban revestidos de un estucado del color de la arcilla, un raro matiz del rojo entre el ladrillo y el rosa polvoriento. Los alrededores abundaban en árboles de gran tamaño y por la parte derecha se perdía de vista un bosque de robles virginianos. La luz apenas traspasaba la cúpula de ramas. Los pinos de la parte delantera de la casa habían dejado caer una alfombra de agujas que habían tenido que volver ácido el suelo. Había poca o ninguna hierba y el olor húmedo de la tierra desnuda era penetrante. Aquí y allá, una deprimida palmera defendía su escasa presencia. A la derecha vi varios edificios (un bungaló, un cobertizo de jardinero, un invernadero) y a la izquierda una larga hilera de garajes. El camino de entrada parecía continuar hasta la parte trasera de la casa. A un lado, en una zona cubierta de grava, había estacionada una Harley-Davidson. Vi macizos de flores, pero ni siquiera sus titubeantes asomos de color podían mitigar la lobreguez de la mansión y las sombras que la rodeaban.

La casa era de estilo mediterráneo. Todas las ventanas tenían postigos. Varias balaustradas rompían las rígidas líneas de la fachada y una escalera subía por la izquierda hasta la terraza del primer piso. Toda la ebanistería era de un color verde oscuro que se había vuelto blanquecino con el paso de los años. El tejado era de viejas tejas rojas, manchadas de musgo verdoso como las algas. En las jardineras de hormigón que había a ambos lados de la puerta habían puesto plantas de hoja perenne que estaban ya más secas que el palo de una escoba. La misma puerta parecía sacada de una de las primitivas misiones españolas. Cuando pulsé el timbre, sólo oí resonar dentro una nota que avisaba de mi presencia.

Al final abrió la puerta una mujer de edad indefinida con un uniforme de algodón gris. Era de estatura media, robusta por el centro, con los hombros y los pechos caídos sobre una cintura que se había dilatado para acoger la paulatina acumulación de kilos. Le eché cuarenta y tantos años, pero no estaba segura.

—¿Sí?

Sus cejas necesitaban una buena depilación y en su cabello rubio vi raíces oscuras veteadas de gris. Al parecer se trasquilaba con algún instrumento romo, una idea que me resultaba familiar. El flequillo le quedaba un poco corto y le rodeaba la frente de una manera poco atractiva. Puede que pagar cuarenta dólares en una peluquería no fuera tan exagerado.

Le tendí mi tarjeta.

—¿Es usted Myrna?

—Sí.

—Soy Kinsey Millhone —me presenté—. Creo que la ha llamado Donovan para avisarla de que pasaría por aquí esta tarde. ¿Está Bennet en casa?

Su expresión no cambió, pero pareció saber de qué estaba hablando. Era fea, con una nariz quizá media talla demasiado grande para su cara. En los labios tenía restos de una pintura oscura que probablemente o bien había ingerido durante la comida o dejado en el borde de la taza de café. Ahora que me había aficionado a los cosméticos de autoservicio, me comportaba como una experta. Qué risa.

—Acaba de llegar. Dijo que la pusiera en la biblioteca si llegaba antes de que él bajara. Sígame, por favor.

—Claro —dije. Me encantaba la idea de que me «pusieran» en la biblioteca, como si fuese un florero.

La seguí por el vestíbulo hasta una habitación que había a la derecha. Me fijé en lo que me rodeaba con cierto disimulo, tratando de no quedarme con la boca abierta en el proceso. En las casas de los ricos no hay que hacerse la paleta. El suelo era de taracea oscura, con un complicado dibujo de raspa de arenque cuyas pulidas uves de madera encajaban sin que se notaran los resquicios. La entrada tenía dos pisos de altura, pero de arriba se filtraba muy poca o ninguna luz. De las paredes colgaban de vez en cuando tapices, imágenes borrosas de mujeres de cintura alta y cara con perfil de huevo duro. Había hombres ataviados con capa, montados a caballo y tirados por perros sujetos con cadenas. Tras ellos, una alegre pandilla de leñadores transportaba un venado muerto con lanzas sobresaliéndole del lomo, como a san Sebastián. Comprendí en el acto que se trataba de un mundo sin sociedades protectoras de animales.

La biblioteca tenía el aspecto de un club masculino, o de lo que supongo que ha de ser un lugar así. Varias alfombras orientales grandes y rojas se yuxtaponían para cubrir todo el suelo. Una pared estaba cubierta de paneles de nogal oscuro y en las otras tres había estanterías con libros desde el suelo hasta el techo. Las ventanas eran altas y estrechas, diamantes de vidrio emplomado que dejaban entrar más aire frío que luz vespertina. Había tres grupos de rotos sillones tapizados en cuero y una gran chimenea de piedra gris con instalación de gas y el interior ennegrecido por incontables fuegos. La habitación olía a roble chamuscado y a libros mohosos, y recordaba esa especie de humedad que se asocia a los cimientos mal hechos. Para tratarse de una familia que había amasado una fortuna en el negocio de la construcción, habría hecho bien en invertir en el lugar. Sin entrar en grandes reformas estructurales, con un viajecito a Pier yo habría hecho milagros.

Por una vez, aunque me habían dejado sola, no me molesté en curiosear. Guy Malek estaba fuera desde hacía dieciocho años. No iba a encontrar ni fotocopias de su pasaje de autobús ni cajones llenos de diarios personales que hubiera llevado de joven. Oí pasos en el primer piso; el techo crujió cuando fueron de un lado a otro de la estancia de arriba. Di la vuelta a la biblioteca mirando por todas las ventanas ante las que pasaba. La habitación tendría unos diez metros de longitud. En un extremo, una solana daba al jardín posterior, una gran extensión de hierba uniforme con un lóbrego estanque en el centro. La superficie del agua estaba atestada de lirios.

Volví hacia la puerta y oí que alguien bajaba las escaleras y atravesaba el vestíbulo. La puerta se abrió y entró Bennet Malek. Era cuatro años menor que Donovan y lucía el mismo pelo rubio. Mientras Donovan lo tenía brillante, Bennet lo tenía áspero, y muy corto, para contrarrestar su visible tendencia a rizarse. Al parecer había perdido la batalla del afeitado cotidiano y se dejaba crecer una barba rubia y un bigote que daban personalidad a la parte inferior de su cara. Era un hombre corpulento, con mucha carne en los hombros y un tórax ancho. Llevaba vaqueros y un jersey de deporte azul marino con las mangas subidas, dejando ver la pelambrera de los antebrazos. Tasha lo había caracterizado como un hombre que invertía y perdía mucho dinero en operaciones infructuosas. Me pregunté cómo habría reaccionado al conocerlo si no me hubieran avisado de su penoso sentido comercial. Lo cierto es que no hacía más que desestimar la sincera confianza que se esforzaba por transmitir. Me di cuenta un poco tarde de que en la mano derecha llevaba un vaso con un dedo de licor, ginebra o vodka con hielo y una corteza de naranja. Dejó la bebida en la mesita más cercana.

Alargó la mano y estrechó la mía con fuerza innecesaria. No íbamos a participar en un combate de lucha libre, de manera que no tenía sentido. Sus dedos estaban fríos y algo húmedos al tacto.

—Bennet Malek, señorita Millhone. Mucho gusto en conocerla. Don dijo que vendría. ¿Quiere beber algo? —Tenía un vozarrón retumbante y miraba fijamente a los ojos. Muy masculino, pensé.

—No, gracias. No quiero perder más tiempo del necesario. Sé que está ocupado.

—Bastante. ¿Por qué no se sienta? —dijo. Su cortesía parecía fingida, una maniobra de vendedor para que el cliente se sintiera a gusto. No había estado en su compañía ni treinta segundos y ya sentía aversión hacia él.

Me senté en un sillón de asiento ancho y hundido. La superficie de cuero era resbaladiza y tuve que forcejear con la tendencia a deslizarme hacia sus profundidades. De niña pulía el tobogán del remolque a la velocidad del rayo frotando vigorosamente con papel encerado Cut-Rite. El cojín de cuero tenía la misma tersura. Para no hundirme en el sillón, echaba el cuerpo hacia delante y tenía los pies juntos y pegados al suelo.

Bennet se acomodó en el sillón que había a mi izquierda con una serie de crujidos.

—Tengo entendido que es usted investigadora privada —dijo.

—Exacto. Hace diez años que tengo la licencia. Fui agente de policía antes. ¿Y usted? ¿En qué trabaja?

—Me dedico a las inversiones independientes. Busco pequeñas empresas prometedoras con problemas de efectivo.

Para dejarlas a palo seco, sin duda.

—Parece entretenido —comenté.

—Es gratificante. Digámoslo así. —Su voz había bajado a un tono confidencial—. Si no he entendido mal, ha visto usted a Don.

—Sí. He hablado con él esta tarde.

Sacudió la cabeza imperceptiblemente.

—¿Le habló del testamento desaparecido?

—Me lo dijo Tasha mientras comíamos juntas —dije. Me pregunté por qué habría sacado el tema a colación. La existencia de otro testamento no era asunto mío—. Supongo que ha sido un golpe de suerte para su hermano.

Bennet resopló.

—Le diré lo que me molesta. Recuerdo cuándo firmó papá el segundo testamento. Puedo describir el día tan claramente como que estoy sentado. El abogado de papá y dos testigos vinieron a casa.

—Qué interesante. ¿Recuerda quiénes eran?

—¿Los testigos? Dos mujeres. Lo recuerdo bien. Supuse que trabajaban para el abogado, pero es posible que fuera una figuración mía. No eran amigas de papá, por lo que yo sé. Los cuatro entraron aquí y salieron aproximadamente media hora después.

—¿Se lo ha contado a Tasha?

—Comenté que estaba aquí aquel día. No recuerdo si hablé o no de los testigos.

—Yo en su lugar se lo diría. Quizás encuentre la forma de averiguar quiénes eran. Por lo que he oído, nadie discute que se hiciera un segundo testamento, pero ¿se firmó en su presencia? ¿Se le comunicaron las provisiones?

—Bueno, no estuve en la habitación con ellos, si es lo que quiere decir. Papá habló del asunto más tarde, pero no con pelos y señales. La cuestión es qué ha pasado con aquel testamento.

Me encogí de hombros.

—Su padre pudo haber cambiado de idea. Pudo romperlo y tirarlo.

Bennet se removió con inquietud.

—Eso dicen todos, pero a mí no me convence. El asunto es interesante, si se piensa. Quiero decir…, fíjese en los hechos. El testamento se pierde y la oveja negra de la familia hace mutis como un bandido. Papá firmó en marzo y Guy se fue a los pocos días.

—¿Insinúa que lo robó su hermano?

—Yo sólo digo que por qué no. Yo no descartaría la posibilidad. Robó todo lo demás.

—Pero ¿qué beneficio habría sacado? Aunque hubiera birlado una copia, lo lógico es que el abogado conservara el original. Una vez que se hubo ido, Guy no tenía forma de saber si su padre volvería a hacer otro testamento igual. O redactar un tercero. Por lo que me ha dicho Donovan, el padre de ustedes sabía hablar con rudeza, pero no afrontar las consecuencias.

Sacudió la cabeza y adoptó una expresión condescendiente.

—Cierto. Por eso vuelvo a los papeles personales de papá. No es que queramos negarle a Guy el dinero que le corresponda, pero, en mi opinión, todo esto es caca de la vaca. Ya tuvo la parte que le pertenecía. Papá hizo el segundo testamento con la clara intención de desheredar a Guy. Por eso, entre otras cosas, le dio dinero en metálico: para indemnizarlo. Le oí aludir al tema varias veces a lo largo de los años. Por lo que a él respectaba, los diez de los grandes que le dio a mi hermano pusieron punto final a la historia.

—Bien, me gustaría ser útil, pero ese no es mi terreno. La experta es Tasha. Le sugiero que hable con ella.

—¿Y qué me dice del acuerdo de mi padre con Guy? —continuó, ya con ganas de discutir—. Fue un acuerdo oral, pero ¿acaso no cuenta?

—Oiga, se lo está preguntando a quien no corresponde. No tengo ni idea. Nadie sabe dónde está Guy, y no digamos el trato que hiciera el día que se fue.

Su sonrisa vaciló y vi que reprimía el deseo de continuar discutiendo el asunto.

—Tiene razón, claro que sí —aceptó—. ¿Qué quiere que le diga sobre Guy?

—Empecemos por lo más obvio. ¿Le habló de sus planes antes de irse?

—Me temo que Guy no tenía la costumbre de hablar conmigo de nada.

Cambié ligeramente de conversación.

—¿Podría haberse dirigido a San Francisco? Donovan dice que en aquella época se drogaba y podría haberse sentido atraído por el Haight.

—Es posible. Si fue allí, a mí no me lo contó. Le advierto que nunca fuimos amigos. No quiero que parezca que no coopero, pero no tengo mucha información que dar.

—¿Le oyó hablar alguna vez de una profesión? ¿Tenía alguna pasión personal?

La sonrisa de Bennet fue ligera.

—Convirtió en profesión hacer lo menos posible. Su pasión era meterse en problemas y hacerle la vida imposible a los demás.

—¿Y el trabajo? ¿Qué empleos tuvo?

—Nada significativo. Cuando era todavía adolescente estuvo en una pizzería, hasta que lo pillaron sisando dinero. También tuvo un trabajo de ventas por teléfono. Le duró dos días. No recuerdo que hiciera mucho más hasta que empezó a trabajar con papá. Echó gasolina durante un tiempo, así que imagino que podría haberse dedicado profesionalmente a ser mozo de gasolinera.

—¿Qué coche conducía?

—El Chevy familiar hasta que se vio envuelto en un atropello con fuga y le quitaron el permiso de conducir. Papá no volvió a confiarle ninguno de los vehículos de la familia.

—¿Sabe si le devolvieron el permiso?

—Si no se lo devolvieron, lo más probable es que condujera sin él. Nunca le preocupó el pequeño sistema de normas y reglas de la vida.

—¿Tenía aficiones?

—No, excepto fumar droga y quedarse tirado.

—¿Y sus inquietudes personales? ¿Le gustaba cazar o pescar? ¿Hacer «buceo aéreo»? —Eran palos de ciego en espera de que la intuición me orientase.

Bennet sacudió la cabeza.

—Era vegetariano. Decía que nada debería morir para que él comiera. Le aterraban las alturas, así que dudo que alguna vez saltara de un avión, escalara una montaña o hiciera puenting.

—Bien, al menos podemos eliminar todo eso —dije—. ¿Tenía alguna enfermedad?

—¿Enfermedad? ¿Como cuál?

—No lo sé. Sólo trato de apuntar hacia algún sitio. ¿Era diabético? ¿Tenía alergias o alguna enfermedad crónica?

—Ah, ya entiendo. No. Por lo que sé, disfrutaba de buena salud…, pese a estar tan metido en las drogas y la bebida.

—Donovan dice que tenía un amigo íntimo. Un tal Paul.

—Usted se refiere a Paul Trasatti. Puedo darle su teléfono. No se ha ido a ninguna parte.

—Se lo agradecería.

Me recitó el número de carrerilla y lo anoté en el cuaderno de espiral que llevo siempre conmigo.

Pensé en las áreas que todavía no había cubierto.

—¿Se escaqueó a la hora de hacer la mili? ¿Protestaba contra la guerra de Vietnam?

—No tuvo necesidad. El ejército no lo quiso. Tenía mal los pies. Por suerte para él. Nunca le importó un comino la política. Ni siquiera votaba, por lo que sé.

—¿Y la religión? ¿Hacía yoga? ¿Meditaba? ¿Salmodiaba? ¿Caminaba sobre carbones encendidos? —Era como si le estuviese arrancando los dientes.

Volvió a negar con la cabeza.

—Nada de lo que acaba de citar.

—¿Cuentas bancarias?

—Nada. Al menos no tenía ninguna entonces.

—¿Tenía acciones o bonos del Estado?

Bennet negó de nuevo con la cabeza. Empezaba a divertirle mi persistencia, actitud que me parecía irritante.

—Por alguna cosa se preocuparía —dije.

—Era un mierda puro y simple. Nunca movió un dedo por nadie, excepto por sí mismo. El típico narcisista. Las chicas nunca conseguían de él todo lo que querían. Ya puede figurárselo.

—Escuche, Bennet. Entiendo su hostilidad, pero me las puedo arreglar sin sus opiniones. Seguro que alguna vez le importó su hermano.

—Por supuesto —dijo suavemente, apartando la mirada—. Pero eso fue antes de que empezara a tocarnos las narices. Además, hace años que se fue. Supongo que en algún estrato guardo sentimientos familiares, pero cuestan de mantener después de su larga ausencia.

—Después de irse, ¿ninguno de ustedes volvió a oír hablar de él?

Sus ojos volvieron a posarse en los míos.

—Sólo puedo hablar por mí mismo. Nunca me llamó ni me escribió. Si estaba en contacto con algún otro, no me lo dijo. A lo mejor Paul sabe algo.

—¿A qué se dedica?

—Comercia con libros raros. Compra y vende escritos autógrafos, cartas. Cosas así. —Cerró la boca y sonrió débilmente, decidido a no decir nada que no le preguntara yo a quemarropa.

No estaba sacando nada en claro y ya era hora de marcharse.

—¿Y Jack? ¿Podría haber confiado Guy en él?

—Pregúnteselo usted misma. Ahí lo tiene —dijo. Señaló las ventanas y seguí su mirada. Divisé a Jack mientras cruzaba el césped trasero, apartándose de la casa en dirección a la cuesta de la izquierda. La parte trasera de la finca recibía el mínimo de sol imprescindible para que creciera una hierba desigual y medio seca, y parcialmente inactiva en aquella época del año. Llevaba dos palos de golf bajo el brazo, y un cubo y una red con bastidor de plástico azul.

Cuando llegamos a su altura y Bennet nos hubo presentado, Jack empuñaba un stick y golpeaba pelotas para meterlas en la red que había colocado a veinte metros. Bennet se fue y me dejó observando las prácticas de Jack. Se balanceaba y oía un leve silbido cuando el palo cortaba el aire. Sonaba un impacto y la pelota trazaba un arco que terminaba en la red con precisión. Alguna vez, la pelota caía en la hierba cercana dando botes, pero casi siempre daba en el blanco.

Llevaba una gorra con las palabras PEBBLE BEACH en la visera. Tenía el pelo castaño claro y por la abertura trasera de la gorra le sobresalían unos mechones. Llevaba pantalones anchos y un polo con el emblema de St. Andrew’s bordado en la pechera como una insignia. Era más delgado que sus hermanos y su cara y brazos estaban bronceados. Le vi calcular la trayectoria de la pelota mientras volaba por los aires. Dijo:

—No quisiera parecer grosero, pero tengo un torneo dentro de poco.

Lo disculpé con un educado murmullo para no romper su concentración.

Silbido. Castañazo.

—La han contratado para buscar a Guy —dijo cuando vio aterrizar la pelota. Frunció el entrecejo para sí y modificó un poco su postura—. ¿Cómo va?

Sonreí brevemente.

—De momento sólo tengo su fecha de nacimiento y su número de la Seguridad Social.

—¿Por qué le dijo Donovan que hablara conmigo?

—¿Por qué no tenía que hablar con usted?

No me hizo caso. Vi que se acercaba a la red y se inclinaba para recoger pelotas y meterlas en el cubo de plástico. Volvió al punto donde yo estaba y reanudó la tanda de golpes. Sus golpes parecían siempre los mismos, una vez tras otra, sin variación. Balanceo, castañazo, a la red. Colocaba otra pelota. Balanceo, castañazo, a la red. Movió la cabeza al contemplar uno de los golpes, a modo de respuesta retardada a mi comentario.

—Donovan casi nunca se acuerda de mí. Es un puritano de pura raza. Para él no existe más que el trabajo. Hay que ser productivos…, hacer la faena. Esforzarse siempre, arrimar el hombro sin parar. Por lo que a él concierne, el golf no es digno de consideración a menos que reporte unos ingresos anuales de medio millón de dólares. —Se detuvo para mirarme, apoyándose en el palo de golf como si fuera un bastón—. No sé adónde se fue Guy, si eso es lo que ha venido a preguntar. Yo estaba estudiando en Wake Forest, el último curso, y me enteré por teléfono. Papá me llamó y me contó que le había dicho a Guy que hiciera los bártulos. Habían discutido por no sé qué y se había ido.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Cuando vine para asistir al entierro de mamá, en enero. Cuando volví durante las vacaciones de primavera hacía unos tres días que se había ido. Supuse que pasaría la crisis, pero no fue así. Tras terminar los estudios y volver a casa en junio, nadie hablaba del asunto. No es que estuviera prohibido hablar de él, es que no se hacía, supongo que por consideración a papá.

—¿No volvió a saber absolutamente nada de él? ¿No ha habido ni una llamada ni una postal en todos estos años? —Jack negó con la cabeza—. ¿No se preocupó?

—Desde luego. Yo adoraba al muchacho. Para mí era un rebelde, un individuo de verdad. Yo detestaba las clases y era infeliz. Casi todas mis notas eran bajas. Lo único que quería era jugar al golf y no entendía para qué necesitaba tener educación universitaria. Me habría ido con Guy sin pensarlo si me hubiera contado lo que sucedía. ¿Qué puedo decirle? No llamó. No escribió. Nunca dio indicios de que yo le importara una mierda. Así es la vida.

—¿Y nadie ajeno a la familia habló de habérselo encontrado alguna vez?

—¿En una convención o algo así? Está usted tocando fondo.

—¿Cree que se habría enterado de algo, lo que fuera?

—¿Por qué? Quiero decir, ¿con qué objeto? Seguro que esto pasa continuamente. Se van y nadie vuelve a saber de ellos. No hay ninguna ley que diga que tienes que estar en contacto con alguien sólo porque sea de la familia.

—Sí, es verdad —dije, recordando que yo misma evitaba a mis parientes—. ¿Sabe si alguien más podría serme útil? ¿Tenía novia?

Jack sonrió con burla.

—Guy era de esos muchachos sobre los que las madres hacen advertencias a las hijas.

—Donovan me dijo que las mujeres lo encontraban atractivo, pero no lo entiendo. ¿Dónde residía su atractivo?

—No eran mujeres. Eran chicas. El melodrama seduce cuando se tiene diecisiete años.

Medité aquello, pero parecía otro callejón sin salida.

—Bien. ¿Le importaría llamarme si se le ocurre algo? —Saqué una tarjeta del bolso y se la di.

Jack echó un vistazo a mi nombre.

—¿Cómo se pronuncia el apellido?

Míljon —dije—. Con acento en la primera sílaba. La «e» final es muda.

Asintió.

—Muy bien. No volveremos a vernos, pero al menos podrá decir que lo ha intentado. —Sonrió—. Estoy seguro de que Don no quiso mencionarlo para hacerse el indiferente —dijo con amabilidad—, pero todos esperamos que no lo encuentre. Así podremos solicitar al tribunal que lo declare muerto y nos repartiremos su parte entre los tres.

—Es lo que quiere decir «búsqueda incesante», ¿no? Dígale a Donovan que lo llamaré dentro de un par de días —me despedí.

Volví andando por la hierba, en dirección a la casa. «Vaya pandilla», pensé. Detrás de mí oía el silbido del palo de Jack y el impacto del hierro contra la pelota. Se me ocurrió que podía volver a llamar a la puerta principal y preguntar al ama de llaves si Christie, la mujer de Donovan, estaba en casa. Como antigua compañera de estudios de Tasha, por lo menos tendría que ser generosa. Pero como aún no estaba casada con Donovan cuando Guy desapareció, no creía que tuviera nada sustancioso que contarme. Así que no tenía tantas opciones.

Subí al coche, lo puse en marcha y metí la primera. Conduje despacio hacia la calle. Me detuve en la verja de la entrada y dejé el coche en punto muerto mientras pensaba en las posibilidades que tenía. Por lo visto, Guy Malek nunca había poseído nada en Santa Teresa, de modo que no tenía sentido indagar en Hacienda ni en el registro de la propiedad. Por lo que habían dicho sus hermanos, ni siquiera había tenido un piso en alquiler, lo que quería decir que no podría consultar con ningún antiguo casero ni preguntar en las compañías del agua, el gas, la luz y el teléfono si el inquilino había dejado alguna dirección al irse. Además, ninguna compañía conserva los recibos durante dieciocho años. ¿Qué más había? Al irse de Santa Teresa no tenía trabajo, no había tenido ningún empleo significativo, así que tampoco tenía sentido consultar en los sindicatos locales y en la Seguridad Social. No votaba y no tenía coche ni pistola, y no cazaba ni pescaba, lo que seguramente quería decir que no habría permisos ni licencias legalmente registrados. Sin embargo, era probable que en el presente tuviera permiso de conducir y coche. Y si tomábamos como indicador su conducta pasada, debía de tener un historial delictivo en alguna parte, sin lugar a dudas en el Centro Nacional de Información Criminal. Por desgracia, no tenía acceso a esa información ni conocía a nadie con ganas de hacer una búsqueda informática. Un agente de la ley, con la debida autorización, tiene acceso a todas las bases de datos que yo no puedo utilizar con una licencia de detective.

Puse el Volkswagen en primera, giré hacia la izquierda y me dirigí a la Jefatura de Tráfico. Era casi la hora de cerrar y el lugar estaba vaciándose. Rellené un impreso solicitando permiso para buscar en los archivos. Los archivos de Tráfico acostumbran a estar anticuados. La gente se muda, pero los cambios de domicilio no entran en los ordenadores de Tráfico hasta que se renuevan los permisos de conducir y otros papeles. Si Guy Malek había salido del estado, todos los datos estarían más anticuados que el hacha de sílex, en el caso de que hubiera alguno. De momento, sin embargo, parecía la forma más rápida de dar a la situación un perfil y un marco provisionales. Como no tenía el número del permiso de conducir de Guy, tomé un formulario general ampliado y puse su nombre completo, con la fecha de nacimiento. El índice Onomástico Automatizado diría que los datos eran insuficientes o listaría un cotejo con el apellido, el nombre de pila, la inicial del segundo nombre y la fecha de nacimiento. En cuanto volviera al despacho, echaría el formulario al correo, rumbo a Sacramento. Con suerte podría dar con la dirección postal del hombre que buscaba.

Mientras tanto, como las oficinas estaban casi vacías, pregunté a una funcionaría de Tráfico si podía mirar el nombre en el ordenador.

La funcionaría se dio la vuelta y me dedicó toda su atención.

—¿Está loca? Podrían despedirme por hacer una cosa así —dijo. Giró el monitor para que no pudiera ver la pantalla.

—Soy detective —dije.

—Por mí como si es usted el Papa. Tendrá que esperar la respuesta de Sacramento. No conseguirá nada de mí.

—Valía la pena intentarlo —dije. Traté de esbozar una sonrisa encantadora, pero no llegué a tanto.

—Valor no le falta —dijo. Se dio la vuelta cabeceando con reprobación y se puso a recoger lo que tenía en la mesa.

No tuve ganas de seguir ejerciendo mis poderes de persuasión.