Adhárel despertó a la mañana siguiente con el mismo e intenso dolor de cabeza de cada mañana. En cuanto abrió los ojos, el recuerdo de los sucesos pasados le asaltó repentinamente e, incorporándose, gritó:
—¡Duna!
Se llevó rápidamente las manos a la cabeza intentando que el dolor remitiese y se puso en pie para vestirse. El día anterior, tras hablar con Dimitri, decidió que no perdería ni un momento y que iría en busca de Duna y de sus captores en cuanto preparase y avisase a sus hombres; pero en lugar de aquello, Adhárel había caído rendido en su cama poco antes de la medianoche.
Excelente, se dijo, eres todo un valeroso príncipe.
Pero ahora que estaba despierto no perdería más tiempo. Terminó de calzarse y salió corriendo en busca de sus hombres. Cuando llegó al recibidor, Dimitri le esperaba con un grupo de caballeros que hicieron una reverencia al verle.
—Dimitri, ¿qué estás haciendo?
Su hermano se adelantó.
—Pensé que no te importaría que organizase a tus hombres para partir hoy mismo, ya que anoche estabas indispuesto.
Adhárel echó un vistazo a aquellos desconocidos con capas y armaduras y murmuró:
—Pero estos no son mis hombres. Ni siquiera les había visto antes.
Dimitri se dio la vuelta y les señaló.
—Lo sé, hermano. Son la nueva hornada del ejército. Acaban de terminar su formación y ya han estado trabajando en algunas misiones de reconocimiento. Son magníficos.
—No, no lo son. Quiero a mis hombres —respondió Adhárel apartándole de su camino—. Y si me disculpas, voy a buscarles ahora mismo.
Dimitri corrió tras él y le agarró del hombro para detenerle. Después le susurró al oído:
—Pero Adhárel, dales una oportunidad. Tus hombres ahora mismo no están disponibles. Ayer les di el día libre; ellos también merecen descansar de vez en cuando.
—¿Que hiciste qué? —le preguntó Adhárel, girándose enfurecido—. ¿Desde cuándo tomas tú las decisiones aquí?
El resto de hombres se miraron incómodos sin decir nada.
—Hermano… no te enfades conmigo. Pensé que… no imaginaba que fuese a suceder todo esto… algunos incluso se han marchado de Bereth para ver a sus familias.
Adhárel hizo ademán de contestar pero el portón principal se abrió repentinamente y por él entró Ruk, el tuerto.
—¿Me habéis hecho llamar, alteza? —preguntó el hombre haciendo una reverencia ante los príncipes.
—He sido yo —contestó Dimitri. Después se dirigió a Adhárel—: ¿Lo ves, hermano? En cuanto vi que necesitarías a tus hombres, corrí a buscarles, pero solo Ruk seguía en Bereth.
Adhárel estudió con ojo crítico la situación, observó a Ruk y, poco después, asintió.
—Está bien. Me los llevaré conmigo. Confío en ti, hermano. Espero que los hayas elegido bien.
Dimitri le devolvió una sonrisa y contestó:
—Mejor de lo que imaginas.
El pequeño pelotón atravesó a caballo las puertas del palacio en dirección al bosque con Adhárel a la cabeza. Si mantenían un buen ritmo durante la mañana, en poco tiempo llegarían al reino de Belmont. Solo harían una parada para almorzar y dar descanso a los caballos.
Tras la tormenta de la noche anterior, el camino estaba embarrado y cubierto de ramas e incluso algún que otro tronco caído. Los caballos los esquivaron con facilidad y siguieron adelante, pasando por el cruce de caminos e internándose en la parte del bosque que ya pertenecía al otro reino.
Eran siete los hombres que le acompañaban, de los cuales solo conocía a uno, pero si su hermano los había elegido, serían los adecuados. Era agradable mirar al pasado y ver lo mucho que había cambiado Dimitri en tan poco tiempo. Algún día sería el gobernador de Bereth y aún le quedaba mucho por aprender. Pero verle tan centrado, tan preocupado por el reino, incluso por Adhárel, le infundía esperanzas de que no tardaría en conseguirlo. El príncipe sabía que su hermano no lo había tenido fácil durante su vida: siempre tras su sombra, siempre tratado como el segundón, alejado del poder… y eso había ido calando lentamente en su personalidad. Y aunque Adhárel lo sabía, no podía hacer nada por evitarlo. Y tendría que ser Dimitri quien lo descubriese para poder cambiar. Al parecer, el proceso ya había comenzado.
—¡Alteza! —le gritó Ruk situando su montura junto a la del príncipe. Adhárel tiró de las riendas de su caballo y le obligó a aminorar el paso—. Los hombres están cansados. Nos preguntábamos si podríamos parar a descansar. Belmont ya no queda lejos.
El príncipe miró al cielo y vio que el sol ya se encontraba en su cénit.
—No creo que haya ningún problema —contestó, levantando la mano para avisar a los demás de que se detendrían allí mismo. A la derecha había un pequeño claro. Los caballos fueron deteniéndose y Adhárel se apeó de su montura para atar las riendas a un árbol. El resto de los hombres le imitaron.
Tras estirar las piernas, sacaron unas hogazas de pan y se sentaron a comer. Mientras tanto, Adhárel se puso a estudiar los mapas de Belmont sin advertir las miradas de complicidad que se dirigían los hombres a su espalda.
Tendrían que rodear el reino para entrar por donde Belmont menos lo esperaba. Después deberían entrar en el castillo de algún modo y rescatar a…
—¿Alteza?
Adhárel se dio la vuelta dispuesto a exigir que no le molestasen cuando sintió un golpe seco en la nuca. El príncipe gritó de dolor y cayó al suelo como un fardo.
—Cambio de planes, alteza —dijo Ruk con una rama en las manos.
Adhárel se puso de rodillas y después, tambaleándose hacia atrás, se acuclilló para desenvainar la espada.
—No es una buena idea, alteza —comentó otro hombre. La guardia le había rodeado y cada uno le apuntaba por un flanco con su espada.
—¿Qué está… pasando aquí? —volvió a preguntar Adhárel terminando de desenvainar la espada y poniéndose completamente de pie.
—Preguntadle a vuestro hermano —respondió de nuevo Ruk, moviéndose en círculos a su alrededor—. Al parecer él sí sabe qué hacer con Belmont.
—¡Mentís! —gritó Adhárel lanzándose con la espada a por varios de los hombres y obligándoles a retroceder—. Mi hermano no ha podido…
—¡Desde luego que ha podido! —le interrumpió Ruk, alejándose de la pelea—. ¿Por qué creéis si no que ninguno de vuestros hombres está aquí?
Adhárel esquivó una estocada, dio media vuelta y le clavó el acero a uno de los hombres en el estómago. El resto se puso en guardia y esta vez fueron dos los que le acorralaron.
—¡Pero tú estás aquí! ¡Tú eres uno… de mis hombres!
Ruk se echó a reír, balanceando la pesada rama entre sus manos.
—Yo soy hombre del mejor postor. Y en este caso, ese es vuestro hermano.
—Traidor… ¡Sois todos unos traidores! —gritó Adhárel lanzándose a por uno de los dos soldados que le acosaban. Tenía que llegar a su montura como fuera para escapar de allí.
Maldito Dimitri, pensaba mientras detenía estocadas de un lado y de otro. Le había llevado a una trampa y ni siquiera lo había visto venir. Todo este tiempo había estado mintiendo y conspirando contra él y contra el reino. ¿Qué pensaba hacer? ¿Proclamarse rey de Bereth? Si Barlof hubiera estado aquí podría haberlo adivinado, pero ya se encargó su hermano de que no fuera así. Ahora no le cabía ninguna duda, su fiel amigo también había caído en la trampa de Dimitri. Y él lo había permitido a pesar de que Barlof juró que era mentira. Pero ¿cómo había podido engañar a los sentomentalistas? ¿Qué vil truco había utilizado para ello? ¿O también formaban parte de la conspiración? No podría volver a fiarse de nadie.
—¡No os saldréis con la vuestra! —gritó de nuevo, lanzándose al suelo tras clavarle la espada a otro hombre a la altura de los riñones. Todavía quedaban cinco, y esta vez se acercaban a él desde todos los flancos.
—¡Deteneos a reflexionar! —suplicó Adhárel, intentando ganar tiempo. Los hombres le iban cercando lentamente—. ¡Dimitri entregará Bereth a Belmont en bandeja!
Los hombres se miraron entre sí y se echaron a reír.
—¿No me digáis? Eso sería toda una lástima —ironizó el hombre que tenía en frente. Entonces se descubrió la armadura y le mostró el tatuaje de la bandera de Belmont que llevaba en el hombro.
—Vosotros no sois… —murmuró Adhárel.
—Bravo, alteza —dijo otro de los hombres—. Solo habéis tardado una mañana en descubrirlo.
Con furia, Adhárel se lanzó a por ellos en un intento desesperado por llegar nuevamente hasta los caballos. Pero en ese momento, cuando esquivaba la espada de uno de los belmontinos, sintió un golpe seco en la cabeza y cayó de rodillas al suelo. La espada se le escurrió de las manos y, aunque hizo todo lo posible por mantenerse despierto, no tardó en perder el conocimiento, precipitándose en la más absoluta oscuridad.
—Que durmáis bien, alteza —murmuró Ruk tirando la rama junto al cuerpo inerte del príncipe.