Duna se despertó a la mañana siguiente muerta de frío. La ventana se había quedado abierta durante toda la noche y el gélido viento nocturno había estado entrando y saliendo sin nada que se lo impidiese.
La muchacha se acurrucó aún más sobre el camastro y tembló sin querer levantarse. ¿Para qué iba a dar un paso fuera de aquella cama? Parecía el único lugar seguro en toda la habitación. No pensaba volver a asomarse a la ventana. El dragón seguramente acabaría con sus huesos en cuanto se asomase. Ahora que prestaba atención, se daba cuenta de que no se oía nada. El dragón no estaba volando alrededor de la torre como había hecho sin descanso durante la noche y llenando de pesadillas los sueños de Duna. ¿Estaría descansando? ¿Se mantendría oculto para hacer creer a Duna que se había marchado? ¿Estaría devorando sin piedad a algún noble caballero que hubiese venido a buscarla? ¿A Lord Guntern?… No lo creía posible. Nadie sabía que estaba allí y, además, el dragón, hasta donde sabía no se comía a los humanos… aunque tampoco parecía cruel cuando le vio en el bosque y ahora…
Aquí estaba Duna, aguardando a la muerte en lo más alto de una torre que casi rasgaba las nubes, sobre un camastro y lloriqueando por su destino.
—¡Yo no tendría que estar aquí! —gritó repentinamente al techo de la habitación—. ¡Tendrías que estar tú! ¡Esta es tu guerra, no la mía!
Cuando se le cortó la voz por las lágrimas, volvió a tumbarse boca abajo, apretando con fuerza el rostro contra la almohada. El cuerpo entero se le convulsionó por el llanto. ¿A quién quería engañar? Si ahora estaba allí era por algo…
Porque, aunque le pareciese imposible, absurdo, incomprensible y vergonzoso, Duna se había enamorado de Adhárel perdidamente. No sabía cómo había podido suceder; antes de entrar a trabajar en el palacio odiaba todo lo que tuviese que ver con él. Cada vez que Cinthia farfullaba tonterías acerca de él, Duna prefería marcharse de la habitación a seguir escuchándola; cuando alguna vez se había cruzado con su séquito en el pueblo, no había podido evitar pensar lo guapo que le parecía… aunque también lo incompetente que probablemente fuera. Porque había algo que no podía negar: se sentía atraída por él. Y ahora que le había visto trabajar sabía que no era un cabeza hueca y que se preocupaba por su pueblo. Era valiente y servicial, y tenía aquella sonrisa tan bonita…
Ya es suficiente, se dijo. Es hora de madurar. Le gustaba Adhárel. ¡Le quería! ¿Por qué se negaba a admitirlo? ¿Qué tenía de malo o de vergonzoso? Ahora que le conocía un poco más sabía que no era orgulloso ni despectivo como su hermano. Era gentil, amable, parecía tener carácter y, además, se había fijado en ella. ¡Se había fijado en ella! ¡Ni siquiera un porquerizo se hubiera acercado a Duna sabiendo que no había terminado la escuela! Y allí estaba el príncipe, el futuro rey de Bereth sonriéndole e intentando pasar más tiempo con ella. Y sin berones de por medio, como Lord Guntern.
Duna volvió a darse la vuelta sobre el colchón y se quedó mirando el techo, intentando controlar una sonrisa. Creyó que ya estaba preparada. Podía hacerlo. Total, la otra opción para pasar el rato era lanzarse por la ventana…
Tomó aire, como siempre que se tiene que decir algo importante, aunque sea a las piedras de una pared, y a voz en grito dijo:
—¡TE QUIERO, ADHÁREL!
Cuando terminó de pronunciar su nombre sintió que se quedaba mucho más tranquila. Había sido estúpido, lo sabía, pero para ella había significado reconocerlo abiertamente. Era una lástima que no hubiese nadie allí para escuchar su confesión…
—¿Duna? —oyó de pronto a lo lejos. Genial, pensó, ya estaba comenzando a volverse loca. El primer síntoma siempre eran los delirios.
—¿Duna? —volvió a repetir la voz. Y aunque seguía percibiéndola igual de lejos, le pareció que era un poco más real. La muchacha se sentó en la cama mirando hacia la ventana, preparada para correr si volvía a escuchar algo.
Pasaron unos segundos pero no pasó nada. Tan solo se oía el trino de algún pájaro. Definitivamente se estaba volviendo loc…
—¿Duna?
Aquella vez no esperó a que se repitiese por cuarta vez. Se lanzó hacia la ventana y se asomó apoyada en el alféizar.
Allá abajo, en el lejano suelo, la muchacha descubrió a un joven que intentaba escalar la pared de la torre. El príncipe. Su príncipe.
—¡Adhárel! —gritó ella casi tan fuerte como antes. Ya no le importaba que le hubiese escuchado gritar que le quería, porque le quería. Y al verle allí abajo, intentando rescatarla, a pesar de la altura y del dragón, le confirmaba que hacía bien amándole… Santo Todopoderoso, ¡el dragón!—. ¡Adhárel! ¡Vete de aquí! —volvió a gritar—. ¡El dragón! ¡Te atacará! ¡Huye ahora que puedes! ¡Sálvate!
Unos días antes lo habría creído imposible, pero después del recibimiento de la noche anterior, estaba completamente segura de que el dragón no se detendría a la hora de matar a un ser humano.
No estaba segura de si Adhárel le habría oído o de si no había gritado con suficiente fuerza. El príncipe seguía peleándose con la pared, buscando en las grietas agarraderos para las manos y los pies. Cada pocos metros, caía al suelo levantando una polvareda. Mientras tanto, Duna miraba al cielo en busca del dragón, esperando verle aterrizar junto al príncipe en cualquier momento y zampárselo de un bocado o lanzarlo por los aires.
—¡Sal de aquí! —volvió a gritar la muchacha, desesperada. Y en un murmullo, añadió—: Por favor…
—¡No… me iré… sin ti…, Duna! —gritó el príncipe con las fuerzas que le quedaban.
La muchacha no pudo evitar sentirse sumamente halagada, ni que las mejillas se le sonrojasen.
—¡Voy a intentar lanzarte algo para que puedas subir! —le gritó, dándose media vuelta y buscando por la habitación algo que le sirviese. Las ventanas no tenían cortinas, pero la cama sí tenía sábanas.
Corrió hasta el mueble y con furia sacó la que cubría el mohoso colchón y la que había encima. Después les hizo un nudo y comprobó que aguantarían. Perfecto… más o menos.
A continuación, ató un extremo a una argolla que había junto a la ventana y después le lanzó las sábanas al príncipe.
—¡Ya está! —gritó al tiempo que se asomaba de nuevo.
Entonces vio dos cosas. La primera, que el hatillo de sábanas no llegaba ni a la mitad de la torre…
Y la segunda, que un grupo de unos veinte hombres se acercaban a caballo por la extensa llanura.
—¡Adhárel! —gritó otra vez—. ¡Se acerca alguien!
El príncipe dio media vuelta y pareció buscar su espada en el cinturón. No la tenía. Duna volvió a mirar a lo lejos y comprobó que los hombres, ahora mucho más cerca, iban protegidos con armaduras que centelleaban a la primera luz del sol. Parecían soldados de Bereth… ¿o eran de Belmont? ¡Quizá fueran a ayudar a Adhárel! Una oleada de esperanza inundó a Duna. En un abrir y cerrar de ojos estaría libre.
Pero en ese momento vio que Adhárel había cogido la rama de un arbusto y que apuntaba con ella a los hombres, dispuesto a… ¿pelear? Maldita sea, aquellos hombres no venían a rescatarla, ¡venían a impedir que Adhárel llevase a cabo su cometido!
Los hombres llegaron hasta Adhárel y le rodearon sin bajarse de sus caballos. Con el palo, el príncipe intentó atizarles en las piernas para hacerles caer.
—¡Dejadle en paz! —gritó Duna, impotente—. ¡Cobardes!
Los hombres reían sin dejar de dar vueltas alrededor del príncipe hasta que uno le agarró el palo y lo lanzó lejos de allí.
Duna no podía seguir mirando sin hacer nada. Volvió al interior de la habitación y arrastró con todas sus fuerzas la mesilla que había junto al camastro hasta la ventana. Después, en un último esfuerzo, la elevó hasta el alféizar y, rezando para que no le cayese a Adhárel encima, la dejó caer al vacío. El desquebrajar de la madera sonó a los pocos instantes y Duna se asomó para ver lo que había conseguido. Uno de los hombres se encontraba tirado a los pies de la torre sin su caballo, que había salido corriendo. El resto de los soldados miraban hacia arriba asombrados mientras Adhárel tiraba a uno más de su montura y comenzaba a patearle.
Pero las buenas noticias no duraron mucho. En cuanto sus compañeros vieron lo que estaba haciendo Adhárel, dejaron de mirar a la ventana y se lanzaron a por el príncipe. Cuatro de ellos bajaron de los caballos y con unas sogas que llevaban en los cinturones, lo inmovilizaron.
—¡Noooooooooo! —gritó Duna, desesperada.
Los hombres terminaron de maniatar al príncipe y le subieron a uno de los caballos. Cuando estuvieron listos, espolearon sus monturas y se alejaron de la torre tan rápido como habían llegado.
Duna se quedó en el alféizar, inmóvil. Había creído tan cerca la libertad; se había imaginado bajando de su prisión y reuniéndose con Adhárel, que ahora el vacío era mucho más profundo y humillante que antes. Un último retazo de juicio le impidió lanzase por la ventana. Uno muy, muy pequeño.
Con las lágrimas rodándole por las mejillas, Duna volvió hasta el camastro, ahora desnudo, se tumbó en él y se preguntó si volvería a ver a Adhárel… y dónde se habría metido el dragón.