12
La batalla en la torre

—Es un verdadero placer conoceros —dijo Adhárel, haciendo una pequeña reverencia.

—Y más en esta situación —añadió Sírgeric sin apartar los ojos de Cinthia.

—No puedo creer lo mucho que os he echado de menos.

Duna le revolvió el pelo.

—Y nosotros a ti.

Uno de los jóvenes carraspeó un poco incómodo.

—¿Y qué vamos a hacer ahora, si puede saberse?

—Zennion no va a poder ayudarnos esta noche —contestó Cinthia—, así que ahora que los hemos encontrado, nos pondremos a su disposición.

—Sois muy amables, pero no tenéis que correr riesgos por nosotros. —Lo que menos quería el príncipe era que alguno Je aquellos crios resultase herido.

—¡Desde luego que lucharemos! —exclamó Henry de nuevo—. ¿Verdad chicos?

Todos asintieron con fervor. Adhárel miró a Duna, esta miró a Sírgeric, Sírgeric miró a Cinthia y esta se encogió Je hombros.

—En ese caso… Sabed que el palacio estará tan bien protegido como lo estaba la lavandería. Pueden tendernos más trampas como esta, aunque viendo vuestros dones no es algo que deba preocuparnos. —Los chicos se rieron por el cumplido—. Si no me equivoco, Teodragos estará en la torre este o la oeste con las máquinas de electricidad.

—Piensa destruir Bereth —aclaró Duna. Los que no lo sabían, emitieron gritos de angustia.

—Por eso tenemos que darnos prisa.

—¿Cuál es el camino más rápido a esas torres? —preguntó Sírgeric.

—Las escaleras principales.

—Podríamos dividirnos… —opinó Marco con su voz infantil.

—No es mala idea… Veamos: sois seis sentomentalistas. Podemos ir Duna y yo con tres de vosotros y que Cinthia y Sírgeric vayan con otros tres.

—De acuerdo —dijo Cinthia—. Que Marco, Simón y Henry vengan con nosotros. Morgan, Andrew y Tail con vosotros.

Los jóvenes se separaron, cada grupo con sus cabecillas.

—Nosotros iremos a la torre oeste, vosotros id al ala este. En caso de que no encontréis nada allí, teletransportaos de inmediato.

—Duna va a terminar quedándose calva como siga regalándome pelo…

—Que te lo dé Adhárel esta vez.

El príncipe se cortó un mechón con la espada y se lo entregó a Sírgeric.

—No te lo tomes como un cumplido.

—Oh, por un momento pensé que me estabais pidiendo en matrimonio.

Todos se echaron a reír con nerviosismo.

—Entonces haremos eso. Iremos juntos hasta la escalera principal, por si acaso nos están esperando también ahí arriba, y después nos separaremos.

Los diez prepararon sus armas para el combate, respiraron profundamente y abrieron la puerta que daba a las escaleras.

Después, en fila de a uno, subieron hasta el primer descansillo donde Adhárel les hizo detenerse para aproximarse él solo hasta la puerta del vestíbulo. Con suma precaución, la abrió lo necesario y miró el interior. Estaba vacía. Con la mano le hizo un gesto al resto del grupo y de dos en dos fueron saliendo de allí y corrieron a ocultarse tras unos bustos que había al comienzo de la escalera principal. El palacio parecía desierto, El silencio era absoluto. Sus respiraciones resonaban por todo el vestíbulo, o al menos eso era lo que les parecía.

—Ahora vosotros id por allí —susurró el príncipe a Sírgeric y a Cinthia, señalándoles el camino—. Torced por el pasillo y seguid recto hasta las primeras escaleras que os encontréis a mano izquierda. La sala de la máquina está al final.

Cinthia y Sírgeric asintieron, y asegurándose de nuevo que no venía nadie, hicieron ademán de partir pero, de pronto, Marco les agarró de la ropa. Cinthia fue a replicar, pero el niño negó con la cabeza y señaló una puerta que al segundo siguiente se abrió. De ella salieron un par de soldados armados que volvieron a desparecer en dirección a los jardines.

—Ahora, sí —dijo el niño. Y su grupo salió del escondite y corrió hasta el pasillo que les había indicado Adhárel. Cinthia fue la última en desaparecer, despidiéndose con la mano antes de seguir a los demás.

—Nosotros no tenemos a Marco, así que tendremos que ser mucho más precavidos con nuestros movimientos —dijo Adhárel en voz baja. A continuación, se deslizó como una sombra hasta la escalera este y Ies hizo un gesto a los demás para que le siguiesen. Cuando los cinco subían los escalones, la puerta de la lavandería se abrió de golpe y un soldado ensangrentado salió de ella casi a rastras. Después se alejó por otra puerta.

—¡Dará la alarma! —susurró Duna.

—Entonces habrá que darse más prisa.

Y con esto, siguieron ascendiendo la escalera hasta el siguiente piso, donde un par de soldados con lanzas hacían guardia. Duna miró a los niños y empezó a desenvainar la espada, pero una mano se lo impidió.

—Estos podéis dejármelos a mí —dijo Morgan. Adhárel le cedió el paso y el niño se puso en cuclillas en la esquina del pasillo y cerró los ojos. Durante un instante no pareció que fuese a suceder nada. Duna y Adhárel se miraron nerviosos por el tiempo tan valioso que estaban perdiendo, pero de pronto uno de los guardias se llevó la mano a la cabeza y tuvo que apoyarse en la pared del pasillo para no caer. Al poco, al otro guardia le sucedió lo mismo. A los dos les caía el sudor por la frente y parecía que les costase respirar. Morgan cerró con más fuerza los ojos y se concentró pacientemente hasta que los guardias no pudieron soportarlo más y terminaron cayendo al suelo.

—¿Están muertos? —preguntó Adhárel.

—Por ahora, no. Solo tienen una fiebre de caballo y cuando se despierten no podrán ni abrir los ojos del dolor de cabeza.

—Bien hecho.

El joven sonrió agradecido, pero entonces escucharon un grito no muy lejos de allí. Se trataba de una mujer y provenía de alguna de las habitaciones cercanas.

—Madre… —murmuró Adhárel saliendo del escondite y corriendo por el pasillo en dirección a una de las puertas.

—¡Adhárel! ¡Puede ser una trampa! —Duna salió tras los pasos del príncipe.

—No me importa.

El príncipe le dio una palada a la puerta y esta se abrió de par en par. En su interior, dos guardias estaban maniatando a la reina Ariadne a los barrotes de la cama.

—¡Soltadme os dig…! —la reina vio entonces a su hijo y se quedó sin palabras. Adhárel no esperó a que la confusión se disipase y, desenvainando su espada, se enfrentó a los dos soldados con una fiereza solo comparable a la del dragón. Adhárel terminó con los dos soldados en poco tiempo y después corrió a desatar a su madre, quien seguía mirándole atónita.

—Madre, ¿te han hecho daño? Les haré pagar por todo, te lo juro…

—Ah… Adhárel… estás… vivo…

—Claro que sí, madre. Vamos, salgamos de aquí enseguida ¿Puedes caminar?

La reina no podía dejar de temblar mientras las lágrimas le recorrían las mejillas. En cuanto sus manos estuvieron libres, se abalanzó sobre su hijo para besarle y abrazarle como nunca antes lo había hecho. Como había deseado tantas veces al creerle muerto.

—Mi hijo… mi hijo… Lo siento tanto…

—Madre, no llores, por favor… Vamos, salgamos de aquí. Este no es un lugar seguro.

—Tu hermano, Adhárel… Dimitri se ha vuelto loco. Bereth y Belmont…

—Lo sé madre, lo sé. Vamos, levanta.

Duna se acercó a ellos y le tendió el brazo para que la reina se agarrase. Ella ni siquiera pareció advertir su presencia. A pesar de lo deshecha que se la veía, Duna comprobó que había recuperado el color en las mejillas y que ya no estaba tan pálida como la última vez que la vio.

Juntos la sacaron de allí mientras los sentomentalistas hacían guardia en el pasillo.

—La dejaremos en un lugar seguro y después seguiremos avanzando hacia la torre.

—¡Pero se darán cuenta de que no está en su habitación!

—Si la escondemos bien, no la encontrarán.

—Yo conozco el sitio adecuado —comentó Tai]—. No está lejos de aquí. Es una habitación que Zennion utiliza para castigarnos. Siempre está vacía y en ella solo hay una silla y una mesa.

—Guíanos.

El chico salió corriendo por el pasillo hasta la primera bifurcación. La alfombra que cubría el suelo amortiguaba sus apresurados pasos mientras le seguían. Cerca de unas escaleras que llevaban al siguiente piso, Tail se detuvo en seco ante una puerta mucho más desgastada que las demás.

—Es aquí.

Con precaución, el niño giró el rechinante picaporte y la puerta se deslizó con dificultad hasta abrirse del todo. Adhárel y Duna entraron con la reina en brazos y la sentaron en la silla frente a la mesa. La reina dio un respingo en cuanto advirtió dónde se encontraba.

—Adhárel…

—No te pasará nada, madre. Atrancaré la puerta para que nadie pueda entrar.

—Fue aquí…

—¿De qué hablas, madre? —el príncipe estaba colocando algunas maderas del suelo para que, al salir, la habitación quedase cerrada por dentro.

—Fue aquí… fue aquí donde escribí la Poesía, Adhárel… fue aquí donde me condené… donde te condené… donde nos condenamos…

—Madre, te lo suplico, ahora no… —le agarró con delicadeza la cara para que le mirase a los ojos—: No te muevas de aquí, pase lo que pase. Oigas lo que oigas. ¿De acuerdo?

La reina no parecía estar escuchándole. Entonces Duna recordó el tiempo que había pasado en la torre y corrió a atrancar la única ventana que tenía la habitación, por si acaso.

—Adhárel, deberíamos irnos ya… —sugirió Duna.

—Sí. —El príncipe volvió a mirar a su madre—. Estaré de vuelta antes de que te des cuenta. Intenta descansar. Y recuerda: no salgas bajo ningún concepto.

El príncipe salió de la habitación dejando a la reina sumida en sus pensamientos y balanceándose muy suavemente sobre la silla.

—Estará bien —le aseguró Duna, poniéndole la mano sobre el hombro—. Vamos.

Adhárel cerró la puerta y escuchó cómo se corría el improvisado pestillo. Después deshicieron el camino hasta las escaleras y ascendieron los escalones de dos en dos, vigilando siempre que no apareciese por sorpresa un grupo de soldados.

—¿Dónde está todo el mundo? Creí que iba a ser todo más complicado.

—Espera a que den la alarma. Cuando descubran que sus vigías están muertos al otro lado de la muralla y que nos hemos deshecho de la patrulla que tendría que habernos escoltado amablemente a los calabozos, tendremos problemas.

—Me encanta tu forma de intentar tranquilizarme —comentó Duna, irónica.

—Lo sé.

—¡Alteza, Duna! —Andrew había alcanzado el final de las escaleras y les hacía gestos desde arriba. Alguien se acercaba.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Duna—. ¡No tenemos escapatoria!

—En ese caso habrá que luchar.

Andrew bajó hasta donde estaban ellos, dejando a Tail vigilando:

—¡No! Esperad. Esta vez me toca a mí.

—¿Podrás con todos? —le advirtió Duna.

—Son solo cuatro. Tened listas vuestras armas.

El chico les guiñó un ojo y volvió a subir hasta donde estaba Tail. Cerró los ojos, como hacían el resto de sus compañeros cuando querían concentrarse y se quedó en estado de trance sin que aparentemente sucediese nada. De pronto, uno de los soldados soltó un grito de asombro.

—¿Pero qué rayos le ha pasado a mi espada?

—¡Maldita sea! Esto tiene que ser obra de sentomentalistas.

—¡Rápido, bajemos a ver!

Los soldados corrieron a la escalera sin advertir la zancadilla que muy astutamente Andrew les había preparado. El pelotón entero cayó rodando ante los ojos del príncipe, Duna y el resto de chicos. Los guardias fueron incapaces de moverse de tan mal que habían aterrizado unos sobre otros.

Adhárel atizó en la cabeza al único que estaba consciente y siguió a los demás por el pasillo hacia el último tramo de escaleras que les quedaba por recorrer.

—Un momento. —El príncipe se detuvo en el primer peldaño de la escalera de caracol—. Arriba puede que no haya nadie… o estar lleno de guardias. Teodragos podría estar esperándonos. ¿Estáis seguros de que…?

—Alteza, por favor —le interrumpió Morgan—. No hemos llegado hasta aquí para dar la vuelta ahora. Subiremos con vos.

—Si tenemos suerte —añadió Duna—, la torre estará vacía.

—Subamos entonces.

Adhárel encabezó la marcha, seguido muy de cerca por Duna, quien agarraba con tensión la empuñadura de su espada, preparada para desenvainarla en cuanto fuese necesario. La escalera era de caracol, y la única sujeción que tenían para no caerse con aquella pendiente era una fina barandilla de hierro. Sus respiraciones resonaban casi al unísono mientras ascendían a paso lento pero seguro. Cuando el príncipe llegó arriba, asintió hacia Duna con la cabeza, esta hizo lo mismo con Morgan, y Morgan, a su vez, avisó a Andrew. Por último, Tail dio su aprobación. Entonces Adhárel abrió la portezuela de hierro y entró en la habitación espada en alto dispuesto a terminar con… ¿la nada?

La habitación estaba completamente vacía. No había soldados, ni reyes, ni príncipes.

—Nos hemos equivocado de torre —advirtió Adhárel—, rápido, tenemos que llegar a la otra antes de que…

Pero en ese momento el portón de hierro se cerró a sus espaldas y quedaron atrapados en la enorme sala. En la oscuridad, lo único que brillaba era el inmenso receptáculo de electricidad que chisporroteaba enérgicamente en su interior. Los chicos no podían dejar de mirarlo.

—Oh, no… —susurró Duna mientras se apelotonaban unos contra otros vigilando las, ahora, tan amenazadoras sombras.

Oh, no… —repitió una voz grave como el trueno y oscura como la noche—. Ni yo lo habría expresado mejor.

Adhárel agarró el antebrazo de Duna para tranquilizarla mientras intentaba dilucidar de dónde provenía la voz. Al parecer, sí que habían acertado con la torre.

—Sal si te atreves y da la cara.

—No creo que estés en la mejor situación para dar órdenes ni amenazar a nadie, Adhárel —replicó una voz muy familiar.

—Dimitri… ¡Deja de ocultarte como una rata y enfréntate a mí, traidor!

—Como quieras…

De repente se hizo la luz en la sala y montones de bombillas lucieron colgadas de las paredes, ascendiendo hasta el mismísimo techo. De atrás de la enorme máquina empezaron a salir soldados armados que fueron rodeándoles al igual que habían hecho otros en la lavandería. Teodragos y Dimitri no tardaron en aparecer frente a ellos de la nada.

—Sentomentalistas —susurró Tail a sus compañeros.

—Muy observador —bromeó el rey, soltando una profunda carcajada—. ¿De verdad pensasteis por un segundo que os lo pondríamos tan fácil? Habéis venido justo a tiempo para ver en primera fila la… remodelación de vuestro reino.

—¡No te lo permitiré! —gritó Adhárel apuntándole con la espada. Pero al segundo, todas las lanzas de los guardias se giraron hacia ellos, impidiéndole dar un paso más.

—Estate quieto, hermano. Así nadie saldrá herido.

—¡No me llames hermano!

—Oh, bueno. Hace unos días perdí a mi madre, creo que podré soportar esto también.

Duna se pegó a Adhárel.

—Eres un monstruo.

—¡Desde luego que lo soy! Pero soy un monstruo con un enorme reino solo para mí. —Teodragos carraspeó y Dimitri rectificó—: Para los dos.

Los chicos temblaban aterrorizados. Por primera vez en mucho tiempo volvían a ser solo unos niños. No querían ni pensar en lo que les estaría pasando a sus compañeros. Y en ese momento, como si hubiesen escuchado su pregunta no formulada, el tiempo pareció detenerse unos instantes y de pronto aparecieron en mitad de la sala Cinthia, Sírgeric y los otros tres sentomentalistas. La mayoría de ellos estaban sangrando por alguna herida.

—¡Es una trampa! —gritó Sírgeric antes de ver siquiera dónde se encontraban y quiénes les estaban rodeando.

—¡Santo Todopoderoso! —exclamó Duna asustada por la repentina aparición y por el estado en el que se encontraban sus amigos.

—Vaya, vaya… así que tenemos una visita inesperada —comentó Teodragos claramente sorprendido.

—Somos cinco en realidad —le corrigió Sírgeric.

El rey arqueó la ceja.

—¡Oh! ¿Tenemos entre nosotros a un bufón?

Duna se acercó a Cinthia y le susurró al oído:

—¿Qué os ha pasado?

—Nos tendieron una trampa. Viene hacia aquí otro grupo más de guardias —contestó la muchacha sin dejar de sostener a Marco.

—¿Qué cuchicheáis vosotras dos? —preguntó Dimitri con arrogancia.

Adhárel debió de intuir lo que Henry iba a hacer con su don y le pidió que se detuviese. La sangre le manaba por muchos de los rasguños que tenía por todo el cuerpo. Junto con Marco, que apenas podía mantenerse en pie, era el que había salido peor parado.

Cinthia siguió hablando sin amedrentarse.

—Nos rodearon por todos los flancos y los chicos casi no pudieron concentrarse para utilizar sus dones.

—¡Yo… yo lo intenté! —tartamudeó Henry, limpiándose con el jubón la sangre que le manaba de un corte en el brazo.

—Todos lo intentamos —balbuceó Marco—. Pero yo ni siquiera lo advertí… No les vi hasta que les tuvimos encima… no entiendo cómo ha pasado…

—¡Maldita sea! —exclamó divertido Teodragos—. ¡Me estáis quitando protagonismo!

Adhárel volvió a ignorar al rey.

—Sírgeric, llévate a los heridos fuera del palacio. Ya.

Los niños gruñeron en señal de protesta pero Adhárel les hizo callar con una sola mirada.

—Ahora, Sírgeric.

El joven asintió, y antes de que ningún soldado pudiese hacer nada, sacó un mechón de pelo grisáceo del bolsillo, cogió con la otra mano a Henry y a Marco y desapareció.

—¡Eh! ¿Adónde han ido? —preguntó Dimitri.

—¡Diablos! —rugió Teodragos, esta vez enojado de verdad.

Unos segundos después, Sírgeric volvió a aparecer con un jubón limpio y sin manchas de sangre. Los demás le miraron asombrados.

—¿Qué pasa? No me gusta ir sucio.

—¿Por qué has vuelto? —le increpó Cinthia.

—¿De verdad pensabas que iba a dejaros solos?

Teodragos aplaudió como un niño pequeño.

—¡Eso está mejor! Por un momento pensé que ibas a perderte nuestra fiestecita privada.

—Suéltanos, Teodragos —le dijo Adhárel—. Regresa a tu reino ahora que puedes y no vuelvas nunca más.

Dimitri y el rey se echaron a reír.

—¡Pero hermano! ¿No te has enterado de que ahora este es su reino?

—Juro que te mataré con mis propias manos, Dimitri. Te lo juro.

—Bueno, bueno, niños… dejad de pelearos. Ahora disfrutad del espectáculo.

El rey se aproximó a los mandos de la máquina y, tras presionar y mover las palancas correctas, la enorme criatura de Hierro y cristal se puso en funcionamiento.

—¿Dónde está Lord Arot? —preguntó Adhárel, preocupado de no verle por allí.

—Nos abandonó esta misma mañana… —respondió Teodragos sin soltar los mandos—. Una losa le cayó encima, ¿verdad, Dimitri?

El joven asintió, algo incómodo.

—¡Sois un bellaco! —gritó Cinthia.

—Cálmate, ¿quieres? No es tan fácil controlar esta máquina. Necesito concentración.

—Adhárel, tenemos que hacer algo —le susurró Duna al oído cuando Teodragos no prestaba atención.

—Lo sé, pero no se me ocurre nada.

—Los chicos pueden ayudarnos —sugirió Cinthia.

—Pero están cansados… Nunca antes habían hecho un esfuerzo tan grande.

—Tendrán que intentarlo una última vez —intervino Sírgeric.

Adhárel asintió.

—Id pensando cómo. Yo intentaré distraerles —después, se giró hacia Teodragos y Dimitri, quienes estaban enfrascados en hacer funcionar la máquina—. ¿Lo haces porque en Belmont ya no queda nada?

El rey se dio la vuelta.

—¿Qué está diciendo ese idiota?

—¡Sabes perfectamente a qué me refiero! Eres un rey sin Poesía.

Aquello, en el Continente, era el mayor insulto que un rey podía recibir.

—¿Cómo osas siquiera…?

—¡Sabes que tengo razón! Eres un cobarde y siempre lo has sido. ¡Desde que te coronaron lo has sido y morirás siéndolo!

Teodragos se levantó y se acercó a él. Mientras un soldado apuntaba al príncipe con su lanza, le arreó un puñetazo en toda la cara. Adhárel luchó por no mostrar el dolor que sentía y volvió a la carga:

—¿Quién sino un cobarde destruiría la Poesía Real? ¡Has condenado a tu pueblo, Teodragos! Lo condenaste el día en que subiste al trono.

—¡No permitiré que me hables así! —cogió por el chaleco al príncipe y lo lanzó al suelo.

—¡Adhárel! —gritó Duna, asustada. Pero no pudo dar un paso ya que Teodragos se lo impidió. El príncipe sangraba profusamente por la boca.

—¿Qué es lo que temes, Teodragos? ¿No te gusta desenterrar viejos fantasmas?

Una nueva patada en el estómago le cortó la respiración.

—¡Veamos a quién no le gustan los viejos fantasmas! —Teodragos dejó a Adhárel en el suelo y empezó a andar alrededor de los demás—: ¿Quién conoce aquí la Poesía de Bereth?

—¡No le escuchéis! —exclamó Duna, pero el rey la hizo callar de un bofetón.

—¿Y quién de vosotros no ha oído alguna vez hablar de ese temible dragón que ronda por los alrededores de Bereth? ¿Y alguien sabría decirme qué tienen en común estas dos cosas aparentemente inconexas?

Dimitri rió con las palabras del rey. Adhárel intentaba levantarse pero no encontraba las fuerzas necesarias.

—¿Nadie? —Teodragos agarró con fuerza la barbilla de Andrew—. Yo os lo diré: a él —dijo señalando al príncipe—. ¡Damas y caballeros! ¡Tengo el orgullo de presentaros al único y verdadero dragón de Bereth!

Los sentomentalistas, los soldados y hasta el mismísimo Dimitri se quedaron mirando a Adhárel, esperando que sucediese algo extraordinario, pero nada ocurrió.

—Seré lo que quieras que sea… —dijo Adhárel, sin rendirse—. Pero… jamás habría traicionado y enviado a la muerte a mi pueblo como hiciste tú.

Teodragos bufó sulfurado y volvió a patear a Adhárel.

—¡No! ¡Basta! —Duna miró al príncipe—. Adhárel, por favor, déjalo ya.

—¡Haz caso a tu amiguita o acabarás peor de lo que estás!

Dimitri se había mantenido apartado, disfrutando de la paliza que su hermano estaba recibiendo… aunque estaba algo preocupado por lo que estaba saliendo a la luz.

—No… permitiré… que hagas lo mismo con Bereth… —balbuceó Adhárel con sus últimas fuerzas—. Destruir un reino… es más que suficiente.

El rey se agachó junto a él y le habló al oído:

—Te atrapé una vez y estuve a punto de matarte. Y volveré a hacerlo. No sé cómo deshiciste el encantamiento de hipnotismo ni tampoco me importa, pero para cuando acabe con este reino, tú volverás a estar a mi merced y custodiarás mi castillo durante las noches y te pudrirás en mis mazmorras durante el día.

—Eso… habrá… que verlo…

—¡Ahora, muchachos! —gritó de pronto Sírgeric.

Los guardias apuntaron con sus lanzas sin saber exactamente a quién y Dimitri sacó su espada esperando un repentino ataque por parte de los niños. Teodragos también se puso en pie, alerta. Pero ninguno supo qué hacer cuando los niños, en lugar de lo esperado, cerraron los ojos con fuerza, sin moverse.

Al momento, uno de los guardias dejó caer su lanza e intentó tomar aire varias veces sin, aparentemente, conseguirlo. Aquel fue el primero en caer. Mientras unos se llevaban las manos a la frente perlada de sudor, otros se tapaban los oídos y gritaban desesperados para que terminase lo que fuera que les estuviera sucediendo. Algunos más alejados no pudieron siquiera dar un paso antes de caer al suelo inconscientes ante el asombro de Dimitri y del rey, quienes no sabían cómo reaccionar.

—¡Maldita sea! —bramó Teodragos—. ¡Deteneos ahora mismo!

Tail, por su parte, comenzó a hacer estallar todas la bombillas que relucían en la sala, haciendo saltar miles de brillantes chispas de luz que cayeron sobre los pocos guardias que seguían en pie y que tuvieron que salir corriendo a apagar sus vestiduras, las cuales habían prendido en llamas. Cuando las chispas desaparecieron y la única luz que iluminaba la sala fue la de la luna que entraba por la ventana, no quedaban más guardias en la sala, y Cinthia, Sírgeric, Duna y los chicos habían sacado sus armas y apuntaban con ellas al rey y al aterrorizado Dimitri.

—¡No sois los únicos que tenéis sentomentalistas! —les amenazó Teodragos sin amedrentarse. Llevándose los dedos a la boca, soltó un silbido que resonó por toda la torre.

Adhárel rodó hasta sus amigos. Pero antes de que pudiera levantarse, la puerta de hierro volvió a abrirse y tres encapuchados irrumpieron en la habitación.

—Oh, oh… —masculló Cinthia cargando el arco. La muchacha fue a apuntarles cuando uno de los encapuchados se deslizó como una sombra hasta ella y de un golpe le partió el arma en dos y tiró los trozos lejos de allí—. ¡Eh! —exclamó la muchacha, pero con otro movimiento aún más rápido que el anterior, el encapuchado apareció a su espalda y de un puntapié la envió al suelo.

—¡Cinthia! —Sírgeric corrió hasta ella y sacó de su bolsillo el mismo mechón de pelo gris. Mas, antes de llegar a rozar la mano de la muchacha, otro de los encapuchados corrió hasta él adivinando sus intenciones y le obligó a abrir la mano para que soltase los cabellos. El encapuchado los cogió con delicadeza y, ante los ojos de Sírgeric y de Cinthia, se pudrieron hasta convertirse en polvo.

—Tú… —farfulló Sírgeric reconociéndole al instante.

—Volvemos a vernos, Sinsentido.

El encapuchado se quitó la capa y Sírgeric pudo comprobar que, como había adivinado, se trataba de uno de sus maestres de Belmont.

El último de los encapuchados se abalanzó sobre el grupo de niños desfallecidos y con solo tocar las armas que empuñaban sin fuerza, estas se fueron deshaciendo en sus manos, obligándoles a soltarlas antes de quemarse.

—Ahora estamos en igualdad de condiciones —dijo, quitándose la capucha y dejando a la vista un rostro picado por la viruela y con los ojos de un azul casi blanco.

Teodragos, por su parte, se había precipitado sobre el mecanismo de la máquina en cuanto los sentomentalistas aparecieron por la puerta. Colocando un pie en el pedal y activando las palancas, la máquina comenzó a cobrar vida y a extraer la energía del enorme tonel de cristal. Unos segundos después, la pared de roca comenzó a deslizarse y el extremo de la máquina comenzó a salir a través de ella.

—¿Adhárel, puedes ponerte en pie? —le preguntó Duna al príncipe.

—Sí… —contestó haciendo un esfuerzo por levantarse.

De repente, la voz de Dimitri les llegó a sus espaldas.

—He soñado tantas veces con este momento… —y con la punta del arma apartó a Duna hasta quedar a una distancia prudencial y después la situó sobre el pecho de Adhárel.

—Clávamela —dijo— y termina de una vez, traidor. Es así como le gusta jugar, ¿verdad? Siempre sucio. Aprovecha ahora que no tengo con qué defenderme.

—Puedo esperar. —Dimitri elevó la punta hasta su garganta—. Lo que más me duele de todo esto es que nunca entenderás por qué lo hice.

—Desde luego que lo entiendo: siempre has deseado el poder. Y cuando comprendiste que solo matándonos a madre y a mí lo conseguirías, no dudaste ni un momento.

—No sabes lo que dices…

—¡Cuántas veces te he oído llorar por las noches desde que éramos pequeños! ¡Desde que comprendiste que yo iba a ser el rey!

—¡Eso no es cierto! —gritó el joven—. ¿Ves cómo crees saberlo todo y siempre te equivocas? ¡Yo tendría que haber nacido primero! ¡Yo tendría que haber sido el sucesor directo! Pero no… Dimitri siempre tendría que estar en segundo lugar. Toda su vida. Mientras tú, Adhárel, recibías la mejor formación, los mejores hombres, hasta los mejores aposentos.

—¡Madura de una vez, Dimitri! ¡Por tu culpa morirán inocentes! ¿De verdad vas a poder soportar el peso de sus muertes sobre tus hombros porque a mí me dieron una cama más cómoda?

—¡Ellos no son inocentes! ¡Ellos son como tú y como madre! ¿Crees que no me he dado cuenta de cómo se burlan y se ríen de mí siempre que me ven a tu lado? ¡Parezco tu lacayo más que el hijo de la reina de Bereth! —Dimitri respiró hondo varias veces mientras volvía a sonreír como si nada hubiera pasado—. Pero todo eso terminará esta noche. Contigo caerá el último obstáculo y entonces yo y solo yo reinaré en Bereth.

—¡No si podemos impedirlo! —gritó Duna desenvainando su espada en un descuido de Dimitri y lanzándose contra él inesperadamente. Adhárel se tambaleó unos instantes antes de recuperar el equilibrio. Se limpió la sangre del labio y corrió a ayudar a Duna.

Al mismo tiempo, los jóvenes sentomentalistas esperaban agotados a que les diese muerte el hombre de los ojos claros. El sentomentalista acercó sus manos a Tail, el primero de los prácticamente inconscientes jóvenes, dispuesto a carbonizar hasta el último aliento del niño. Pero la puerta de hierro volvió a abrirse en ese instante y en el momento en el que el sentomentalista se dio la vuelta para mirar qué ocurría, un golpe invisible de aire lo lanzó volando contra la pared opuesta. No contento con eso, el recién llegado avanzó hasta el sentomentalista y, posando sus finos dedos sobre la frente del hombre, le hizo perder lentamente el juicio hasta que quedó tendido en el suelo con la mirada perdida y la respiración muy lenta y acompasada. Con suerte, algún día podría recuperar la capacidad del habla.

—¡Y lo repetiré con cualquiera que vuelva a intentar ponerles un dedo encima a estos niños!

—Ze… Zennion… —murmuró Andrew, sonriendo levemente.

—Vámonos de aquí. Ya habéis hecho más de lo que podíais, ahora dejad que otros terminen lo empezado.

Y con sumo cuidado y sin que nadie lo advirtiese, el viejo Zennion fue ayudando a levantarse a todos los niños, para después hacerles bajar a un lugar seguro lejos de aquella torre. Antes de cerrar la puerta, echó un último vistazo al interior y se preguntó a cuántos volvería a ver con vida.

El sentomentalista agarró a Sírgeric del cuello, dispuesto a utilizar las mismas artes a las que había recurrido con los cabellos para terminar con él.

—Te pudriré por dentro hasta que ni los gusanos quieran saber nada de ti. Ya me dirás qué se siente…

—¡Noooo! —Cinthia se lanzó sobre el hombre como una fiera para salvar la vida del joven. El sentomentalista, debido al impacto imprevisto, tuvo que soltar a Sírgeric, quien cayó al suelo mientras tosía, intentando recuperar el aliento.

El sentomentalista se giró y sin apenas esfuerzo se quitó a Cinthia de encima, agarrándola por las muñecas y alzándola en el aire.

—Está bien, en ese caso, muere tú primero —al igual que habia intentado hacer con Sírgeríc, el hombre posó sus largos dedos sobre el cuello de Cinthia y esta, lentamente, fue perdiendo las fuerzas.

Para cuando Sírgeric consiguió levantarse y lanzarse espada en mano contra el encapuchado, Cinthia parecía haber dejado de respirar. El filo atravesó las vestiduras y la carne del sentomentalista haciéndole caer al suelo junto con Cinthia. Ninguno de los dos parecía estar vivo.

—¡No! —el joven corrió hasta ella—. ¡No! Cinthia… No te mueras por favor, Cinthia, no…

Con mano experta, Sírgeric comprobó que el pulso aún le latía débilmente pero que la respiración se había detenida Sin perder un instante, el joven presionó repetidas veces sobre el pecho de la joven y después inhaló aire por su boca. Volvió a repetir el proceso varias veces mientras las lágrimas le corrían hasta la barbilla. Ya casi sin fuerzas, Sírgeric repitió la operación una última vez cuando una milagrosa bocanada de aire entró en la boca de Cinthia, obligándola a toser y devolviéndola a la vida.

—¡Ci… Cinthia! —el joven no podía creerlo.

La joven abrió los ojos débilmente y le miró.

—Gracias… —dijo ella.

—Gracias a ti —dijo él, y la besó con tal intensidad que, por unos instantes, olvidaron dónde se encontraban.

Duna esquivaba con dificultad los repetidos ataques que Dimitri le lanzaba con una rabia insensata.

—Tú… fuiste… quien desencadenó… todo, Duna Azuladea —decía sin dejar de asestar espadazos y mandobles con la pericia de un espadachín experimentado—. Si no hubieras venido… a trabajar al palacio…, quizá nada de esto hubiera… ocurrido.

De nuevo Dimitri comenzó a golpear a diestro y siniestro hasta que Duna perdió pie y cayó al suelo. La espada le resbaló de las manos. Dimitri avanzó hasta ella y le puso el filo en el gaznate.

—¿Tus últimas palabras, criada?

—Suelta la espada o serás tú quien pierda la cabeza.

Adhárel se había acercado lenta y sigilosamente por detrás de su hermano y, sin que él lo advirtiese, le había colocado la espada a la altura de la nuez.

Dimitri tiró al sudo la espada de mala gana y levantó los brazos en señal de rendición. Adhárel le dio una patada y le tiró al sudo, ayudando después a Duna a levantarse sin dejar de apuntar a su hermano.

—¿Estás bien?

—Perfectamente —contestó ella.

¡BOOM!

De repente se produjo un descomunal fogonazo en la torre que dejó a todos desconcertados. Unos segundos más tarde, algo estallaba en llamas a lo lejos. Teodragos aplaudió emocionado sin advertir que todas las miradas estaban puestas en él.

—¡Perfecto! ¡Perfecto!

—Está como una cabra… —murmuró Sírgeric.

—¡Teodragos! —gritó Adhárel, dándose la vuelta y encarándose al rey.

El hombre soltó los mandos y le miró con desprecio.

—¿Aún sigues con vida? ¿Te ha gustado el lanzamiento? ¡En mi opinión ha sido magnifico!

—Aléjate de ahí ahora mismo. Tus guardias han huida Tus sentomentalistas están muertos. ¿De verdad quieres seguir luchando?

—¡Desde luego!

—Ríndete ahora que sigues con vida.

—¡Jamás!

—Entonces atente a las consec… ¡Ahg! —Adhárel sintió una punzada de dolor en el costado derecho y fue incapaz de terminar la frase.

—¡¡Adhárel!! —oyó gritar a Duna.

Con la cabeza dándole vueltas, el príncipe advirtió la cavernosa risa de Teodragos y los gritos de desesperación de sus amigos como un eco infinito. Cuando se giró para ver qué había ocurrido, se encontró con un reguero de sangre que nacía de la espada que sujetaba Dimitri y que terminaba en su espalda. Incapaz de mantenerse por más tiempo en pie, cayó de rodillas mientras varios escalofríos le recorrían el cuerpo. Justo antes de perder el conocimiento, Adhárel vislumbró, entre la neblina que empezaba a cubrir su visión, el rostro de Duna cubierto de lágrimas.

—Adhárel… —oyó a lo lejos—. Adhárel, aguanta, por favor…

Quiso decirle que ya no le dolía tanto como en un primer momento. Que los escalofríos estaban remitiendo paulatinamente y que ya no sentía ni frío ni calor. Pero apenas podía balbucear las palabras oportunas.

—D… Du… Duna —se oyó decir—. N… no lio… llores, p… por fa… favor… Va… vaya donde va… vaya t… t… tus oj… os il… umina… rán mi cam… mino…

—Shh, Shh… no hables Adhárel. No hables. Te quiero. Te quiero, mi príncipe, te quiero…

Él también quiso decirle que la quería. Que temía tener que seguir el camino sin ella a su lado. Que la necesitaba, que siempre fue su única princesa, que jamás la abandonaría, que…

La neblina fue cubriendo rápidamente toda su visión hasta que de pronto ya no vio, ni oyó, ni sintió nada más.

El reloj del palacio marcó las doce de la noche y las campanas repicaron como en señal de luto.

—En fin… —comentó Teodragos secándose una lágrima inexistente—. Bien está lo que bien acaba.

Duna se puso en pie con los ojos anegados en lágrimas y lentamente se giró hacia Dimitri, que aún sostenía la espada en las manos, asombrado por lo que acababa de hacer.

—Eres un monstruo —le dijo Duna con voz ronca—. Un asesino, un hijo de víbora, un cobarde… eres cruel… un tirano, egocéntrico, prepotente… ¡Nunca llegarás a ser ni la sombra de lo que fue él!

Sírgeric y Cinthia corrieron a su lado, pero Duna los apartó de un empujón.

—¿Vas a dejar que te hable así? —preguntó Teodragos a su espalda.

Dimitri no sabía qué hacer, por lo que empezó a retroceder a cada paso de Duna. La furia, la venganza y el odio brillaban como antorchas en los ojos de la muchacha. Unos ojos de alguien que no tenía nada más que perder.

—Voy a matarte —siguió diciendo en voz muy baja—. Voy a matarte como tú has hecho con él…

—¡No seas tan dura! ¡Por una vez que el chico hace algo útil! ¡Y a la primera! —comentó Teodragos.

Dimitri quiso responderle algo ingenioso, algo digno de su tan afamada lengua viperina, pero ni las ideas le llegaban al cerebro ni la saliva regaba su lengua. Sin advertirlo, Duna hizo una finta tan rápida como un destello y, al momento siguiente, el filo de su espada estaba limando suavemente el cuello de Dimitri.

—Te deseo los sufrimientos más dolorosos allá donde vayas.

Y cuando el filo comenzaba a producir el primer hilo de sangre en la garganta de Dimitri, el cuerpo de Adhárel se convulsionó dejando a todos sin respiración.

—No… me lo puedo… creer —farfulló Teodragos, que había vuelto junto a la máquina.

Las extremidades de Adhárel se agitaron violentamente mientras un halo de luz plateada comenzó a cubrirle todo el cuerpo. La cabeza empezó a balancearse de un lado a otro un segundo antes de que el cuello empezase a estirarse de manera grotesca y de que el cuerpo se le deformase destrozando las vestiduras que llevaba puestas. Los brazos y las piernas también crecieron al mismo ritmo que el resto del cuerpo y, de pronto, unas protuberancias comenzaron a nacerle en los omóplatos. Cinthia, Sírgeric, Teodragos, Dimitri y Duna fueron apartándose al mismo tiempo hasta quedar entre su cuerpo y la pared de la torre. El rostro del príncipe se estiró hasta formar un hocico animal. Y tras un fogonazo procedente del mismísimo corazón de la criatura, el majestuoso dragón de Bereth apareció ante sus ojos.

El silencio más absoluto reinó durante unos instantes en la torre mientras todos admiraban estupefactos a la criatura. Dimitri fue el primero en dar un paso hacia la derecha con intención de huir de allí. Pero antes de que pudiese alcanzar la puerta, el dragón abrió sus ojos color bosque para deleite y admiración de todos y con un movimiento seco le cortó el paso, destrozando con su garra parte de la pared y la puerta.

Duna dio un respingo al comprobar que no estaba muerto y la cara se le iluminó de gozo, sintiendo que lloraba otra vez.

Dimitri gritó asustado mientras corría hasta donde había dejado caer su espada. Cuando la tuvo entre sus manos, apuntó al dragón, el cual se había puesto en pie haciendo peligrar la estructura de la torre. La criatura miró con curiosidad al príncipe y a la espada que temblaba incontrolable entre sus manos. El dragón intentó arrebatársela, pero Dimitri le embistió con ella entre sus escamas y el dragón rugió enfurecido.

—No debería haber hecho eso… —opinó Sírgeric en voz baja cerca de Cinthia.

El dragón se movió mucho más rápido esta vez y lanzó la espada volando por los aires. Dimitri quedó ante la feroz criatura temblando como una hoja.

—¿Q… qué v… v… vas a hace… er? ¡S… soy t… tu herman… no, Adhá… reí! ¿N… no me rec… cuerd… das?

El dragón rugió de nuevo y dio media vuelta para mirar a Duna. Sin necesidad de palabras, ella asintió y el dragón emitió un rugido cargado de rabia. Entonces, con la otra pezuña, envió a Dimitri contra la pared de roca, haciendo que se golpeara la cabeza con una de las piedras.

—¡Veamos cómo te las apañas con algo de tu tamaño, monstruo! —gritó de repente Teodragos a la espalda del dragón.

—¡Adhárel! —exclamó Duna, corriendo hasta donde se encontraban Sírgeric y Cinthia—. ¡Cuidado! ¡Va a utilizar la electricidad contra ti!

El dragón quiso darse la vuelta para hacer frente a la amenaza, pero su enorme envergadura le impedía moverse con facilidad. Desesperado, comenzó a agitar las alas y a aporrear las paredes con las cuatro patas.

Los tres amigos corrieron al tiempo que esquivaban los fragmentos de roca que se iban desprendiendo de la pared sin saber qué hacer. De repente, Sírgeric y Cinthia perdieron de vista a Duna en la nube de polvo que se había levantado.

—¡Duna! —gritó su amiga—. ¡Duna!

Por su parte, la muchacha había corrido hasta la máquina para apartar a Teodragos de los mandos.

—¿Qué estás haciendo, niña? —el rey forcejeó con ella para que le dejase apuntar.

—¡No permitiré que le dispares! —Duna había sacado fuerzas de flaqueza y de alguna manera estaba logrando alejar al rey de las palancas. Teodragos ya había conseguido cargar la máquina.

—¡Para ser una aldeana eres bastante dura de pelar, pero no lo suficiente! —dijo.

De un empellón, el rey consiguió apartarse de ella, y con el sudor corriéndole por la frente empujó de nuevo la máquina para que quedase apuntando al dragón, el cual seguía encolerizado, destrozando cada vez más la estructura.

—¡Moriremos todos! —gritó Duna, desesperada al ver que Teodragos no se rendía.

—¡Mejor morir luchando que vivir con la vergüenza!

Y subiéndose sobre la máquina, terminó de darle la vuelta. A continuación, se puso de cuclillas y, alzando los brazos en señal de victoria, gritó:

—¡Larga vida al príncipe Adhárel!

Sin embargo, cuando intentó bajar para disparar el arma, la cola del dragón le barrió, lanzándole contra el contenedor de cristal que albergaba toda la electricidad.

—¡Nooooooooo…!

Teodragos se convulsionó mientras las descargas eléctricas recorrían cada músculo de su cuerpo y le absorbían la vida rápidamente. De repente, una finísima grieta en el cristal comenzó a extenderse por todo el gigantesco tubo augurando su inminente resquebrajamiento.

—¡Va a estallar! —gritó Sírgeric bajo la nube de polvo.

El dragón seguía rugiendo enloquecido.

—¡Hay que salir de aquí!

Un violento zumbido procedente del contenedor empezó a extenderse por toda la torre. En ese instante, el dragón soltó un chillido de desesperación y con un nuevo golpe a la pared destrozó todo el circuito de espejos y metales. En consecuencia, las piedras terminaron de desquebrajarse y se abrió un agujero al exterior por el que se precipitaron muchas de ellas. El horroroso sonido era para entonces insufrible y las brechas en el cristal estaban a punto de encontrarse.

—¡Adhárel! —llamó Duna al dragón—. ¡Tienes que sacarnos de aquí! ¡Te lo suplico, date prisa!

Y, en un destello de lucidez repentino, pensó que a Adhárel le gustaría juzgar a su hermano, en caso de que siguiera vivo, antes que perderlo para siempre. Asi que la joven señaló el cuerpo de Dimitri y el dragón lo entendió a la perfección.

De pronto, sintió una sacudida y, para cuando quiso darse cuenta, la garra del dragón la agarraba firmemente mientras salían por el agujero recién abierto en la pared y saltaban al vacío. Remontaron el vuelo justo en el momento en el que la torre oeste estallaba en miles de pedazos bajo un resplandor que sumió al reino entero durante unos segundos en una luz tan potente como la del mediodía.