Dimitri terminó de acicalarse frente al espejo de su dormitorio y después se puso una capa color burdeos sobre los hombros. Perfecto. Ni un pelo fuera de su sitio, ni una mancha en el traje y ni una sola persona capaz de arruinar aquel momento. Todo Bereth estaría bajo sus pies en un abrir y cerrar de ojos. Sin Adhárel y su madre, el reino entero le pertenecía. Y quien pensase lo contrario… bueno, quien pensase lo contrario dejaría de pensar muy pronto. Él era el nuevo rey y nadie volvería a estar por encima nunca más… Los pensamientos se interrumpieron en su cabeza. Una punzada de dolor le recorrió la parte interna de la muñeca. Se la agarró con la otra mano y acarició con delicadeza la misteriosa marca que Teodragos y su sentomentalista le habían dejado como recuerdo de su visita a Belmont.
—Está bien, está bien… —murmuró Dimitri sin dejar de masajearse el brazo—. Contendré mis pensamientos.
De acuerdo, no estaba solo. No todo el mundo estaría por debajo de él. Si había llegado hasta allí había sido también gracias a sus contactos. La astucia no lo era todo cuando no se tenían los medios para llevar las ideas a la práctica.
Por suerte, lo que ni el rey Teodragos ni ninguno de sus sentomentalistas sabía era que Dimitri se guardaba un as en la manga. Un as que ellos mismos le habían regalado sin advertirlo.
¡Basta ya de perder el tiempo!, se reprendió dándose media vuelta y colocándose el cinto con la espada a la cintura. Todo Bereth le aguardaba y no les quería hacer esperar.
Salió de su habitación y anduvo por los silenciosos pasillos del palacio hasta llegar a uno de los salones. Allí le esperaba todo el servicio que no había sido despedido o encerrado en los calabozos y algunos guardias belmontinos. Al pasar junto a ellos todos agacharon la cabeza y esperaron a que hubiera pasado para volver a incorporarse. Después, uno de los sirvientes abrió la puerta que daba a un enorme balcón y se asomó para encontrarse con todo los aldeanos de Bereth allí reunidos. Excelente, se dijo, la carta parecía haber llegado a cada rincón del reino.
—¡Queridos súbditos! —exclamó Dimitri desde lo alto. Cinthia y Marco se adelantaron un poco entre el gentío para escuchar mejor. Los dos iban bien tapados y era imposible reconocerles—. Os he hecho llamar a todos y cada uno de vosotros sin distinciones de edad, profesión o clase porque hay algo que debo comunicaros…
Se produjo un pequeño revuelo en la plaza que terminó apaciguándose unos instantes después. Cinthia vio por el rabillo del ojo cómo Marco fulminaba al príncipe con la mirada.
—Algo terrible ha sucedido dentro de nuestras fronteras —siguió el príncipe—. Un accidente del que difícilmente podremos recuperarnos. Una pérdida que arrastraremos el resto de nuestras vidas con tristeza, pero también con la fuerza suficiente como para sobreponernos a ella y luchar para salir adelante. —Dimitri hizo una pausa. Cinthia y el niño se miraron, intrigados, como el resto de berethianos. ¿De qué estaba hablando? El príncipe cerró los ojos y respiró unas cuantas veces antes de proseguir—. Vuestra reina Ariadne y vuestro príncipe Adhárel, mi madre y mi hermano, fallecieron hace dos noches por culpa de un terrible accidente acaecido en el interior del palacio.
—¿Cómo? —gritaron al unísono Marco y Cinthia. Los gritos de incredulidad, las negaciones de cabeza y algún que otro desvanecimiento repentino se sucedieron en los segundos siguientes. Otros, en cambio, optaron por cerrar los ojos y rezar al Todopoderoso.
—¿Pero qué demonios está diciendo? —preguntó Cinthia.
—Miente —le aseguró Marco—. Está mintiendo como un bellaco. ¡Fíjate en su aura!
Cinthia sonrió.
—Bueno, yo no puedo verla, pero te creo.
—Es cierto, lo siento —se disculpó el niño.
Todo el mundo parecía conmovido por la noticia, pero no podían contarle a nadie que estaba mintiendo. Lo único que conseguirían sería meterse en un buen lío. ¿Quién iba a dudar del príncipe? La gente lloraba y se abrazaba desconsolada. Dimitri esperó el tiempo necesario para que las aguas volvieran a su cauce y después continuó.
—Pero ellos no querrían veros así. El reino de Bereth siempre ha sido fuerte, ha sabido enfrentarse a las adversidades y ahora no puede ser menos. —El príncipe hizo una enigmática pausa y miró al cielo—. La reina, mi madre, antes de morir me encargó la misión de continuar con su legado si a ella o a mi querido hermano les pasaba algo. ¡Aciago el día en que me lo dijo! Me pidió que mantuviese a Bereth a flote. Que lo liderase hacia el futuro. Que Bereth no se perdiese en las brumas de la historia y que permaneciese a la cabeza del Continente —volvió a mirarles y sonrió. Cinthia sintió un escalofrío imaginando lo que vendría a continuación—. He meditado mucho sobre estas palabras. He trazado mil planes en mi cabeza para que sus deseos pudieran verse cumplidos. Y, al final, he dado con la solución.
Todo el mundo le escuchaba atento, conteniendo la respiración. El silencio llenaba cada boca y la tensión era casi palpable en la plaza.
Todos habéis oído hablar alguna vez de Belmont. —Cinthia puso los ojos en blanco—. Algunos incluso habéis estado allí. Y sin embargo, ninguno lo conoce realmente. Nuestro reino y el suyo han estado siempre enfrentados por motivos pasados que ya hemos olvidado. Y aunque los acuerdos de paz muchas veces han estado cerca de convenir a los dos reinos, siempre ha habido algo que no terminaba de gustar a un bando o al otro.
La gente se removía inquieta. ¿Dónde quería ir a parar? Los cuchicheos crecían en la plaza. El príncipe parecía tenso. Se pasó la mano por el pelo y después se agarró a la barandilla.
—Lo que quiero deciros, súbditos míos, es que tenemos que acabar con este enfrentamiento. Que todos vivimos en un mismo Continente y que debemos unir nuestras fuerzas para progresar, crecer y evolucionar. Mi madre y mi hermano estarían orgullosos de mí ante la idea que cruzó mi mente la noche de su muerte. Una idea que ha evolucionado en una decisión que quiero poner en práctica ante todos vosotros. ¡No más enfrentamientos con Belmont! ¡Basta ya de regirnos por el odio! ¡Nosotros no somos diferentes a ellos! ¡El derramamiento de sangre terminará esta misma mañana!
Un murmullo general cruzó la plaza.
—¿No más guerras? —dijo una mujer junto a Cinthia.
—Esto me huele a chamusquina… —comentó otra, detrás.
Cinthia y Marco se miraron sin saber bien qué pensar.
—Está asustado —le susurró Marco a Cinthia—. Se lo veo en el aura. Tiene miedo, inseguridad. Ya no parece tan convencido como al principio.
—No me extraña —respondió ella—. Imagínate estar en su situación y saber que si mete la pata, pueden echar el castillo abajo.
—Me encantaría presenciarlo —bromeó Marco.
—¡Amados súbditos! —exclamó Dimitri, llamando la atención de todos los presentes—. Quiero que le deis la bienvenida a una nueva era. Una era en la cual Bereth será más grande, más fuerte… más poderoso. No habrá reino que se le iguale en todo el Continente. Formaréis parte de la historia y vuestros hijos estudiarán el día de hoy sintiéndose orgullosos de sus padres, de quienes hicieron eso posible. Mis queridos berethianos, hoy hemos despertado siendo pequeños, pero nos acostaremos como gigantes. Las fronteras de Bereth ya no terminan en el bosque, las fronteras se extienden más allá del antiguo reino de Belmont. Ahora las dos mitades de un mismo reino se han unido para no separarse jamás y vosotros, amigos míos, lo habéis hecho posible. ¡Saludad a los nuevos hijos de Bereth!
En ese instante, ante el asombro de los allí congregados, en cada almena, torre, ventana y balcón del palacio aparecieron guardias belmontinos con armaduras en las que se podía contemplar un dragón enfrentado a un cuervo. La nueva bandera del reino, pensó Cinthia. Hubo un sobrecogimiento general al ver aquello. Los berethianos se apelotonaron unos contra otros cuando se vieron rodeados por aquellos hombres desconocidos y amenazadores. Marco se abrazó a Cinthia, asustado.
—¿Qué ves? —le preguntó.
—Son monstruos —susurró el niño—. Están tranquilos y seguros. No les preocupa tener que disparar. A quien sea.
—Todopoderoso… —murmuró Cinthia con un nudo en la garganta—. Esperemos que no cometan ninguna locura.
—¡No debéis tener miedo! —les tranquilizó el príncipe—. Ya no habrá más guerras. Se han terminado los rencores. Bereth y Belmont se han convertido en un mismo reino, un reino de paz. Y con esta bandera —dijo, dándose media vuelta y cogiendo la tela que le cedía uno de los sirvientes—, todos formaremos parte del mismo legado.
Con energía, desdobló la tela y la dejó colgando del balcón para que todos pudieran contemplarla. En ella, al igual que en las armaduras de los soldados, el dragón de Bereth y el cuervo de Belmont se miraban de frente tocándose las patas en señal de paz… o de guerra.
Hubo comentarios, murmullos de desaprobación y algún que otro gritito de miedo. Cinthia deseó que la cosa no pasase de allí. Seguramente los soldados que les apuntaban con las ballestas no serían tan indulgentes con quienes se mostraran contrarios a la unión.
—Está ansioso —dijo Marco sin apartar los ojos del príncipe.
—¿Qué ves?
—Que no ha terminado todavía. Tiene algo más que decir…
Dicho y hecho. En ese momento, el príncipe continuó.
—Y para demostraros con hechos y no solo con palabras todo esto, quiero que conozcáis a la persona con la que he podido contar en todo momento para llevar a cabo este plan. Vosotros tampoco tardaréis en descubrir cómo es en realidad su majestad Teodragos VI.
Dimitri dio un paso hacia atrás y dejó paso al rey de Belmont. El barbudo hombretón le sonrió y, de un empujón que solo Marco percibió por el color de las auras, le apartó de su camino y agarró con fuerza la barandilla de piedra del balcón.
—¡Querido pueblo de Bereth! —anunció. El silencio era absoluto. Nadie aplaudió, pero tampoco le abuchearon. Sin embargo, los rostros de la gente decían lo que callaban. Sabía que no agradaba, pero eso no le importaba—. Es para mí un verdadero honor poder hablaros desde la cuna del reino. Desde hoy, como ya os ha dicho el príncipe Dimitri, la guerra con Belmont ha terminado… Pero también hay algunas cosas que van a cambiar.
La gente masculló y se revolvió más inquieta que antes.
—¿Pasa algo? —le preguntó Cinthia.
—No lo sé… —dijo Marco.
En ese instante, un grupo de guardias mucho más numeroso que el anterior y con unas capas de otro color aparecieron en los extremos de la plaza. Los berethianos se apiñaron aún más en el centro, aterrados.
—Son hombres de Belmont.
—¡Es una trampa! —le dijo Marco a Cinthia, sin dejar de mirar al rey gordinflón—. Teodragos ha jugado su propia partida. ¡Está utilizando al idiota de Dimitri!
—Shhh… —le conminó Cinthia—. No hables tan alto o nos meteremos en un lío.
—Pero…
—Desde hoy —continuó el rey—, y a pesar de que Dimitri ha olvidado comentarlo, habrá toque de queda en todo el reino. —El pueblo entero se revolvió y alguno incluso lanzó alguna que otra injuria contra el rey. Teodragos no les hizo ningún caso y prosiguió, sonriente—. Quienes desacaten cualquiera de las nuevas leyes, será enviado al calabozo sin contemplaciones. Qué se le va a hacer… me gustan las cosas sencillas…
—¿Y qué haréis cuando estén llenas? —gritó un hombre entre el gentío.
—Entonces tendrán que empezar a rodar cabezas —contestó Teodragos encogiéndose de hombros.
El pueblo entero estaba encolerizado y la poca tranquilidad que había conseguido Dimitri se había desvanecido por completo. Lo que querían hacer con Bereth era más de lo que nadie iba a soportar. No permitirían que el reino fuese vendido a Belmont sin pelear…
—¡Silencio! —rugió Teodragos al tiempo que la guardia apuntaba a la multitud con sus lanzas. Todo el mundo guardó silencio—. Bien, el toque de queda será a la puesta de sol. Nadie podrá pasearse por el reino a partir de ese momento. La norma ha sido pensada para vuestra seguridad. —El hombre sonrió maliciosamente antes de continuar—: La Guardia Suprema tendrá libertad absoluta para irrumpir en cualquier hogar a cualquier hora del día para guarecerse, alimentarse o simplemente para descansar. Estáis obligados a darles cobijo. No seáis egoístas o el castigo será mucho peor que la hogaza de pan que podáis perder —se burló el rey.
Marco se apretujó aún más contra Cinthia. Las auras de todo el pueblo eran terriblemente oscuras. Presagiaban que en cualquier momento saltaría la chispa y nada podría detenerles. Muchos deseaban matar a aquel hombre, pero, en la mayoría de los casos, el miedo ahogaba sus ansias de lucha.
—No quiero perder la ocasión de daros el pésame a todos por la pérdida de la familia real —añadió—. Por suerte para todos, Dimitri sobrevivió y será él quien os gobierne bajo mi tutela. Estoy convencido de que lo hará espléndidamente. Ahora podéis marcharos a vuestros hogares. Como os ha dicho Dimitri, bienvenidos a un Bereth más grande, más fuerte y más poderoso.
Y tras decir esto, el hombre se metió en el palacio mientras dos sirvientes cerraban las puertas del balcón. A Cinthia no se le escapó la forma en que Dimitri había observado al rey mientras volvían al interior del palacio.
¿Algún imprevisto, principito?, se dijo para sí.
Los aldeanos se quedaron allí unos instantes más sin saber qué hacer o sin recordar dónde tenían que ir. Habían acudido al palacio esperando recibir alguna buena nueva y, sin embargo, habían contemplado la rendición y la invasión de Belmont sobre Bereth, por mucho que quisiesen llamar a los dos reinos con el mismo nombre. Aquel sitio había dejado de ser su hogar y se había convertido en su prisión.
—Vámonos de aquí enseguida, antes de que pase algo —le dijo en voz baja Cinthia a Marco. Después cogió de la mano al niño y juntos salieron de los terrenos del palacio hacia su escondite.
—¡No podemos dejar que se salgan con la suya, Cinthia! —gruñía el niño mientras corría junto a la muchacha. Los dos iban tapados con harapos y una capa vieja para que no les reconociesen—. ¡Dimitri y ese rey mentiroso van a terminar con Bereth!
—¡Shhhh! —le regañó Cinthia sin detenerse—. No vuelvas a decir nada en la calle, ¿me oyes? ¡Podría oírte alguien!
—Entonces…
—Entonces nada, ahora mismo tenemos que permanecer ocultos hasta que llegue el momento oportuno.
El niño se detuvo en seco y puso los brazos en jarras.
—¡Pero yo quiero luchar ahora! ¡Quiero vengar a mi padre!
Cinthia también se detuvo y se agachó para mirarle a los ojos y acariciarle el pelo. Sentía demasiada lástima por el niño como para enfadarse con él.
—Lo sé, Marco, lo sé… pero tenemos que esperar a que llegue el momento adecuado. Si ahora entrásemos en el palacio para vengar a tu padre, la Guardia Suprema —dijo con voz burlona— nos encerraría en los calabozos o algo mucho peor… ¿Quieres volver ahí dentro o preparar un plan de ataque antes?
El niño negó con la cabeza y Cinthia le sonrió.
Cuando llegaron al refugio establecieron una serie de prioridades para los próximos días: Marco se encargaría de hablar con sus compañeros sentomentalistas y les propondría luchar en contra de la tiranía de Teodragos. Cinthia, mientras tanto, buscaría el modo de convencerles del todo.
—Ahora que van a ser utilizados como armas más que nunca —meditó—, seguramente estén encantados de pelear.
—No te olvides de que es porque somos los más poderosos —añadió Marco, hinchando el pecho de orgullo.
—¿Sabrás cómo ponerte en contacto con ellos sin que nadie más se dé cuenta?
Marco se incorporó en su colchón y arqueó las cejas haciéndose el interesante.
—Sin ningún problema.
—¿A qué demonios ha venido todo eso? —estalló Dimitri en cuanto las puertas del balcón se cerraron. El rey pasó por su lado y le sonrió con indiferencia.
—Dimitri, Dimitri, Dimitri… no te pongas así, ¿quieres? Llevémonos bien.
—¡Deja de decirme cómo tengo que ponerme! —replicó el príncipe soltándose de los guardias y cortándole el paso a Teodragos—. Si no fuese por mí, nunca habrías llegado ni a rozar la muralla de Bereth. Quiero que me expliques qué es lo que ha pasado ahí fuera. Ahora.
—Cambio de planes —dijo el rey inspeccionándose las uñas.
—¿Qué?
—De última hora, Dimi. No pude hablar contigo antes.
El príncipe cerró los puños con fuerza.
—No… me… llames… Dimi.
El rey hizo un gesto de desagrado.
—Sí que tienes mal humor. Menudos despertares… —los guardias sonrieron—. A ver, ¿qué es lo que te ha ofendido tanto?
—¡Todo! ¿A qué viene eso del toque de queda? ¿Y qué es eso de la Guardia Suprema? Pensé que habíamos acordado que tu guardia se uniría a la de Bereth.
—Lo sé, lo sé… pero luego pensé que no era justo. —El hombretón agarró con un brazo los hombros de Dimitri y juntos miraron hacia un horizonte imaginario dibujado por la mano libre de Teodragos—. Imagínalo por un momento, Dimi…tri. Tú y yo juntos, gobernando no solo estos dos pequeños Reinos sino el Continente entero. Con la fuerza de nuestros dos ejércitos y con todos los sentomentalistas que tenemos de nuestro lado, podríamos ser los gobernadores de todo. —Se detuvo unos instantes para que la idea calase en el príncipe. Después prosiguió—: Pero para eso tendremos que modificar algunos detalles sin importancia.
El príncipe reprimió, no, ni siquiera tuvo la intención de manipular sus pensamientos tal y como había hecho tantas otras veces con otras personas. Por alguna razón que desconocía, sabía que con Teodragos no funcionaría. Mientras le agarraba por los hombros, Dimitri sintió que su poder menguaba, como si se contrarrestara con el de Teodragos. ¿Y si era eso? No sería descabellado pensar que el rey también hubiese recibido aquel extraño don. O algo peor, se dijo: que el rey hubiera tenido ese don desde siempre. Y que, de ese modo, le hubiese llegado a Dimitri. Lo más inquietante de todo era que, posiblemente, el rey lo hubiera utilizado contra él alguna vez en el pasado.
—¿Te refieres al toque de queda? —preguntó Dimitri, soltándose y volviendo a mirarle ahora con otros ojos.
Teodragos asintió. Si había sentido sus pensamientos, no daba muestras de ello.
—No podemos preocuparnos porque un aldeano estúpido se cruce en nuestro camino durante una práctica nocturna y que termine con una flecha clavada en el pecho, ¿no? Porque ¿sabes qué pasaría entonces? —Teodragos no aguardó a la respuesta—: ¡Todo Bereth se nos echaría encima acusándonos de asesinato! Y nosotros no queremos eso, ¿verdad, Dimitri? Por eso he impuesto el toque de queda: para que mis… nuestros soldados se ejerciten en la oscuridad.
El príncipe asintió como un niño bueno al escuchar la explicación. Teodragos sonrió como un padre sonreiría a su hijo, algo que a Dimitri no le pasó desapercibido, y por un instante fugaz sintió remordimientos por lo que estaba haciendo. En ese momento percibió una punzada de dolor en la muñeca. Sus pensamientos habían llegado demasiado lejos.
—No, no, no… —dijo suavemente Teodragos—. Estás haciendo lo correcto. Al principio los aldeanos estarán un poco enfadados, ellos no son capaces de ver el progreso aunque lo tengan delante de sus narices. Pero con el tiempo se irán calmando, y dentro de nada se habrán olvidado de que existe un toque de queda: se irán a sus casas antes del anochecer de manera automática. Y entonces nosotros podremos expandir nuestro gran imperio más allá de Belmont. Los dos juntos. Como iguales.
—Visto de ese modo… —comentó Dimitri bajando los ojos.
—Así es como hay que verlo —dijo Teodragos con seriedad—. Nosotros hemos nacido para conquistar el Continente entero, Dimitri. No podemos limitarnos a dos reinos sin importancia. Tenemos la fuerza, la inteligencia, las armas y el valor para gobernar cada rincón de cada reino y hacernos con cuanto deseemos poseer. —Entonces sonrió con ternura y palmeó en la espalda al príncipe—. ¡Ahora vayámonos a almorzar!
Dimitri le miró con reservas pero después le devolvió la sonrisa.
—Sígueme. Por aquí.
Y Teodragos, haciendo una señal a sus hombres, cruzó las puertas tras el príncipe.