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Robert Dietz volvió a entrar en mi vida el miércoles 8 de enero. Recuerdo la fecha porque era el cumpleaños de Elvis Presley y una de las emisoras locales de radio había anunciado que se pasaría las próximas veinticuatro horas poniendo todas las canciones que Elvis había cantado en su vida. A las seis de la mañana mi radiodespertador se disparó emitiendo Heartbreak Hotel a todo volumen. Golpeé el botón de apagado con la palma de la mano y bajé de la cama como de costumbre. Me puse la sudadera para hacer la carrera matutina. Me cepillé los dientes, me mojé la cara y bajé trotando la escalera de caracol. Cerré la puerta, salí a la calle y me estiré apoyándome en la verja. El día estaba destinado a ser extraño, ya que tenía una temida cita para comer con Tasha Howard, una de mis primas que recientemente descubrí que tenía. Correr era la única manera que se me ocurría de sofocar la intranquilidad. Me dirigí al carril de bicicletas que discurre paralelo a la playa.

¡Oh, enero! Las vacaciones me habían dejado un sentimiento de inquietud y el advenimiento del nuevo año había generado en mí un debate interno, tan típico como inacabable, sobre el significado de la vida. No suelo prestar mucha atención al paso del tiempo, pero aquel año, por el motivo que fuera, me estaba echando un buen vistazo a mí misma. ¿Quién era yo en el esquema de los seres y qué sentido tenía todo? Por cierto, soy Kinsey Millhone, mujer, soltera, de treinta y cinco años, propietaria única de Kinsey Millhone Investigaciones de Santa Teresa, California meridional. Hice los cursos de agente de policía y estuve dos años en el Departamento de Policía de Santa Teresa antes de que la vida interviniera, lo cual es otra historia que no tengo intención de contar (todavía). Durante los últimos diez años me he ganado la vida como investigadora privada. Unos días me veo (no tengo empacho en admitirlo) batallando contra el mal para imponer la ley y el orden, y otros, confieso que las fuerzas de la oscuridad ganan terreno.

No era completamente consciente de todo esto. Muchas de las reflexiones bullían en un nivel que a duras penas podía distinguir. No es que me pasara todo el día en un estado de angustia incesante, retorciéndome las manos y desgarrándome la ropa. Supongo que experimentaba una forma blanda de depresión, producida (quizá) por algo tan poco complejo como que fuera invierno y el sol de California estuviera racionado.

Empecé a ejercer profesionalmente investigando incendios provocados y reclamaciones por defunciones no naturales para la compañía de seguros La Fidelidad de California. Hace un año, mis relaciones con LFC llegaron a un brusco e ignominioso final y en la actualidad comparto espacio oficinesco con el bufete Kingman e Ivés, haciendo casi cualquier cosa para ir tirando. Estoy autorizada, avalada y totalmente asegurada. Tengo veinticinco mil dólares en una libreta de ahorros y me permito el lujo de rechazar a los clientes que no me convienen. Todavía no he rechazado a ninguno, pero sé lo que es sentir una tentación muy fuerte.

Mi ya mencionada prima Tasha Howard me había llamado para ofrecerme trabajo, aunque todavía no había especificado los detalles. Tasha es una abogada que lleva testamentos y fincas; trabaja para un bufete con oficinas en San Francisco y Lompoc, que está al norte de Santa Teresa, a una hora de camino. Supuse que repartía su tiempo a partes iguales entre los dos sitios. Por lo general me interesa la posibilidad de un encargo, pero Tasha y yo no somos precisamente íntimas y recelé que estuviera utilizando el cebo laboral para colarse en mi vida.

En efecto, su primera llamada se produjo el día 2 de enero, lo que me permitió eludirla diciéndole que yo todavía estaba de vacaciones. Cuando volvió a llamar, el 7 de enero, me pilló con la guardia baja. Me encontraba en el despacho haciendo un solitario muy serio cuando sonó el teléfono.

—Hola Kinsey, soy Tasha. Se me ocurrió que podía intentarlo otra vez. ¿Te llamé en un mal momento?

—Este está bien —dije. Bizqueé e hice como que me metía los dedos hasta la garganta. Mi prima no lo vio, como es lógico. Puse un ocho rojo encima de un nueve negro y giré las últimas tres cartas. No vi ninguna combinación—. ¿Cómo estás? —pregunté, quizá con un retraso de una milésima de segundo.

—Bien, gracias. ¿Y tú?

—Estoy bien —contesté—. ¿Sabes una cosa?, esto ha sido telepatía. Estaba a punto de descolgar el teléfono. He estado llamando toda la mañana y tú eras la siguiente de la lista. —Suelo emplear lo de «¿sabes una cosa?» cuando miento en plan descarado.

—Me alegro de oírlo —dijo—. Pensaba que estabas evitándome.

Me reí. Ja, ja, ja.

—De ningún modo —atajé. Estaba a punto de hacer más complicada la negación, pero la prima me entró de lleno. Al verme acorralada, aparté los naipes y me puse a hacer garabatos en el secante de mesa. Escribí en mayúsculas la palabra VOMITONA, dando a las letras una proyección tridimensional.

—¿Qué planes tienes para mañana? —preguntó—. ¿Podrías dedicarme una hora? Tengo que ir a Santa Teresa de todas formas y podríamos comer juntas.

—Supongo que sí —dije con cautela. En este mundo, las mentiras acaban siempre por descubrirse—. ¿De qué clase de trabajo estamos hablando?

—Prefiero decírtelo personalmente. ¿Te va bien a las doce?

—Me parece bien —respondí.

—Perfecto. Haré la reserva. En Emile’s-at-the-Beach. Allí nos veremos —dijo y desapareció con un clic.

Colgué, dejé el bolígrafo y apoyé la cabecita en el escritorio. Qué idiota era. Tasha tenía que saber que no quería verla, pero no me había atrevido a decírselo. Hacía un par de meses me había sacado de un apuro y, aunque le había devuelto el dinero, todavía me sentía en deuda con ella. Podía escucharla con educación antes de rechazar su oferta. Aún tenía pendiente un trabajito rápido. Un abogado del primer piso de nuestro edificio me había contratado para entregar dos citaciones para testificar en un caso civil.

Salí por la tarde y me gasté treinta y cinco dólares (más la propina) en un auténtico corte de pelo de peluquería. Cada seis semanas suelo pasarme unas tijeras de uñas por las revueltas guedejas; mi técnica consiste en recortar los mechones que sobresalen. Supongo que debía de sentirme insegura porque normalmente no se me ocurría dar dinero por algo que puedo hacer yo con facilidad. Como era de esperar, me han dicho que mi esculpido es idéntico al culo de un caniche, pero ¿qué tiene de malo?

La mañana del 8 de enero llegó de manera inevitable y corrí por el carril de bicicletas como si me persiguieran perros salvajes. Suelo utilizar el ejercicio para ajustar cuentas conmigo misma, voy fijándome en el día y en la naturaleza de la vida de la playa. Aquella mañana había hecho el ejercicio con sentido práctico, insuflándole una energía casi de castigo. Tras finalizar la carrera y la rutina de la mañana, me salté la oficina y me quedé en casa. Pagué algunas facturas, limpié el escritorio, puse la lavadora y hablé un rato con mi casero, Henry Pitts, mientras me comía tres de sus pegajosos bollos recién cocidos. No es que estuviera nerviosa.

Por lo general, cuando estás esperando algo desagradable, el reloj parece saltar de diez en diez minutos. Cuando me di cuenta estaba delante del espejo del cuarto de baño poniéndome un maquillaje comprado en las rebajas, válgame Dios, mientras canturreaba a la par de Elvis, que estaba interpretando It’s now or never. La canción me hacía recordar la época del instituto, una asociación no precisamente apabullante, pero sí entretenida. Por entonces sabía de maquillaje tanto como ahora.

No sabía si comprarme otro vestido, pero entonces dije basta y me puse los tejanos de siempre, el jersey de cuello alto, la chaqueta de mezclilla y las botas. Sólo tengo un vestido y no quería malgastarlo en una ocasión como aquella. Miré el reloj. Eran las doce menos cinco. Emile’s no estaba lejos, a unos cinco minutos andando. Con suerte, me atropellaría un camión al cruzar la calle.

Casi todas las mesas de Emile’s estaban ocupadas cuando llegué. En Santa Teresa, los restaurantes de la playa obtienen el grueso de sus ganancias durante el verano, cuando los moteles y pensiones de la costa están a tope. A primeros de septiembre, después del día del trabajo, la afluencia disminuye y la ciudad vuelve a pertenecer a sus residentes. Pero Emile’s-at-the-Beach está de moda entre los lugareños y no parece acusar las oscilaciones del turismo.

Tasha debía de haber llegado de Lompoc a golpe de volante, ya que aparcado junto a la acera había un Trans Am rojo agresivo con una matrícula personalizada que decía TASHA H. En el trabajo detectivesco, esto es lo que se llama una pista. Además, tomar un avión en Lompoc causa más complicaciones que beneficios. Entré en el restaurante y observé las mesas. No me apetecía aquel encuentro, pero me esforzaba por mantenerme abierta a sus posibilidades. De qué, no sabría decirlo.

Divisé a Tasha por uno de los arcos interiores antes de que me viera ella. Estaba sentada en una pequeña zona adjunta al comedor principal. Emile la había puesto junto a una ventana, en una mesa para dos. Estaba mirando la zona infantil del pequeño parque costero que había al otro lado de la calle. La minipiscina estaba cerrada y vacía durante el invierno, un círculo de hormigón pintado de azul que parecía una pista de aterrizaje para ovnis. Dos niños en edad preescolar subían gateando por un tobogán anclado en la arena. La madre estaba sentada, con un cigarrillo en la mano, en el murete de hormigón que rodeaba el recinto. Detrás de ella vi los mástiles desnudos de las barcas amarradas en el puerto. El día era soleado y fresco, y el cielo azul aparecía manchado de nubes abandonadas por una tormenta que se alejaba hacia el sur.

Un camarero se acercó a Tasha y cambiaron unas palabras. La mujer tomó la carta que le tendía el otro. La vi indicarle que estaba esperando a otra persona. El camarero se fue y Tasha se puso a mirar los platos de la carta. Nunca había puesto los ojos en Tasha hasta entonces, aunque había conocido a su hermana Liza hacía dos veranos. Me había quedado de piedra, porque Liza y yo nos parecíamos mucho. Tasha estaba cortada por el mismo patrón genético, aunque era tres años mayor que ella y tenía una presencia más consistente. Llevaba un traje de lana gris con una blusa de seda que asomaba por la larga V de la chaqueta. Su pelo oscuro estaba veteado de rubio y recogido detrás con un complicado lazo de gasa negra en la nuca. Las únicas joyas que llevaba eran unos grandes pendientes de oro que brillaban cuando se movía. Puesto que se dedicaba a la propiedad inmobiliaria, no debía de tener muchas ocasiones de pronunciar encendidos discursos ante los tribunales, aunque parecía bien pertrechada para un enfrentamiento. Yo había decidido ya poner mis cosas en orden.

Me vio y noté que su expresión se animaba mientras tomaba nota de nuestro parecido. Puede que todas las primas Kinsey compartieran los mismos rasgos. La saludé levantando la mano y para llegar hasta la mesa atravesé el atestado comedor. Me senté enfrente de ella y dejé el bolso en el suelo, debajo de la silla.

—Hola, Tasha.

Nos estuvimos tasando durante un momento. En el curso de biología del instituto había observado con atención los guisantes morados y blancos de Mendel; los cruces hereditarios de los colores y las consiguientes pautas de la descendencia. Yo tenía delante el principio rector en funcionamiento. De cerca comprobé que sus ojos eran oscuros mientras que los míos eran castaños y su nariz tenía un aspecto parecido al que había tenido la mía antes de rompérmela dos veces. Mirarla era como verme de pronto en un espejo, una imagen a la vez extraña y familiar. Era yo y no era yo.

Tasha rompió el silencio.

—Da escalofríos. Liza me dijo que nos parecíamos, pero no sabía cuánto.

—Creo que no hay duda de que somos parientes. ¿Y las otras primas? ¿Se parecen a nosotras?

—Son variaciones del mismo tema. Cuando Pam y yo estábamos en pleno crecimiento, nos confundían a menudo. —Pam era la hermana que había entre Tasha y Liza.

—¿Ya ha dado Pam a luz?

—Hace meses. Una niña. Vaya sorpresa —dijo escuetamente. Su tono era irónico, pero el chiste se me escapó. Intuyó la tácita pregunta y para responder esbozó una sonrisa fugaz—. Todas las Kinsey tienen niñas. Pensé que lo sabías.

Negué con la cabeza.

—Pam le ha puesto Cornelia para darle coba a la Grande. Me temo que casi todas somos culpables de querer ganar puntos ante ella de vez en cuando.

Cornelia LaGrand era el nombre de soltera de mi abuela Burton Kinsey y desde que era pequeña la habían llamado la Grande. Por lo que me habían dicho, gobernaba a la familia como una tirana. Era generosa con el dinero, pero sólo si bailabas al son que tocaba, por eso mi familia había hecho durante veinticinco años como si mi tía Gin y yo no existiéramos. Mi educación había sido de currante, estrictamente de clase media baja. Mi tía Gin, que me crio desde que tuve cinco años, había sido secretaria y mecanógrafa en La Fidelidad de California, la compañía de seguros que al cabo del tiempo me contrataría (y despediría). Se arreglaba con un modesto salario y nunca habíamos tenido mucho. Siempre vivíamos en casas móviles (en remolques, como se decía entonces), refugios de espacio reducido que todavía me tientan. Mientras tanto, me daba cuenta de que había personas que pensaban que los remolques eran de mal gusto. Por qué, soy incapaz de decirlo.

La tía Gin me había enseñado que nunca le diera coba a nadie, pero se olvidó de decirme que tuviéramos parientes a los que valiese la pena dársela.

Tasha, advirtiendo probablemente la espesura a que me conducían sus comentarios, volvió al aquí y el ahora.

—Comamos primero y después te informaré de la situación.

Resolvimos los trámites de pedir y comer mientras charlábamos de temas intrascendentes. Cuando se hubieron llevado los platos, fue derecha al grano con un eficaz cambio de tono.

—Tenemos algunos clientes en Santa Teresa en una situación que creo que podría interesarte. ¿Conoces a los Malek? Son los propietarios de Construcciones Malek.

—No los conozco en persona, pero me suena el nombre. —Había visto el logotipo de la compañía en varios puntos de la ciudad, un octógono blanco parecido a una señal de stop, con una hormigonera perfilada en rojo en el centro. Todos los camiones y maquinaria de los tajos que poseía la compañía eran del color rojo de los bomberos y el efecto atraía la mirada.

Tasha continuó.

—Es una compañía de arena y grava. El señor Malek acaba de morir y nuestro bufete representa a la empresa. —El camarero se acercó y nos llenó las tazas de café. Tasha cogió un sobre de azúcar, dobló los bordes de ambos lados y rompió una punta—. Bader Malek compró un yacimiento de grava en 1943. No sé cuánto pagaría entonces, pero hoy vale una fortuna. ¿Sabes algo de grava?

—Ni jota —dije.

—Yo tampoco hasta este asunto. Un yacimiento de grava no produce muchos beneficios de un año para otro, pero resulta que las leyes sobre el medio ambiente y sobre el uso del terreno decretadas durante estos últimos treinta años dificultan la explotación de nuevos yacimientos de grava. En esta parte de California hay poquísimas. Si limitas la explotación de tu yacimiento y la construcción está en alza, como sucede en este momento, lo que no valía un centavo en los años cuarenta es un tesoro en los ochenta, aunque, como es lógico, todo depende de las reservas del yacimiento y de su calidad. Resulta que este yacimiento en concreto está en una zona ideal y que sus reservas durarán al menos otros ciento cincuenta años. Como nadie más puede obtener los permisos por el momento…, bueno, estoy segura de que has captado la idea.

—Quién lo habría imaginado.

—Eso mismo —dijo—. Con grava, te interesa estar cerca de comunidades con la construcción en alza, ya que el coste principal es el transporte. Es uno de esos lugares del interior de cuya riqueza no sabes nada ni siquiera cuando es tuyo. De todas formas, Bader Malek era una turbina y se las arregló para maximizar los beneficios ramificándose en otras direcciones, todas relacionadas con la construcción. Construcciones Malek está en tercer lugar entre las constructoras más grandes del estado. Y todavía pertenece a la familia; una de las pocas, añadiría yo.

—¿Y cuál es el problema?

—Te lo explicaré enseguida, antes tengo que retroceder un poco. Bader y su mujer, Roña, tuvieron cuatro hijos…, como una serie de escalones, uno cada dos años. Donovan, Guy, Bennet y Jack. Donovan tendrá ahora unos cuarenta y cinco, y Jack alrededor de treinta y nueve. Donovan es el mejor del lote, el típico primogénito: constante, responsable, el gran conquistador. Su mujer, Christie, y yo fuimos compañeras de habitación en la universidad, por eso me interesé al principio. El segundo hijo, Guy, ha venido a ser la oveja negra. Los otros dos son normales. Nada por lo que molestar a la familia, al menos por lo que dice Christie.

—¿Trabajan en la empresa?

—No, aunque Donovan paga todos sus gastos. Bennet se las da de empresario que emprende, que es lo mismo que decir que todos los años pierde dinero a espuertas con operaciones infructuosas. Ahora anda metido en el mundo de los restaurantes. Él y otros dos socios han abierto uno en Granita. Es una forma de perder dinero como otra cualquiera. Tiene que estar chiflado. Jack se dedica a jugar al golf. Supongo que tiene talento para entrar en el circuito profesional, pero tal vez no suficiente para ganarse la vida con eso.

»En cualquier caso, allá en los años sesenta, Guy era el que fumaba droga y protestaba contra todo. Pensaba que su padre era un hijo de puta materialista y capitalista, y se lo decía siempre que tenía ocasión. Creo que Guy se metió en algo feo, me refiero a conducta criminal, y Bader finalmente se lo quitó de encima. Según Donovan, su padre le dio una cantidad de dinero, diez de los grandes en efectivo, su parte de la entonces modesta fortuna familiar. Bader le dijo al chico que se largase y no volviera. Guy Malek desapareció y no se le ha visto desde entonces. Esto fue en marzo de 1968. Entonces tenía veintiséis años, así que ahora tendrá cuarenta y tres. Creo que a nadie le preocupó mucho que desapareciera. Probablemente fue un consuelo después de todo lo que había hecho pasar a la familia. Roña había muerto dos meses antes, en enero de aquel año, y Bader fue a su abogado con la intención de rehacer el testamento. Ya sabes cómo es esto: “La razón por la que no dejo nada a mi hijo Guy en este testamento no se debe a falta de cariño o afecto, es, simplemente porque ya le he dado el dinero en vida y creo que lo que le di es más que suficiente, etcétera, etcétera, etcétera”. La verdad era que Guy le había costado mucho y estaba harto de él.

»Bueno. Fundido en negro. En 1981, el abogado de Bader murió de un ataque al corazón y se le devolvió el legajo.

La interrumpí:

—Perdona. ¿Es lo normal? Suponía que el legajo tenía que conservarse con los enseres del abogado.

—Depende del abogado. Puede que Bader insistiera. No estoy segura. Supongo que el hombre no era uno de esos individuos con los que hay que contar. Ya estaba enfermo por entonces, aquejado del cáncer que finalmente acabaría con él. Además se encontraba debilitado por la quimioterapia. Enfermo como estaba, probablemente no quiso pasar por el suplicio de buscar otro abogado. Al parecer, desde su punto de vista, sus asuntos estaban en orden y lo que hiciera con su dinero no era asunto de nadie.

—Vaya por Dios —dije. No sabía lo que iba a oír a continuación, pero no tenía buen aspecto.

—Pues sí, vaya por Dios. Cuando murió Bader, hace dos semanas, Donovan revisó sus papeles. El único testamento que encontró fue el que Bader y Roña habían firmado en 1965.

—¿Qué pasó con el otro testamento?

—Nadie lo sabe. Puede que el abogado lo retirase y que Bader se lo llevara para revisarlo. Seguramente cambió de opinión. O quizá firmara el testamento tal como estaba y más tarde decidiera destruirlo. El caso es que ha desaparecido.

—¿Así que murió sin testar?

—No, no. Tenemos el primer testamento, el firmado en 1965, antes de que Guy fuera arrojado a las Tinieblas Exteriores. Está debidamente firmado y legalizado, lo que significa que, a menos que haya objeciones, Guy Malek es uno de los beneficiarios, y con derecho a la cuarta parte de la fortuna de su padre.

—¿Va Donovan a poner objeciones?

—No es Donovan quien me preocupa. El testamento de 1965 le da voz y voto en los negocios familiares, de manera que, pase lo que pase, está en una posición privilegiada. Es Bennet quien está armando jaleo con ánimo de presentar una impugnación, pero no tiene ninguna prueba de que exista el segundo testamento. En cualquier caso, todo podría quedar en humo. Si a Guy Malek lo atropello un camión o se murió de sobredosis hace años, no habrá ningún problema…, mientras no haya tenido ningún hijo.

—La cosa se complica —dije—. ¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Todavía estamos en eso. Las propiedades están valoradas en unos cuarenta millones de dólares. Claro que Hacienda se llevará un buen pellizco. La tasa fiscal sobre la propiedad inmobiliaria está entre el cincuenta y el cincuenta y cinco por ciento. Por suerte, gracias a Bader, la compañía apenas tiene deudas, así que Donovan podrá pedir un préstamo. Además, los herederos pueden retrasar el pago de los impuestos si se atienen al apartado 6166 del código del fisco local, ya que Construcciones Malek, como empresa familiar, representa más del treinta y cinco por ciento del total de los bienes. Probablemente buscaremos tasadores que bajen el listón y esperaremos que el fisco no insista demasiado en pedir una auditoría para subirlo. Para responder a tu pregunta, los muchachos se llevarán seguramente cinco millones por cabeza. Guy es un tipo con mucha suerte.

—Pero nadie sabe dónde está —dije.

Tasha me señaló con el dedo.

—Eso mismo.

Medité brevemente.

—Descubrir que Guy va a heredar una parte equivalente debe de haber conmocionado a los hermanos.

Tasha se encogió de hombros.

—Sólo he hablado con Donovan y parece tomárselo con calma. Él hará de administrador. El jueves presentaré el testamento ante el tribunal correspondiente. Básicamente sólo servirá para que quede registrado. Donovan me pidió que no lo presentara hasta que transcurriese una semana por lo menos, por Bennet, que todavía está convencido de que aparecerá el otro testamento. Mientras tanto, me parece razonable intentar averiguar el paradero de Guy Malek. Pensé que podíamos contratarte para que lo buscaras, si estás interesada.

—Claro que sí —dije al momento. Ya estaba bien de hacerme la estrecha. La verdad es que me apasionan los casos de personas desaparecidas y las circunstancias de aquel me intrigaban. Cuando estoy sobre la pista de algún fugitivo, suelo abrigar la esperanza de que lluevan del cielo riquezas inesperadas de familiares fallecidos hace poco. Dada la codicia del género humano, a menudo se cumple. En el presente caso, la realidad de cinco millones de dólares haría mi trabajo más fácil.

—¿Qué información tienes sobre Guy? —pregunté.

—Tendrás que hablar con los Malek. Ellos te pondrán al corriente. —Garabateó algo en la parte posterior de una tarjeta de visita y me la tendió—. Este es el teléfono del trabajo de Donovan. Te he apuntado detrás la dirección y el teléfono de su casa. Todos siguen viviendo en la mansión Malek; menos Guy, claro.

Miré el reverso de la tarjeta y no identifiqué la dirección.

—¿Esto es una ciudad o un condado? Nunca lo había oído.

—Está en las afueras de la ciudad. Al pie de las colinas.

—Los llamaré esta misma tarde.