ERRANTES

Les sorprendió la noche e hicieron alto en el fondo de un desfiladero constituido por dos montes cortados a pico, cuyas cabezas se aproximaban allá arriba como para besarse, dejando sólo a la vista una faja de cielo alargado y llena de estrellas.

A los pies de aquellas dos altísimas paredes de piedra serpenteaba la carretera, siguiendo las vueltas caprichosas del río, que, ensanchado por el dique de una presa cercana, era allí caudaloso, profundo y sin corriente.

En la noche oscura, la superficie negra y lisa del río, limitada en las orillas por altos árboles, parecía la boca de una inmensa sima subterránea, la entrada de un abismo enorme y sin fondo, y allá, en el interior negro, muy negro, se reflejaban los altos chopos de las orillas y la claridad del cielo que dejaban pasar los montes.

Embutida en una grieta angosta de la montaña, cerca de un terraplén, por donde continuamente rodaban piedras, había una borda, y la familia se detuvo en ella.

Era una de esas casucas que en las provincias del Norte se ven en las carreteras para descanso de los caminantes. Allí solían albergarse gitanos caldereros, mendigos, buhoneros y toda esa gente sin trabajo que recorre los caminos.

La familia la constituían una mujer, un hombre y un muchacho. La mujer, que iba montada en un viejo caballo, bajó de él, entró en la borda y se sentó en el banco de piedra a dar de mamar a un niño que llevaba en los brazos.

El hombre y el muchacho quitaron la carga al rocín, lo ataron a un árbol, recogieron algunas brazadas de leña, las llevaron a la caseta, y allí en el suelo, encendieron lumbre.

La noche estaba fría; en aquel desfiladero, formado por los dos montes cortados a pico, soplaba el viento con fuerza, llevando finísimos copos de nieve y gotas de lluvia.

Mientras la mujer daba de mamar al niño, el hombre, solícitamente, le quitó el mantón, empapado en agua, de los hombros, y lo puso a secar al fuego; después afiló dos estacas, las clavó en la tierra y colgó sobre ellas el mantón, que así impedía el paso a las corrientes de aire.

El fuego se había acrecentado; las llamas iluminaban el interior de la borda, en cuyas paredes blanqueadas se veían toscos dibujos y letreros, trazados y escritos con carbón por otros vagabundos.

El hombre era pequeño, flaco, sin bigote ni barba; toda su vida parecía reconcentrada en sus ojos, chiquitos, negros y vivarachos.

La mujer hubiera parecido bella sin el aire de cansancio que tenía. Miraba resignada a su hombre, a aquel hombre, mitad saltimbanqui, mitad charlatán, a quien amaba sin comprenderle.

El muchacho tenía las facciones y la vivacidad de su padre; ambos hablaban rápidamente, en una jerga extraña, y leían y celebraban los letreros escritos en las paredes.

Se pusieron a comer los tres sardinas y pan. Luego, el hombre sacó una capa raída de un envoltorio, y arropó con ella a su mujer. El padre y el hijo se tendieron en el suelo; al poco rato, los dos dormían. El niño comenzó a llorar; la madre se puso a mecerlo en sus brazos con voz quejumbrosa.

Minutos después, en el nido improvisado, dormían todos, tan tranquilos, tan felices en su vida nómada y libre.

Afuera, el viento murmuraba, gemía y silbaba con rabia en el barranco.

El río se contaba a sí mismo sus quejas con tristes murmullos, y la presa del molino, con sus aguas espumosas, ejecutaba extrañas y majestuosas sinfonías…

Al día siguiente por la mañana, la mujer con el niño, montada a caballo; el padre y el muchacho comenzaron nuevamente su marcha y se fueron alejando, alejando, los errantes, hasta que se perdieron de vista en la revuelta de la carretera.