Dithurbide, Juan, como decía él, apareció en Vera del Bidasoa dos años aproximadamente antes de comenzar la guerra. Había cumplido el servicio militar en Francia, en donde había sido cabo de cometas de un batallón de alpinos. Después del servicio se estableció en Ascaín, de cantero. A Dithurbide se le conocía en Vera. Algunos días de fiesta con varios amigos de Urruña y de Ascaín, se había presentado en el pueblo por el alto de Ibardin marchando todos al paso y armado él de una cometa, en la que tocaba aires militares.
Quiso la suerte que Dithurbide viniera a Vera a cobrar unos duros de una herencia de un labrador de la falda de Larrún, pariente suyo, y se quedó en el pueblo. Dithurbide encontró ciertos matices al vino de casa de Apeiztegui y al de la casa de Porthu que le decidieron a abandonar, si no las aguas de la Nivelle por las del Bidasoa, al menos, los vinos de un pueblo por los del otro.
Dithurbide, con los cuartos que heredó, quedó vacilante, pensando si sería mejor bebérselos o establecerse. Decidido por esto último el excantero, puso, como decía él, una charcutería.
Dithurbide alquiló una bendecida en el barrio de Alzate, enfrente de la Aduana, y allí, en el mostrador, hacía las operaciones de su misterioso oficio, cortando, picando la carne y la sangre con una maquinilla, mientras cantaba una canción de Manzelle Nitouche, que había aprendido de un teniente en el servicio, y que empezaba diciendo: «Le couvent, séjour charmant», y concluía con el estribillo, con su calderón correspondiente: «Larirette, Larirette, Lar iré… e… e… tte».
Dithurbide tenía una hermosa voz de barítono y obsequiaba a los vecinos con sus canciones vasco-francesas: Txarmangarria, Uso txuria, el Montagnard, etcétera, etcétera.
Dithurbide, más conocido por el Charcutero, se hizo pronto popular. El hombre iba con su cesta de un lado a otro, ofreciendo casa por casa los productos de su industria, hablando en un vascuence muy suave.
Fuera por sus condiciones vocales, o por lo que fuera, el caso es que el Charcutero tenía éxito entre las chicas. Una de las muchachas en quien hizo efecto fue en la Cándida, la hija del cabo de Carabineros de la Aduana. Esta muchacha era una morenita de ojos negros, viva, limpia, de un genio endemoniado. El padre de Cándida era un granadino, y la madre una riojana. A la chica la llamaban Siete Meneos. La Cándida no sabía el vascuence y tenía una voz de castellana, de esas voces de timbre muy claro y muy agudo. La Cándida tenía el hábito, heredado de su madre, de decir palabrotas y barbaridades, que muchas veces no entendía lo que querían decir con exactitud; así que, cuando lavaba en el riachuelo de Alzate, en Shantellerreca, los carabineros jóvenes iban a provocarla y a oírla decir disparates.
Dithurbide, Juan, comenzó a charlar con la Cándida, se casó con ella y siguió dedicándose a la charcutería, mientras cantaba su canción favorita y su estribillo: «Larirette, Larirette, Larire… e… e… tte.»
Al comenzar la guerra, Dithurbide dijo a la Cándida que él tendría que ir al frente; pero ella le replicó que si lo intentaba le cortaría en pedazos, como él hacía con el lomo de las salchichas.
«¡A mí me vas a dejar sola con un chico pequeño y otro en camino! ¿Serás tan canalla? ¿Para qué quieres ir a la guerra, franchute? Para emborracharte querrás tú ir allá. ¡Mal marido! ¡Mal gabacho! ¡Mal cabrón!».
Dithurbide habló de la patrie, del drapeau; pero la Cándida dijo que allí no había drapeau que valiera, y que tenía que estar haciendo salchichas y nada más.
Dithurbide se quedó y no fue al frente.
—Estas mujeres no entienden las cosas grandes —decía.
A pesar de la vigilancia de su mujer, el Charcutero iba con frecuencia por las noches, a casa de Apeiztegui. Y allí se le veía con sus ojos de gato, brillantes de satisfacción; el gran bigote rubio mojado por el alcohol, cantando canciones vasco-francesas.
Tenía la seguridad que al volver a casa, la Cándida le armaría un escándalo; pero él era filósofo; oía las reconvenciones como quien oye llover, y al día siguiente estaba en el mostrador picando la carne y la sangre para sus morcillas y sus salchichas, cantando: «Larirette, Larirette, Larire… e… e… tte.»
Hace dos años, el Charcutero hizo una sonada. Allá por el mes de mayo había estado en Vera Lecochandegui, el gran Lecochandegui, y había perorado en casa de Apeiztegui. En su peroración dijo que era indispensable estrechar los lazos que ya existen entre Vera e Irún, para lo cual los elementos de Vera debían acudir en apretado haz a las fiestas de San Marcial, en Irún.
Se aceptó el proyecto, y entonces Lecochandegui añadió que guardaba para más tarde el plan de formar una sociedad secreta que se titularía «Los Chapelaundis del Bidasoa» y que contribuiría a formar una hermandad báquica con todos los pueblos de la orilla de este famoso río.
Los chapelaundis se distinguirían del resto de los mortales por su boina grande, de estilo antiguo.
Los proyectos de Lecochandegui produjeron gran entusiasmo, y los más conspicuos asistentes a la casa de Apeiztegui, Sanchón, Shudur, Ganish, el barbero, Joshé Miguel, Capagorri, Praschoa, Martín José, y con ellos Dithurbide, decidieron no abandonar la empresa.
El grupo encomendó a Capagorri la misión de que fuera a Irún y alquilara un coche grande en el que pudieran ir quince o veinte personas.
Capagorri consultó con los almacenistas de coches y llegó a un acuerdo con Manisch.
Manisch era un cochero fantasista. Sus coches se distinguían porque en los dos lados del asiento del pescante había mandado pintar una calavera y dos tibias, como en algunos postes que sostienen cables eléctricos, y debajo había escrito: «No tocar. Peligro de muerte».
¿Es que Manisch llevaba en el pescante algún acumulador tan poderoso que podía ocasionar la muerte del que pusiera allí la mano? No. ¿Es que guardaba alguna serpiente cascabel? Tampoco. Lo que sucedía es que a Manisch le habían robado una vez el dinero del pescante, y su indignación le había dictado aquel letrero en que amenazaba al posible ladrón con la muerte.
Se decidió que el día anterior a la fiesta, Manisch fuese por la noche a Vera en su ómnibus grande, y por la mañana saldrían todos los expedicionarios para Irún. El Charcutero había cobrado varios metros de chorizos y de salchichas, y tenía dinero fresco.
Todos los futuros chapelaundis guardaron el secreto de la expedición, sin decir nada a nadie.
Entre Dithurbide, el barbero y Sanchón adornaron el ómnibus con ramas de boj, y el barbero, hombre culto, puso un gran cartelón, escrito por él, que decía así: «Los intelectuales de Vera a la villa de Irún».
¿Qué más sugestivo ni más delicado obsequio podían hacer los chapelaundis del Bidasoa a la capital de cantón bidasotarra?
Muy de mañana salieron los intelectuales de sus casas y montaron en el coche con algunas cosillas de comer y un pellejo de vino.
Berécoche llevaba el acordeón, con el que fue amenizado el viaje, y Dithurbide tocó varias veces en la cometa aires marciales un tanto fanfarrones.
El sol comenzaba a entrar en el barranco del Bidasoa e inundaba las casas de Biriatu, mientras el coche avanzaba por la carretera.
Se llegó a Irún, se fue a comer a una taberna de la calle de Arrechipi, El menú era exquisito; pero, a pesar de esto, produjo discrepancias entre el barbero, que creía como en un dogma en el cochinillo asado, y uno de los chapelaundis, que lo despreciaba.
Después de engullir los siete u ocho platos, alguien propuso subir a la ermita de San Marcial.
«¿Para qué? —dijo Lecochandegui, con indignación—. ¿No estamos aquí celebrando un acto civil? (Es verdad. Es verdad.) ¿O es que sois de los educados por esos carabineros retirados que se visten por la cabeza y que se llaman escolapios? (No, no.) Pues ¿entonces? Tened valor cívico, y quedaos en vuestros puestos.»
Un amigo de Lecochandegui, comisionista de calzado, pidió que le permitieran recogerse, porque estaba en plena inspiración e iba a hacer unos versos en honor de sus amigos los intelectuales de Vera. Lecochandegui, como presidente, le concedió el permiso, y entonces el comisionista escribió aquella poesía admirable, digna de pasar a una antología, que comienza diciendo:
Señores que no se considere loa
estos versos dirigidos
a los chapelaundis del Bidasoa.
Y concluyó de esta manera elocuente y pedagógica:
Con estas fiestas fraternales
alcanzaremos más ilustración,
y podremos ser rivales
de los ciudadanos de Washington.
No se sabe qué rivalidad podía existir entre Vera e Irún con la capital de los Estados Unidos; pero el pensamiento produjo un gran entusiasmo, que se reveló en un río de copas de coñac Domecq.
«¡Eh, Berécoche! ¡A ver ese acordeón! Tú. Charcutero, canta», gritaron los comensales.
Berécoche y Dithurbide tocaron y cantaron, pero pronto se produjo el caos musical. Una parte de la mesa se dedicó a entonar esa espiritual canción dedicada al chicharro y al verdel: Txitxarrua ta berdela…
Otra parte cantaba Andre Madalen y uno, en pie, gritaba: «No, no», sin saber claramente a qué se referían sus negaciones.
La proposición de cantar el Montagnard tranquilizó a todos y produjo la armonía de la reunión. Pasado el Montagnard, con su scherzo, volvió la anarquía musical al aire, lleno de humo, de la taberna. Al anochecer cada chapelaundi, con su puro, se fue a la plaza de San Juan, y se le vio al Charcutero bailando el fandango con una cascarota de Ciburu que tenía como pocas el físico del empleo, a Berécoche, ciñéndose, a los sones de un pasadoble torero, con una cerillera, como si hubiese nacido en Sevilla, y a Lecochandegui, con un gorro de papel encamado, dando saltos como un loco.
Después de cenar, marcharon los intelectuales de Vera a la plaza Nueva, y de allí, a las doce de la noche, salieron en correcalles, al son de los tambores. Se agarraron estrechamente a unas cascarotas y a unas chicas pescadoras de Fuenterrabía, que olían un poco demasiado a pescado, y hubo sus achuchones más o menos voluntarios, y sus exploraciones, que los técnicos del país llaman zirris. Lecochandegui tenía la especialidad de los gritos.
«¡Jip! ¡Jip! ¡Aúpa!», chillaba con una voz aguda tan cómica, que las chicas se reían como si las hicieran cosquillas.
«¡Jip! ¡Jip! ¡Aúpa!», volvía a gritar Lecochandegui.
Pasado el correcalles, y disuelta la multitud, se volvió a la universidad de Polo (vulgo taberna). Lecochandegui tuvo que marchar a casa tambaleándose. No es que estuviera borracho, ni mucho menos. Hubiera discutido el caso con todas las eminencias de todas las Academias de Medicina del mundo. Así como otra vez le había mareado un plato de natillas que tenía un poco de gusto a quemado, cosa que le hacía siempre mucho daño, esta vez era la ceniza del cigarro que le había caído en la taza del café y se le había subido a la cabeza.
Eran va las tres de la mañana, y Manisch, el cochero, esperaba el momento de partir. Dos mozos de la taberna y unos serenos estaban cogiendo a los intelectuales de Vera como si fueran sacos y colocándolos en el ómnibus, cuando el tabernero vino furioso a decir que le habían quitado una caja de botellas de cerveza, y que estaría en el coche. Efectivamente, estaba allí. Dos de los intelectuales habían llevado la caja con el objeto de bebérsela en el camino.
—¿Quién ha hecho eso? —gritó Manisch desde el pescante—. El que ha hecho eso ha deshonrado mi ómnibus. Yo ya no puedo ir aquí.
—Lo que debes haces es tirar este cacharro al Bidasoa —dijo uno de la calle.
—¿Al Bidasoa? Al que me proponga eso le mato.
Los dos intelectuales, dos mineros barranqueses que habían arramblado con las botellas, dieron que el tabernero era un salvaje, e Irún un pueblo de cafres, pues ellos pensaban pagar las botellas; pero ya que los querían condenar al suplicio de la sed, se callaban.
Arreglado este asunto, Manisch arrancó con sus caballos de tal manera, que parecía que iba en busca de los obstáculos para arremeter contra ellos. Los curiosos pensaron si es que quería derribar la columna de San Juan Arri, o quizá tirar un banco; pero no tomó el camino de Behovia y bajó la cuesta al galope. Cuando se calmaron los caballos, cruzaban por delante de la isla de los Faisanes; las luces eléctricas brillaban en el camino, y sobre el río se extendía una niebla blanca y vaga. Por donde pasaba el coche de Manisch se oían unos cuantos ronquidos y el acordeón de Berécoche, cuando no las notas musicales de la cometa del Charcutero.
Al día siguiente, cuando Dithurbide se levantó, su mujer le armó un formidable escándalo. Dithurbide explicó, con su suavidad habitual, que los amigos le habían comprometido pero esto no bastaba a la Cándida, que a cada instante, poniendo una mano en la cadera, mientras con la otra tenía al crío, le gritaba con su voz clara de castellana:
«¡Canalla! ¿Qué has hecho del dinero que había aquí? ¡Mal marido! ¡Mal gabacho! ¡Mal cabrón!».
Él, como si no oyera, mientras trituraba la carne y la sangre para hacer morcillas y salchichas cantaba: «Le couvent, séjour charmant.»
Al cabo de unos momentos, ella volvía a la carga, y con una precisión de cronómetro gritaba:
«¡Di, canalla! ¿Qué has hecho del dinero que había aquí? ¡Mal marido! ¡Mal gabacho! ¡Mal cabrón!».
Y el charcutero, como si no oyese, mientras trituraba la carne y la sangre para sus morcillas y salchichas, cantaba, con un largo calderón: «Larirette, Larirette, Larire… e… e… tte».