LECOCHANDEGUI, EL JOVIAL

No creo que haya minero, ni cazador de palomas, ni pescador de salmones o de truchas que sea tan conocido en las márgenes del Bidasoa como Lecochandegui, el comisionista de la casa Echecopar y Compañía, de Pasajes a Irún.

A Lecochandegui le conocen los posaderos, los tenderos, los carabineros, los cardeneros, los barreneros… Todo el mundo le saluda, le llama familiarmente Leco, le dice algo al verle pasar en el automóvil público.

Lecochandegui es un hombre alto, serio, de nariz larga, los ojos algo tiernos, una boina muy pequeña en la cabeza y una corbata roja en el cuello.

Si se pone corbata negra le toman por un cura vestido de paisano, y esto le humilla, porque Leco se siente más republicano que Robespierre.

Lecochandegui es conocido en Vera desde hace algunos años. Su aparición en el pueblo fue notable.

El primer día de llegar, al hospedarse en la fonda se le ocurrió lanzar un bramante negro por la ventana de su cuarto y atarlo a la aldaba de la posada. A medianoche agarró el bramante, tiró de él, y pam, pam, pam, dio con el llamador tres golpes sonoros en la puerta.

El amo de la posada, ex carabinero y castellano viejo, se levantó, y vio que no había nadie, y, refunfuñando, se volvió a acostar.

Pasó un cuarto de hora, y al cabo de este tiempo, pam, pam, pam, Lecochandegui dio otros tres golpes.

Se abrió de nuevo la puerta, y el ex carabinero, al ver que seguía sin haber nadie, se incomodó, y saliendo a la carretera, y dirigiéndose a los cuatro puntos cardinales lanzó los más terribles insultos a los supuestos guasones y a sus respectivas madres.

Lecochandegui, mientras tanto, se reía silenciosamente.

A la tercera vez, el ex carabinero no cerró la puerta, pensando que en aquello había alguna trampa. Lecochandegui tiró el bramante a la calle y abandonó su ejercicio.

A la noche siguiente, Leco pensó acostarse muy temprano porque tenía que salir en el automóvil por la madrugada.

Al ir a la cama vio en un rincón un montón de latas vacías de gasolina. Su durmió pensando en ellas, se levantó a las tres, hizo su maleta y se acordó entonces de las latas. Las cogió y fue amontonándolas delante de la puerta de un viajante rival suyo, hombre rubio y tan chato que no se le veía la nariz. Luego, tomando la jarra de su cuarto, empezó a echar agua por debajo de la puerta de la alcoba del comisionista. Hecho esto se puso a gritar: «¡Fuego! ¡Fuego!», y bajó a la carretera con su maleta, donde tomó el automóvil.

El viajante rubio y chato, al oír aquella voz, se levantó despavorido, saltó de la cama, y al poner los pies desnudos en el mojado suelo, creyó que echaban agua para apagar el incendio, encendió la luz, empujó la puerta y las latas cayeron armando un gran estrépito.

El hombre estuvo a punto de desmayarse. Cuando se enteró de que todo ello era una farsa de Lecochandegui, decía:

—Esas no son bromas para darlas a un comisionista.

El pobre hombre sin nariz creía que un comisionista era un producto delicado y espiritual adonde no debían llegar las bromas.

Con estos antecedentes no era raro que Lecochandegui tuviese en Vera gran popularidad.

Yo le conocí un domingo en el estanco. Había allí gran reunión de aldeanos. Leco estaba esperando el correo. De pronto dijo en vascuence a unos cuantos caseros, con su habitual seriedad:

—También vosotros sois bien tontos para ir a misa a los escolapios.

—¿Por qué? —preguntó un campesino—. ¿No son curas como los otros?

—¡Los escolapios! ¡Qué van a ser curas! Todos son carabineros retirados —y después añadió—: ¡Parece mentira que el Gobierno dé esas atribuciones al Cuerpo de Carabineros!

Tras de esta exclamación política, Leco salió del estanco y se marchó carretera arriba.

Unos meses después, Lecochandegui vino a las fiestas del pueblo con unos cuantos de Irún. Al principio estuvo serio; pero al anochecer perdió los estribos, salió al balcón del casino con un paraguas en la mano y comenzó a echar un discurso incoherente y confuso.

En la cena en casa de Apeiztegui, sacó, yo no sé de dónde, la teoría de que algunas personas, cuando están bebiendo con el vaso en los labios, oyen menos que de ordinario.

Se hicieron infinidad de pruebas, y a las cuatro de la mañana Leco y sus amigos volvieron a Irún cantando La Marsellesa y completamente trastornados.

Leco afirmó siempre con tesón, y poniendo en ello toda su alma, que eran las natillas las que le habían hecho daño aquella noche, y no el vino ni los licores.

Un día, al comenzar la guerra, encontramos a nuestro gran Lecochandegui cenando en las Ventas de Yanci. Estaba esperando el automóvil. Tenía un gran público de contratistas y capataces que trabajaban en un salto de agua próximo.

Leco estaba a sus anchas. La guerra le daba grandes motivos para sus fantasías; su tema favorito eran los inventos de los franceses y de los alemanes.

Había explicado a su público en qué consistían los polvos Turpin que se fabricaban en Tarbes y que dejaban los enemigos muertos y de pie, y la clase de máquinas misteriosas que se hacían en el Boucau.

Pero todo esto no era nada al lado de las cosas que estaban inventando los alemanes: cañones que andaban por el aire, polvos que le dejaban a uno desmayado, flechas con venenos. En aquel momento estaban construyendo unas trincheras para las nubes…

—¿Para las nubes? —dijo uno de los capataces—. Eso no puede ser.

—¿No? —exclamó Lecochandegui, sarcásticamente—. Pregúntelo usted a von Klück, ya verá. ¡No se van a poder poner trincheras en las nubes! Como en tierra o mejor aún.

—No sé dónde se sujetarán.

—Usted, no; pero von Klück ya lo sabe desde hace tiempo. Se lo enseñó un turco o argelino, no sé qué demonio era.

Uno de los capataces —el Catapás le llamaban allí— dijo que los alemanes quizá tuvieran que capitular por hambre; pero Lecochandegui afirmó desdeñosamente que no. Estaban ya haciendo carne con madera y pan con paja. Todos los sombreros de paja de las temporadas anteriores los tenían decomisados para convertirlos en panecillos a su tiempo debido.

Se fantaseó un tanto acerca de estas novedades, cuando Lecochandegui que no podía contenerse gran cosa en un punto de la conversación, exclamó de repente:

—Los que son terribles son esos animales que han traído los franceses para la guerra.

—¿Qué animales?

—Esos que están llevando a Hendaya a las peñas de Santa Ana.

—No sabíamos nada. ¿Qué son?

—Hay de todo. Hay popótamos.

—Hipopótamos —dije yo.

—No, no, popótamos; así los llaman ellos y así los llama musiú Martín, que los cuida. Hay también sirenas que cantan y unos vampiros grandes.

—Pero los vampiros son pequeños —saltó uno que había estado en América.

—¿Pequeños? Lo que es esos no lo son. Vaya usted a verlos. Hay algunos de cinco metros de altura.

—Con las alas extendidas parecerán aeroplanos —exclamó el Catapás.

—Yo no les he visto las alas extendidas nunca —contestó Leco. Y añadió—: Las tenían envueltas en gasa fenicada.

—¿Para qué?

—Dicen que les salen una especie de sabañones en las membranas con las humedades de aquí.

—¿Y los alimentarán con sangre? —pregunté yo, riendo.

—Antes, en su país, sí —contestó Leco—. Les daban a cada uno dos o tres docenas de niños para que les chuparan la sangre; pero ahora les engañan con suero de leche de vaca, teñido con minio y un poco de bicarbonato de sosa.

—¡Vaya un pisto! —murmuró un riojano.

—¿Y de dónde vienen los vampiros? —pregunté yo.

—De Calcuta —dijo Leco—; los ha traído musiú Martín con unos indios con unas barbas grandes, blancas, y unos anteojos de plata.

—¿Y hay más bichos?

—Sí; hay unas serpientes de mar con unas escamas de acero galvanizado.

—¿Y para qué las quieren?

—Para el correo marítimo —contestó Leco—. Sirven en el agua como las palomas mensajeras en el aire. Si tuviera dinero le compraría una a musiú Martín. Son mansas como perros… Es el automóvil. Bueno, señores. ¡Adiós! Y no dejen ustedes de ir a Hendaya a ver los vampiros y las serpientes. Pregunten ustedes por musiú Martín.

Y Lecochandegui se marchó con su seriedad habitual.

Unos meses después encontré a Leco en Irán y me invitó a comer en su casa. Acepté porque tenía curiosidad por saber qué actitud tomaría ante los suyos aquel perpetuo mixtificador.

Lecochandegui me presentó a su madre, a su mujer y a sus chicos, y nos sentamos a la mesa. Se puso el mantel, vino la muchacha, una navarra de las Cinco Villas, con la sopera; la dejó, mirando al amo, murmuró en vascuence:

—No me atrevo, señor.

—No seas tonta —exclamó Lecochandegui—. Dilo.

La muchacha levantó la tapa de la sopera, y dijo:

—Hoy, diecisiete Thermidor. Libertad, Igualdad, Fraternidad. ¡Viva la República!

Lecochandegui hizo un gesto de aprobación, y su mujer se llevó la servilleta a la boca, y se echó a reír.

—¡Qué tonto eres, Leco! ¡Pero qué tonto! —exclamó.

—Estas mujeres no entienden de cosas serias —exclamó Lecochandegui—. Estoy completando la educación de la muchacha; le he enseñado el calendario republicano, y mi mujer no me lo agradece.

Y Lecochandegui, el jovial, seguía al decir esto tan serio como siempre.