Sentada junto a los cristales, con la almohadilla de hacer encaje apoyada en una madera del balcón, hacía saltar los pedacillos de boj entre sus dedos. Los hilos se entrecruzaban con fantásticos arabescos sobre el cartón rojo cuajado de alfileres, y la danza rápida de los trocitos de madera entre sus manos producía un ruido de huesos claro y vibrante.
Cuando se cansaba de hacer encajes, cogía un bastidor grande, cubierto con papeles blancos, y se ponía a bordar, con la cabeza inclinada sobre la tela.
Era una muchacha rubia, angulosa. Tenía uno de los hombros más alto que el otro; sus cabellos eran de un tono bermejo; las facciones, desdibujadas y sin forma.
El cuarto en donde estaba era grande y algo oscuro. Se respiraba allí dentro un aire de vetustez. Los cortinones amarilleaban, las pinturas de las puertas y del balcón se habían desconchado, y la alfombra estaba raída y sin brillo.
Frente al balcón se veía un solar, y hacia la derecha de este, una plaza de un barrio solitario y poco transitado del centro de Madrid.
El solar era grande, rectangular: dos de sus lados lo constituían las paredes de unas casas vecinas, de esas modernas, sórdidas, miserables, que parecen viejas a los pocos meses de construidas.
Los otros lados los formaban una empalizada de tablas, a las cuales el calor y la lluvia iban carcomiendo poco a poco.
La plaza era grande e irregular; en un lado tenía la tapia de un convento, con su iglesia; en otro, una antigua casa solariega con las ventanas siempre cerradas herméticamente, el tercero lo constituía la empalizada del solar.
En invierno, el solar se entristecía pero llegaba la primavera, y los hierbajos daban flores y los gorriones hacían sus nidos entre las vigas y los escombros, y las mariposas blancas y amarillas, paseaban por el aire limpio y vibrante, las ansias de sus primeros y últimos amores…
La muchacha rubia se llamaba Águeda y tenía otras dos hermanas.
Su padre era un hombre apocado, sin energía; un coleccionador de bagatelas, fotografías de actrices y estampas de cajas de fósforos. Tenía una mediana renta y un buen sueldo.
La madre era la dueña absoluta de la casa, y con ella compartía su dominio Luisa, la hermana mayor.
De los tres dominados de la familia, Matilde, la otra hermana, protestaba; el padre se refugiaba en sus colecciones, y Águeda sufría y se resignaba. No entraba esta nunca en las combinaciones de sus dos hermanas para los saraos y los teatros. Las dos mayores, con su madre, iban, en cambio, a todas partes.
Águeda tenía esa timidez que dan los defectos físicos cuando el alma no está llena de rebeldías. Se había acostumbrado a decir que no a todo lo que trascendiera a diversión.
—¿Quieres venir al teatro? —le decían con cariño, pero deseando que dijera que no.
Y ella, que lo comprendía, contestaba, sonriendo:
—Otra noche.
En visita era una de elogios para ella, que la turbaban. Su madre y sus hermanas, a coro, aseguraban que era una joya, un encanto, y le hacían enseñar sus bordados y tocar el piano, y ella sonreía; pero después, sola en su cuarto, lloraba…
La familia tenía muchas relaciones, y se pasaban los días, la madre y las dos hijas mayores, haciendo visitas, mientras la pequeña disponía lo que había que hacer en la casa.
Entre los amigos de la familia había un abogado joven, de algún talento. Era un hombre de inteligencia sólida y de una ambición desmesurada. Más amable o menos superficial que los otros, gustaba hablar con Águeda, que cuando le daban confianza se mostraba tal como era: llena de ingenuidad y de gracia.
El abogado no advertía que la muchacha ponía toda su alma cuando le escuchaba; para él era un entretenimiento hablar con ella. Al cabo de algún tiempo comenzaron a extrañarse; Águeda estaba más alegre, solía cantar por las mañanas, y se adornaba con más coquetería.
Una noche, el abogado le preguntó a Águeda, sonriendo, si le gustaría que él formase parte de su familia. Águeda, al oírlo, se turbó: la luz de la sala dio vueltas ante sus ojos y se dividió en mil y mil luces…
«He pedido a sus papás la mano de Luisa», concluyó el abogado.
Águeda se puso muy pálida y no contestó.
Se encerró en su cuarto y pasó la noche llorando.
Al día siguiente, Luisa, su hermana, le contó lo que había pasado, cómo habían ocultado su novio y ella sus amores, hasta que él consiguió el puesto que ambicionaba.
La boda sería en el otoño; había que empezar a preparar los ajuares. La ropa blanca se enviaría a que la bordase una bordadora, pero quería que los almohadones y la colcha para la cama del matrimonio se los bordase su hermanita Águeda.
Esta no se opuso y comenzó con tristeza su trabajo.
Mientras junto al balcón hacía saltar los pedacillos de boj entre sus dedos, cada pensamiento suyo era un dolor. Veía en el porvenir su vida, una vida triste y monótona. Ella también soñaba en el amor y en la maternidad, y si no lloraba en aquellos momentos al ver la indiferencia de los demás, era para que sus lágrimas no dejasen huellas en el bordado.
A veces, una esperanza loca le hacía creer que allá, en aquella plaza triste, estaba el hombre a quien esperaba; un hombre fuerte para respetarle, bueno para amarle; un hombre que venía a buscarla porque adivinaba los tesoros de ternura, que iba a contarle en voz baja y suave los misterios inefables del amor.
Y por la plaza triste pasaban a ciertas horas, como seres cansados por la pesadumbre de la vida, algunos hombres cabizbajos, que salían del almacén o del escritorio, pálidos, enclenques, envilecidos, como animales domesticados, y el hombre fuerte para respetarle, bueno para quererle, no venía, no venía, por más que el corazón de Águeda le llamaba a gritos.
Y en el solar, lleno de flores silvestres, las abejas y los moscones revoloteaban sobre los escombros, y las mariposas blancas y amarillas, paseaban por el aire, limpio y vibrante, las ansias de sus primeros y últimos amores…