A Antonio Gil Campos
Al viajar en el tren por las provincias del Norte, habréis visto alguna casuca oscura en el cruce de una carretera solitaria, junto a un pueblecillo negro.
Os habréis fijado en que, frente a la casa, está parada una diligencia, en que el portal se halla abierto e iluminado, que el zaguán, ancho, tiene un aspecto de tienda o de taberna.
Habréis supuesto con lógica que es la venta del pueblo aquella casa, y en el fondo de vuestra alma ha nacido cierta compasión por la pobre gente que vive allí, en aquel lugar desierto.
Y los de la venta han salido al camino a mirar el tren, y lo han visto pasar con tristeza y lo han saludado con el pañuelo.
Parece que entre los que se quedan y los que se van, los dichosos son estos, que pasan veloces, y quizá más dichosos que los que se quedan.
Esos que corren, que huyen a confundirse pronto en el torbellino de la ciudad, no conocen las ventas de nuestras provincias vascongadas, las ventas más hospitalarias, las más amables de la tierra.
Vosotros, que habéis recorrido el mundo a pie; vosotros, mendigos, charlatanes, buhoneros, saltimbanquis, vosotros, errantes, que no tenéis más patria que el suelo que pisáis; vosotros, humildes, sin otra hacienda que la que lleváis sobre las espaldas; vosotros, vagabundos, caminantes, que no tenéis más amores que la hermosa libertad y el campo; decidme, ¿no es verdad lo que aseguro? ¿No es verdad, decidlo francamente, que las ventas de mi tierra son las más dulces, las más candorosas de este mundo, el mejor de todos los mundos?
Cierto que las hay tristes y melancólicas en campos desolados y yertos, paisajes de una pesadilla siniestra; pero la mayoría son alegres y sonrientes, y sus ventanas parece que os miran de una manera cariñosa.
Esos desdichados que cruzan corriendo en la máquina negra por el campo sin conocerlo, que huyen a confundirse en el torbellino de las ciudades grandes, no han sentido la impresión más deliciosa, la más exquisita de la vida: la de llegar a la venta, después de un largo viaje en coche. ¡Oh!
¡Exquisito! Es la única palabra propia de ese momento. Lleváis unas horas de diligencia. Está lloviendo. El ambiente gris envuelve la tierra desnuda del invierno. La carretera, llena de charcos de agua amarillenta, se alarga entre la bruma a medida que la diligencia avanza por entre filas de árboles sin hojas, a orillas del río turbio por las crecidas, junto a la falda del monte, lleno de aliagas y zarzas secas.
Estáis amodorrados por el frío, habéis ideado una porción de posturas fantásticas para dormir un rato, y no lo habéis conseguido. El monótono cascabeleo de las colleras de los caballos suena constantemente en los oídos; no hay medio de perder la conciencia de que se tiene frío y hambre y aturdimiento.
Se figura uno que el viaje no va a concluir nunca, y los montes, y los caseríos, y los saltos de agua, y las cascadas solitarias del cruce de las carreteras que se ven por los cristales empañados de la ventanilla, parece que son los que se dejaron atrás, que van siguiendo al coche en su marcha.
Se llega a un pueblo; las ruedas de la diligencia empiezan a rebotar torpemente en el empedrado desigual de la calle.
«¿Habremos llegado?», se pregunta uno, asomándose a la ventana; pero el mayoral no baja; echa un paquete de cartas a un hombre, entrega una cesta a una mujer, vuelve a chasquear la tralla de su látigo, y otra vez la diligencia tropieza en los guijarros del empedrado y vuelve a rodar suavemente por la carretera llena de charcos.
Tras de muchos aburrimientos, cuando ya empieza el sueño a cerrar los párpados y comienza uno a pensar seriamente si el viaje no tendría fin, se para la diligencia, y se ve que el mayoral salta del pescante a la carretera.
Se ha llegado; baja uno del coche, molido, encorvado, casi sin poder sostener la maleta entre los dedos.
Entra uno en la venta.
«Pase usted, por aquí…, por aquí…; ya le subiremos todo esto al cuarto.»
Le desembarazan a uno del abrigo y del equipaje, y le preguntan si quiere calentarse en la cocina.
Entráis en ella, y al principio el humo os empieza a picar en los ojos.
«Es la chimenea —dicen— que no tira bien, como el viento está alborotado…»
Pero ¿quién se ocupa de eso?
Luego, la vieja, que ve que habláis vascuence os hace sitio junto al fuego, con grandes extremos de finura, y mientras os preparan la cena os tostáis los pies, la viejecita de la nariz ganchuda y del pañuelo atado a la cabeza, os cuenta alguna historia insustancial del tiempo de su juventud, en que ella estaba de criada en casa de rector del pueblo, hace más de cincuenta años y con los recuerdos sonríe enseñando sus encía como las de los niños, desprovistas de dientes.
Mientras tanto, la dueña de la casa va de un lado a otro, y el patrón juega una partida al mus con otros tres en una mesa tan alta como los bancos donde se sientan; y los cuatro, graves, serios doblan los naipes, ya de suyo grasientos y abarquillados, y los envido y los quiero se suceden acompasadamente, y se van aumentando el número de habichuelas blancas y coloradas de los dos bandos contrarios.
Junto a la lumbre, el gracioso del pueblo, holgazán de oficio, poeta y cantor de iglesia, que vive casi de limosna en la venta, habla con el cazado de truchas, cazador, no pescador, como suele advertir él, porque mata las truchas a tiro de escopeta, y los dos se enfrascan en una larga y misteriosa conversación acerca de las costumbres de los salmones y de las nutrias, de los jabalíes y de los erizos.
—¿Cenará su merced aquí o en el comedor? —pregunta la dueña de la casa, comprendiendo que sois persona de importancia, lo menos viajante de comercio.
—Aquí, aquí.
Y ponen una mesita con un mantel blanco y viene la cena, que os sirve la muchacha. Martceliña o Iñachi, una chica frescachona y garrida.
Se devoran los guisos y se moja el pan en las salsas, no precisamente con la elegancia de un duque del faubourg Saint-Germain, y se come en la misma cazuela, lo que quizá no se use en las casas aristocráticas.
Coméis de todo y bebéis un poquito de más, y mientras Martceliña os escancia del bondadoso aguardiente, le decís que es muy bonita y que… y ella se ríe con una risa alegre y argentina al ver vuestros ojos brillantes y vuestra nariz colorada.
Y luego, después de la cena, sube uno a dormir al piso principal, en una alcoba pequeña, ocupada casi completamente por una cama enorme de madera, con cuatro o cinco colchones y otros tantos jergones, y cuando se escala aquella torre y se estira uno entre las sábanas, que huelen a hierba, mientras se oye el ruido de la lluvia en el tejado y del viento que muge, se enternece uno, y casi con lágrimas en los ojos se cree más que nunca en que hay un buen papá allá arriba que no se ocupa de otra cosa más que de poner camas mullidas en las ventas de los caminos y de dar cenas suculentas a los pobres viajeros.