Epílogo

Dimitri sintió el dolor antes de despertarse. Un dolor lacerante, un dolor como nunca antes había sentido. Notaba palpitar cada centímetro de su espalda como si una manada de reses le hubiera pasado por encima. Y las piernas también las sentía. Desde luego que las sentía. Si hubiera corrido durante varios días sin detenerse no habría llegado a tal grado de dolor. Los brazos también reclamaban su atención. Parecía que las venas estuviesen abrasándole por dentro y que solo amputando podría detener el dolor. Pero todo aquello, más que asustarle o entristecerle, le parecía lo más maravilloso que había sentido jamás: estaba vivo. A pesar de todo lo sucedido, seguía con vida. No importaba que su mente se negara a creerlo, su cuerpo decía lo contrario.

Lentamente, abrió los ojos, pero tuvo que volver a cerrarlos rápidamente debido al punzante dolor en las pupilas. Sintió la boca seca, la tierra bajo su cuerpo, cada rasguño y cada moratón, incluso creía imaginar el estado de sus ropas. Pero todo le daba igual. Una y otra vez se repetía que había sobrevivido.

Al principio se sintió desubicado, pero, cuando por fin consiguió abrir los ojos e incorporarse con dificultad, comprendió que estaba en el bosque. Y que no estaba solo.

A su alrededor dormían plácidamente la muchacha que lo había echado todo a perder, sus dos amigos y su hermano. Y lo mejor de todo era que Adhárel se encontraba desprotegido hasta la desnudez y de nuevo en su forma humana.

Si hubiese querido, Dimitri podría haberle matado. Pero hubo dos motivos por los que no lo hizo.

El primero fue que no tenía ningún arma a mano, y que una lucha cuerpo a cuerpo contra él, en su estado, no solo le habría resultado imposible de ganar, sino que, además, habrían despertado al resto. Podría haber utilizado una piedra lo suficientemente grande como para partirle el cráneo, pero, con un vistazo rápido a su alrededor, se dio cuenta de que allí no había ninguna.

El segundo motivo por el que Dimitri no mató a su hermano fue que, en el preciso instante en que había conseguido ponerse en pie, Duna dijo algo en sueños y Dimitri comprendió que pronto despertarían. Había amanecido hacía rato y sus posibilidades de escapar menguaban a cada segundo que pasaba.

Así pues, zarandeándose como si se encontrase ebrio, anduvo hasta la linde del claro y se escabulló entre los árboles sin mirar atrás.

Se había burlado de la misma muerte, había conseguido salir airoso donde otros habían fracasado y, lo mejor de todo, seguía libre para planear su siguiente paso.

Por el momento aguardaría hasta recuperarse, alimentando a su corazón con la ira, el odio y el rencor que sentía hacia todos los que le habían hecho fracasar.

Y pronto, se decía, obtendría su venganza.

Haría pagar con creces a cuantos le habían hecho sufrir.

Y que todos tuvieran algo muy claro:

Cuando atacase, ni un dragón podría detenerle.