Prólogo

Érase una vez una niña que lloraba. Era comprensible que llorase ya que su padre se había marchado y la había dejado sola. Bueno, sola no, porque eran muchos los que cuidaban de ella, pero ninguno era su padre. Él había muerto. Y el día de su décimo cumpleaños, nada menos.

Ariadne, que así se llamaba la niña, cerró la puerta de la habitación y se deslizó hasta el suelo sin dejar de llorar. Hacía mucho que no la dejaban sola para pensar. Comprensible, todavía era pequeña.

Pero esta niña no era una niña corriente; en absoluto. Era la princesa del reino de Bereth y a la mañana siguiente se convertiría en la reina. Echaría de menos a su padre, Amadís Forestgreen, pero cumpliría la promesa que le hiciera unos días atrás de que sería fuerte.

Era costumbre en todo el Continente que quien fuese a gobernar un reino debía componer durante la noche anterior a su coronación una poesía llegada de la inspiración divina y susurrada por las musas de la creación. Aquellos versos le guiarían hasta el último de sus días. Hasta el final de su reinado.

Por eso Ariadne se había encerrado sola en aquella habitación, para escribir la Poesía Real. Las palabras que se convertirían en el himno de una nación, en un legado para la historia. Le habían dicho que, al amanecer, su poesía sería recitada en cada templo, escuela y hogar para que todos los berethianos la aprendiesen de memoria y descubriesen una enseñanza personal en sus palabras. Y, sin embargo, solo una persona debía descubrir el auténtico significado de los Versos Reales: su propio autor. Ya que si, en alguna ocasión, un enemigo descubriese el secreto que se ocultaba tras aquellas palabras antes de que lo hiciese quien las escribió, todo estaría perdido.

Por eso las guerras más mortíferas del Continente se libraban en las bibliotecas; entre libros y estanterías, con una pluma como espada y la tinta como sangre. Pues, aquel que desentrañara los laberínticos significados de las Poesías Reales de los Reinos vecinos lograría, tarde o temprano, hacerse con su poder.

Ariadne se secó las lágrimas algo más tranquila. Ya tengo diez años, pensó, puedo escuchar a las musas sin miedo.

Se puso en pie y avanzó lentamente hasta la única silla de la habitación. Tomó uno de los pergaminos en blanco que había sobre la mesa, mojó la pluma en tinta, respiró hondo y comenzó a escribir.

Bajo el frío de la entera,

luna con brillo de sangre,

se reúnen en el claro

el Mensajero y la Amante.

Al abrigo de las sombras,

rodeados por los vivos,

discuten sobre la muerte

y sellan nuestro destino.

Sabed lo que allí el Heraldo

con voz ronca y seca dijo:

«Has de guardar tu secreto,

porque corre un gran peligro

tu tesoro más preciado,

si alguien llegara a oírlo».

Ella cayó de rodillas

y lloró desconsolada

pero él ya le advirtió

que no le pidiera nada.

Sus palabras rebotaron

en el dolor de su alma

y ella no pudo hacer más

que suplicar, desolada:

«Por el día lo protejo,

en mis vestidos lo guardo,

pero cuando cae la noche,

¿cómo saber que está a salvo?

Ayudadme; habéis de hacer

que nadie pueda tocarlo,

y que sufra todo aquel

que un día quiera dañarlo,

como causa mi desdicha

el amor por el que ardo».

El anciano conocía

el futuro de la dama

y se lo quiso mostrar

para evitar la desgracia.

Pero ella miró a un lado

como si no viese nada

y con gesto decidido

dio la cuestión por zanjada:

«Si no puedes protegerlo

haz de mi tesoro un arma

y la mantendrás oculta,

pues nadie deberá usarla».

Y así es como se cumplen

los deseos de las musas.

Poco a poco las historias

van despertando inconclusas

y un final feliz en ellas

es vana esperanza ilusa.