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Volví a casa paseando por Cabana Boulevard. El cielo se había despejado y la temperatura rondaba los trece grados centígrados. Técnicamente era el final del invierno y el resplandeciente sol de California no calentaba tanto como parecía prometer. Los bañistas cubrían la arena como restos de un naufragio arrastrados por la marea. Las sombrillas de rayas hablaban de verano y eso que el nuevo año no había hecho más que empezar. El sol reverberaba en la orilla del agua, fragmentándose donde las olas rompían contra los pilotes del embarcadero. El mar tenía que estar frío como el hielo, y el agua salada seguramente te irritaba los ojos donde los niños chapoteaban y se sumergían en las rugientes profundidades. Podía oír sus grititos por encima del tronar del oleaje, como si fueran buscadores de emociones en la montaña rusa, mientras se metían de cabeza en el terror helado. Un perro mojado les ladraba desde la arena y se sacudía el agua. Incluso desde donde estaba distinguía los separados pegotes de su áspero pelaje.

Giré a la izquierda y entré en Bay Street. La abundancia de llamativos geranios de color naranja y rosa chocaba, vistos contra el fondo verde, con las buganvillas magenta que coronaban las vallas de mi barrio. Por hacer algo, me pregunté por dónde empezaría la búsqueda de Guy Malek. Llevaba ausente dieciocho años y la posibilidad de dar con él no estaba muy clara. Una misión así exige ingenio, paciencia y rutina sistemática, pero el éxito depende a veces de la suerte pura y simple y de un poco de magia. Y luego pasa la factura al cliente por estos conceptos.

En cuanto llegué a casa, me quité el maquillaje, me puse las Reebok y cambié la chaqueta por un jersey rojo de deporte. Bajé a la cocina, puse la radio y sintonicé la emisora que radiaba la maratón de Elvis, que seguía dale que te pego. Tarareé la letra del Rock de la cárcel flexionando las rodillas y dando caderazos por la sala de estar. Saqué un plano de la ciudad y lo extendí sobre el mostrador de la cocina. Apoyé los codos, bailando todavía mientras localizaba la calle en que vivían los Malek. Verdugo era un callejón empotrado entre dos avenidas paralelas que bajaban de las montañas. No conocía bien aquella zona. Puse la tarjeta de Donovan al lado del plano, alcancé el teléfono de pared y marqué el número escrito en la parte delantera.

Hablé con la recepcionista de la compañía, que me puso con una secretaria que me informó de que Malek estaba en el campo, pero que volvería al despacho en cualquier momento. Le di mi nombre y mi teléfono, más una breve explicación de lo que me interesaba de él. Dijo que le diría que me llamara. Acababa de colgar cuando llamaron a la puerta. Abrí la mirilla y me encontré cara a cara con Robert Dietz.

Abrí la puerta.

—Vaya, mira quién está aquí —dije—. Sólo han pasado dos años, cuatro meses y diez días.

—¿Tanto tiempo? —preguntó con voz suave—. Acabo de llegar de Los Angeles. ¿Me dejas entrar?

Di un paso atrás y entró en la casa. Elvis estaba ahora con Always On My Mind, que, francamente, no me hacía ninguna falta en aquel momento. Apagué la radio. Dietz llevaba los mismos tejanos, las mismas botas de vaquero, la misma chaqueta de mezclilla. Vestía aquella ropa la primera vez que lo vi, apoyado en la pared de la habitación del hospital en el que me encontraba en observación después de salir despedida de la carretera por culpa de un asesino a sueldo. Tenía dos años más, lo que seguramente lo ponía en los cincuenta, que no es mala edad para un hombre. Su cumpleaños caía en noviembre, un Escorpión triple para los que crean en estas cosas. Los tres últimos meses de nuestra relación los habíamos pasado o en la cama o en el campo de tiro afinando la puntería. Los romances entre detectives son extraños y asombrosos. Parecía haber engordado un poco, pero era porque había dejado de fumar…, en el caso de que siguiera sin probar el tabaco.

—¿Te apetece un café? —pregunté.

—Sí, gracias. ¿Cómo estás? Tienes buen aspecto. El corte de pelo me gusta.

—Cuarenta dólares. Ha sido un derroche. Debería habérmelo cortado yo. —Preparé una cafetera y aproveché la actividad doméstica para analizar el estado de mis emociones. En términos generales, no sentía gran cosa. Estaba contenta de verlo, como me habría alegrado de ver a un viejo amigo, pero, al margen de cierta curiosidad, no oía el burbujeo de la química sexual. No sentía júbilo por su llegada ni cólera por presentarse sin avisar. Era un hombre impulsivo: impaciente, inquieto, brusco y reticente. Parecía cansado y su pelo estaba mucho más gris, casi ceniciento en las patillas. Se acomodó en uno de los taburetes de la cocina y apoyó los antebrazos en el mostrador.

Encendí la cafetera y volví a meter el paquete de café molido en el frigorífico.

—¿Qué tal por Alemania?

Dietz era un detective de Carson City, Nevada, que se había especializado en seguridad personal. Lo dejó para irse a Alemania con objeto de dirigir ejercicios de acción antiterrorista en las bases militares de ultramar. Dijo:

—Estuvo bien mientras duró. Luego los fondos se agotaron. En la actualidad, el tío Sam no quiere gastarse los dólares de ese modo. De todas formas me aburría; un cuarentón arrastrándose entre los arbustos. No tenía que licenciarme con el personal, pero no pude resistir la tentación.

—Entonces, ¿por qué has vuelto? ¿Estás trabajando en algún caso?

—Quiero subir por la costa hasta Santa Cruz, para ver a los chicos. —Dietz tenía dos hijos de una compañera civil que se llamaba Naomi y que se había negado en redondo a casarse con él. Su hijo mayor, Nick, debía de tener veinte años. No estaba segura de la edad del pequeño.

—Ah. ¿Y qué tal están?

—Magníficos. Esta semana tienen exámenes y les dije que esperaría hasta el sábado para subir. Si dispusieran de unos días libres, me los llevaría a dar una vuelta por ahí.

—He visto que cojeas. ¿Qué te ha pasado?

Se dio una palmada en la cadera izquierda.

—Me lesioné la rodilla —dijo—. El menisco se me rompió durante unas maniobras nocturnas, metí el pie en un agujero. Es la segunda vez que me lesiono y los médicos dicen que es mejor que me opere. No sé mucho de cirugía, pero estuve de acuerdo en que la rodilla necesitaba un descanso. Además, estoy muy quemado. Necesito un cambio de escena.

—Ya estabas quemado antes de irte.

—No estaba quemado, estaba aburrido. Y ninguna de las dos cosas se cura repitiendo lo mismo. —Los ojos de Dietz eran de color gris claro. Era un hombre atractivo, de una manera muy poco convencional—. Se me ocurrió que podía pasarme cuatro días en tu sofá, si no te importa. En teoría no puedo estar de pie y tengo que ponerme hielo en la rodilla.

—Pues qué bien. Muy simpático. Desapareces de mi vida durante dos años y vuelves de pronto porque necesitas una enfermera. Olvídalo.

—No tendrás que hacer nada en absoluto —replicó—. Imagino que estarás ocupada y todo el día fuera, trabajando. Me quedaré aquí sentado y leeré o veré la televisión, y pensaré en mis cosas. Incluso me he traído bolsas de hielo para tenerlas en el frigorífico. No quiero a nadie revoloteando por aquí. No tendrás que mover un dedo.

—¿No se podría hablar de ligera manipulación por plantearlo de esa manera?

—No hay manipulación, ya que tienes la oportunidad de negarte.

—Genial. ¿Y sentirme culpable? No trago —dije.

—¿Por qué ibas a sentirte culpable? Échame si quieres. ¿Qué te pasa? Si no se puede decir la verdad, ¿qué sentido tienen las amistades? Haz lo que te dé la gana. Puedo buscar un motel o pasarme la noche conduciendo por la costa. Pensé que estaría bien pasar un tiempo juntos, pero no es obligatorio.

Lo miré con cautela.

—Lo pensaré. —No tenía sentido explicarle (ya que tampoco yo estaba dispuesta a admitirlo) lo lúgubre que me había parecido la luz durante los días que siguieron a su partida, lo angustiada que me había sentido cada vez que regresaba a la casa vacía, los inesperados mensajes secretos que parecía susurrarme la música. Baila o rechaza la invitación. No parecía haber mucha diferencia. Había imaginado su vuelta cientos de veces, pero nunca de aquella manera. Tras la tempestad había venido la calma y mis antiguos sentimientos por él habían pasado de la pasión a un interés poco menos que mediano.

Dietz me había estado observando y su entrecejo indicaba que estaba confuso.

—¿Estás enfadada por algo?

—En absoluto —dije.

—Sí que lo estás.

—No, no lo estoy.

—¿Por qué estás tan enfadada?

—¿Quieres callarte? No estoy enfadada.

Me observó un momento y su expresión se iluminó.

—¡Aaaah! Ya caigo. Estás enfadada porque me fui.

Noté que se me encendían las mejillas y aparté los ojos. Alineé el salero y el pimentero de modo que se rozaran por la base.

—No estoy enfadada porque te fueras. Estoy enfadada porque has vuelto. Por fin había conseguido arreglármelas sola y aquí estás otra vez. ¿Dónde me sitúa eso?

—Decías que te gustaba estar sola.

—Es verdad. Lo que no me gusta es que me recojan y luego me abandonen. No soy una mascota que se guarda en la jaula y puedes sacar cuando te dé la gana.

Su sonrisa desapareció.

—¿Abandonar? Nadie te abandonó. ¿Qué quieres decir?

El teléfono sonó en aquel momento, ahorrándonos la continuación del debate. Era la secretaria de Donovan Malek.

—¿Señorita Millhone? Tengo al señor Malek al teléfono. ¿La pongo con él?

—Claro —dije.

Dietz vocalizó «Yo no» en silencio.

Le saqué la lengua. Para que se notara lo madura que soy.

Donovan Malek se puso al teléfono y se presentó.

—Buenas tardes, señorita Millhone…

—Llámeme Kinsey, por favor.

—Gracias. Soy Donovan Malek. Acabo de hablar con Tasha Howard y dice que ha hablado con usted durante la comida. Supongo que ya la ha puesto al corriente de la situación.

—Básicamente, sí —dije—. ¿No podríamos vernos? Tasha quiere que me ponga en marcha cuanto antes.

—Opino lo mismo. Escuche, dentro de una hora tengo que estar en otra parte. Le puedo dar información básica: la fecha de nacimiento de Guy, su número de la Seguridad Social y una fotografía que podría ser útil —dijo—. ¿Puede venir a mi despacho?

—Claro que puedo. ¿Y sus hermanos? ¿Podría hablar con ellos también?

—Naturalmente. Bennet dice que estará en casa esta tarde alrededor de las cuatro. Llamaré a Myrna, el ama de llaves, y le diré que quiere usted hablar con él. En lo que se refiere a Jack, no estoy seguro. Es más difícil de pillar, pero ya haremos alguna cosa. Lo que no le diga yo, se lo dirán ellos. ¿Conoce esta dirección? Es en Dolores Street de Colgate. Métase por la salida de Peterson y cruce la autopista. Es la segunda calle a la derecha.

—Parece fácil. Hasta dentro de un rato.

Cuando colgué, Dietz estaba mirando su reloj.

—Ya tendrías que estar allí. Tengo que contactar con un viejo amigo, así que estaré fuera un rato. ¿Estarás libre más tarde?

—Hasta eso de las seis no. Depende de lo que me encuentre. Tengo que localizar a un individuo del que no se sabe nada desde hace dieciocho años y voy a ver a la familia para que me ponga en antecedentes.

—Te compraré algo para cenar por si vienes con hambre, aunque también podemos salir y tomar una copa. No quiero ser una carga, de verdad.

—Ya hablaremos después. Mientras tanto, te hará falta una llave.

—Estupendo. Así podré ducharme antes de salir y cerrar cuando me vaya.

Abrí el cajón trastero de la cocina y cogí la llave de repuesto. Se la di por encima del mostrador.

—¿De verdad te va bien? Ya sé que no te gusta que te invadan la casa. Puedo buscar una habitación en Cabana Boulevard, si prefieres tener paz y silencio.

—De momento no pasa nada. Si pasara te lo diría. Por lo pronto, limitémonos a tocar de oído —dije—. Espero que te guste el café solo. No hay leche ni azúcar. Las tazas están ahí arriba.

Se metió la llave en el bolsillo.

—Sé donde están las tazas. Hasta luego.

Construcciones Malek consistía en una serie de remolques encadenados, ordenados como fichas de dominó y situados en una calle sin salida de un polígono industrial. Detrás de las oficinas, un extenso patio de asfalto estaba lleno de camiones rojos: camionetas, hormigoneras, contenedores y pavimentadoras, todos con el logotipo rojo y blanco de la empresa. Un garaje de metal ondulado de dos plantas se alzaba al fondo de la propiedad, al parecer lleno de material de mantenimiento y servicios de los innumerables vehículos de la compañía. Los surtidores de gasolina estaban todos en activo. A un lado, junto a unos arbustos, vi seis excavadoras de color amarillo chillón y un par de tractores John Deere. Había trabajando varios hombres con casco y mono rojo. El rugido de los camiones que se acercaban, los ocasionales silbidos penetrantes y los suaves y continuos pitidos de algún vehículo que reculaba rompían el silencio.

Me detuve en el sector del aparcamiento donde ponía VISITANTES, junto a una fila de jeeps, Cherokee Rangers y camionetas abolladas. Durante el corto paseo hasta la entrada oí el ruido del tráfico de la cercana autopista y el agudo zumbido de una avioneta que se dirigía al aeropuerto que quedaba al oeste. El interior de la oficina sugería una sensata combinación de buen gusto y pragmatismo: pulimentados paneles de nogal, alfombras grandes de color azul acerado, archivadores azul marino y muchos juegos de muebles tapizados en paño rojo oscuro. El atuendo habitual de los hombres parecía constar de corbata, camisa de vestir y pantalón ancho, sin chaqueta, ni de traje ni deportiva. Los zapatos tenían aspecto de estar hechos para desfilar por la arena y la grava. La vestimenta de las mujeres parecía estar menos codificada. La atmósfera era de saludable eficacia. Las comisarías de policía tienen el mismo aire; todo el mundo entregado al trabajo.

En la zona de recepción donde me hicieron esperar no vi más que revistas relacionadas con el trabajo, ejemplares de Tajo y Cantera, Productos de roca, La gaceta del hormigón, El contratista de asfalto. Me bastó una rápida ojeada para convencerme de que había temas en juego que nunca habría imaginado. Leí algo sobre formas ovales vacías y mezclas multiaplicables, electrovertedores de hormigón articulados y sistemas móviles de reciclaje del hormigón. Ay, Señor, Señor. A veces me quedaba pasmada ante la profundidad de mi ignorancia.

—¿Kinsey? Donovan Malek —dijo.

Alcé los ojos y dejé la revista al levantarme para estrecharle la mano.

—¿Es Don o Donovan?

—Prefiero Donovan, si no le importa. Mi mujer me llama Don alguna vez, pero es una de las pocas excepciones que admito. Gracias por venir tan pronto. Vamos a mi oficina y hablaremos allí. —Malek era rubio y estaba muy bien afeitado; tenía la cara cuadrada y sembrada de arrugas, y ojos color chocolate tras unas gafas de montura de carey. Le eché un metro ochenta de estatura y unos cien kilos de peso. Vestía pantalón azul de paño grueso y una camisa de manga corta de color café con leche. Se había aflojado la corbata y desabrochado el botón superior de la camisa, como haría un hombre al que le fastidiaran las restricciones y estuviera sometido a elevadas temperaturas internas. Lo seguí por una puerta trasera y por una terraza de madera que conectaba con una red de remolques de doble anchura. El aire acondicionado del despacho producía un zumbido uniforme cuando entramos.

El remolque en que estábamos se había dividido en tres despachos de igual tamaño que se extendían como escopetas desde la cabeza de la estructura hasta los pies. Largos tubos fluorescentes bañaban con luz fría la superficie de Formica blanca de los escritorios y mesas de dibujo. Había mostradores anchos con manuales técnicos, informes de proyectos, hojas de instrucciones y planos impresos. Las paredes estaban forradas en diversos puntos con macizas estanterías de metal atestadas de carpetas archivadoras. Donovan no parecía tener ninguna secretaria particular a la vista y supuse que alguna de las mujeres de la entrada le filtraría las llamadas y le ayudaría en el papeleo.

Me indicó con la mano que me sentara y se instaló en el sillón de cuero de respaldo alto que había al otro lado del escritorio. Se inclinó hacia un estante con libros, cogió un anuario del instituto de Santa Teresa y lo abrió por una página señalada con un sujetapapeles. Me lo tendió por encima de la mesa.

—Guy, dieciséis años. A saber qué apariencia tendrá ahora. —Se apoyó en el respaldo y esperó mi reacción.

El joven de la fotografía habría podido ser uno de mis compañeros de clase, aunque me llevaba varios años. La cabeza de la foto en blanco y negro y de cinco centímetros por cinco tenía el pelo rizado, claro y largo. En los dientes le brillaba un puente a través de los labios entreabiertos. Tenía el cutis irregular, cejas rebeldes y un buen par de patillas. El estampado de la camisa era de flores silvestres. Habría apostado cualquier cosa a que llevaba pantalón acampanado y un ancho cinturón de cuero, pero no se veían en la foto. En mi opinión, habría que confiscar y quemar todos los anuarios de los institutos. No me extraña que todos sufriéramos de inseguridad y deficiente autoestima. Qué panda de tarados éramos.

—Se parece a mí cuando tenía su edad —dije—. ¿En qué año terminó los estudios?

—No los terminó. Le suspendieron seis veces y al final lo echaron. Por lo que sé, ni siquiera recogió el certificado de primera enseñanza. Pasaba más tiempo en Juvie que en casa.

—Tasha habló de conducta criminal. ¿Podría explicármelo?

—Desde luego, en cuanto se me ocurra por dónde empezar. ¿Recuerda usted aquel rumor que decía que uno se podía colocar con aspirinas y Coca-Cola? Pues se lo creyó y lo probó. Y se desilusionó al comprobar que no surtía efecto. Entonces estaba en octavo curso. Descontando las llamadas «travesuras inofensivas» que hacía entonces, diría que sus primeras transgresiones serias se remontan a la época del instituto, cuando lo detuvieron dos veces por posesión de marihuana. Estaba metido de lleno en la droga: hierba, anfetas, estimulantes, tranquilizantes. ¿Cómo les decían entonces? Chaquetas rojas y amarillas, y una cosa que llamaban «jaboneras». El LSD y los alucinógenos llegaron también por entonces. Los quinceañeros no tomaban heroína ni cocaína en aquella época y nadie había oído hablar del crack. Supongo que ha sido un descubrimiento posterior. Durante una temporada esnifó pegamento, pero decía que los efectos no le gustaban. Todo un gourmet en el tema de los colocones —dijo en son de burla—. Para costeárselo, se hacía con lo primero que pillaba. Robaba coches. Robaba maquinaria pesada de los tajos de papá. Usted ya me entiende.

—Le parecerá una pregunta extraña, pero ¿lo quería la gente?

—En realidad, sí. En la fotografía no se nota, pero era bien parecido. Era incorregible, pero tenía una especie de dulzura tonta que la gente encontraba atractiva, sobre todo las chicas.

—¿Por qué? ¿Porque era peligroso?

—No sabría explicarlo. Era el típico personaje tímido y trágico, de los que parece que no pueden ayudarse a sí mismos. Sólo tenía un colega, un individuo llamado Paul Trasatti.

—¿Todavía anda por aquí?

—Seguro. Jack y él juegan al golf. Bennet también se marcha por ahí con él de vez en cuando. Puede preguntarle cuando hable con él. Así de improviso, no recuerdo otros amigos.

—¿No salía usted con Guy?

—No si podía evitarlo —dijo—. Bastante tenía manteniendo la máxima distancia entre los dos. Llegó un momento en que tenía que cerrar con llave la puerta de mi habitación para que no se me llevase nada. Lo pillaba todo. Equipos de música y joyas. Sacaba provecho de unas cosas, las otras las utilizaba para sus desenfrenos. Cuando cumplió los dieciocho años se volvió astuto, ya que las apuestas eran más fuertes. Papá acabó por decirle que lo colgaría boca abajo si volvía a joderle de nuevo. Disculpe mi lenguaje, pero todavía me acaloro cuando pienso en todo aquello.

—¿Fue entonces cuando se marchó?

—Entonces fue cuando cambió de marcha. Aparentemente, lo dejó todo y se puso a trabajar aquí, en el ala de mantenimiento. Tengo que reconocer que era listo. Hábil con las manos y con una buena cabeza sobre los hombros. Debió de ver este lugar como una respuesta a sus oraciones. Falsificaba cheques de las cuentas de papá. Utilizaba la tarjeta de crédito de la empresa para encargar materiales y luego vendía los artículos. Papá, Dios lo bendiga, aún respondía por él. Le rogué que dijera basta, pero no podía. Guy no hacía más que liarlo con una mentira tras otra.

»¿Qué más puedo decir? Papá quería creerle. Le hablaba con dureza. Quiero decir que se portaba como si ya se le hubiese acabado la paciencia, pero cuando llegaba el momento, cedía siempre y le daba “otra oportunidad”. Dios mío, estaba harto de oírselo decir. Yo hacía lo que podía para estrechar el cerco, pero nada más. —Se dio en la sien con el dedo—. Tenía flojo un tornillo. Le faltaba un engranaje esencial en el apartado de las buenas costumbres. En todo caso, su última maniobra (y no la descubrimos hasta dos meses después de marcharse) fue escamotearle los ahorros a una “anciana pobre y viuda”. Fue la gota que colmó el vaso. Papá ya lo había echado, pero estábamos aún en pleno conflicto.

—¿Dónde estaba usted por entonces? Doy por sentado que trabajaba para su padre.

—Claro, claro. Ya había terminado los estudios. Había ido y vuelto de Vietnam, y trabajaba aquí como ingeniero de minas. Estudié en la Escuela de Ingenieros de Minas de Colorado. Mi padre era ingeniero civil. Fundó Construcciones Malek en 1940, el año en que yo nací, y compró el primer yacimiento de grava en 1943. Éramos una empresa constructora y al final nos apoderamos de las fuentes de abastecimiento. En realidad, construimos la empresa alrededor de esta actividad porque nos da un margen de ventaja. En la zona hay muchas constructoras que no poseen sus propias fuentes de abastecimiento y nos tienen que comprar a nosotros. Soy el único de los hijos que está en el negocio familiar. No me casé hasta los treinta y cinco años.

—Tengo entendido que su madre murió el año que se fue Guy —dije.

—Sí. Le habían diagnosticado un cáncer de pulmón unos diez años antes. Luchó como una gata salvaje, pero al final sucumbió. Estoy seguro de que nuestras trifulcas no le proporcionaron ningún beneficio. Papá no volvió a casarse. No parecía tener ganas. Lo único que le importaba era la empresa, por eso me sorprendió tanto lo del testamento. No puedo creer que quisiera dar a Guy un solo penique de su dinero, ni siquiera en 1965.

—A lo mejor encuentran el otro testamento.

—Me gustaría creerlo, pero ya he puesto toda la casa patas arriba. No había nada en la caja de seguridad. No quiero ni pensar en lo que pasaría si Guy reapareciese.

—¿Qué quiere decir?

—Que causará problemas. Se lo garantizo.

Me encogí de hombros.

—A lo mejor ha cambiado. A veces la gente se endereza.

Donovan hizo un gesto de impaciencia.

—Claro que sí, y a veces nos toca la lotería, pero las probabilidades están en contra. Así están las cosas y me temo que tendremos que hacernos a la idea.

—¿Se le ocurre dónde puede estar?

—No. Y tampoco me paso las noches en vela tratando tic adivinarlo. Francamente, me saca de quicio pensar que podría volver para lo peor. Entiendo que por ley tiene derecho a una parte del dinero, pero pienso que debería ser generoso y tener las manos quietas. —Tomó un trozo de papel y lo deslizó por la mesa hacia mí—. La fecha de nacimiento y su número de la Seguridad Social. Su segundo nombre es David. ¿Qué más le interesa saber?

—¿Cuál era el apellido de soltera de su madre?

—Patton. ¿Lo pregunta por cuestiones de identificación?

—Claro. Si doy con él, me gustaría saber que se trata realmente de Guy.

—¿Piensa usted en un impostor? Me cuesta imaginarlo —dijo—. ¿Quién querría estar en el lugar de un perdedor como él?

Sonreí.

—No es tan improbable. Las posibilidades son remotas, pero ya se ha hecho antes. No querrá terminar dándole dinero a un extraño.

—En eso tiene razón. No me emociona dárselo. Por desgracia, no depende de mí. La ley es la ley —dijo—. En todo caso, lo dejo en sus manos. Ya era un golfo antes de cumplir los veintiuno. En cuanto a su paradero actual, sé tanto como usted. ¿Necesita algo más?

—De momento tengo bastante. Hablaré con sus hermanos y luego veremos en qué punto estamos. —Me puse de pie y nos estrechamos la mano por encima de la mesa—. Gracias por su tiempo.

Donovan rodeó el escritorio y me acompañó hasta la puerta.

—Supongo que Tasha publicará los avisos de rigor en el periódico local. Guy podría enterarse, si todavía no lo ha hecho.

—¿Cómo?

—Quizás esté aún en contacto con alguien de aquí.

—Bien. Supongo que es posible. No sé qué más puede hacerse. Si no apareciera, supongo que su parte de la herencia quedaría en una cuenta a nombre de terceros durante una temporada. Después, ¿quién sabe? La cuestión es que Tasha insiste en que lo arreglemos y no creo que quiera usted entrar en conflicto con ella.

—Me parece que no —dije—. Además, terminar algo siempre es agradable.

—Depende de lo que se termine.