Hacía rato que había amanecido cuando Duna llegó a la linde del bosque.
Había conseguido descansar un par de horas en una cueva formada por un montículo de rocas y, a pesar de que no había dormido lo suficiente, se sentía mucho más descansada y optimista.
Tras mirar a todos lados, corrió desde el último árbol del bosque hasta la primera casa del nuevo reino. Al principio tuvo la sensación de que las construcciones eran idénticas a las de Bereth, pero, prestando más atención, pudo comprobar que no era así: las paredes de las casas, aunque de piedra, estaban agrietadas y enmohecidas; los tejados eran de una paja tan fina que algunas de las viviendas colindantes incluso los tenían rotos. Seguramente la tormenta pasada hubiera terminado por derrumbar algunos de ellos. Ante ella se extendía una explanada de cosechas de secano que brillaban bajo el sol, salpicadas por algunos charcos negros. Los pocos animales que Duna veía en las inmediaciones estaban flacos y sucios; incluso los caballos daban la sensación de no poder cargar nada sobre sus grupas.
Viendo todo aquello, la muchacha imaginó cómo tendría que vestirse para no llamar la atención, algo que no tardó en confirmar. La mujer de la casa tras la que Duna se ocultaba salió por la puerta cargando una cesta repleta de ropa, presumiblemente sucia. Llevaba el pelo revuelto y algunos mechones volaban libres de allá para acá. El vestido que llevaba estaba roto en algunas partes y el bajo quedaba oculto por una capa de barro seco. En los pies llevaba lo que parecían ser unas chanclas de esparto deshilachadas por el talón. Cuando la mujer se alejó con la cesta de ropa, Duna se miró las vestimentas y decidió que tendría que hacer algo para no llamar tanto la atención.
Se puso de cuclillas y, cogiendo con las manos un pegote de barro del suelo, cubrió su vestido para después extenderlo de arriba abajo. A continuación, cogió otro montón más y repitió la misma operación hasta que quedó totalmente irreconocible. Cuando terminó con el vestido, se llevó las manos al pelo y se lo despeinó hasta que le quedó como el de la mujer que acababa de ver. Por último, volvió a untarse las manos en barro y se puso algunos manchurrones por los brazos.
—Todo sea por la causa… —comentó mientras se incorporaba y salía de su escondite.
Convino consigo misma no hablar si no era necesario para pasar aún más desapercibida.
Las primeras casas de Belmont, al igual que sucedía en Bereth, se encontraban a un par de kilómetros de la muralla, la cual rodeaba el núcleo de la ciudad y el castillo. Con paso rápido, Duna recorrió los embarrados campos de cultivo intentando no perder detalle de lo que ocurría a su alrededor. Los pocos granjeros que trabajan en los huertos eran la viva imagen de los animales que les rodeaban. Todos estaban en los huesos y se movían arrastrando los pies y las azadas con la misma falta de energía. Nadie reparó en ella.
—Santo Todopoderoso… —murmuró Duna tragando saliva y sintiendo verdadera lástima por ellos.
¿Cómo había llegado Belmont a aquella situación? Seguramente fuese obra del tirano que reinaba en aquellas tierras. El mismo que había apresado al príncipe Adhárel para sus fines más crueles: Teodragos.
Con estos pensamientos rondándole por la cabeza y con el nombre del cruel rey resonando en sus oídos, Duna se agarró la falda y avanzó a grandes zancadas por encima de los charcos y las elevaciones del terreno supuestamente cultivado.
Poco después, y con el sudor empapándole el rostro, llegó a lo que parecía ser el portón y la muralla de la ciudad. Y solo lo parecía porque, a diferencia de la de Bereth, aquella muralla era mucho más baja y estaba parcialmente derruida. El portón estaba vigilado por un guardia con el uniforme del reino que, en lugar de estar atento a quienes lo cruzasen, se entretenía parloteando con un par de mujeres que le daban conversación.
Quién diría viendo esto que la guerra es inminente, pensó Duna mientras cruzaba el portón con la cabeza gacha.
Ya en el interior, levantó la mirada y se quedó impresionada. El interior de la ciudad le resultó todavía más increíble que los campos que había dejado atrás. Las casas de Belmont eran mucho más altas que las de Bereth. Las más pequeñas debían superar en varios pisos a las casas más grandes del otro reino. La proximidad entre ellas y la estrechez de las calles hacían de Belmont un lugar idóneo para los días de calor asfixiante como aquel. El sol no penetraba por ninguna parte y en las callejuelas el viento corría más fresco.
Pudo apreciar mientras subía por la que parecía ser la más ancha de las calles que el color que más predominaba era el gris. Las paredes estaban hechas con roca gris, los adoquines del suelo, al menos los que quedaban, eran grises y los tejados también estaban construidos con pizarra oscura. Jamás se hubiera imaginado Belmont de aquel modo si no lo estuviera contemplando con sus propios ojos. La única palabra que encontraba para describirlo era deprimente. Y aquella sensación aumentaba a medida que los belmontinos empezaron a salir de sus casas y a abrir tiendas y negocios. Nadie sonreía, nadie saludaba y, si no era necesario, nadie levantaba la mirada del suelo. Parecían tan faltos de vida como las casas que les rodeaban.
Pero con tanta gente allí viviendo, ¿en qué se invertían todos los impuestos y diezmos que seguramente cobrase el rey a sus habitantes? Desde luego no en higiene, pensó Duna esquivando un buen montón de porquería apilado en una esquina. No volvería a quejarse del gobierno de Bereth nunca más, se prometió al ver aquello. Por lo menos por sus calles se podía pasear sin sentir la necesidad de dejar de respirar.
Duna sintió una punzada de nostalgia al pensar en Bereth pero aceleró el paso al recordar el motivo que la había llevado hasta allí.
Cuando estaba llegando al final de la calle, la mayoría de los tenderos se encontraban ya a las puertas de sus negocios, sentados en taburetes, esperando a la clientela sin intentar vender la mercancía a voz en grito como ocurría en Bereth. Prácticamente no se oía ni un ruido. Nadie reía, ni hablaba. Y entonces la muchacha comprendió qué era lo que más echaba en falta: a los niños. No había chiquillos corriendo, ni gritando, ni peleándose. No había madres regañando a sus hijos, ni paseándoles de la mano. Nada. Solo adultos. Las mujeres y los hombres iban de una tienda a otra comprando lo que necesitasen sin intercambiar apenas dos palabras con los vendedores. Todo en el más absoluto silencio. Por un instante Duna recordó las clases con Lady Soriana en la escuela del Este. Incluso en aquella aula había más ruido y más vida que en las calles de Belmont.
Seguía pensando en aquello cuando la calle terminó abruptamente. De repente ya no había ninguna casa ni a un lado ni a otro. De nuevo pudo ver el sol en lo alto del cielo, y el castillo frente a ella le invitaba a acercarse. La muchacha recorrió un camino de tierra que conectaba la gigantesca construcción con el resto de la ciudad, un camino flanqueado por una vegetación incluso más descuidada que la de los campos de la entrada al reino. No había dado ni diez pasos cuando advirtió el enorme foso que rodeaba al castillo.
—Con eso no había contado… —comentó para sí.
Tendrían que crecerle alas si quería llegar al otro lado. Además, el puente levadizo que había enfrente seguramente solo se bajase muy de vez en cuando y estaría más vigilado que el portón que daba acceso a la ciudad. Dio una vuelta sobre sí misma y descubrió unos misteriosos postes de hierro separados varios metros unos de otros y que rodeaban a cierta distancia la muralla y el foso del castillo. Duna no pudo imaginar para qué servirían, pero parecían crear una barrera invisible entre la ciudad y el castillo. Se encogió de hombros y volvió a estudiar la enorme construcción.
He llegado hasta aquí, pensó mientras buscaba con la mirada otra opción. No había nada que hacer. Adhárel perecería en lo más profundo de aquel castillo mientras ella esperaba junto aquel foso.
Con mucho cuidado avanzó hasta el borde y se asomó para comprobar su altura. Después observó de nuevo el castillo, buscando algún vigía que la hubiera detectado. Al no encontrar a nadie, pensó que, tal vez, lanzándose al agua encontraría la manera de… ¿Pero se estaba volviendo loca? ¿Cómo iba a tirarse a ese foso? ¡Si el golpe no la mataba seguramente las alimañas que vivían en él se encargarían de ello! Se llevó las manos a la cabeza, frustrada por la situación. El calor la estaba volviendo loca. Definitivamente, tendría que regresar a Bereth y dar la alarma, como debería haber hecho en cuanto Dimitri le contó lo sucedido. ¿Qué estaba haciendo allí sola? ¿Qué pensaba? ¿Que iba a encontrar todas las puertas abiertas y que Teodragos la saludaría cuando recogiese a Adhárel? Se había comportado como una niña estúpida.
Al menos espero que a Cinthia le haya ido mejor, deseó con lágrimas en los ojos.
Dio un paso atrás para marcharse cuando de pronto descubrió una sombra en el suelo, justo a su lado. No estaba sola. Tras la aventura sufrida con los bandidos del bosque, su primera idea fue la de echar a correr, pero después comprendió que la única salida posible era lanzarse al vacío. Algo que había desestimado hacía solo unos instantes. No, se enfrentaría a quienquiera que fuese. A lo mejor era un pobre mendigo, tal vez…
La sombra avanzó hacia ella. Un paso. Otro. Ya casi podía sentir su aliento en la nuca.
También podría darle un empujón; si era como el resto de belmontinos que había visto, no le costaría mucho derribarle.
Entonces todo sucedió muy rápido. Duna se decantó por el empujón rápido: dio unos pasos atrás, lanzó su codo hacia donde imaginaba que estaba el estómago de quien la estuviera vigilando y después… después cayó al suelo dándose un fuerte golpe cuando su codo encontró poco más que aire. A continuación, la sombra cambió de lado, volvió a situarse a su espalda y tapándole la boca y la nariz con las manos, la obligó a levantarse. Duna, asustada y conteniendo la respiración, dejó que el desconocido la arrastrara sin saber a dónde la llevaba. En la ciudad utilizaría las energías en llamar la atención de algún belmontino para que acudiera en su ayuda, aunque dudaba que alguno lo hiciese.
Cuando empezó a sentir más frescor y se vio rodeada por las casas grises, Duna lanzó un puntapié a la espinilla de su captor y consiguió zafarse de la mano que le tapaba la cara con el tiempo necesario para atizarle en el estómago y salir corriendo. Pero, nuevamente, sin haber podido avanzar apenas unos pasos, Duna volvió a sentir una mano que le agarraba la cintura y otra tapándole la boca. Fuera quien fuese, no iba a permitir que se marchara tan fácilmente. La muchacha miró a todos lados en busca de ayuda, pero advirtió que aquella no era la misma calle por la que había venido y que en esta no había ni un alma.
—¡Fuenfafe! —gritó Duna intentando morderle la mano—. ¡He difo que e fuelfes!
—¡Soy yo, Duna! —dijo de pronto una voz a su espalda—. Estate quieta o no podré liberarte.
La muchacha tardó unos instantes en asimilar aquellas palabras. Dejó de oponer resistencia al escuchar su nombre y notó cómo la liberaban. Se dio la vuelta para encontrarse frente a Sírgeric.
—¡Por el Todopoderoso! —exclamó Duna abrazando a su amigo—. ¡Estás bien!
—No gracias a ti, desde luego —contestó él devolviéndole el abrazo.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo me has encontrado?
Sírgeric se encogió de hombros.
—He cabalgado toda la noche. Hemos de salir de aquí. Cinthia me avisó de lo que estaba sucediendo y me dijo que habías venido a Belmont para rescatar a Adhárel.
—Así es, pero no puedo entrar en el castillo. El foso…
—El foso es infranqueable, créeme. He vivido al otro lado de esa muralla durante años.
—¡Tendrá que haber otra entrada!
—¿Crees que si la hubiera se habrían molestado en construir el resto de defensas?
Duna negó con la cabeza al comprender que su amigo tenía razón.
—Aun así, ahora mismo no hay nadie vigilando, podríamos…
Sírgeric la miró alarmado.
—Oh, no… —comentó.
—¿Oh, no? —le preguntó Duna poniendo los brazos en jarra—. ¿Cómo que oh, no?
—¿Nadie te ha explicado nada sobre las defensas del castillo?
Duna le miró sin entender y volvió a negar con la cabeza. Sírgeric la agarró de los brazos, alterado, y la llevó hasta un portal oscuro.
—El castillo de Belmont —explicó el joven sin levantar la voz— tiene tres mecanismos de protección y defensa. El primero es el foso, el segundo es la explanada que lo rodea. Cualquiera que se aproxime es descubierto antes de alcanzar el castillo.
—Bueno, eso es como en todos lados —le interrumpió Duna, nerviosa al ver tan alterado a su amigo—. ¿Y cuál es el tercero?
—Los sentomentalistas.
Duna enarcó una ceja, escéptica. Cuando se aproximaba, no había visto a nadie.
—¿Has dicho algo? —le preguntó Sírgeric de repente—. ¿Has dicho algo mientras estabas ahí fuera? ¿Lo que fuera?
Duna le miró sin comprender.
—No… sí… bueno, creo. Imagino que murmuraría algo al encontrarme con el foso… ¿Por qué? ¿A qué viene tanto secretismo, Sírgeric? Me estás asustando.
—¡Maldita sea! —exclamó el joven mirando en derredor—. ¡Duna, esto es una trampa! Hay que salir de aquí enseguida.
—¿Una trampa? ¡Pero no podemos irnos sin rescatar a Adhárel!
Sírgeric agarró a Duna de la mano para arrastrarla fuera del portal.
—¡Adhárel está en Bereth! Dimitri te engañó para que vinieras hasta aquí.
Duna tragó saliva, asustada.
—¿Qué…? ¿Pero por qué? Pensé que Dimitri quería que yo…
—¡Que acabaras en manos de Belmont! Eres el cebo de Adhárel, Duna. ¿No lo entiendes?
La idea se fue filtrando lentamente en su cabeza. ¿Ella era el cebo de Adhárel?… ¿Ella? No sabía cómo tomárselo. A pesar de lo terrible de la situación y el engaño de Dimitri, tenía ganas de sonreír. Sin embargo, se contuvo.
—Espera, Sírgeric —dijo Duna—. Llamaremos la atención si seguimos corriendo.
—Ya no importa llamar la atención, lo que tenemos que hacer es llegar al portón. Ellos ya saben que estás aquí.
El joven aminoró la marcha para explicarse.
—En el momento en el que dijiste lo que fuera junto al foso, supieron que estabas aquí. Fue por eso por lo que te tapé la boca y te impedí que me vieses, para que no dijeras nada. Aunque para entonces no sabía que ya era demasiado tarde. ¡Creí que alguien te habría explicado algo sobre este castillo! En la escuela, Adhárel… ¡alguien! ¿Por qué crees que hay tanto terreno entre las casas y el castillo? ¿Para qué crees que están esos postes que separan la ciudad del foso?
Duna se encogió de hombros sin responder.
—En lugar de vigías, el castillo está controlado por sentomentalistas. Pueden oír a kilómetros de distancia. Crearon un perímetro que comienza en los postes para advertir la presencia de todo aquel que se aproxime al castillo desde la ciudad. Cuando hablaste, supieron que estabas aquí.
—¿Solo perciben las voces?
—Yo tampoco soy un experto en su funcionamiento. Según nos explicaron a nosotros con la intención de disuadirnos de abandonar el castillo, los sentomentalistas con dones relacionados con la escucha se colocan como vigilantes en la muralla. De alguna manera construyeron esos malditos postes para hacer reverberar la voz hasta donde se encuentran ellos y así descubrir a los invasores. Por eso las pisadas no les valen.
—¿Y por qué no vinieron a por mí? —preguntó Duna, divisando a lo lejos el portón de la muralla—. ¿Por qué no me dispararon una flecha en ese mismo momento?
Sírgeric la miró.
—Eso es lo único que no entiendo…
El joven volvió a darse la vuelta y siguieron corriendo por la estrecha callejuela. Sírgeric le sacaba unos pasos, pero la muchacha intentaba mantener el ritmo pese al cansancio. La tensión acumulada y la idea de encontrarse en mitad de una trampa le proporcionaban energía suficiente como para haber llegado hasta Bereth corriendo de haber sido necesario.
De repente, un viejo belmontino cubierto de harapos y arrastrando una carreta vacía apareció por una de las calles perpendiculares y le cortó el paso a Duna.
—¡Sírgeric! —gritó la muchacha.
El joven se detuvo en seco y miró hacia atrás. El hombre con el carro intentaba maniobrar para hacer girar el carro por la estrecha callejuela.
—¡No puedo pasar! —volvió a gritar.
—Está bien, no te preocupes. Vuelve hacia atrás y toma la primera calle perpendicular a la izquierda que encuentres, después vuelve a girar hacia la derecha. Te esperaré allí.
Duna asintió y sin perder tiempo dio marcha atrás hasta la siguiente calle que encontró y corrió por ella hasta dar con un nuevo cruce de calles. Tomó la que bajaba y la siguió sin detenerse ni un instante. Sírgeric tendría que aparecer por una de aquellas callejuelas en cualquier momento; después podrían seguir el camino juntos.
Duna iba pensando en el incompetente guardia que había visto a la entrada de la ciudad y en lo bien que les vendría ahora que siguiese apostado allí, cuando de pronto alguien salió de una de las calles laterales sin que lo advirtiese y la empujó, haciéndola caer al suelo.
—¡Sírgeric! Ten más cuidado, ¿quieres? —le recriminó Duna mientras volvía a ponerse en pie. Alguien le tendió una mano para ayudarla a levantarse. Pero antes de que pudiera cogerse a ella, la muchacha se dio cuenta de que aquel no era su amigo, sino un mendigo que la miraba asustado.
—Lo… lo siento…
Sin esperar un segundo, Duna saltó por encima de aquel hombre y siguió corriendo calle abajo. Cuando volvió a mirar para atrás, el viejo ya había desaparecido.
Sírgeric tendría que estar allí mismo, pensaba. ¿Dónde se habría metido?
De repente, respondiendo a sus preguntas, oyó unos pasos acelerados a su espalda y al girarse se encontró con su amigo que venía corriendo hacia ella gritándole que siguiera corriendo. Tras él venían varios hombres armados.
—¡Duna, no te pares!
La muchacha no esperó a que se lo repitieran y salió disparada por el último tramo de calle que faltaba. Cuando se aproximaba a las últimas casas, echó un vistazo en derredor esperando encontrarse con su amigo, pero él ya no estaba allí.
En su lugar, un grupo de tres hombres armados con espadas ganaba terreno en su dirección. ¿Dónde estaba Sírgeric? ¿Qué le habían hecho? ¿Había conseguido escapar? Fue a gritar su nombre cuando llegó al final de la calle, pero reparó en que otros dos grupos de hombres igualmente armados se aproximaban a ella por ambos lados.
—¡Sírgeric! —gritó desesperada mirando hacia todos lados—. ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!
Nadie respondió a sus súplicas. Las pocas personas que quedaban en ese tramo de calle corrieron a ocultarse en el interior de las casas en cuanto vieron a los hombres.
Duna se preparó para enfrentarse al grupo que se aproximaba por la izquierda y avanzó hasta dar con la destartalada muralla. Desesperada, agarró una de las piedras desprendidas de la pared y se la arrojó al grupo que se aproximaba por la izquierda. La piedra golpeó a uno de los hombres, que cayó al suelo, aunque aquello no detuvo al resto del grupo.
Viendo el resultado, cogió otra piedra algo más grande y esta vez se preparó para lanzársela al que parecía ser el capitán del pelotón. Pero en el momento en el que iba a lanzarla, alguien le atizó en la nuca y cayó al suelo con la piedra aún en las manos.
—¡La quiere viva! ¡No la matéis! —fue lo último que oyó Duna antes de desmayarse.
Dimitri terminó de leer la carta que acababa de recibir y después la echó a la chimenea. Mientras miraba cómo el fuego devoraba el pergamino, su sonrisa se fue ensanchando.
El plan había concluido; al menos la parte complicada. Ahora solo quedaba informar a su madre y al resto del reino del destino de Bereth. El cambio se acercaba y ya nada podía detenerlo.
Cuando se enteró de que el maldito sentomentalista había conseguido huir con el crío, había pensando por un momento que el plan se vendría abajo. Pero tras haber recibido aquella carta, ya nada podía salir mal.
—Larga vida al nuevo Bereth —dijo, mirando por la ventana.
Su vida había dado un vuelco inesperado en los últimos días. En parte por sus intrigas, dignas del mejor conspirador del Continente, en parte por el regalo que le había hecho Teodragos y sus estúpidos sentomentalistas la noche en la que había visitado Belmont.
Tras regresar de aquel ruinoso reino, Dimitri descubrió que la marca que le había aparecido en la muñeca tras el conjuro del sentomentalista belmontino se había ido extendiendo por la palma de su mano lenta pero inexorablemente. A los pocos días, aquella oscura y extraña cicatriz había llegado hasta la palma de su mano y había seguido su camino bifurcándose en cinco finas betas que se habían extendido hasta la punta de cada uno de los dedos.
En un principio había sentido verdadera repulsión por ella. A punto estuvo de cometer una locura para hacer desaparecer aquel estigma tan horrible. Si alguien lo hubiese visto, podría haber sospechado. Sin embargo, todo eso había sido antes de descubrir las ventajas que conllevaba.
Lo descubrió una noche, mientras cenaba solo en el palacio. Dimitri había ordenado despertar a un par de doncellas para que le preparasen algo antes de acostarse. Cuando la sirvienta entró con una jarra de leche humeante y una bandeja repleta de pastas y la dejó sobre la mesa, el príncipe le agarró el brazo para recordarle que a él le gustaba la leche fría; y en ese preciso instante oyó la respuesta de la muchacha. Pero no con sus oídos, sino con su mente. Dimitri miró entonces a la doncella y vio que la joven asentía dócilmente mientras una sarta de insultos y de improperios dirigidos a Dimitri se filtraban en sus pensamientos.
Dimitri le soltó el brazo, asustado, y en cuanto lo hizo, todo volvió a quedar en silencio.
La doncella se había marchado ya cuando Dimitri empezó a esbozar una idea de lo que había sucedido: de alguna manera, ahora poseía el poder de un sentomentalista. En un principio tuvo miedo, lógicamente, pero después comprendió que no había por qué tenerlo. Estaba claro que su familia no lo sabía, ni tampoco Teodragos. ¿Pero como podía ser? Jamás había oído hablar de que la sentomentalomancia se pudiese transmitir, pero ¿qué otra explicación había?
Pasó los siguientes días probándolo con todo aquel que se cruzaba en su camino. En menos de tres días conocía a las personas del palacio mejor que ellas mismas. Y eso le sirvió para rodearse de aquellos que más miedo parecían sentir por él. De aquellos que jamás tendrían el valor de traicionarle. Se encargó de ocultarle los pensamientos al rey Teodragos a base de concentración, aunque a veces no estaba seguro de conseguirlo completamente. Las consecuencias, se decía, eran un riesgo que había que asumir. A fin de cuentas, había sido el ingenuo rey el que le había otorgado aquel don.
Poco tiempo después pudo incorporarlo a su plan. La primera oportunidad se presentó con los sentomentalistas que juzgaron a Barlof. Desde el momento en que había decidido que la mano derecha de Adhárel sería el chivo expiatorio, no había dejado de pensar en cómo convencer a los sentomentalistas de que era culpable cuando en realidad no lo era. Tendría que ser juzgado por sentomentalistas belmontinos que le ayudasen con sus dones, pero para eso tenía que convencer al viejo Zennion de que se lo permitiese. Lo había dado casi por perdido, pero entonces le llegó aquel regalo divino. Además de escuchar los pensamientos de aquellos a quienes tocaba, también podía manipularlos sutilmente para hacerles pensar lo que él quería que pensasen. Así, el resto lo dejaba en sus manos, o mejor dicho, en sus mentes, para que la semilla que él había plantado germinara en sus cabezas.
No supo hasta qué punto tendría éxito hasta comprobar el resultado en los sentomentalistas de Barlof. Aunque lo mejor fue utilizarlo con Duna Azuladea. Un par de frases en el momento adecuado, unos cuantos pensamientos manipulados para convencerla de lo capacitada que estaba para rescatar a Adhárel y asunto zanjado. La muchacha se había marchado sin perder un instante a Belmont y sin detenerse a considerar en la posibilidad de una trampa. Pronto se le pasaría el efecto y se preguntaría qué estaba haciendo allí, pero, para entonces, ya sería demasiado tarde.
Dimitri se puso en pie y escribió la misiva que recibirían todos los berethianos durante la noche. Cuando terminó de redactarla, se la entregó al copista del palacio y le advirtió que las quería enviadas antes de la medianoche, sin falta. Después se desordenó la ropa, se despeinó y se dirigió a paso ligero hasta los aposentos de la reina.
—¡Madre! —gritó al irrumpir en la estancia sin detenerse a llamar a la puerta. La reina estaba en la cama, cosiendo a la luz de una bombilla. Al ver a su hijo tan alterado ordenó a sus doncellas que salieran de allí inmediatamente.
—¿Qué ocurre Dimitri?
El príncipe se sentó junto a ella y le agarró la mano.
—Ah… Adhárel ha sido… capturado —dijo con lágrimas en los ojos.
La reina se llevó una mano a la boca y le miró asustada.
—Adhárel… ¿Có… cómo ha pasado? —preguntó la reina—. ¿Cuándo? ¡Hay que avisar a la guardia!
—Ha sido esta noche. Esa lavandera de la que se encaprichó Adhárel le ha traicionado —mintió Dimitri—. Le ha conducido a una trampa y Belmont le ha capturado. No hemos podido hacer nada. Cuando nos hemos enterado… ya era demasiado tarde. La Guardia Real ya ha sido avisada. Lo siento muchísimo, madre.
Dimitri abrazó con fuerza a la reina para consolarla mientras las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas.
—Dimitri… No… no lo entiendes… Tenemos que encontrarle enseguida… Hay algo más, ¡mucho más! Tu hermano está… enfermo —exclamó la reina, alterada—. Tienen que encontrarle antes de que se haga de noche.
Dimitri la miró comprensivo.
—Le encontrarán, madre… toda la guardia está buscándole. Hay partidas recorriendo…
—¿Toda? —le cortó la reina volviendo en sí—. Entonces, ¿quién está protegiendo Bereth? ¡Ahora que tienen a Adhárel no tardarán en atacar! Hay que advertirles que vuelvan, tienes que avisar a los sentomentalistas. ¡Bereth está en peligro!
—Madre, cálmate, por favor…
—¡No me digas que me tranquilice! —le ordenó la mujer.
Dimitri le lanzó una mirada desafiante pero después respiró hondo.
—Hay algo más que quería decirte…
La reina miró a su hijo escéptica.
—Ahora que Adhárel se ha ido…
—¡Le han secuestrado, Dimitri! Es algo muy diferente.
Su hijo asintió y se corrigió:
—Ahora que le han secuestrado, quería decir, y mientras tú no estés bien para reinar… creo que debería ser yo quien tome las riendas de todo… y cuanto antes.
La reina cerró los ojos y asintió. Sin Adhárel, lo lógico era que Dimitri tomara el control del reino, a pesar de no estar del todo segura de que pudiera hacerlo. Las manos le temblaban sobre el regazo. Dimitri sonrió para sus adentros. Ya estaba hecho.
—En tal caso, mi primera medida, y por el bien de mi hermano Adhárel, será cumplir con las exigencias de Belmont.
La reina volvió a mirarle, esta vez asustada.
—¿Además osan pedir algo? ¿De qué se trata?
—En primer lugar, quieren terminar con la guerra. Son ya muchos años los que…
—¿A cambio de qué, Dimitri? —le interrumpió ella.
El príncipe se mordió el labio y cerró los ojos, harto de tanta interrupción. Después volvió a sonreír.
—De convertirnos en un solo reino.
Su madre abrió la boca asombrada e hizo ademán de decir algo, pero un ataque de tos se lo impidió.
—Madre, madre, no te alteres —le rogó Dimitri acariciándole la mejilla suavemente—. Sé que será lo mejor. Con ello conseguiremos que Adhárel vuelva con nosotros, ya lo verás.
Ariadne apartó la mano de Dimitri ante el asombro del joven.
—Creo que no estás capacitado para tomar esa decisión, Dimitri —le dijo mientras se incorporaba—. Es hora de que salga de una vez de esta cama.
—No, madre —contestó el príncipe cada vez más alterado y empujando a su madre de vuelta a la anterior posición—. No será necesario. Tus días de reinado han terminado. Ahora me toca a mí.
Ariadne le fulminó con la mirada, incapaz de creer lo que estaba sucediendo. Sabía que Dimitri no había sido un niño fácil, pero aquello…
—Dimitri… tú…
El joven se encogió de hombros.
—Ya va siendo hora de que ocupe el lugar que me corresponde, madre. Estoy cansado de ser siempre el segundón. De estar siempre bajo la sombra de mi estúpido hermano. De que todos me traten como al bufón de la corte. —Dimitri miró a la reina y su mirada complacida se tornó fría y carente de sentimiento. Después se puso en pie y, mientras recorría la habitación de un lado a otro, su voz fue aumentando de volumen—. ¿Por qué tienes que ponérmelo tan difícil? ¿Por qué quieres sufrir más de lo necesario? Crees que soy demasiado pequeño para tomar decisiones, ¿no es eso? El pobre Dimitri, el indefenso Dimitri… —El príncipe se volvió hacia su madre y la miró con odio y desprecio—. Todo eso ha terminado. Demostraré a todos de lo que soy capaz.
—Estás loco —le dijo su madre sin dar crédito a su oídos.
Dimitri soltó una carcajada.
—Aún no has oído lo mejor de todo, madre. Hace tiempo que llevo planeando algo a tus espaldas… y, teniendo en cuenta que ya no podrás hacer nada por impedirlo, no me hará ningún mal contártelo. Así tendrás otra prueba de que te confundiste al elegir al hijo que debía reinar.
—Nos matarás a todos… ¡Bereth caerá por culpa de tu envidia!
—¡Yo no tengo envidia de nadie! —rugió Dimitri arrojando al suelo un jarrón que había sobre la cómoda—. ¡Y menos de Adhárel! ¡Si el idiota de mi hermano hubiera sido la mitad de listo que yo, no habría caído en la trampa que le he preparado!
—Oh, Todopoderoso… —susurró la reina, llevándose las dos manos a la boca—. Fuiste tú… —tragó saliva—. Tenía la esperanza de que al menos hubiera sido obra de otra persona… de la lavandera…
Dimitri miró nervioso hacia todos lados, consciente de que había hablado demasiado.
—No quería que te enterases, madre —dijo, dulcificando la voz—. Iba a ser un secreto entre él y yo…
—Eres un monstruo ¡Es tu propio hermano!
—No quería hacerte daño —insistió el joven—. De verdad. Pero tus ganas de entrometerte en todo nos han llevado a esto. ¿No podías asentir y sonreír como has hecho siempre con Adhárel? ¡Desde luego que no! ¡Tenías que avasallarme con tus inoportunas preguntas!
—¡Tu hermano nunca vendió Bereth a Belmont! —le gritó la reina.
Dimitri le soltó un bofetón sin poder contenerse y después se apartó de ella. La reina se llevó la mano a la mejilla magullada, conteniendo las lágrimas para cuando él no la viese.
—¿Ves lo que me obligas a hacer, madre?
—No vuelvas a llamarme madre… ¡Jamás volveré a reconocerte como hijo! —le gritó la reina, dejando que las palabras resonaran en la habitación.
Dimitri abrió la boca para decir algo más pero volvió a cerrarla. Por primera vez en mucho tiempo no sabía qué responder. Sus ojos dejaron de ser fríos y distantes y por un momento la reina pensó que se echaría a llorar, como cuando era un niño. La habitación quedó en silencio, con las últimas palabras meciéndose entre los dos. El príncipe se dio la vuelta y miró a través del cristal. Aquellas palabras le habían hecho más daño del que estaba dispuesto a reconocer. Cerró los ojos y después volvió a encararse a la reina. Su mirada volvía a ser fría y dura como un témpano de hielo.
—Como queráis. Al amanecer Bereth será más grande y poderoso de lo que haya sido jamás. Y yo… —Dimitri sonrió—… yo seré el rey.
—Mientras yo siga viva, nunca serás nada.
—En tal caso, alteza, no volveréis a salir de esta habitación nunca más.
La reina se tragó las lágrimas y le miró desafiante.
—La Guardia Real me obedece a mí por encima de todo, y en cuanto les diga que…
—Ha habido ciertos cambios dentro de la Guardia Real —le cortó Dimitri poniéndose en pie y colocándose bien la casaca—. Básicamente, he prescindido de ella. Al menos de todos aquellos que no están de acuerdo con el nuevo régimen. Quiero que des la bienvenida a tu nueva… guardia personal.
Y con una sonrisa en los labios, el príncipe abrió la puerta de la habitación para dejar pasar a dos hombretones vestidos con la armadura de Belmont.
La reina miró de arriba abajo a los guardias y después a su hijo.
—¿Qué has hecho? —preguntó la reina en un murmullo—. ¿Cómo has podido…?
—Que durmáis bien, alteza —se despidió Dimitri pasando entre los dos guardias—. Si necesitáis algo, pedídselo a ellos. Estarán encantados de atender vuestros deseos… incluso de que cese vuestro sufrimiento.
Avanzó hasta la puerta y, antes de cerrarla, volvió a asomar la cabeza y dijo:
—Por cierto. —La reina lo miró con los ojos anegados en lágrimas—. El arma ya no está oculta en el fondo de ningún corazón. Creí que debíais saberlo.
Ariadne abrió aún más los ojos al comprender aquellas palabras y después negó repetidas veces con la cabeza al tiempo que murmuraba palabras sin sentido. Cuando Dimitri abandonó la habitación con una sonrisa pintada en el rostro, la reina dejó escapar el grito de tristeza y dolor más profundo que había proferido en toda su vida.
Era ya de noche cuando Cinthia y Marco regresaron a su refugio ocultos entre las sombras. De la mano, como dos hermanos, anduvieron hasta el portal de una vieja casa de piedras mohosas y allí se detuvieron. Iban cargados con unos cuantos alimentos básicos para aguantar el tiempo que fuese necesario en el improvisado escondite que Marco había elegido. Al parecer había sido allí donde Barlof y él se reunían para evitar miradas indiscretas.
Marco sacó una llave dorada que le colgaba del cuello, abrió la puerta y entraron. Cinthia cerró la puerta tras el niño y después movieron juntos la mesa que había en el centro de la estancia, descubriendo una trampilla en el suelo. Marco procedió a abrirla. Tras bajar por unos escalones de madera, volvieron a cerrarla tras ellos. A continuación, Cinthia encendió unas cuantas velas y el pequeño cuarto quedó iluminado. No había más que dos colchones de paja y unos taburetes pequeños junto a una mesa, pero tampoco necesitaban más por el momento. Cinthia se tumbó sobre un colchón y Marco sobre el otro.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó el niño, ansioso.
—Buscar aliados. Esa debería ser nuestra primera misión —contestó Cinthia, sacando una hogaza de pan. Partió un pedazo y se lo lanzó al niño.
—¿Y dónde vamos a encontrarlos?
Cinthia meditó unos instantes. Nunca se había encontrado en una situación parecida y jamás se había detenido a pensar qué haría llegado el caso. Duna era la que siempre había tomado las decisiones. Pero después de saber lo que estaba sucediendo, por muy difícil que le pareciese, no podía quedarse de brazos cruzados. Un hombre inocente había muerto, el príncipe del reino encabezaba una horrible conspiración, habían estado a punto de asesinar a Sírgeric y ahora Duna también estaba en peligro. No, definitivamente tenía que hacer algo.
—Habrá que esperar. Primero tendremos que averiguar qué nos quiere decir. —Cinthia se sacó del dobladillo de la falda un pergamino que habían encontrado tirado por la calle. Todas las puertas del reino tenían la misma misiva clavada en la madera. Era una invitación formal para asistir al palacio. Y no era precisamente para un baile.
—Odio a ese hombre… —dijo Marco entre dientes.
—Lo sé. Yo también le odio, pero no debemos precipitarnos. Ten paciencia.
Marco se echó sobre el colchón, resignado.
—Tu amiga Duna luchará, ¿no?
—¡Desde luego que sí! —le contestó Cinthia con una sonrisa. Al oír el nombre de su amiga sintió una punzada de añoranza—. Ella siempre está dispuesta a pelear…