13
El cuento de la reina

—Os pido perdón. Os suplico que ante todo intentéis comprender los motivos que me llevaron a actuar de ese modo —dijo la reina Ariadne—. Si bien entiendo que muchos de vuestros sufrimientos los he causado yo, imaginad por un instante todo lo que he tenido que pasar desde que escribí la terrible profecía en verso con tan solo diez años.

Son muchos los detalles que no conocéis; no por orgullo ni por miedo, sino por vergüenza. Pero si algo he aprendido durante los últimos días es a no temer lo que no puede hacernos daño y a confiar en quienes pueden ayudarnos sin pedir nada a cambio. Tal vez, y digo solo tal vez, si hubiera aprendido esta lección antes, nada de esto habría ocurrido. Por eso voy a compartir con vosotros todo lo que a lo largo de mis ya numerosos años he callado y guardado para mi tormento y seguridad de los que me rodeaban. Así, al menos, podré por fin compartir esta carga tan pesada que no puedo seguir llevando sola.

Tras la inesperada explosión en la torre oeste, el dragón habla llevado a los tres amigos y al cuerpo de Dimitri al bosque, donde se habían mantenido ocultos hasta que hubo pasado la noche. Cuando despertaron, con Adhárel de nuevo convertido en humano» descubrieron que, misteriosamente, Dimitri había desaparecido. ¿Habría escapado? ¿El dragón lo habría devorado durante la noche? ¿Se lo habrían comido los lobos?… No volvieron a saber más de él.

Cinthia, Duna, Sírgeric y Adhárel regresaron al palacio como héroes de guerra, dispuestos a poner cada cosa en su sitio y a intentar olvidar aquel trágico episodio que no había hecho ningún bien a nadie.

Lo primero que hicieron fue reagrupar a todos los sentomentalistas que no habían huido durante la trágica noche —algo por lo que Adhárel no les culpaba— para volver a levantar la torre oeste del palacio y sus inmediaciones calcinadas tras la explosión. La tarea les llevó muy poco tiempo y, para la madrugada del quinto día, nadie podría haber dicho a ciencia cierta qué parte del palacio era nueva y cuál no.

Aquella misma mañana, el príncipe ordenó a los escribanos que enviasen una misiva urgente a todos los rincones del reino pidiéndoles, con sumo respeto, que se presentasen en el palacio tras la puesta de sol para darles el tan esperado comunicado de que el terror había pasado ya, y para demostrarles que el toque de queda había quedado abolido.

Hay retazos de la memoria —prosiguió la reina— que me cuesta mantener vivos y que después de tanto tiempo, simplemente, los he dejado marchar. Por eso tendréis que disculpar que no pueda daros tantos detalles como me gustaría.

Mi historia, mi verdadera historia, mejor dicho, y no la que estudian los jóvenes de hoy en día en el reino, es mucho más oscura de lo que nadie podría imaginar. A mi favor he de decir que nunca se la conté a mis propios hijos, pero que tampoco la compartí con otros. Ha sido mi secreto y mi vergüenza, pero ante todo fue mi elección. Esta historia comienza exactamente siete años después de que fuese nombrada reina de Bereth. Durante mi decimoséptimo cumpleaños.

Después de la comida oficial con los altos dignatarios del reino y los posibles pretendientes para mi matrimonio concertado, pude escapar sin ser vista en un descuido de mis doncellas a pasear por el reino con mi valentía como única escolta y mis altivas formas como compañeras. Si bien es cierto que mis asesores nunca me impidieron visitar el reino, tampoco me dejaron que lo hiciese sola.

Por eso aquel día el reino me pareció tan especial. Por eso y porque le conocí a él…

Cuando Adhárel se asomó al balcón para hablar con los berethianos, sintió que no era el mismo. Que de alguna forma había cambiado, y las palabras fluyeron de su boca con decisión, coraje y sentimiento. Les habló de un nuevo Bereth, les pidió perdón de corazón por haber permitido que hubiera sucedido lodo aquello y les juró que no volvería a repetirse algo semejante. Y ellos le escucharon, le creyeron y cuando terminó, le vitorearon y aplaudieron. Después regresaron a sus casas e hicieron lo que él les había pedido: que arreglaran entre todos los hogares que hubieran sufrido desperfectos como consecuencia de la ambición de Belmont. También se construyó un monumento de cristal y hierro con las piezas de la máquina del ala este en el lugar donde una vez estuvo el viejo granero del señor Tompic, como recuerdo de lo que había sucedido, juraron no volver a utilizar la electricidad más que para alumbrar los hogares de los berethianos hasta que las reservas se agotasen.

Dos días después de la reconstrucción de la torre, no quedaba ni un solo belmontino en el reino de Bereth. Todos los soldados desaparecieron sin dejar rastro, como el humo de las piras hechas con las banderas de la unión y no quedó ninguno para cuando las antiguas volvieron a ondear. Algunos soldados berethianos también se marcharon, tal vez asustados por las represalias que les aguardaban tras su traición, tal vez por orgullo. Adhárel nunca se lo preguntó y tampoco lo hicieron los que se quedaron. No hubo reprimendas ni sanciones para los soldados rasos. Los oficiales que habían ostentado altos cargos y que habían ayudado a hacer más propicia la invasión fueron desterrados de Bereth sin contemplaciones.

Debía de ser un año mayor que yo. Nunca se lo pregunté y él tampoco me lo preguntó a mi. Éramos dos completos desconocidos que se habían encontrado por casualidad y de manera inesperada. Me dijo que se llamaba Adair. Yo no le dije mí verdadero nombre. Nadie me conocía fuera del palacio y quería que siguiese siendo así. Al principio no vi en él más que a un amigo diferente a los que estaba acostumbrada a tratar. Vivía cerca del bosque, en las afueras y solo se acercaba al reino para las clases diarias en la escuela del Este. Estaba en el último curso.

Con el paso del tiempo fuimos haciéndonos más y más amigos hasta el punto de arriesgarme cada noche a huir de palacio solo para reunirme con él. Y así pasaron los días, las semanas, los meses… Hasta que un día, cuando llegué al palacio después de estar con él, mis asesores me obligaron a reunirme con ellos. Debía elegir un marido pronto. Y fue entonces cuando comprendí lo mucho que le amaba y lo lejos que estábamos el uno del otro por muy cerca que sintiéramos nuestras respiraciones.

Nunca seríamos iguales y debía terminar con la farsa antes de hacerle más daño.

Recuerdo que llovía cuando terminó la reunión. Mi pretendiente estaba elegido y en pocos días se celebraría la boda. Así de fácil, así de rápido. Volví a escaparme como hacía cada noche cuando me creían dormida y corrí hasta nuestro lugar secreto. De aquella noche solo puedo decir dos cosas: que nunca pude amar tanto a una persona y que jamás la olvidaré. La misma noche en la que le declaré mi amor también le dije la verdad sobre mi posición. Él se enfadó. Yo no dije nada. Lloramos abrazados hasta que amaneció, después volví al palacio y no le volví a ver. Lo que yo no podía imaginar era que, sin estar a mi lado, Adair iba a estar más dentro de mí de lo que imaginaba. No me pidáis detalles de los meses siguientes porque soy incapaz de recordarlos. Bastará con decir que estaba embarazada de ti, Adhárel. Y que, a pesar de lo que toda la corte y mi nuevo marido creían, tú habías sido engendrado antes de la boda. Nadie sospechó nada y yo tampoco quise desmentirlo. Pero por las noches tenía miedo. Soñaba que el rey se levantaba y que acababa con tu vida al descubrir que no era tu verdadero padre. Y entonces llegó al palacio aquel misterioso sentomentalista procedente de tierras lejanas…

El cadáver de Teodragos VI, rey de Belmont, se incineró junto con el resto de los guardias de Belmont en un lugar lejano donde nadie acudió a velarles. Respecto a Dimitri, todos le olvidaron rápidamente. Pero, a partir de entonces, estaría en orden de busca y captura bajo el poder del reino.

Sí que hubo, sin embargo, una ceremonia por todas las vidas inocentes que el cruel rey y sus hombres habían sesgado.

Los jóvenes sentomentalistas que habían luchado junto al príncipe fueron condecorados con la Insignia del Dragón, el mayor cargo honorífico que se podía alcanzar en Bereth, y los seis pasaron a formar parte de las filas del ejército del reino sin dejar las clases del maestre Zennion. Se convirtieron, de ese modo, en los sentomentalistas más jóvenes que el ejército había tenido nunca.

Decía provenir del Norte. No pensaba quedarse en Bereth más de lo necesario. Después seguirla su camino a otras tierras. Los consejeros del rey, de mi marido, contaban maravillas de aquel hombre y solo hizo falta que hablase con él una vez para descubrir que eran ciertas. Aquel hombre podría ayudarme. Por ello, sin saber por qué y arriesgando mi vida y la tuya, le mandé una carta para pedirle que se reuniese conmigo en lo más profundo del bosque de Bereth aquella misma noche. El rey no estaba en palacio y tenia que aprovechar la oportunidad.

Después de acostarte, te saqué en secreto del palacio y juntos corrimos hasta el lugar acordado sin estar segura de si él aparecería. Mis dudas se disiparon al verle apoyado con absoluta calma en un árbol. Me confesé ante él como no lo había hecho ante una persona en meses. Lloré y él me consoló. Fue un completo desconocido y al mismo tiempo fue mi mejor amigo, mi aliado. Después me preguntó qué quería hacer al respecto. Le supliqué que hiciese cuanto estuviera en su mano por convertirte en el arma más poderosa de Bereth para que el rey nunca pudiera hacerte daño mientras yo no estuviera vigilando, mientras durmieses.

Él me advirtió que una vez transformado no habría vuelta atrás, y yo insistí. Me volvió a repetir que todo tenía un precio en esta vida y que si estaba segura de querer pagarlo. Yo le grité que lo hiciese de una vez y él cerró los ojos y asintió. Trato hecho, dijo. Y cumplió mi deseo…

Le conocí con el nombre de Maese Kastar.

Aya también fue condecorada por haber luchado desde la sombra todo aquel tiempo, sin rendirse. Muy a su pesar, con el recuerdo de su difunto marido siempre presente, la mujer tuvo que mudarse. La casa estaba ya muy vieja y además había encontrado un sitio mucho más grande, cómodo y espacioso en el palacio real para vivir. La reina Ariadne se mostró muy comprensiva al cederle una de las caballerizas para poner su taller de cestería y Aya olvidó rápidamente la vieja casa donde había pasado tantos años de su vida.

Lord Loresford, sin embargo, no tuvo tanta suerte. El egocéntrico señorito había perdido todas sus tierras y posesiones durante una partida de cartas que sus amigos más allegados le habían preparado una tarde especialmente aciaga para él. Viéndose sin nada, abandonó Bereth de la noche a la mañana y regresó al hogar de sus padres. Desde allí, envió una última carta a Duna que decía así:

Mi amada Duna:

Parto a tierras lejanas para volver a convertir el apellido Loresford en sinónimo de gloria y honor. He oído que has estado ocupada con temas institucionales que no podrían de manera alguna compararse con los míos. Eso está bien, por fin has aprendido el papel que ha de desempeñar una mujer en el hogar.

Cuando esté preparado volveré a buscarte. Imagino el dolor y la tristeza que inunda tu corazón ahora que sabes que no volverás a verme en mucho tiempo. Espero poder…

Aya nunca llegó a terminar de leer la carta ni tampoco se la entregó a Duna; no sintió ningún remordimiento por ello.

Cuando vi lo que te había hecho, en lo que te había convertido, le supliqué que te volviese a dejar como antes. Lloré las lágrimas más amargas que jamás he derramado, pero aunque de verdad lo sentía, el sentomentalista me había dado la oportunidad de negarme y yo la había rechazado. Con menos de diecinueve años había comprendido más de lo que una persona normal podría llegar a entender en toda una vida. El sentomentalista se marchó a la mañana siguiente jurándome que nunca contaría mi secreto. Y yo al mismo tiempo me hice la promesa de que no utilizaría al dragón, de que no te utilizaría a ti como el arma que podrías haber sido.

Al principio fue sencillo ocultarte: cada noche bajaba contigo a las mazmorras, te metía en una de ellas y me quedaba contigo, pidiéndote perdón por no dejarte salir de allí. Pero los años fueron pasando y tú fuiste creciendo. Como niño eras alegre, guapo, educado… y como dragón… bueno, como dragón cada vez eras más grande; de una envergadura asombrosa. Y cierto día me decidí a permitirte salir. Por entonces yo ya estaba embarazada de Dimitri.

Aquella noche bajé como tantas otras contigo en brazos sin saber que una sombra nos seguía de cerca. Ya en las mazmorras te transformaste como cada noche dentro de la celda, pero cuando quise abrirte la puerta, el rey apareció de pronto y me cortó el paso. Me gritó con tanta fuerza y tanta rabia que solo fui capaz de arrodillarme para suplicarle perdón por haberle ocultado nuestro secreto. Pero él no quiso escucharme y tirándome del pelo me levantó y me golpeó como muchas otras veces había hecho hasta hacerme sangrar. Mientras tanto, el dragón que ya eras comenzó a chillar y a rugir con fuerza sin poder salir de la celda. El rey estaba encolerizado. Le había entrado uno de esos ataques que yo tanto temía y que ningún consejero me mencionó el día en que lo elegí por esposo.

De repente, con un último rugido, escupiste fuego por primera vez; y no me arrepiento al pensar que fue gracias a ello que yo me salvé esa noche. El rey falleció por las quemaduras y con tu ayuda lo llevé a lo más profundo del bosque, al lugar donde una vez hice la promesa con aquel sentomentalista. Y allí le enterramos. A la mañana siguiente, el reino entero buscó a su rey por todas partes pero no le encontraron. Desde aquel día fui la reina de Bereth, tu madre y la de Dimitri… quien no tardó en cambiar y volverse como su padre. Al principio no quise verlo, pero cuanto más mayor se hacía, más miedo me daba. Más me recordaba a él y más hacía que te prefiriese a ti. Tú habías sido engendrado en el amor, Dimitri no…

Sírgeric y Cinthia también recibieron la Insignia del Dragón, pero, a diferencia de Aya, declinaron la oferta de la reina de vivir en el palacio, al menos por el momento. Y a los pocos días se despidieron de todos sus amigos para emprender un largo viaje que les llevaría a todos los rincones del inmenso Continente. Tal vez en el futuro, le dijeron a su majestad, volverían para ostentar algún cargo importante en la corte… pero solo tal vez.

Sé que no he sido buena. Que he tomado muchas decisiones equivocadas desde bien pequeña, pero tampoco he tenido una vida fácil. El haberte escondido todas las noches y el haberme mantenido en vela muchas de ellas hicieron que enfermase muy a menudo, obligándote a tomar las riendas del reino antes de lo esperado. Y ya que se me brinda la oportunidad, quería decirte lo orgullosa que me siento de cómo lo has hecho, Adhárel. De verdad.

Tampoco he sido muy buena madre sin tener en cuenta lo relacionado con el dragón. ¿Entendéis al menos por qué no podía aceptar el amor que vi en vuestros ojos, los tuyos y los de Duna, durante la fiesta de tu vigésimo primer cumpleaños? Me recordabais tanto a mí y a Adair. Mi corazón no iba a poder soportar que mi hijo también pasara por lo mismo. Pero si hay algo contra lo que no se puede luchar, eso son los deseos del corazón. Porque las consecuencias pueden ser mucho peores.

Por ello, cuando estéis preparados y no cuando os lo ordene, podréis contraer matrimonio bajo mi consentimiento. La ley que tanto daño a hecho a esta familia queda abolida desde hoy bajo mi mandato como soberana del reino de Bereth.

—Madre… —Adhárel se levantó de la silla junto a la cama donde la reina reposaba y la abrazó y la besó con cariño. También él estaba llorando—. Gracias… por esto, y por haberme contado la verdad.

—No merezco tus palabras, Adhárel.

—¿Cómo que no?

—No, hijo mío. No mientras la maldición pese sobre ti.

Adhárel se separó de ella. Duna también se levantó de su silla y le cogió la mano.

—Podremos vivir así, majestad.

La reina negó con la cabeza, sin mirarles.

—Me hago vieja, hijos míos. Y de aquí a un tiempo no seré capaz ni de levantarme de la cama.

—Madre, no digas eso. Tan solo tienes treinta y siete años y ahora que ya no debes velar por mí cada noche, descansarás mejor. Pronto te recuperarás y podrás volver a…

—No es eso, hijo mío. Me cure o no, mi reinado llega a su fin.

—¿Qué quieres decir, madre?

—He sido reina regente hasta que has sido lo suficientemente mayor como para hacerte cargo tú solo de Bereth. Pero, cuando cumplas los veintiún años, tendrás que comenzar a gobernar tú.

—Y lo haré tan bien como me has enseñado.

—No, hijo mío. No lo entiendes. No podrás reinar mientras sigas convirtiéndote cada noche en dragón.

—Pero —intervino Duna—, la maldición… Vos habéis dicho que no hay nada que hacer…

—También creí que no volvería a veros con vida, y por lo que me habéis contado fue la forma de dragón la que salvó la vida de mi hijo en la torre.

—¿Quieres decir que hay alguna solución para mí?

—Quiero decir que deberíais intentar encontrarla.

—Pero madre…

—Escúchame, Adhárel. El tiempo juega en vuestra contra: no lo malgastéis. Si para la noche de tu vigésimo primer cumpleaños no has regresado curado, Bereth pasará a formar parte de otro reino… o a pertenecer a tu hermano, si es que algún día se atreve a regresar.

Adhárel la miró asustado.

—No… madre…

La reina asintió.

—Id ahora. Partid de Bereth esta misma semana ¡Hoy mismo! Cada segundo cuenta.

—¿Adónde queréis que vayamos?

La reina miró a Duna y después a su hijo.

—En busca de quien te hizo esto. Buscad a Maese Kastar y convencedle. Él tiene que conocer la cura.

—¿Por qué iba a dármela a mí si nunca te la dio a ti?

—Porque yo ya he aprendido la lección, hijo. Y no es justo que tú sufras por ello.

—No puedo, madre. No puedo dejarte así, en este estado.

—Adhárel, por favor, hacedlo cuanto antes. Hoy es pronto, pero mañana quizá sea tarde. No os preocupéis por mí, estaré bien.

El príncipe lloraba entristecido.

—Te echaré de menos, madre.

—Yo también a ti, mi vida.

Volvió a abrazarla una última vez y después salió de la habitación secándose las lágrimas con la manga. Duna se quedó esperando a que saliese.

—Cuida de él, Duna —le pidió la reina—. Te necesita más de lo que cree.

—Lo haré, majestad.

—Llámame Ariadne a partir de ahora.

La muchacha asintió y se agachó para abrazar a la mujer.

—Estaremos de vuelta muy pronto.

—Eso espero, pequeña… eso espero.