Fue el tiempo de una terrible exaltación de la piedad. El mundo había encontrado nuevamente la luz, y la oscuridad ya no existía.
Porque la Humanidad había sentido en su alma la conciencia del infinito, y el horizonte de la vida era cada vez más grande y cada vez más azul.
El hombre ya no podía soportar el espectáculo del sufrimiento ajeno, y se desvivía por los demás. El rico había comenzado por desprenderse de lo superfluo y quería partir con sus semejantes lo necesario, y el pobre se resistía a tomarlo, y ambos eran felices.
Pero al corazón generoso del hombre esto no le bastaba, y trató también de llevar la felicidad a los animales, y a las plantas, y a todo lo que vive, y a todo lo que siente.
Porque en todo está la idea y todo es la idea, y la idea es Dios.
Y el hombre recordó que Jehová había dicho: «No matarás», y se abstuvo de derramar sangre de hombre.
Y recordó que en el Eclesiastés estaba escrito: «Porque el suceso de los hijos de los hombres y el suceso del animal, el mismo suceso es, como mueren los unos así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos.»
Y se abstuvo de derramar sangre de animal.
En una inmensa pradera bañada por el sol, celebraron en el mundo la fiesta de la emancipación de los vivos.
Y por delante del hombre desfilaron los animales, llenos de inmenso agradecimiento los caballos y los asnos, las vacas, los perros, los elefantes, los leones y las serpientes y todos miraban al hombre con amor, porqué había dejado de ser su verdugo para ser su verdadero amigo.