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La doncella en la torre

Duna se despertó a la mañana siguiente con un persistente dolor en la cabeza y el cuello. Con los ojos cerrados, la muchacha se preguntó por qué su cama se había vuelto tan incómoda. Musitó algo enfadada y fue a desapelmazar la almohada cuando se dio cuenta de que no estaba en su casa. Entonces todos los recuerdos de la noche anterior acudieron a su mente sacándola de la somnolencia en un doloroso instante.

—¡Adhárel! —gritó de repente, incorporándose.

Con el corazón desbocado y la respiración entrecortada, Duna miró a su alrededor y comprobó, en primer lugar, que era de noche y, en segundo, que estaba tendida sobre un suelo de piedra. La ventana acristalada que había en la pared frente a ella dejaba vislumbrar un cielo negro con algunas estrellas desperdigadas. Temerosa de perder el equilibrio si se levantaba, la muchacha recorrió con la mirada la estancia desde donde se encontraba para averiguar cómo había ido a parar allí. Bueno, eso en realidad era sencillo: Belmont la había capturado. Seguramente se encontrara en una prisión en algún lugar de aquel horroroso castillo con su estúpido foso. Giró la cabeza y vio que si bien había dormido en el suelo, había un viejo camastro junto a la pared a unos pasos de ella. Muy considerado por parte de quien la hubiera traído hasta alli, se dijo Junto a la cama había una mesita de noche con un candelabro apagado sobre ella. Aquel era todo el mobiliario que se veía a primera vista.

Cuando se hubo recuperado y el dolor de cabeza remitió, Duna se puso en pie lentamente y se quedó mirando su prisión desde su nueva perspectiva. Tanto las paredes como el suelo eran de piedra. El techo era alto, muy alto, y allá arriba podía adivinarse una enorme lámpara que seguramente en el pasado hubiera contenido más de una bombilla. El resplandor de la luna que se filtraba por la única ventana creaba sombras inquietantes en las paredes que la rodeaban. Tenía miedo. AqueI fue el segundo pensamiento lógico que tuvo en todo ese tiempo. Después de la desorientación, se dio cuenta de que estaba sola y perdida. Y de que, posiblemente, la única persona que conocía su paradero estaba muerta o en su misma situación. ¿Se pasaría allí el resto de su vida? ¿La dejarían encerrada hasta que muriese de hambre? Seguramente moriría antes de sed o se volvería loca. Nunca más volvería a ver a Aya, ni a Cinthia, ni a Adhárel; posiblemente no volvería a visitar Bereth nunca más. ¡Ni ningún otro lugar del Continente! Y aunque intentó mantenerse firme, las lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas mientras se mordía con fuerza el labio. Se obligó a dejar de llorar.

Y todo aquello había sucedido por culpa del traidor: Dimitri. Sabandija asquerosa, pensó. Se sentía tan tonta por haberle creído. Un gusano, eso es lo que era. Un monstruo sin escrúpulos. Cuanto más pensaba en él, más crecía su ira y más ganas tenía de romper algo. Para tranquilizarse, comenzó a recorrer la habitación a grandes zancadas.

No. No podía terminar allí. No podía dejarles vencer. Encontraría la manera de escapar de aquella prisión y volvería para contarle a Bereth la verdad acerca de Dimitri. Demasiados inocentes habían sufrido ya por culpa de sus mentiras; ya iba siendo hora de que pagase por ello.

Cuando logró tranquilizarse, se acercó a la ventana y tiró del picaporte convencida de que estaría sellada a cal y canto. ¿Quién en su sano juicio dejaría a una prisionera en una celda de la que pudiera escapar? No obstante, la ventana cedió y las bisagras rechinaron al moverse.

—Oh, vaya…

Con cuidado, abrió completamente la ventana y se asomó al exterior. Primero oteó el horizonte. No había nada. Miró a ambos lados en busca de alguna construcción o monumento que le resultase familiar, pero, a la luz de la luna, todo lo que la rodeaba era una larga y yerma llanura sin apenas vegetación. ¿Dónde diablos estaba? Hasta entonces había imaginado que se encontraba recluida en algún lugar del castillo de Belmont, pero ahora…

Cuando miró hacia abajo, el aire le revolvió el flequillo. Estaba a mucha más altura de lo que había imaginado.

—Santo Todopoderoso… —musitó comprendiendo por qué la ventana no estaba cerrada. La única salida posible era lanzarse al vacío.

Giró sobre sus talones y respiró hondo con los ojos cerrados. Aquello no podía estar sucediéndole. Esperaría a que amaneciese para pensar en otro plan de huida, aunque las posibilidades cada vez eran más escasas. Fue a dar un paso hacia el camastro cuando de repente un rugido lejano le heló la sangre y le hizo dar un brinco de miedo. Se dio la vuelta justo a tiempo de contemplar, atónita, la silueta de un dragón recortada contra la luz de la luna. No era un dragón cualquiera, pensó. Sin duda tenía que tratarse del dragón de Bereth…

Cuando su aletargada mente llegó a aquella conclusión, sintió cómo la embargaba una nueva esperanza. Si el dragón estaba allí sería por algún motivo. ¿La habría seguido desde el bosque? ¿Vendría a buscarla a ella? Pletórica y sin pensar en lo que hacía, Duna se encaramó al alféizar de la ventana sujetándose con fuerza al marco y después comenzó a gritar haciendo aspavientos con la mano libre.

—¡Estoy aquí!

En ese momento, la figura del dragón pareció desvanecerse en la noche sin más ruido que un violento aleteo. Duna se disponía a gritar de nuevo cuando de pronto la enorme criatura apareció por detrás de la torre y rugió directamente sobre la ventana de Duna.

—¡No! ¡Socorro! —gritó la muchacha, no tan segura ya de querer tener tan cerca aquella criatura.

Cuando Duna hubo bajado de la ventana y dado unos pasos hacia el interior de la habitación, el dragón apartó las garras de la roca y volvió a remontar el vuelo sin alejarse demasiado de allí.

Duna retrocedió lentamente hasta topar con la cama, donde se sentó sin dejar de mirar a través de la ventana. El dragón no había venido a rescatarla, meditaba sin apartar los ojos del cielo nocturno. El dragón era su custodio. El dragón estaría ahí cada vez que intentase salir o cada vez que alguien intentara rescatarla. El dragón acabaría con ellos y también sería el responsable de que Duna pasase el resto de sus días encerrada en aquella habitación.

No le hicieron falta palabras para comprenderlo. Cuando el dragón la había mirado no había encontrado ni rastro de reconocimiento o piedad en sus ojos. Lo único que había visto había sido la más profunda y absoluta oscuridad.

Con igual lentitud que el resto de sus movimientos, Duna se dejó caer todo lo larga que era sobre el viejo y sucio camastro sintiendo la madera crujir bajo su peso. A continuación, cerró los ojos y, mientras esperaba a que el sueño la alcanzase, pudo escuchar el aleteo acompasado del dragón girando en torno a la torre, siempre vigilante. Entonces pudo advertir, por primera vez, lo pequeña que se sentía encerrada en aquella altísima torre de piedra.