Cuando te quedas sola a la puerta del negro caserío con tu hermanillo en brazos ¿en qué piensas, Mari Belcha, al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?
Te llaman Mari Belcha, María la Negra, porque naciste el día de los Reyes, no por otra cosa; te llaman Mari Belcha, y eres blanca, como los corderillos cuando salen del lavadero, y rubia como las mieses doradas del estío…
Cuando voy por delante de tu casa, en mi caballo, te escondes al verme, te ocultas de mí, del médico viejo que fue el primero en recibirte en sus brazos, en aquella mañana fría en que naciste.
¡Si supieras cómo la recuerdo! Esperábamos en la cocina, al lado de la lumbre. Tu abuela, con lágrimas en los ojos, calentaba las ropas que habías de vestir y miraba al fuego, pensativa; tus tíos, los de Aristondo, hablaban del tiempo y de las cosechas; yo iba a ver a tu madre a cada paso a la alcoba, una alcoba pequeña, de cuyo techo colgaban, trenzadas, las mazorcas de maíz, y mientras tu madre gemía y el buenazo de José Ramón, tu padre, la cuidaba, yo veía por las ventanas el monte lleno de nieve y las bandadas de tordos que cruzaban el aire.
Por fin, tras de hacemos esperar a todos, viniste al mundo, llorando desesperadamente. ¿Por qué llorarán los hombres cuando nacen? ¿Será que la nada, de donde llegan es más dulce que la vida que se les presenta?
Como te decía, te presentaste chillando rabiosamente, y los Reyes, advertidos de tu llegada pusieron una moneda, un duro, en la gorrita que había de cubrir tu cabeza. Quizá era el mismo que me habían dado por asistir a tu madre…
¡Y ahora te escondes cuando paso, cuando paso con mi viejo caballo! ¡Ah! Pero yo también te miro ocultándome entre los árboles; y ¿sabes por qué?… Si te lo dijera, te reirías…, Yo, el mediku zaharra[1], que podría ser tu abuelo; sí, es verdad. Si te lo dijera, te reirías.
¡Me pareces tan hermosa! Dicen que tu cara está morena por el sol, que tu pecho no tiene relieve; quizá sea cierto; pero, en cambio, tus ojos tienen la serenidad de las auroras tranquilas del otoño, y tus labios, el color de las amapolas de los amarillos trigales.
Luego, eres buena y cariñosa. Hace unos días, el martes que hubo feria, ¿te acuerdas? Tus padres habían bajado al pueblo, y tú paseabas por la heredad con tu hermanillo en brazos.
El chico tenía mal humor, tú querías distraerle y le enseñabas las vacas: la Gorriya[2] y la Beltza[3] que pastaban la hierba, resoplando con alegría corriendo pesadamente de un lado a otro, mientras azotaban las piernas con sus largas colas.
Tú le decías al condenado del chico:
—Mira a la Gorriya…, a esa tonta…, con esos cuernos; pregúntale tú, maitia: ¿por qué cierras los ojos, esos ojos tan grandes y tan tontos?… No muevas la cola.
Y la Gorriya se acercaba a ti y te miraba con su mirada triste de rumiante, y tendía la cabeza para que acariciaras su rizada testuz.
Luego te acercabas a la otra vaca, y, señalándola con el dedo, decías: «Esta es la Beltza… ¡Hum!… ¡Qué negra!… ¡Qué mala!… A esta no la queremos. A la Gorriya, sí».
Y el chico repitió contigo: «A la Gorriya, sí».
Pero luego se acordó de que tenía mal humor, y empezó a llorar.
Y yo también empecé a llorar no sé por qué. Verdad es que los viejos tenemos dentro del pecho corazón de niño.
Y para acallar a tu hermano, recurriste al perrillo alborotador; a las gallinas que picoteaban en el suelo, precedidas del coquetón del gallo; a los estúpidos cerdos que corrían de un lado a otro.
Cuando el niño callaba, te quedabas pensativa. Tus ojos miraban los montes azulados de la lejanía, pero sin verlos; miraban las nubes blancas, que cruzaban el cielo pálido, las hojas secas que cubrían el monte, las ramas descamadas de los árboles y, sin embargo, no veían nada.
Veían algo; pero era en el interior del alma, en esas regiones misteriosas donde brotan los amores y los sueños…
Hoy, al pasar te he visto aún más preocupada.
Sentada sobré un tronco de árbol, en actitud de abandono, mascabas, nerviosa, una hoja de menta.
Dime, Mari Belcha, ¿en qué piensas al mirar los montes lejanos y el cielo pálido? El coche del muerto se dirigía por la Ronda hacia el Prado. Era un coche de tercera, ramplón enclenque, encanijado; estaba pintado de negro y en las cuatro columnas de los lados que sostenían el techo y en la cruz que lo coronaba tenía vivos amarillos, como los de un uniforme de portero o de guardia de orden público.