El dragón sobrevoló el bosque de Bereth casi rozando las copas de los árboles. Sabían que si volaban demasiado alto, tarde o temprano alguien podría descubrirles cruzando el oscuro firmamento.
—¡Está a punto de salir el sol! —gritó Duna a Sírgeric desde la otra garra.
—¡Deberías decirle que fuese aterrizando! Podemos seguir el camino a pie.
Duna asintió a su amigo y después levantó la cabeza.
—¡Adhárel! ¿Podrías…? —antes de terminar la pregunta, el dragón comenzó a descender. Duna miró asombrada a Sírgeric. El joven se encogió de hombros y cerró los ojos para disfrutar del descenso. Aterrizaron en un claro en mitad del bosque lo suficientemente grande para el dragón.
Cuando hubo plegado las alas, dejó a Duna con extremada suavidad mientras obligaba a Sírgeric a saltar desde una altura bastante elevada.
—Muy considerado por tu parte… —masculló el joven molesto. El dragón, por respuesta, se dio media vuelta y echó a andar entre los árboles, arrancándolos de raíz a su paso. Sin perder un minuto, echaron a andar tras él a grandes zancadas para no retrasarse.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Duna—. Creo que todo esto empieza a ser demasiado grande para nosotros, Sírgeric.
—Para nosotros quizá sí, pero no para él —contestó echando un vistazo al dragón.
De pronto, la criatura se paró en seco, estiró el cuello y emitió un rugido devastador.
—¿Qué le pasa? —Duna avanzó hacia él—. ¿Tiene que regresar a Belmont?
—No creo que sea eso. ¡Mira!
El dragón se tambaleó unos pasos hacia ambos lados y después se desplomó sobre el suelo, retorciéndose de agonía.
—¡Se está muriendo!
La muchacha hizo ademán de acercarse a él pero Sírgeric la agarró del brazo para impedírselo.
—¡Espera! ¡Podría matarte sin querer!
La criatura soltó un último gruñido y quedó tendido en el suelo, inmóvil. Los dos jóvenes se quedaron paralizados. En silencio. Y, poco después, la figura del dragón comenzó a menguar. Menguó y menguó hasta que, en el lugar del enorme monstruo, solo quedó un joven desnudo igualmente inmóvil.
—Adhárel… —susurró Duna llevándose una mano a la boca. Contemplar la transformación con sus propios ojos había resultado mucho más impresionante que escucharlo de boca de Sírgeric. Por desgracia, le había servido por encima de todo para darse cuenta de que aún no lo había asimilado. Hasta ese momento había intentado engañarse pensando que sí lo creía. ¡Incluso había llegado a llamar al dragón por el nombre del príncipe! Pero haberlo visto… haber visto cómo el dragón se transformaba en el príncipe había sido demasiado para ella. Sin duda, no estaba preparada. Sintió que le faltaba el aire y cayó al suelo de rodillas. Sabía que tenía que luchar y controlarse. Que tenía que ser fuerte y aguantar… pero le era imposible.
—¡Duna! ¡Está despertando!
En algún momento indeterminado para Duna, Sírgeric había llegado hasta el príncipe y le había cubierto con su capa.
—¿Me oyes, Duna? ¡Tenemos que llevarlo a casa!
La muchacha oía la voz de su amigo distante, apagada. No se veía capaz de responderle. En su mente una frase se repetía una y otra vez: «Adhárel es el dragón, Adhárel es el dragón, Adhárel…».
Sírgeric se acercó a ella y la zarandeó para hacerla volver en sí. Estaba haciéndole preguntas y le pedía que le respondiese. Tenía que hacer un esfuerzo o su amigo se preocuparía.
—Duna, por favor, vuelve. No vamos a poder hacerlo sin ti.
La muchacha se entregó a su cometido y las voces en su cabeza fueron apagándose.
—No puedo… —masculló más para ella que para él—. No puedo, Sírgeric… lo siento.
—Claro que puedes, Duna. Vas a tener que ser tú quien se lo cuente.
—¿Qué?… ¿Yo? —¿Cómo iba a hacerlo si ni siquiera lo había asimilado?
—Tendrás que ser fuerte. Por él, por ti, por todos. Duna, no puede seguir en la ignorancia. No ahora que todo parece estar desmoronándose. Te necesita.
—Me… —Duna miró a su amigo al escuchar la última frase. ¿Tendría razón? ¿Adhárel la necesitaba? Miró por encima del hombro de Sírgeric y vio a Adhárel en el suelo. Estaba empezando a moverse. No, no podía dejarle. Si no conseguía asimilar todo lo que había sucedido, tendría que fingir. Debía ser fuerte por él, por Adhárel.
—Vayamos con él.
Duna se levantó con ayuda de Sírgeric y juntos se acercaron al príncipe. En ese instante, Adhárel abrió los ojos.
—¿Du… Duna? —masculló casi en sueños. Ella se arrodilló y le pasó la mano por el cabello. Con todo, se sentía un tanto incómoda sabiendo que Adhárel no llevaba encima más que la capa de Sírgeric.
—Sí, Adhárel, soy yo. Ya ha pasado todo.
El príncipe le sonrió y se incorporó lentamente.
—¿Cómo… cómo he llegado aquí? ¿Dónde están los guardias? Recuerdo que me apresaron y después… después encontré esa torre no sé cómo y tú estabas allí encerrada y…
—Shhh, shhh… relájate. Te lo explicaremos todo por el camino. Ahora hemos de llegar a algún lugar seguro.
—¿Dónde estamos? —preguntó el príncipe, mirando hacia todos lados.
—En el bosque de Bereth —contestó Sírgeric, acercándose a la pareja.
El príncipe le miró con recelo sin saber quién era.
—Emm… Adhárel, te presento a Sírgeric. Sírgeric, Adhárel.
El joven hizo una reverencia mientras decía:
—Un placer conoceros, alteza.
—¿Nos hemos visto antes?
—Creo que no —contestó con una sonrisa de lo más inocente.
—Juraría que sí.
Duna intervino, algo nerviosa.
—Adhárel, tenemos que irnos ya. La casa de Aya no debe de quedar muy lejos.
—¿Te has vuelto loca? —inquirió Sírgeric—. ¡Será el primer lugar en el que nos busquen!
—¡No le habléis así! —intervino Adhárel.
—¡No me digáis como tengo que comportarme mientras llevéis mi capa como única prenda!
Adhárel abrió los ojos desmesuradamente al comprobar que lo que decía era cierto y después se cubrió mejor con ella. Duna se dio media vuelta mientras notaba cómo se sonrojaba. Sírgeric sonrió divertido.
—No… no creo que pase nada por reponer fuerzas en la cestería, Sírgeric —comentó Duna con la intención de desviar la conversación.
—Como quieras. Pero nos quedaremos lo menos posible. No quiero ni pensar lo que le pasaría a Aya si nos descubriesen en su casa… ¡y con el príncipe nada menos!
—¿Quién ha dicho que yo vaya a acompañaros? He de volver al palacio enseguida. ¡Me tendieron una trampa! Tengo que poner al corriente a todos: ¡Dimitri es un traidor!
—Qué novedad… —murmuró Sírgeric. Adhárel le fulminó con la mirada—. Mirad, príncipe, vayamos por orden. Si aparecéis de esa guisa en el palacio en estos momentos, tardarán menos que un suspiro en apresaros y cerraros la boca.
—¿Entonces es mejor que me quede aquí de brazos cruzados? ¡¿Y dónde está mi ropa, si puede saberse?!
—¿Y nosotros qué sabemos?
El príncipe le miró asombrado.
—¡Ya sé de qué te conozco! ¡Eres el sentomentalista de Belmont! ¡El de las mazmorras!
—Es cierto que nos conocimos en circunstancias poco favorables para fraguar una buena amistad, pero al menos no me llaméis traidor.
—¡Queréis dejar de gritar de una vez! —exclamó Duna poniendo los brazos en jarra—. Tú —dijo, señalando a Sírgeric—, no nos lo pongas más difícil. Y tú —señaló a Adhárel—, levántate y no seas tan despectivo con Sírgeric. Sin él no estaríamos aquí ninguno de los dos. Está bastante claro quién es el único traidor en todo este embrollo. Primero iremos a casa de Aya y después decidiremos nuestro siguiente paso. ¿Os ha quedado claro?
Por respuesta, Adhárel se puso en pie cubriéndose con la capa y Sírgeric asintió poniéndose en marcha.
—Duna, una última pregunta —dijo el príncipe en cuanto Sírgeric se hubo alejado—. ¿Ha pasado por aquí el dragón? Lo digo por el enorme destrozo que hay a nuestro alrededor…
Duna tragó saliva, incómoda.
—No imaginas lo cerca que ha pasado.
Adhárel estuvo a punto de preguntarle a qué se refería, pero Duna ya había echado andar tras su amigo.
Cuando llegaron a la linde del bosque, Sírgeric les hizo un gesto para que se detuvieran. Después, indicándoles que esperaran, se perdió entre los últimos árboles para ver si había soldados al acecho. Poco después, regresó con buenas noticias.
—El camino está despejado. Seguramente no hayan dado el aviso todavía de que Adhárel… —se interrumpió al mirar al príncipe—. Aún no han dado el aviso.
—¿Tenemos vía libre hasta la cestería?
—Hasta la mismísima puerta.
A Duna se le iluminaron los ojos.
—Pues no perdamos más tiempo. ¡Me muero de ganas de ver a Aya otra vez!
Echó a correr sin esperarles y cuando Sírgeric iba a seguirla, algo se lo impidió.
—Espera, ¿qué ibas a decir antes? —le preguntó el príncipe.
—Aguantad un poco y ella os lo contará, alteza. No quiero adelantar acontecimientos.
Adhárel le soltó el brazo y dejó que se marchara. Después fue tras él.
Cuando Duna se encontró ante la puerta de la casita de Aya, la aporreó con los nudillos desesperada hasta que le llegó la voz de la mujer desde el interior.
—¡Ya va! ¡Ya va! Santo Todopoderoso, cada vez sois más maleduc…
La puerta se abrió en ese instante y Aya se quedó paralizada en el dintel. Abrió y cerró varias veces la boca sin proferir un solo sonido, atónita.
—Ya he vuelto, Aya —dijo Duna con lágrimas en los ojos.
La mujer se mordió los labios para contener las lágrimas pero fue inútil. Sin poder evitarlo, agarró a Duna y las dos se fundieron en un abrazo largamente esperado.
—Mi niña —sollozaba la mujer—. Mi niña. Has vuelto.
—Claro que he vuelto, Aya. ¡Os he echado tanto de menos!
Los dos jóvenes llegaron en ese momento. Sírgeric fingió un ataque de tos para llamar la atención. Aya se separó de Duna y abrazó con fuerza al muchacho.
—Gracias, Sírgeric. Gracias por haberla traído de vuelta.
—Ha sido un placer, señora Aya.
La mujer se separó de él con lágrimas en los ojos y por primera vez se fijó en el joven rubio que les acompañaba. Tardó varios segundos en entender por qué le era tan familiar aquella cara. Cuando lo hizo, el labio inferior se le separó del superior tanto como fue posible y procedió a hacer una reverencia detrás de otra, musitando:
—Es un milagro… es un milagro… Solo puede ser obra de un milagro.
—No… no es necesario, por favor —decía Adhárel, halagado por la mujer, pero incómodo. No comprendía por qué decía aquello, pero no le dio mayor importancia.
Duna se acercó a Aya y, sujetándola por la cintura, la acompañó al interior de la casa. La mujer no dejó de hacer reverencias hasta que la puerta se cerró tras Sírgeric y Adhárel.
—Adhárel, acompáñame —dijo el muchacho—. Arriba tengo algo de ropa para dejarte.
El príncipe sonrió una vez más a la mujer y después desapareció junto a Sírgeric por las escaleras.
—Es… era… el… —tartamudeaba Aya.
—Sí, es el príncipe Adhárel. Por favor, Aya, no pierdas la compostura —bromeó Duna sin dejar de sonreír.
—Pero, yo creí que… Dimitri dijo…
—No tenemos mucho tiempo —le interrumpió Duna—, en cuanto sepan que nos hemos fugado vendrán a buscarnos y este será el primer lugar en el que lo hagan.
—¿Te vas a volver a ir? Pero… ¡pero si acabas de llegar!
—A mí tampoco me hace mucha gracia. ¿Dónde está Cinthia? ¿Aún está durmiendo?
Aya negó con la cabeza.
—No he vuelto a ver a Cinthia desde que os marchasteis —explicó con la voz entrecortada—. Sé que está bien porque he recibido cartas suyas. En ellas me pide que no me preocupe y que aguante… pero me cuesta mucho.
La joven sintió un nudo en el estómago.
—¿Puedo ver las cartas? —preguntó.
—Desde luego.
Aya se dio media vuelta y bajó a la cestería, donde escondía en un lugar seguro las cartas de su sobrina. Cuando volvió, Sírgeric y el príncipe conversaban con Duna.
—Es lo mejor que he podido encontrarle. Ya sé que no son las sedas a las que está acostumbrado pero…
—Sírgeric… —le regañó Duna.
—Son perfectas —intervino Adhárel.
Aya volvió al salón y le tendió los sobres a Duna.
—Aquí las tienes —después se dirigió al príncipe—. Por favor, alteza, tomad asiento. ¿Deseáis beber algo? No es mucho lo que tenemos en este humilde hogar, pero seguro que quedan algunas pastas, o té. Sí, seguramente el té sea de vuestro agrado.
—El té será perfecto.
Aya asintió cortésmente y se marchó a la cocina.
—Deberíamos correr las cortinas —opinó Duna.
Sírgeric fue hasta la ventana y lo hizo, sumiendo la estancia en la más absoluta oscuridad.
—Aya, ¿dónde están las bombillas?
La voz de la mujer les llegó amortiguada desde la cocina.
—Ya no hay bombillas, cielo. La Guardia Suprema fue lo primero que hizo: requisarnos a todos las reservas anuales.
—¿Qué? ¿Cómo han osado? —preguntó Adhárel, enfurecido—. ¿Qué es eso de la Guardia Suprema?
Aya apareció con una bandeja de madera sobre la que llevaba una jarra de té, varias tacitas y una vela encendida.
—El nuevo invento de vuestro hermano, alteza —explicó mientras les servía—. Es la unión de los soldados berethianos con los belmontinos.
—¿Mi hermano ha permitido eso?
—Eso y mucho más —dijo Aya—. Como Bereth no le parecía lo suficientemente grande, vuestro hermano movió los hilos necesarios para establecer con Belmont un pacto que nos ha llevado a esto.
—¿Mi… hermano? —Adhárel no daba crédito a sus oídos. ¿Cómo no lo había visto venir?
—Vuestro hermano es cruel, alteza —susurró Aya, como si temiese que las paredes pudieran escuchar—. Nunca nadie había hecho tanto daño a un reino como lo ha hecho él. No solo ha vendido su alma al enemigo, sino que también nos ha vendido a nosotros. Belmont está asolando cada comercio, granja y casa bajo la bandera de Bereth. Y nadie puede detenerles. Si solo han transcurrido unos días y ya han hecho todo esto… no quiero imaginar cómo estaremos cuando llegue el invierno.
Adhárel no podía creer todo lo que había cambiado su amado reino en tan poco tiempo.
—¿Y mi madre? ¿Qué se sabe de la reina?
Aya tragó saliva.
—Alteza, hasta hoy creí que vos y vuestra madre habíais fallecido en un accidente. Fue lo que Dimitri nos dijo el día que se proclamó rey.
—Maldito canalla —dijeron Sírgeric y Adhárel al unísono, rechinando los dientes.
—Me las pagará —juró el príncipe—. Aunque sea lo último que haga.
—Escuchad esto —interrumpió Duna, sin necesidad de acercarse a la luz de la vela. El sol empezaba a atravesar las cortinas. La mujer y los dos muchachos prestaron atención.
—No te preocupes por mí. Me encuentro más cerca de lo que imaginas. Pajarito y yo estamos bien escondidos en nuestra madriguera. Si algún día vuelve la princesa, dile que estamos listos para luchar. Los sentomentalistas están de nuestro lado.
Nadie dijo nada durante un buen rato. El eco de las palabras fue desvaneciéndose hasta desaparecer. Sírgeric fue el primero en hablar.
—Le dije que no hiciera nada hasta que regresásemos.
—¿Por qué iba a empezar a obedecer ahora? No lo ha hecho en diecisiete años… —bromeó Aya.
—Cuánto me alegro de que haya sido así —intervino Sírgeric—. ¡Ha conseguido ponerse en contacto con los sentomentalistas de Bereth!
—No solo eso —dijo Duna—. ¡Están de nuestra parte! ¡Lucharán con nosotros!
—¿Luchar? —preguntó Aya, asustada—. Aquí nadie va a luchar.
—¡Claro que sí, Aya! No permitiremos que Bereth se quede como está.
—Si Belmont buscaba guerra —añadió Adhárel—, acaba de dar con ella. Tenemos que ponernos en contacto con vuestra amiga para estudiar las distintas estrategias posibles, elegir la más conveniente y…
—No hay tiempo para todo eso, la carta no terminaba ahí —le interrumpió la muchacha—. No podemos arriesgarnos más a que todo empeore. El tiempo se nos echa encima y solo el Todopoderoso sabe si estamos haciendo lo correcto. Pajarito opina, al igual que el resto, que la batalla debería librarse cuanto antes. He intentado convencerles de que tendríamos que esperar a que regresara la princesa, pero están cansados de aguantar esta situación. Si no hay ningún imprevisto, atacaremos el palacio y liberaremos a Bereth de la represión durante la próxima Luna Llena, Si no vuelves a recibir otra carta mía, quiero que sepas que siempre te…
—¡Deja de leer! —gritó de repente Aya, llorando desconsolada—. Por favor, deja de leer…
—Lo siento, Aya… Solo estaba…
Sírgeric se acercó a la mujer y la estrechó entre sus brazos, como había hecho con Duna.
—No va a pasarle nada, señora Aya. Nosotros vamos a estar allí con ella.
Aya no dejaba de llorar.
—Escuchadme, señora —dijo Adhárel, levantándose y agarrando su mano—. Os doy mi palabra de que no dejaremos que le pase nada.
La mujer le miró con los ojos enrojecidos y asintió, un poco más tranquila.
—Pues entonces deberíamos ir decidiendo un plan cuanto antes —comentó Duna—. Aya, ¿cuándo recibiste esta carta?
—Hace tres días, creo…
Los tres muchachos se miraron.
—Oh, Santo Todopoderoso… —exclamó Duna, sobrecogida.
—Esta noche es la próxima Luna Llena —concluyó Sírgeric.
—No perdamos más tiempo, tenemos que organizar muchas cosas.
—Un momento, Duna. Antes deberías… hablar con el príncipe sobre algo, ¿no crees?
—¡No hay tiempo que perder! Solo disponemos de… —Duna perdió el hilo de sus palabras cuando sus ojos se cruzaron con los de Adhárel. Con los del dragón—. Tienes razón… Imagino que podemos permitirnos un breve descanso.
Adhárel asintió conforme y Duna le pidió que subiese con él a la habitación.
—No hagáis tonterías mientras estéis arriba —canturreó Sírgeric mientras se tumbaba cuan largo era sobre el sillón del salón. No tardó mucho en quedarse dormido.
—¿Qué quieres decirme, Duna? —le preguntó el príncipe ya en su habitación. Duna rehuyó sus ojos y miró a través de la ventana.
—No sé por dónde empezar…
—Intenta que sea por el principio —bromeó Adhárel, acercándose a ella por detrás. Duna cerró los ojos y después se apartó, sentándose sobre la cama.
—¿Qué es lo último que recuerdas, Adhárel?
—Bueno… me tendieron una emboscada. Me debieron de golpear con algo porque lo siguiente que recuerdo es una fría celda donde pasé el resto de días inconsciente. Después, tampoco sé cómo exactamente, aparecí en mitad de una inmensa llanura con una torre al fondo. Me puse a andar y cuando llegué descubrí que tú estabas allá arriba, encerrada. Y quise salvarte… Pero en ese momento llegaron esos soldados, me apresaron, caí desmayado y luego… bueno, luego desperté desnudo en mitad del bosque contigo y con Sírgeric. ¿Me vas a explicar cómo…?
—Quiero que sepas que nada de lo que te voy a decir es… mentira. Te lo juro por mi vida, Adhárel. Jamás querría hacerte daño —dijo Duna, dándose cuenta de que sus palabras habían sido muy similares a las de Sírgeric.
—Me estás asustando —el príncipe se sentó a su lado.
—Adhárel, creo… creo que he desentrañado la Poesía Real.
—¿De veras? —preguntó él, asombrado—. ¿Cómo lo has hecho? ¡Es genial! ¡Ahora podremos utilizarla contra Belmont!
—No, Adhárel. Por favor, escúchame. No sé si podré seguir si me interrumpes.
—Discúlpame.
—Como bien habías deducido, La Amante sin lugar a dudas es tu madre, aunque no he conseguido desentrañar el motivo de ese nombre. El Mensajero, el Heraldo… Bueno, el anciano creo que se refiere a un poderoso sentomentalista que tu madre conoció hace mucho tiempo. —Duna respiraba con dificultad, intentando ser lo más clara posible. Adhárel escuchaba con atención—. Tu madre le pidió que crease un arma que le ayudase a proteger el reino…
—¿El arma? ¿Ya sabes qué es el arma? ¿Dónde está?
—No, Adhárel. La pregunta no es qué es el arma, sino quién es el arma.
El príncipe la miró extrañado.
—Duna, creo que no te entiendo…
—¡Adhárel! ¡Tú eres el arma! ¡Tú eres la estúpida arma! —exclamó ocultando sus lágrimas.
—Debes de estar equivocada. Eso es… eso es… imposible.
—¡No! ¡No lo es! ¡Es cierto, Adhárel! Por mucho que desease que no lo fuera… lo es…
—Pero no lo entiendo. ¿Yo? No veo que sea diferente a mis hombres. No tengo nada de especial.
—No por las mañanas. Pero sí por las noches.
Adhárel sonrió.
—Pero Duna, ninguna noche estoy despierto. No recuerdo haber vivido una sola noche desde… desde…
—Desde nunca Adhárel. Lo sé. Si no puedes protegerlo, haz de mi tesoro un arma, y la mantendrás oculta…
—… Pues nadie deberá usarla, conozco el final de la poesía. ¿Qué quieren decir esos versos?
Duna se humedeció los labios, angustiada, y se acercó al príncipe.
—¿Recuerdas cómo te hiciste esta cicatriz? —le preguntó, rozándole la barbilla.
—Fue hace mucho tiempo… Supongo que jugando, como cualquier niño.
Duna negó lentamente con la cabeza.
—¿Y el brazo? ¿Sabes cómo te heriste? ¿Por qué lo llevabas vendado?
—¡Claro! Es un poco vergonzoso, pero me caí de la cama y…
—No, Adhárel —le corrigió Duna—. Todo eso son excusas. No es la verdad.
El príncipe tragó saliva y la miró fijamente.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—A que el arma es el dragón, Adhárel. Por eso solo aparece durante las noches.
—¿Pero no acabas de decir que el arma soy yo?
—¡Tú eres el arma! —exclamó. Después, en voz baja, añadió—: Tú eres el dragón…
—¿Qué soy qué? ¿Te pasa algo Duna? ¿Cómo voy a ser yo el dragón? Eso es… ¡absurdo!
Duna levantó los ojos y le miró directamente.
—Te aseguro, Adhárel, que es cierto. Y creo que es mejor para todos que lo sepas.
El príncipe se puso en pie, apartándose de ella.
—No sé qué clase de broma es esta, Duna, pero si intentas hacerme pagar el modo en que te traté durante tu estancia en el palacio te estás pasando.
—¡No estoy intentando hacerte pagar nada! —gritó, poniéndose en pie y sin dejar de llorar—. ¿Quieres saber cómo escapé de la torre? ¿Cómo llegamos a Bereth? ¡Tú nos sacaste de allí! ¡Tú, Adhárel! ¡Nadie más que tú! Nos llevaste a Sírgeric y a mí en tus garras y juntos volamos hasta el bosque.
—Estás desvariando, estás desvariando… —murmuraba el príncipe, alejándose cada vez más de ella—. No había ni rastro del dragón cuando desperté…
—¡Tú eras el dragón, maldita sea! ¡Por eso estabas desnudo!
Adhárel fue a contestar pero las palabras se le atragantaron. Por eso estaba desnudo… por eso no recuerdo ni cómo llegué al bosque, ni soy capaz de imaginar una sola noche despierto… ¿Cómo puede ser…?
—Lo siento muchísimo, Adhárel. Créeme… lo siento…
Jamás me caí de la cama. Durante alguna batida me acertaron en el brazo. Las cicatrices…
—Soy… soy el dragón —murmuró Adhárel, mirando a través de la ventana y viendo su reflejo en el cristal—. Toda mi vida lo he… lo he sido.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Cerró los ojos para ocultarlas, pero estas salieron despedidas con más fuerza.
—Adhárel… —Duna se puso en pie y avanzó hacia él.
—Todo este tiempo he intentado darme caza a mí mismo… He sembrado el pánico en el reino, he destruido hectáreas de bosque, he…
—No sigas, Adhárel. No te martirices de ese modo. No has sido tú, no conscientemente…
Duna se acercó a él y le abrazó con fuerza. Y aunque al principio él siguió absorto en sus pensamientos, poco a poco fue correspondiendo al abrazo. Duna levantó la mirada anegada en lágrimas y vio que los ojos color bosque de Adhárel también lloraban. Sin pronunciar una palabra, Duna levantó la cabeza y cerró los ojos. Al instante siguiente, los labios del príncipe fueron al encuentro de los suyos y se fundieron en el beso que tanto habían anhelado ambos. El beso que confirmaba sus sentimientos y que demostraba que no existía barrera que el amor no pudiese traspasar.
Pero ninguno de los dos pensó en todo aquello. Solo se dejaron llevar por los labios del otro, por las caricias de sus manos, por la respiración acompasada y por el latir de sus corazones. No supieron cuánto tiempo estuvieron besándose, pero cuando se separaron, el sol penetraba en la habitación a raudales.
Duna fue a disculparse por lo ocurrido, pero el príncipe le posó suavemente el dedo índice en los labios y negó con la cabeza.
—Te quiero, Duna. Te quiero como a nadie en este mundo. Si no hubiera sido por ti, nunca hubiera conocido la verdad sobre mí.
La muchacha recibió aquellas palabras como una brisa de aire fresco y le abrazó aún con más fuerza.
—Siento todo esto, Adhárel. Ojalá no hubiese tenido que decírtelo yo.
—Mejor tú que otra persona, Duna.
—¿Qué vamos a hacer ahora? Tengo miedo…
Los dedos del príncipe acariciaron su pelo.
—No tengas miedo. Yo estaré aquí para protegerte. Acabaremos con todo esto y después hablaré con mi madre. Ella sabrá qué hacer…
Con cuidado, Adhárel llevó a Duna hasta la cama y la dejó tendida sobre ella.
—¿Te vas a ir? —preguntó ella, asustada.
—No, claro que no. Estaré aquí, contigo.
Y después de decir esto, se tumbó a su lado arrimándose todo lo que pudo a ella.
—Te quiero, Adhárel. Esta noche… Esta noche… —pero no pudo terminar la frase. Después de tanto tiempo sin dormir, el sueño pudo con ella y le fue imposible resistirse a su llamada. El príncipe tampoco la habría escuchado, en cualquier caso, pues él también se había dejado arrastrar por el sueño.