El paisaje es negro, desolado y estéril; un paisaje de pesadilla de noche calenturienta; el aire espeso, lleno de miasmas, vibra como un nervio dolorido.
Por entre las sombras de la noche se destaca sobre una colina la almenada fortaleza, llena de torreones sombríos; por las ventanas ojivales salen torrentes de luz que van a reflejarse con resplandor sangriento en el agua turbia de los fosos.
En la llanura extensa se ven grandes fábricas de ladrillos, con inmensas chimeneas erizadas de llamas, por donde salen a borbotones bocanadas de humo como negras culebras que suben lentamente desenvolviendo sus anillos a fundir su color en el color oscuro del cielo.
En los talleres de las fábricas, iluminados por luces de arco voltaico, trabajan manadas de hombres sudorosos, de caras patibularias, tiznados por el carbón: unos machacan en el yunque el metal brillante, que revienta en chispas; otros arrastran vagonetas y se cruzan y se miran, pero sin hablarse, como muchos espectros.
Algunos, con la pala en la mano, llenan los hornos de gigantescas máquinas, que gritan, aúllan y silban con energía de titanes en presencia de la noche negra y preñada de amenazas.
Ante las ventanas llenas de luz del castillo pasan sombras blancas con rapidez de sueños.
Adentro, en el palacio, hay luz, animación, vida; afuera, tristeza, angustia, sufrimiento, una inmensa fatiga de vivir. Adentro, el placer aniquilador, la sensación refinada. Afuera, la noche.
Había encendido una hoguera con hierbas secas, y, acurrucado, envuelto en una capa harapienta, calentaba su cuerpo enflaquecido… Era un viejo pálido y triste, extenuado y decrépito; su mirada fría parecía no ver lo que miraba; su boca sonreía con amarga tristeza, y toda su persona respiraba tristeza, toda su persona respiraba decaimiento y ruina. Una inmensa angustia se leía en su rostro; sus ojos contemplaban pensativamente las llamas; luego, el humo que subía y subía; después sus pupilas se clavaban en el cielo negro, animadas de una incomprensible ansiedad.
Dos embozados se acercaron al hombre; uno de ellos tenía el pelo blanco y el paso vacilante; el otro demostraba en sus ademanes su juventud y su vigor.
—¿Qué bulto es este? —preguntó el viejo—. ¿Es un perro?
—Es igual. Soy yo —contestó el hombre acurrucado.
EL VIEJO. —¿Y tú quién eres?
UNO. —Soy Uno.
EL VIEJO. —¿No tienes otro nombre?
UNO. —Cada cual me llama como quiere; unos, Hambre; otros, Miseria; también hay quien me llama Canalla.
EL JOVEN. —¿Qué haces aquí a estas horas?
UNO. —Descanso. Pero si os molesta mi presencia, me iré.
EL VIEJO. —No; puedes quedarte. Hace frío. ¿Por qué no te recoges?
UNO. —¿A dónde?
EL VIEJO. —A tu hogar.
UNO. —No tengo hogar.
EL JOVEN. —Trabaja, y lo tendrás.
UNO. —¡Trabajar! ¡Mirad mis brazos! No tienen más que piel y huesos; mis músculos están atrofiados y mis manos deformadas. No tengo fuerza. Aunque la tuviera, tampoco trabajaría. ¿Para qué?
EL JOVEN. —Para alimentar a tu familia; ¿es que no la tienes?
UNO. —Como si no la tuviera. Mi mujer ha muerto. Mis hijas están ahí. (Señalando el castillo) ¡Eran hermosas! Mis hijos están también ahí. Son fuertes y defienden la fortaleza de las acometidas de nosotros los miserables y los desesperados.
EL VIEJO. —¿Protestas? ¿No sabes que es un crimen?
UNO. —No protesto. Me resigno.
EL JOVEN. —Esa resignación forzada es peor que la protesta misma.
UNO. —A pesar de eso, me resigno.
EL VIEJO. (Después de una pausa) —¿Es que no crees en Dios?
UNO. —Creo hasta donde puedo. Antes más que ahora; pero desde que estos (Señalando al joven) me convencieron de que el cielo estaba vacío, huyeron mis creencias. Ya no siento a Dios por ninguna parte.
EL JOVEN. —Sí, es verdad. Te hemos arrancado ilusiones. ¿Pero no te hemos dado, en cambio, nuevos entusiasmos? ¡La Humanidad! ¿No crees en la Humanidad?
UNO. —¿En cuál? ¿En la vuestra? ¿O en la de ese rebaño de hombres que os sirven como bestias de carga?
EL VIEJO. —¿Y en la Patria? ¿Serás tan miserable para no creer en ella?
UNO. —¡La Patria! Sí. Es el altar ante el cual sacrificáis nuestros hijos para lavar vuestras deshonras.
EL JOVEN. —¿No tienes fe en la Ciencia?
UNO. —Fe, no. Creo lo que he visto. La Ciencia es un conocimiento. Un conocimiento no es una fe. Lo que yo anhelo es un ideal.
EL JOVEN. —Vivir. La vida por la vida. Ahí tienes un entusiasmo nuevo.
UNO. —Vivir por vivir. ¡Qué pobre, qué pobre idea! Una gota de agua en el cauce de un río seco.
EL JOVEN. —Pues entonces, ¿qué ansias? ¿Cuáles son tus deseos? Tus ambiciones son más grandes que el Universo. ¿Esperabas que la ciencia y la vida te dieran nueva fuerza, nueva juventud, nuevo vigor?
UNO. —No. No esperaba nada de eso. A lo que aspiro es a un ideal. Ya veis. Los del castillo necesitáis comer, nosotros os proporcionamos alimentos; necesitáis vestidos, nosotros os tejemos ricas y hermosas telas; necesitáis entreteneros, os damos histriones; necesitáis satisfacer vuestra sensualidad, os damos mujeres; necesitáis guardar vuestros territorios, os damos soldados. Y a cambio de esto, ¿qué os pedimos a vosotros, los inteligentes; a vosotros, los elegidos? Una ilusión para adormecemos, una esperanza para consolarnos; un ideal nada más.
EL VIEJO. (Al joven). —Nos puede ser útil la inteligencia de este hombre. (A uno.) Oye, Uno. Ven con nosotros. Ya no te engañaremos con fingidas promesas. Tendrás a nuestro lado paz, tranquilidad, sosiego…
UNO. —No, no. Un ideal es lo que necesito.
EL JOVEN. —Ven. Vivirás con nosotros la vida activa, enérgica, llena de emociones. Te confundirás en el infernal torbellino de la ciudad, como esa hoja que cae del árbol, con la hojarasca que danza frenéticamente en el aire.
UNO. —(Mirando al fuego) ¡Un ideal! ¡Un ideal!
EL VIEJO. —Saborearás la calma de la vida de aldea, de esa vida de costumbres dulces y sencillas. Podrás gozar del silencio del templo; de los perfumes del incienso que salen a bocanadas de los incensarios de plata; de las reposadas notas del órgano que, como voces de Dios Todopoderoso, se esparcen por los ámbitos de la ancha nave de la iglesia.
UNO. —¡Un ideal! ¡Un ideal!
EL JOVEN. —Tendrás los mismos derechos, las mismas preeminencias…
UNO. (Levantándose) —No quiero derechos, ni preeminencias, ni placeres. Quiero un ideal adonde dirigir mis ojos turbios por la tristeza; un ideal en donde pueda descansar mi alma herida y fatigada por las impurezas de la vida. ¿Lo tenéis? No… Pues dejadme. Dejadme, que mejor que contemplar vuestros lujos y vuestros esplendores, quiero rumiar el pasto amargo de mis pensamientos y fijar la mirada en ese cielo negro, no tan negro como mis ideas…
EL VIEJO. —Está loco. Hay que dejarle.
EL JOVEN. —Hay que dejarle, sí. Está loco. (Se van.)
UNO. (Se arrodilla.) —¡Oh sombras! ¡Fuerzas desconocidas! ¿No hay un ideal para una pobre alma sedienta como la mía?
—Escúchame —dijo Él—. No temas. Porque tú eres el elegido, y has de llevar a los hombres mi palabra.
Uno preguntó:
—¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre?
—Para unos represento la equidad y la justicia —respondió Él—; para otros, la destrucción y la muerte.
UNO. —Me aterras. Tus ojos me queman el alma, y en tu manto se me figura ver manchas de sangre.
ÉL. —No te engañas. Es sangre de mis víctimas y de mis verdugos.
UNO. —¿Qué quieres de mí?
ÉL. —Ven y mira.
Uno vio una llanura inmensa, llena de ciudades y de pueblos y de aldeas. Sobre campos de estiércol se agitaba una multitud de hombres lujuriosos, borrachos, egoístas, llenos de suciedades y de miserias.
—Mis hombres —dijo Él— han sido y son encarcelados, agarrotados, fusilados; pero aunque sobre ellos caigan todos los estigmas y todas las vergüenzas, serán siempre más nobles, más grandes, más puros de corazón que esa estúpida canalla que vive bajo el yugo de sus vicios y de sus torpezas.
—¿Por qué me enseñas estos horrores y estas miserias? —contestó Uno—. ¿No soy yo bastante miserable con mis penas?
—¡Cobarde! ¡Egoísta! —repuso Él—. ¿Es que tu corazón no tiene lástima más que para tus propios dolores? Mira, mira, aunque no quieras, esos pueblos en donde las almas se retuercen con los sufrimientos como raíces secas, y la angustia y la fiebre dominan por todas partes. Mira los niños en las calles, abandonados a la Naturaleza, madrastra, las mujeres arrastradas a la muerte moral por los hombres. ¿Tu corazón no se despierta?
UNO. —Sí; pero es de odio y no de amor.
ÉL. —Eres de los míos, y trabajarás por mi nombre y no desfallecerás. Ahí tienes tus compañeros.
Y Uno vio interiores sombríos, talleres de mecánico, gabinetes de Medicina, y allí había hombres de mirada triste y pensativa, y todos trabajaban en silencio, y no tenían nada de común, y la obra de uno era la obra de todos.
—Ahora, vete —le dijo Él, señalando las fábricas—. Vete donde están los hombres, y cuéntales lo que has visto.
Y Él desapareció. Uno quedó mirando el fuego, que chisporroteaba. Por las ventanas del castillo seguían pasando sombras blancas de graciosa forma; en la llanura, los hombres sudorosos, de caras patibularias, tiznados por el humo, llenaban de carbón las entrañas de las enormes máquinas, que gritaban, aullaban y silbaban con energía de titanes en presencia de la noche negra y preñada de amenazas.
Y Uno predicó; las ideas cayeron en las almas como semilla en tierra virgen, y germinaron y florecieron. Una agitación desconocida reinó en la llanura, un estremecimiento de terror en el castillo. Los hombres de la llanura se reunieron, y con ellos todos los pobres, todos los enfermos, todas las prostitutas, todos los miserables, los más infames bandidos y la más abyecta canalla. Y se armaron con hachas, y martillos, y barras de hierro, y grandes piedras, y formaron una avalancha enorme y avanzaron hacia el castillo, llenos de ardor, a concluir con las iniquidades y los atropellos, a imponer la piedad por la fuerza.
Y la avalancha la dirigían hombres extraños, gente pálida, de mirada triste, con ojos alucinados de poetas y de rebeldes. Y cantaban todos un himno grave y sonoro, como la voz de una campana de bronce.
El ejército del castillo dio la batalla a los de la llanura, y los venció, y los pasó a cuchillo.
El exterminio fue absoluto. De todos ellos no quedó más que un niño. Era un poeta.
Cantaba en versos brillantes como el oro la gloria de los rebeldes muertos, el odio santo por los vencedores, y predecía la aurora de la Jerusalén nueva, que brillaba entre nubes de fuego y de sangre en un porvenir no lejano.