Duna estaba despierta cuando el dragón regresó. Debía de ser pasada la medianoche. Aunque después de estar encerrada en aquel lugar durante más de dos días, podría haber estado amaneciendo y la muchacha no se habría enterado. No, aún llevaba la cuenta gracias al sol. De eso podía estar segura.
Sentía un hambre feroz y las tripas hacía tiempo que ya habían dejado de rugir, ¿para qué?, pensaba… si tuviese algo que llevarme a la boca ya lo habría hecho. Moriría de hambre en menos tiempo del que imaginaba. Para su sorpresa, el problema del agua lo había solucionado mejor. Había encontrado un pequeño tarro de madera bajo la cama tras el fugaz intento de rescate de Adhárel. Estuvo a punto de lanzarlo por la ventana con la mesita de noche, pero se lo pensó mejor y supuso que tal vez le sería útil más adelante. Y así fue. Un rato más tarde se desató una tormenta inesperada que cubrió el cielo entero. Y casi al mismo tiempo sintió cómo la lluvia le caía sobre la frente y la despertaba de su ensimismamiento. La lluvia se filtraba por un pequeño agujero en la pared. Estaba tan muerta de sed que hacía tiempo que había dejado de sentir húmeda la boca. Cuando la primera gota le golpeó, no pudo si no abrir la boca y esperar cuanto fue necesario hasta calmar su sed. Cuando se encontró mejor, movió el camastro para que no se mojase y colocó en el suelo el pequeño tazón. Cada vez que estaba apunto de desbordarse, Duna bebía con voracidad hasta vaciarlo. Pero el hambre… El hambre era otra historia.
La muchacha rodó sobre la cama hasta quedar boca abajo y, de ese modo, mantener distraída a su tripa. No surtió ningún efecto.
De pronto, el dragón rugió más allá del techo.
—¡¿Quieres dejar de hacer eso de una vez?! —gritó contra la almohada, desesperada.
El dragón volvió a rugir en las alturas. Duna se dio media vuelta y se quedó boca arriba.
—¡Maldita sea! ¡Espero que te lo estés pasando bien allá arriba, lagarto estúpido!
Estupendo, se dijo, ya empezaba a volverse loca: estaba hablando a gritos con un dragón. De pronto, el feroz rugido se convirtió en un bramido de ira y el aleteo de la criatura retumbó por toda la habitación. No había que ser muy avispado para darse cuenta de que algo le había enfurecido. Duna se levantó al instante para ver lo que estaba sucediendo fuera. Corrió hasta la ventana y se asomó. ¿Adónde iría con tanta prisa el dragón? ¿Habría venido alguien a rescatarla?
De repente, un fogonazo procedente de las fauces del dragón la dejó paralizada. Duna abrió la ventana y se encaramó al alféizar para poder ver mejor a pesar del miedo que sentía. La enorme criatura seguía escupiendo llamaradas sin dejar de dar vueltas en torno a la base de la torre. Duna temió que cuando se apagase la última brizna, hubiese un cuerpo calcinado saludándola desde el suelo. Tras un último fogonazo que deslumbró a la muchacha, el dragón remontó el vuelo y sin reparar en Duna ascendió hasta quedar de nuevo sobrevolando la torre.
Cuando el humo se hubo disipado, y antes de que las últimas llamas se hubieran extinguido, las plantas a la sombra de la torre aparecieron chamuscadas y ennegrecidas. Si alguna vez hubo alguien ahí abajo, ya no quedaba ni rastro de él: el dragón se había encargado de ello.
La muchacha fue a bajar de la ventana cuando de pronto oyó un ruido. Estaba pensando que lo había imaginado cuando volvió a repetirse. Sin estar segura de lo que hacía, Duna volvió a asomarse por la ventana y escrutó la noche sin saber exactamente qué buscaba.
—¡Duna! —le llamó alguien desde abajo, intentando hacer el menor ruido posible.
—¿Sír… Sírgeric? —preguntó la chica al reconocer la voz. No veía más que una silueta recortada en el terreno recién carbonizado.
—Sí —volvió a susurrar el chico—. Soy yo.
Duna soltó un gritito, asombrada.
—¿Qué… qué haces aquí? ¡Vete antes de que el dragón te descubra!
—No pienso irme sin ti.
El dragón sobrevolaba la torre con un aleteo acompasado. No parecía haber reparado en la presencia del ladrón.
—¿Pero cómo voy a salir de aquí? ¡No hay puertas!
—Ya contaba con eso.
Duna guardó silencio cuando la figura del dragón sobrevoló su cabeza.
—¿Y qué piensas hacer entonces? —volvió a preguntar Duna a la oscuridad.
—Lánzame tu pelo y subiré yo.
Duna se quedó perpleja ante la ocurrencia de Sírgeric.
—¿Bromeas? ¿Recuerdas cómo llevaba el pelo la última vez que me viste? Vale… ¡Pues ahora imagínatelo un dedo más largo!
El dragón gruñó en lo alto, alarmado por el repentino grito de Duna. La muchacha se ocultó y esperó a que la criatura volviese a elevarse. No tendría que haber gritado, pero el humor de Sírgeric no resultaba nada adecuado en aquel momento.
—Te lo estoy diciendo en serio —volvió a escuchar la voz de su amigo—. No necesito que me lances todo tu pelo, bastará con un mechón.
—¿Y para qué quieres un mech…? —Duna se dio por vencida. Tenía que empezar a confiar en el joven—. De acuerdo. Espera ahí abajo.
—Como si tuviese algo mejor que hacer… —le oyó decir antes de volver al interior de la habitación para buscar algo con lo que cortarse el pelo.
Dio una vuelta en redondo y no encontró nada que pudiese servirle. No había nada afilado a la vista. Estaba ya convencida de que tendría que arrancárselos con la mano cuando, de pronto, vio en una esquina de la torre un fragmento de tejado desprendido que había caído por el agujero en el techo. Corrió a por él y cogiendo con la mano el extremo menos afilado, comenzó a friccionar un buen mechón que le caía por el cuello hasta que se desprendió completamente. Cuando lo tuvo, hizo un nudo con el mismo y corrió de vuelta a la ventana.
—¡Sírgeric! —le llamó—. ¡Ya lo tengo!
—Ahora lánzamelo.
La muchacha se encogió de hombros, alargó el brazo, abrió la mano y dejó caer el mechón al vacío.
Después esperó a que sucediese algo, sin saber exactamente qué. Se asomó aún más para ver si conseguía entender qué estaba haciendo Sírgeric, pero no consiguió distinguir nada.
—¿Sírgeric? —le llamó—. ¿Sigues ahí?
No hubo contestación.
—¡Sírgeric! —gritó un poco más alto—. ¿Me escuchas?
—Perfectamente —contestó una voz a su espalda.
Duna pegó un grito, asustada, y a punto estuvo de precipitarse por la ventana. Por suerte, el muchacho la agarró a tiempo.
—Sírgeric… —dijo Duna mirando a su amigo como si fuese un fantasma y volviendo la vista al exterior—. ¿Cómo lo has…? Creí que… ¡Esto es increíble! —decidió, lanzándose a los brazos del joven.
—Menuda bienvenida —dijo el joven, bajándola del alféizar y dejándola en el suelo—. Me alegra comprobar que estás bien, Duna.
La muchacha le abrazó.
—Yo también me alegro de verte. ¡Rápido! Salgamos de aquí.
—No —contestó él, separándose—. Espera, Duna…
—¿Qué? ¡Llevo aquí demasiado tiempo como para aguantar un minuto más!
El muchacho suspiró.
—Si has esperado tanto tiempo, ¿podrás aguantar un rato más? Tenemos que hablar.
Duna enarcó una ceja, pero asintió y se alejó de la ventana.
—Te he traído algo de comida. Imaginé que tendrías… —antes de que terminase de hablar, Duna ya le había arrebatado la bolsita que llevaba en el cinturón y estaba extrayendo el mendrugo de pan y el trozo de queso que contenía—… hambre.
La muchacha asintió sin dejar de comer, con la cara iluminada por una sonrisa.
—Esto es tuyo —dijo Sírgeric dejando caer al suelo los cabellos de la muchacha.
—Da no dos quiedo pada naa —contestó Duna con la boca llena.
—Eso pensé… —Sírgeric dejó que la muchacha saciase su hambre—. Así que esta es tu pequeña casita de veraneo. Me gusta… un poco sombría, pero tiene buenas vistas.
Duna le fulminó con la mirada y el chico dejó de reírse.
—Lo siento, lo siento… Imagino que lo habrás pasado fatal. —Duna asintió, alicaída. Después, Sírgeric continuó hablando—. Yo por mi parte tampoco lo he pasado muy bien que digamos. Mientras te seguía por los callejones de Belmont, un puñado de soldados cayó sobre mí y tuve que vérmelas y deseármelas para escapar vivo de allí… Pero para cuando lo conseguí, se llevaban tu cuerpo inerte a rastras. Imaginé que no te habían matado. Supuse que te querrían utilizar como cebo para pedir algún tipo de recompensa. —La muchacha dejó de comer y escuchó atentamente a su amigo—. Después me oculté en el interior de una casa y esperé a que los soldados me diesen por desaparecido. Pasé el resto del día allí y cuando cayó la noche me acerqué todo lo que pude al castillo para ver qué hacían contigo. No tardó en salir de allí un carruaje con barrotes donde presumiblemente ibas tú. Les seguí a una distancia prudencial hasta dar con esta torre. Después solo tuve que esperar el momento oportuno para venir a rescatarte.
La muchacha dejó la bolsita en el suelo y se levantó.
—Y si estuviste vigilando la torre todo ese tiempo, ¿por qué has venido durante la noche, justo cuando el dragón vigila? ¿No viste que por las mañanas esto está sin protección?
Sírgeric negó con la cabeza y se sentó al borde de la cama.
—Eso es lo que piensas tú. Pero en realidad no es así.
—¿Cómo no va a ser así? ¡Sírgeric, llevo aquí más de dos días encerrada! Yo sabré cuándo alguien me vigila y cuándo no.
El joven le hizo un gesto con la mano para indicarle que se sentase a su lado.
—No te enfades, por favor.
Duna se sentó junto a él y se cruzó de brazos.
—Como quieras. Pero explícame cómo tienes pensado sacarme de aquí. ¿También vas a utilizar tus poderes conmigo? —Sabía que no estaba siendo demasiado justa con su amigo, pero la comida le había devuelto la energía suficiente como para volver a comprender la gravedad de su situación.
Sírgeric apartó la mirada. No tuvo que decir nada.
—¡No me lo puedo creer! —gritó la muchacha—. ¡No has pensado cómo vamos a salir de aquí! Y para colmo, ya no soy la única que tiene que escapar sin que me vea el dragón. ¡Ahora tú también tienes que pasar desapercibido!
El dragón rugió en ese instante y Duna se dio cuenta de lo alto que estaba hablando. Con un movimiento fugaz, la chica empujó a Sírgeric y este rodó por la cama hasta desaparecer al otro lado. En ese mismo instante, la enorme criatura miró a través de la ventana con su profundo ojo velado.
Duna le sonrió inocentemente e hizo el gesto de bostezar antes de tumbarse en la cama. Unos segundos después, el dragón remontó el vuelo.
—¿Ves a lo que me refiero? —preguntó la muchacha, indicándole que ya podía levantarse—. Por poco te pilla… Sírgeric, lo siento de verdad, pero si no puedes ayudarme a escapar, será mejor que vuelvas a casa con Cinthia y con Aya para darles la noticia.
—No digas tonterías, Duna —replicó el muchacho—. No voy a volver sin ti.
—Pues te vuelvo a preguntar cómo lo vamos a hacer. ¿Ese don tuyo nos va a ayudar?
Sírgeric respiró hondo y dijo:
—No, esta vez no. Además, no creo que nos sirviese de mucho.
Duna puso los ojos en blanco y se contuvo para no atizar un puñetazo a su amigo. Después preguntó:
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Y cómo que no nos serviría de mucho? ¿Por qué?
—El dragón…
—¿Sí? ¿Qué pasa con él?
—El dragón está hipnotizado.
Duna enarcó las cejas antes de soltar una risotada.
—¿Que qué?
—Que está hipnotizado. Que no es dueño de sus acciones…
—Sé lo qué significa, gracias.
—Sabía que no me creerías… ¿No has visto sus ojos? No tienen color. Están… vacíos. ¡Negros! Esa es la primera señal de que una criatura está hipnotizada.
—¿Desde cuando te has vuelto tú un experto en dragones?
Sírgeric se levantó y se puso frente a la muchacha.
—No soy un experto en dragones, pero sí en sentomentalomancia. Conozco cómo funcionan muchos poderes, y más si he tenido que sufrirlos en mis carnes…
La muchacha dejó de sonreír al escuchar aquello.
—¿Cómo que en tus carnes?
—El hipnotismo es uno de los dones que posee uno de los sentomentalistas más poderosos de Belmont. Ese hombre fue mi maestre durante mi estancia en ese diabólico reino y alguna vez usó su poder conmigo… —Duna fue a pedir disculpas, pero Sírgeric continuó—: Escúchame, Duna, ese dragón de ahí fuera está hipnotizado y te seguiría hasta el fin del mundo solo para traerte de vuelta a esta torre. No dejará de hacerlo hasta que rompan el hechizo o…
—Hasta que muera —adivinó la muchacha. El joven asintió alicaído—. Ya sabía yo que el dragón que me salvó en el bosque no era el mismo. Mi dragón nunca hubiese intentado carbonizarte.
Sírgeric se relajó viendo que al menos Duna le creía.
—¿Tu dragón? —bromeó—. Menudas confianzas…
Duna le golpeó el brazo y después dijo:
—Todavía no me has contestado a algo…
Sírgeric la miró, nervioso.
—¿Por qué has venido por la noche en lugar de por la mañana? Si el dragón es tan peligroso no entiendo la necesidad de venir en plena noche…
Sírgeric se masajeó las sienes mientras daba unos pasos por la habitación.
—Porque mientras el dragón no ronda por las mañanas… hay soldados que vigilan la torre.
—¿Y son más difíciles de evitar que una criatura de esa envergadura, con garras, dientes y que escupe fuego?
El joven sonrió.
—Te aseguro que sí.
Duna volvió a suspirar, entristecida.
—Por eso Adhárel no consiguió rescatarme. Si hubiera sabido que había guardias vigilando… —no pudo reprimir el llanto—. A saber qué habrán hecho con él…
Sírgeric dio un paso hacia atrás rascándose el hombro, incómodo.
—En realidad… en realidad eso no tuvo mucho que ver, Duna.
La muchacha le miró sin comprender. Entre ofendida y enojada.
—¡¿Cómo que no?! Adhárel vino a rescatarme, pero le tendieron una trampa. Seguramente consiguió escapar de Belmont y vino hasta aquí a por mí.
—No, Duna —replicó Sírgeric, cada vez más molesto.
—¡Desde luego que sí! ¡Lo que sucede es que le tienes envidia!
El muchacho se rió sin ganas.
—¿Envidia de qué?
—¡De que él fuese mucho más valiente que tú y se atreviese a venir a pesar de los soldados!
—¡Pues no veo que haya llegado muy lejos! Al menos yo he conseguido llegar hasta aquí arriba.
—¡Solo gracias a tu poder! —replicó ella.
—Y a mi ingenio —añadió él.
—¿Y para qué? ¡Dime! ¡Mejor estaría sola que contigo!
Sírgeric fue a replicar cuando asimiló las palabras de la muchacha. Su rostro debió de descomponerse de tal manera que la muchacha también se dio cuenta de lo que había dicho después de pronunciar las palabras.
—Sírgeric… lo… lo siento… —se disculpó—. No… no sé qué me está pasando. Es todo esto. No he podido hablar con nadie en tanto tiempo que… Oh, lo siento muchísimo —dijo, cubriéndose el rostro con las manos.
—Da igual. Yo tampoco estoy siendo muy amable que digamos.
Duna levantó la mirada.
—En eso tengo que darte la razón —dijo, desviando la mirada hacia la ventana—. Adhárel puede estar en estos momentos pudriéndose en algún calabozo.
—No lo creo… —masculló el joven. Duna se volvió hacia él, de nuevo enfadada.
—¿Quieres dejar de hablar así y decirme claramente lo que tengas que decirme?
Sírgeric se revolvió el pelo, inseguro.
—Lo siento, tienes razón. Es que es… difícil. Seguramente no me crearás. Yo no lo hice al principio, he tenido que meditarlo mucho antes de darme cuenta de que era…
—¡Vale ya! —le interrumpió ella—. Te aseguro que en los últimos días me he vuelto de lo más crédula.
Sírgeric respiraba con dificultad, nervioso, intranquilo. Intentaba elegir las palabras con precaución antes de pronunciarlas, pero siempre parecían ser las equivocadas.
—Está bien, pero déjame que te lo cuente desde el principio.
—Tómate el tiempo que necesites —comentó Duna con ironía, acomodándose en la cama.
El joven se aclaró la garganta y mientras daba vueltas alrededor de la habitación, comenzó a hablar con el batir de las alas del dragón como acompañamiento.
—Durante mi estancia en la cárcel de Bereth los días previos a que Cinthia me viniese a rescatar, sucedieron dos cosas que no había previsto. La primera fue que tuve que compartir celda con un niño de nueve años llamado Marco que después resultaría ser el hijo de Barlof. —Duna fue a decir algo pero el joven se lo impidió—. Eso no es importante ahora mismo. El caso es que el niño, en cuanto me vio en su misma situación, me contó que estaba llevándose a cabo una conspiración en Bereth y que el causante de todo, incluso de la muerte de su padre, era Dimitri. Después de que me explicase cómo lo sabía, algo con lo que tampoco voy a entretenerme ahora mismo, pasé a preguntarme por qué Adhárel permitía que todo aquello estuviera sucediendo. Había una pieza que no encajaba en ese rompecabezas y no la encontré hasta la noche anterior a que Cinthia nos rescatara.
»Era de noche y los pocos presos que había en los calabozos dormían y murmuraban palabras sin sentido, seguramente como yo. Sin embargo, el sueño no conseguía vencerme en un lugar como aquel y me pasaba las horas nocturnas divagando con mis pensamientos… hasta que les oí hablar. No sé si fue casualidad, pero por segunda vez era partícipe secreto de una conversación de la que no tendría que haberme enterado. —Sírgeric detuvo el relato para sentarse junto a Duna—. Al principio no le di ninguna importancia, imaginé que serían dos soldados hablando de banalidades, pero entonces uno de ellos se quejó de tener que reunirse allí abajo y el otro le contestó que solo allí estaban seguros de que nadie pudiera oírles y de que ningún ojo pudiera verles… y que los pocos que estuvieran haciéndolo, dejarían de existir en pocos días.
»En ese momento, lejos de amedrentarme por las insinuaciones, decidí prestar más atención a sus palabras. Te aseguro que me costó más de lo que puedas imaginar asimilar lo que escuché a continuación, pero ahora sé que es cierto. Empezaron a hablar de los planes que tenían para Bereth; la unión de los dos Reinos y todo eso. Pero después pasaron a hablar de ti…
—¿De mí? —preguntó Duna, sobrecogida e intrigada.
—Sí, de lo que te tenían preparado… y de lo que harían con el príncipe Adhárel.
Duna se llevó las manos al pecho, consternada.
—¿Le… le van a… matar?
—No, Duna. Les es más útil vivo.
—¿Entonces? —insistió la muchacha, sin entender.
—Vivo, pero no consciente.
—¿A qué te refieres?
Sírgeric se frotó las manos. Tenía que decírselo ya.
—Por favor, te suplico que…
—¡Dímelo! —gritó Duna, poniéndose en pie.
—Está bien. Adhárel…
—¿Sí?
—El dragón…
—¿Qué?
—Duna, Adhárel es el dragón.
Ya estaba. Ya lo había dicho. Ya podía respirar tranquilo. Sin embargo, el aire no parecía querer penetrar en sus pulmones. Duna seguía mirándole con una media sonrisa pintada en la cara.
—¿Perdón? —preguntó con insultante tranquilidad.
—Que Adhárel-es-el-dra-gón —repitió el joven, marcando cada sílaba.
Duna le miró unos instantes sin moverse, para después soltar una tremenda carcajada. Una carcajada que retumbó por toda la habitación y por la cual Sírgeric se quedó totalmente desconcertado. Duna siguió riendo mientras su amigo se debatía entre acompañarla o zarandearla para que volviese en sí. Estaba empezando a dibujarse una media sonrisa en sus labios, cuando, paulatinamente, la risa natural de Duna fue transformándose en una nerviosa. A Sírgeric no le pasó desapercibido el cambio y para cuando se hubo levantado de la cama, Duna había caído de rodillas al suelo y ocultaba las lágrimas entre sus manos.
—Duna, ¿estás… estás bien? —se aventuró a preguntar el muchacho.
—¿Por… por qué dices eso? —sollozó ella con un hilo de voz—. ¡¿Por qué quieres burlarte de mí?!
—No quiero burlarme de ti, Duna. Eso sería lo último que haría. Te… te estoy diciendo la verdad, ¡te lo juro!
El muchacho se acercó para abrazarla, pero antes de llegar siquiera a tocarla, Duna levantó la cabeza y le apartó de un empujón.
—¡No me toques! —gritó.
—Duna…
—¡Vete!
Sírgeric se puso de nuevo en pie.
—Ya te he dicho que no me iré de aquí sin ti.
—¡Me da igual lo que digas! —gritó otra vez, sin dejar de llorar—. ¡Ya has dicho suficiente! ¡Vete y no vuelvas! ¡Vete y…!
Sírgeric se había ido acercando lentamente a ella y la última frase la había terminado sobre su hombro, llorando desconsoladamente y abrazándole con una fuerza inusual en ella.
—Duna… tranquila. Tranquila —le susurraba al oído sin dejar de acariciarle el pelo—. No llores, por favor.
Mientras le rogaba que se calmase, Sírgeric se preguntó dónde estaría el dragón y por qué no había aparecido todavía para ver lo que sucedía… tal vez estuviese cazando lejos de allí. Unos minutos después, Duna dejó de temblar, y al poco se secó las lágrimas sin apartarse del hombro de su amigo.
—Es imposible… tiene que serlo… el tamaño del dragón… Adhárel… Sería imposible ocultar algo así… ¿Estás… estás seguro de lo que dices? —preguntó con la voz entrecortada.
—Completamente —contestó él, atrayéndola hacia sí con fuerza—. Jamás te engañaría para hacerte daño, Duna. Eres mi amiga.
—Lo sé… pero… es tan…
—¿Recuerdas la Poesía Real?
Duna asintió sin separarse de él.
—Marco me la recitó hace poco en el calabozo. En ese momento até cabos y me di cuenta de que era verdad. Adhárel fue encantado por algún sentomentalista muy poderoso cuando nació y desde entonces ha alternado su naturaleza humana con la de dragón. Es la única explicación posible.
—Él es el arma…
El joven asintió.
—Pero… pero… —susurraba Duna, sorbiendo las lágrimas—. Él vino a buscarme aquí, a la torre…
—El príncipe solo cambia de apariencia cuando se pone el sol. Por las noches se convierte en el dragón de Bereth y cada amanecer recobra su aspecto humano. Deben de haber hipnotizado al dragón, pero no al príncipe.
La muchacha se separó lentamente de Sírgeric.
—No lo entiendo. ¿No son la misma… el mismo…? —no sabía cómo terminar la frase.
—Lo son. Pero si mi intuición no me falla, por las mañanas el dragón regresa a Belmont donde mantienen preso a Adhárel hasta que vuelve a anochecer. Lo del otro día, cuando intentó rescatarte, debió de ser un divertimento para los soldados que le custodiaban.
Duna volvió a sentir las lágrimas aflorando en sus ojos.
—Tanto tiempo… tanto tiempo y nunca me lo dijo… ¿Cómo ha podido?
—Quizá ni siquiera él lo sepa —aventuró el joven.
—¿Cómo no va a saberlo? ¡No es algo que se pueda olvidar con facilidad!
—Tal vez cuando despierta no recuerda lo que ha pasado durante la noche. No lo sé, son solo suposiciones.
—Pobre Adhárel… —suspiró Duna—. ¡Pero alguien tendría que saberlo! Alguien ha tenido que estar protegiéndole todo ese tiempo. ¿Cómo… cómo si no ha podido volver cada mañana al palacio?
Y en el momento en que se preguntó eso, recordó de golpe el baile.
—Es la reina —dijo, sin alterar la voz pero con los ojos bien abiertos.
—¿Perdón? —preguntó Sírgeric.
—¡La reina Ariadne es quien le protege!
—¿Cómo has llegado a esa conclusión?
Duna hizo memoria antes de responder.
—Fue… fue ella quien obligó a Adhárel a abandonar el baile minutos antes de la medianoche. Ella sabía lo que le sucedía a su hijo y… y no podía permitir que nadie le viese transformarse en dragón.
Sírgeric meditó aquellas palabras.
—O sea, ¿que la reina lo supo siempre y no hizo nada para evitarlo? ¿Ni siquiera se lo dijo?
Duna se encogió de hombros, mucho más tranquila. De repente le asaltó una duda.
—Sírgeric… Me preguntaba si tu plan de rescate incluía… bueno, si incluía a Adhá… al dragón.
El muchacho esbozó una sonrisa y asintió.
—¿Y en qué habías pensado si puede saberse? —preguntó Duna, levantándose, resuelta a ayudar a su amigo a salir de allí. Ya que su príncipe no iba a venir a rescatarla, más bien todo lo contrario, tendría que ser ella quien escapase de allí.
—No era una idea demasiado brillante, si te soy sincero…
—Sírgeric, por favor —insistió.
—De acuerdo. Veamos. Según creo, Adhárel y el dragón comparten una misma alma, pero diferentes conciencias. Es decir, el dragón no sabe quién eres, sin embargo, y sin él saber por qué, tiene la irrefrenable necesidad de protegerte. —Al escuchar la explicación, Duna recordó cómo le había salvado de los bandidos en el bosque—. Sin faltar al respeto —prosiguió—, podría parecerse a la relación de un perro con su amo: no le quiere, pero siente aprecio por él y obedece sus órdenes.
—No sé adónde quieres llegar.
—Quiero decir que tiene que haber algo más que una al príncipe con el dragón. Si Adhárel te quiere de verdad, y por todo lo que ha hecho no lo dudo… y el dragón de alguna forma te reconoce lo suficiente como para hacer lo que hizo. Creo que el posible lazo de unión es…
—¿El amor? —preguntó Duna, haciéndose una idea de adonde quería ir a parar Sírgeric.
—Eso creo yo…
Duna se aguantó las ganas de decirle que aquello era una estupidez. Decidió, por primera vez, creer en él sin dudar un instante.
—Está bien. Pongamos que es cierto… ¿Qué plan habías pensado?
Sírgeric sonrió mucho más tranquilo y se dispuso a explicarle paso a paso en que consistía su plan.
—Esperaré escondido detrás de la cama para que no me vea —dijo Sírgeric como último apunte—. Después, todo dependerá de ti. ¿Estás segura de que quieres hacerlo? Tal vez podríamos pensar en otro plan.
—No. Ya dijiste que si escapásemos de cualquier otra manera, el dragón nos perseguiría hasta darnos caza. No estoy dispuesta a arriesgar tu vida también.
—Pero es peligroso… podría salir mal, podría estar equivocado… —el joven se revolvió el pelo, nervioso—. Cuanto más lo pienso, menos me gusta la idea.
—Sírgeric. Voy a hacerlo. No me lo pongas más difícil y escóndete, por favor.
El muchacho obedeció y se ocultó bajo el mueble mientras veía cómo su amiga se encaramaba al alféizar de la ventana, dispuesta a enfrentarse al dragón.
—¡Adhárel! —gritó Duna a la noche. La luna parecía ser su único oyente. No estaba segura de si el dragón reconocería aquel nombre, pero tenía que empezar intentando aquello—. ¡Adhárel, ven aquí!
De repente, un poderoso aleteo surcó la noche y, un momento después, la inmensa criatura se presentó ante ella, manteniéndose a unos metros de la ventana, batiendo las alas sin mover el cuerpo. El intenso viento despeinaba los cabellos de Duna y azotaba su cuerpo.
—¡Escúchame! —volvió a gritar, intentando oír su propia voz por encima de todo aquel estruendo—. ¡Sé que estás ahí en alguna parte! ¡Adhárel, te quiero! ¡Por favor, haz un esfuerzo y entiende mis palabras!
Como respuesta, la criatura soltó un fuerte rugido que dejó sin aliento a la muchacha. Tenía que ser más persuasiva. Tenía que creérselo de verdad. Maldita sea, ¡pero ese no era su príncipe! Agarrándose con más fuerza a la piedra, volvió a gritar:
—¡Te lo suplico, Adhárel! ¡No dejes que te hagan esto! ¡Escúchame! Tienes que creerme… ¡te quiero! ¡Por favor, ayúdame a escapar!
De nuevo, el dragón bramó con ira contenida y coleteó con fuerza, atizando la pared de piedra y desprendiendo algunos fragmentos de la torre.
—No funciona —susurró Duna girando la cabeza hacia la habitación.
—No desesperes —le llegó la voz amortiguada de Sírgeric—. Sigue intentándolo.
—Como si fuera tan sencillo —masculló Duna. Tomó aire una vez más y se volvió de nuevo hacia el gigantesco dragón con la intención de impregnar cada una de sus palabras con toda la sinceridad de la que era capaz—. ¡Adhárel! ¡Adhárel, soy yo! ¡Soy Duna! ¿No me reconoces? Te lo ruego, Adhárel… Recuérdame.
Otra vez, la portentosa criatura bramó con fuerza sobrenatural y se alejó unos metros, batiendo las alas en lo que parecía una lucha sin control. Dio varias vueltas en el aire sin parar de rugir y después volvió a quedarse frente a Duna. Sus ojos seguían siendo tan negros como la noche que les rodeaba.
La tristeza y la falta de confianza comenzaron a hacer mella en la muchacha. Era absurdo… no conseguiría nada. Notó cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Cerró los ojos y, tragándose las lágrimas, tomó una decisión.
—Adhárel… mi príncipe… —susurró ya sin fuerzas. Solo le quedaba una cosa más por probar. Si salía mal… bueno, si salía mal tampoco alteraría en mucho su destino.
Sírgeric no pudo reaccionar a tiempo. Para cuando se dio cuenta de lo que su amiga iba a hacer, ya era demasiado tarde. El muchacho salió de un salto de su escondite y recorrió los pocos metros que le separaban de Duna en un abrir y cerrar de ojos, pero cuando alargó la mano, la muchacha ya se precipitaba al vacío.
—¡Duna! —gritó aterrorizado.
La muchacha sintió la caída en cada centímetro de su cuerpo. El viento, la falta de aire en los pulmones, la velocidad creciente… sintió todo y, sin embargo, no pudo interiorizar nada. En breves momentos recibiría el golpe que la mataría y entonces todo habría terminado.
Pidió perdón en silencio a Aya, a su fiel amiga Cinthia, a Sírgeric… pero por encima de todos, se disculpó ante su príncipe.
Qué lejos le parecían en ese momento la trama de Dimitri o la incipiente boda con Lord Guntern. Ya nada importaba. Solo esperaba que sus seres queridos no sufrieran por ella demasiado.
Los pensamientos transcurrían fugaces e incontrolables por su mente mientras el suelo se acercaba vertiginosamente. De repente, y como había esperado, se produjo el golpe… aunque no fue como imaginaba. Sintió dolor, desde luego, pero solo en el estómago y en el pecho. El estómago parecía querer salírsele por la boca, impidiéndole respirar. Fue entonces cuando comprendió que no estaba muerta y que, si hacía un esfuerzo, podría abrir los ojos.
Cuando lo hizo, descubrió que el tiempo parecía haberse detenido y que había dejado de caer tan rápido como antes. Aún no estaba en el suelo, de eso estaba segura. Poco a poco, fue recobrando la conciencia y descubrió que no podía moverse; no porque no quisiera, si no porque algo le aprisionaba el cuerpo. Tardó unos segundos más en comprender qué ocurría: el dragón la sujetaba entre una de sus fuertes garras.
Al principio creyó que todo había terminado; que la criatura la devolvería a su torre. Pero cuando notó que las garras que le arropaban se relajaban en torno a ella, comprendió que, lejos de su primera impresión, el dragón la estaba depositando suavemente en el suelo.
Cuando sus pies tocaron tierra, Duna se alejó unos pasos del portentoso dragón, quien la miraba fijamente.
—Me has… salvado… —se atrevió a decir.
El dragón ronroneó suavemente. Nada quedaba ya de la temible criatura de antes. Sus ojos… ya no eran negros; ya no estaban vacíos. Eran de la misma tonalidad que los del príncipe, algo en lo que se fijaba por primera vez.
—Gracias… —dijo, haciendo una pequeña reverencia. El dragón asintió al mismo tiempo y la muchacha pudo jurar que esbozaba una sonrisa.
Con el corazón latiéndole fuertemente en el pecho, Duna dio un paso hacia la criatura y esta bajó el cuello hasta que sus ojos quedaron un poco más altos que los de ella. Duna dio otro paso y, sin hacer caso del temblor que recorría su mano, la alzó para después posarla sobre la rugosa piel del dragón. Bajo el resplandor de aquella luna, las enormes escamas reflejaban la luz despidiendo suaves destellos perlados. El tacto le resultó frío, pero no helado.
—Adhárel… —susurró al mismo tiempo que acariciaba el enorme hocico del dragón. La criatura cerró los ojos y se dejó hacer—. Mi príncipe…
El dragón abrió los ojos y empujó el hocico hacia Duna cariñosamente.
—Tenemos que salir de aquí antes de que salga el sol. ¿Podrías… podrías llevarme?
Duna estaba convencida de que el dragón la entendía perfectamente aunque no pudiese contestar con palabras. Asintió suavemente y tendió su enorme garra para que Duna subiese a ella. La muchacha se encaramó con agilidad y después las garras se enroscaron en torno a su cintura. Hacía tiempo que no se sentía tan segura.
—De acuerdo, pues ahora… —de pronto, un silbido lejano la interrumpió—. Oh, vaya, me había olvidado de Sírgeric.
El dragón también miró hacia arriba y gruñó, nervioso.
—No, no, no tengas miedo. Es un amigo —explicó la muchacha—. Recógelo a él también, por favor. Y vayámonos de aquí enseguida.
Sin esperar un segundo más, el dragón comenzó a batir con fuerza las alas y al poco ya se encontraban frente a la ventana de la habitación.
—¡Duna, estás viva! ¡Lo has conseguido! —vitoreó el muchacho alejándose un poco de la ventana, intimidado por el dragón—. ¡Por un momento creí que te habíamos perdido para siempre!
—Dijiste que no solo los sentomentalistas tenían poder. Ahora sé que es cierto.
Sírgeric sonrió con ganas.
—Vamos, sube. Nos llevará de vuelta a Bereth.
—¿Estas segura? ¿No es… peligroso?
Duna enarcó una ceja.
—¿Ahora quién es el que tiene miedo? ¡Ya no está hipnotizado!
El joven asintió decidido y, tras encaramarse a la ventana, el dragón le tendió la otra pata delantera para que subiese.
—Gracias… —dijo, asombrado por lo que estaba haciendo.
En cuanto se hubo acomodado, el dragón cerró las garras a su alrededor y batió las alas una sola vez para alejarse de la torre. Y sin más dilación, emprendió el viaje de vuelta al reino de Bereth.
Duna miró una última vez hacia atrás para contemplar, sobrecogida, lo solitaria y amenazadora que parecía aquella torre que había sido su prisión y su hogar durante los más extraños y, por desgracia, inolvidables días de su vida.
El soldado oteó preocupado el horizonte. El amanecer comenzaba a pintar las montañas a lo lejos. Dio unos pasos con la lanza en alto para desentumecer los músculos y después volvió a dirigir la mirada a lo lejos. Se hacía tarde. El dragón tendría que haber llegado hacía tiempo.
Solo tendrás que quedarte aquí y cerrar la verja en cuanto él entre. Esas habían sido las palabras exactas del sentomentalista. Maldito embaucador. Un soldado de su rango no tendría que haberse dejado manipular de esa forma.
Incómodo, volvió a observar el horizonte. Los primeros rayos de sol le obligaron a apartar la mirada. Esperaría unos minutos más y después actuaría. Quizá estuviera cazando, o durmiendo, o volviendo ya… ¡Por el Todopoderoso! ¡Era un dragón, no un perro!
Pero las órdenes habían sido precisas: si cuando amanezca, el dragón no ha regresado, da la alarma.
Tal vez iba siendo hora… No quería hacerlo mal en su primera guardia.
De nuevo escrutó el cielo y, viendo que no había ni rastro de la criatura, decidió, finalmente, dar el aviso.