11
Noche de luna llena

Cinthia miró al cielo a través de la ventana de la torre. Desde la primera reunión con los sentomentalistas de palacio, la escuela se había convertido en el cuartel general de los insurrectos en cuanto el edificio quedaba vacío.

La muchacha meditaba sobre la última carta que le había enviado a Aya unos días atrás. Le había dejado claro que la primera noche de luna llena atacarían el palacio, pero la fecha se había acercado asombrosamente rápido y, sin saber cómo, ya había llegado la noche acordada. Cinthia no podía dejar de imaginar lo feliz que estaría con Duna y Sírgeric a su lado. Les echaba de menos, les necesitaba con ella. Quería que estuviesen allí.

—Ya está todo preparado. Los demás nos esperan abajo. —Marco cogió las últimas cosas y salió de la habitación.

—Ya voy, pajarito. —Ese había sido el mote elegido por todos para referirse al niño debido a su condición de tránsfuga.

Tras la primera reunión con los chicos, además de la Escuela, el bosque había sido el lugar escogido para las reuniones durante el día. De ese modo habían podido practicar, además de con sus poderes, con armas reales.

En un principio Cinthia se sintió desubicada. Había pasado de estar encerrada cada mañana en la Escuela aprendiendo modales, a pelear con espadas, esquivar estocadas y a prepararse para el ataque.

Tras probar distintas armas —unas más grandes que otras—, había dado con un arco bastante antiguo que Zennion guardaba en el Palacio. La primera vez que lo usó, y tras una serie de indicaciones bastante simples, Cinthia acertó en el blanco con sorprendente facilidad. Desde entonces, no había querido saber nada más de espadas o dagas; el arco sería su arma y practicaría con ella hasta manejarlo a la perfección.

Cinthia volvió a mirar el cielo, rezó una plegaría en silencio y apretó con firmeza el arco y el carcaj de flechas que tantas quebraderos de cabeza le habían dado durante los últimos dias. A continuación, rezó una pequeña plegaria por ella y por sus amigos y salió de la habitación.

—¡Oh, no! No, no, no… ¡Nos hemos quedado dormidos! ¡Hemos perdido el día entero en la cama!

Duna y Adhárel bajaron corriendo las escaleras tras escuchar los gritos de Sírgeric.

—¡Aya! ¿Por qué no nos has despertado antes? —preguntó Duna, igual de nerviosa.

Aya gritó desde su habitación.

—No… yo… bueno, estabais tan cansados. Pensé que no os vendría mal dormir un poco.

—¡Un poco, Aya! Pero no el dia entero.

—¿Qué vamos a hacer ahora? ¡No hemos podido preparar uda! ¡El sol se pondrá en un par de horas y…!

¡BOOM!

Duna pegó un grito y se pegó al principe. Sírgeric se levantó del sofá de un brinco, asustado, y se asomó a la ventana.

Con cuidado, descorrió las cortinas y miró por si les estaban atacando. No parecía haber nadie en las inmediaciones. Solo vio por encima del muro exterior una columna de humo negro no muy lejos de allí.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Duna, asustada.

—¡Deben de estar disparándonos! —exclamó Adhárel, sin soltar a Duna.

—Ahí fuera no se ve nada. —Sírgeric se levantó del sofá y fue a la cocina—. ¿Qué diablos ha podido provocar eso? ¡Ni siquiera un cañón de la guardia tiene tanta potencia! Como no haya sido una…

—¡Bomba! —se oyó de pronto gritar a Aya—. ¡Nos atacan! ¡Preparaos para defender la casa!

Al momento, apareció en lo alto de la escalera en camisón y empuñando una afiladísima espada. Los tres chicos la miraron de hito en hito.

—Cálmate, Aya —le suplicó Duna—. No parece que haya sido un ataque.

—¡Desde luego que lo ha sido! —la mujer bajó a trompicones hasta el salón—. ¡Ya lo decía mi difunto marido! Algún día esta casa tendrá que resistir los ataques del enemigo. Por eso reforzó el tejado con una capa de barro.

Duna se separó de Adhárel.

—¡Aya, por favor! No ha sido un ataque, ya te lo he dicho.

—O al menos no parecía ser esa su intención… —comentó el príncipe.

—Quizá solo se trate de un tipo con muy mala puntería —bromeó Sírgeric.

—Niño, no bromees con estas cosas —le dijo Aya, bajando la espada por fin.

Duna se alejó de ellos y descorrió la cortina para observar el humo.

—Santo Todopoderoso, el granero del señor Tompic ha desaparecido…

—¿Allí había un granero? —preguntó Sírgeric colocándose a su lado—. Quién lo diría…

—Solo conozco un arma capaz de hacer eso. —Todos se giraron para mirar al príncipe—. Pero no consigo imaginar por qué mi hermano la iba a utilizar para destrozar el granero de un pobre hombre…

—¿De qué se trata, Adhárel?

—Son las máquinas de electricidad. —Aya dejó caer la espada al suelo, consternada—. Como sabréis, se crearon para defender el reino de posibles invasiones. Pero no deja de ser toda una ironía que sean esas mismas máquinas las que atraigan a los reinos colindantes para atacar a Bereth y quedarse con ellas…

—Sí que es irónico, sí…

—¿Pero por qué iban a utilizarlas ahora? ¡Belmont ya pertenece a Bereth!

—No lo sé… tal vez estarían haciendo prácticas de tiro.

—Todo un consuelo —comentó Sírgeric.

—¡Maldito loco! —gritó enfurecida Aya. De pronto recordó ante quién estaba y añadió—: Disculpadme, alteza. A veces olvido que hablamos de… de vuestro hermano.

—No os disculpéis. A veces a mí también se me olvida.

Todos se quedaron en silencio ante la franqueza de Adhárel.

—No podemos perder más tiempo —saltó Sírgeric, impaciente—. ¡Cinthia ya debe de estar en el palacio! ¡Necesita nuestra ayuda!

—Tiene razón —intervino Duna—. No conseguiremos nada discutiendo. Habrá que darse prisa, habrá que…

—¡Calmaos los dos! —exclamó Adhárel, tomando el control de la situación—. Aya, por favor, si fuerais tan amable, ¿podríais prepararnos algo de comer? Al menos yo estoy muerto de hambre…

—¿Cómo puedes tener ganas de comer en una situación como esta?

—Sentaos. Avanzaremos más si dejamos a un lado los nervios.

Sírgeric bufó molesto pero obedeció y se sentó junto a Duna en el sillón frente al príncipe. Aya ya había ido a por la comida.

—¿Qué habéis pensado para entrar?

—¡Evidentemente nada! ¡Si no, no estaríamos así!

—Sírgeric, cálmate. No vamos a avanzar más rápido gritándonos los unos a los otros.

—No habíamos pensado nada, Adhárel —intervino Duna, intentando ser lo más diplomática posible. Sin poder evitarlo, su mente viajó hasta el beso que había compartido con el príncipe unas horas antes.

—De acuerdo. En ese caso habrá que improvisar.

—¿Perdona? —Sírgeric arqueó las cejas, incrédulo.

—No podemos contar con nada seguro, Sírgeric —respondió Adhárel—. Os puedo ayudar a comprender la distribución del edifico por si nos separamos, pero nada más… Imaginaos lo que ha debido de cambiar la organización de guardias y vigilancias del palacio con Dimitri en el poder y los belmontinos respaldándole.

—Hay que ir con cuidado. Sin duda van a estar esperándonos. Ya se han debido de enterar de que hemos escapado…

—Duna tiene razón. Si no nos damos prisa vendrán a buscarnos aquí.

En ese momento, Aya entró con una bandeja en las manos. Llevaba tres platos de sopa humeante.

—En ese caso —dijo la mujer—, comeos esto y marchaos de aquí en cuanto terminéis.

—Si al menos conociéramos la Poesía de Belmont, podríamos intentar desentrañar su secreto.

—¡Ja! —exclamó Sírgeric—. Tengo la sospecha de que Belmont cayó hace tiempo bajo la Maldición de las Musas por culpa de su Poesía.

—¿De qué hablas? —le preguntó Duna.

Sírgeric la miró a ella y después al príncipe, extrañado.

—Exactamente, ¿qué rayos os enseñan en esa escuela? —preguntó, tomándose una cucharada de caldo. Adhárel le fulminó con la mirada antes de responder a Duna.

—Lo que Sírgeric quiere decir, Duna, es que es posible que Teodragos destruyese su Poesía hace tiempo.

—Pero eso… ¿eso se puede hacer?

—Bueeeno… —respondió Sírgeric—. Poder, se puede. Pero la Maldición asolará el reino.

—¿Qué? ¿Me podéis explicar de una vez todo eso de la maldición y dejaros de galimatías?

—La Maldición de las Musas —dijo Adhárel— afecta a aquellos reyes que destruyen voluntariamente la Poesía que han escrito la noche antes de ser coronados.

—Piensan —siguió Sírgeric— que de esa manera el punto débil de su reinado desaparece y que nadie podrá vencerles jamás. Sin embargo, no podrían estar más equivocados. Sucede que cuando el rey destruye la Poesía, las Musas maldicen su orgullo envejeciendo su reino.

—¿Envejecen al reino? ¿Cómo? —quiso saber Duna.

—Los niños desaparecen de un día para otro, la gente pierde las ganas de vivir, las ganas de luchar… Pierden la vida sin dejar de respirar.

—Y parece ser que eso mismo es lo que le pasó a Belmont cuando su rey destruyó la Poesía, aunque no hay nada confirmado.

Duna recordó entonces las sombrías calles del reino vecino; los pocos habitantes que vio y la falta de chiquillos jugando por los callejones… La maldición, al menos en Belmont, se había cobrado su precio.

—Todopoderoso… Por eso querían quedarse con Bereth —dedujo Duna—. ¿Qué mejor que tener un reino donde no tengan que destruir la Poesía para reinar? ¿Además de la tranquilidad de que no les va a afectar en absoluto su contenido?

Adhárel meditó el comentario de la muchacha.

—Tiene sentido. Pero no creas que la Poesía se destruye siempre completamente. Podría apostar la vida a que Teodragos se arrepiente más de una vez al día por haber destruido lo que escribió aquella noche.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Muy sencillo —dijo Sírgeric—. Las Poesías pueden ser utilizadas en contra del reino si eres un enemigo; pero también se pueden usar a favor si se consigue averiguar lo que esconden y se sabe reaccionar a tiempo.

—Creo que el ejemplo más claro, Duna, es el de Bereth. —La muchacha miró al príncipe a los ojos, angustiada—. Si mi madre hubiese hecho caso de estas palabras no habría podido cambiar lo que iba a suceder, pero sí podría haberla utilizado a su favor. Sin embargo, pensó que era mejor ocultarlo. Ocultármelo. Siempre se anteponen el orgullo y la vergüenza.

—Adhárel…

—No digas nada, Duna. Si mi madre sigue viva, y tengo el convencimiento de que así es, tendrá que rendir cuentas muy pronto. No serviría de nada que nos lamentásemos ahora. Además, se está haciendo tarde.

Sírgeric dio un último sorbo a su plato y lo dejó sobre la mesa. Adhárel ya se lo había terminado, pero Duna ni siquiera lo había probado. Aya volvió al poco tiempo para recoger las cosas y, cuando regresó al salón, les pidió que antes de marcharse la acompañaran al almacén. Quería darles algo.

—Yo ya estoy vieja —dijo la mujer cuando llegaron al piso inferior y mientras rebuscaba entre las cajas apiladas.

—Oh, Aya, no digas eso.

—¡Claro que lo estoy, boba! No me quejo, es una realidad. Y por eso no voy a acompañaros esta noche. Pero quiero ayudaros tanto como pueda. —En ese momento tiró de la aldaba de un enorme arcón de madera y este se deslizó hasta el suelo—. ¡Aquí está el condenado!

—¿Qué tienes guardado ahí dentro? —preguntó Sírgeric, mirando con curiosidad el mueble.

—Mi difunto marido, el Todopoderoso lo ampare, me dejó algunas cosas más además de la casa y la cestería. Este arcón no se ha vuelto a abrir desde que se marchó, pero creo que ha llegado el momento.

Los tres jóvenes se congregaron alrededor de la mujer. Aya corrió todos los pestillos del baúl con mano experta y después levantó la enorme tapa. Juntos se asomaron para ver qué había dentro y ninguno pudo reprimir un grito de sorpresa. El arcón estaba repleto de armas de todo tipo.

—¡Señora Aya! —exclamó Sírgeric—. ¡Está usted llena de sorpresas!

—No imagináis lo útiles que nos serán esta noche… —comentó Adhárel—. Os lo agradezco mucho.

—¡Dejadlo ya! Vais a hacer que me sonroje. Coged lo que necesitéis y marchaos antes de que sea demasiado tarde.

El príncipe fue el primero en sacar una preciosa espada con la empuñadura labrada en un metal brillante como el oro.

—Creo que esta me viene como anillo al dedo —dijo, esgrimiéndola en el aire—. Es perfecta.

—Yo prefiero algo más cómodo de manejar —comentó Sír-geric, sacando un par de dagas cubiertas por una tela. Las separó con agilidad y se las colocó una a cada lado de la cintura—. ¡Listo!

Duna les miró preocupada y después volvió la vista al interior del arcón. No le gustaba la idea de tener que utilizar armas… y, sin embargo, no parecía haber otra opción. Los enemigos no dudarían en acuchillarles si les daban la mínima oportunidad. Tal vez era el hecho de ver tan cerca la lucha, el saber que todos sus amigos estarían involucrados; sentía verdadero pavor por lo que se avecinaba.

—¿A qué esperas, Duna? ¿Quieres que elija yo por ti? —sugirió el príncipe.

—Sí, por favor —contestó, incapaz de escoger.

Adhárel se agachó y rebusco hasta que pareció dar con algo.

—Lo tengo. —Con cuidado extrajo una espada más pequeña que la suya, pero más grande que las dagas de Sírgeric. La empuñadura era extremadamente sencilla y la hoja parecía estar tan afilada como el primer día—. ¿Sabrás manejarla?

Duna la cogió con las dos manos pero al momento se dio cuenta de que con una era más que suficiente, ya que no pesaba apenas.

—Creo que sabré defenderme.

—En ese caso —intervino Aya de nuevo con lágrimas en los ojos—, debéis marcharos enseguida. No perdáis más tiempo. Que el Todopoderoso os acompañe.

Los tres jóvenes se miraron una vez más, se volvieron hacia Aya y después se marcharon sin decir una palabra.

Cuando Cinthia bajó de la torre, se encontró con los chicos hablando algo inquietos en corro. La muchacha se acercó a ellos y enseguida la pusieron al tanto.

—Lo oí cuando salíamos de clase —decía Simón al resto del grupo—. Al parecer, toda la Guardia vigilará el palacio esta noche y las que hagan falta hasta que les encuentren.

—¿Hasta que encuentren a quién, Simón? —preguntó Cinthia.

—Al príncipe Adhárel y a otra muchacha que tenían apresada. Los dos escaparon anoche de Belmont y la Guardia Su pierna cree que podrían venir a Bereth y que incluso intentarán entrar en el palacio.

—Oye Cinthia —dijo Morgan—. A lo mejor la chica que se ha escapado es tu amiga, ¿no?

—El Todopoderoso te oiga. Ojalá nos los encontremos y sea verdad que van a atacar esta noche. En principio iremos por nuestra cuenta, pero si nos encontramos con ellos durante la noche, les acompañaremos. ¿Entendido?

—¡Entendido! —exclamaron todos al unisono. Después cogieron las armas y salieron del patio de la escuela en dirección al palacio real.

—Entraremos por donde menos nos esperan —dijo Adhárel mientras cruzaban el prado hacia la gran muralla de Bereth. Habían elegido para pasar desapercibidos los atuendos más desgastados que hablan encontrado y los habían cubierto de barro para darles un aspecto aún más desaliñado.

—¿A través del bosque? —sugirió Duna.

—No, por la entrada principal.

—¿Estás loco? Habrá montones de guardias esperando que…

Sírgeric dio una palmada.

—¡El principito tiene razón! No imaginarán que entraremos por ahí ni en un millón de años.

—¿Y cómo vamos a hacerlo?

El príncipe miró a su alrededor y entonces se le iluminaron los ojos.

—Ahí tienes tu respuesta —dijo, señalando a lo lejos. Una carreta avanzaba a paso lento hacia la muralla con un balanceo acompasado.

Para entonces, el sol empezaba a ocultarse en el horizonte.

—¡Deteneos! ¡Os lo suplico! —Sírgeric corrió cojeando hasta la carreta y consiguió detenerla. Adhárel y Duna se encontraban ocultos entre la maleza no muy lejos de allí.

—¿Qué sucede, joven? —pregunto el comerciante sin bajarse del carro.

—Me he hecho daño en la pierna y apenas puedo moverla. ¿Seríais tan amable de acercarme a la muralla? Mi familia me espera para cenar y debo llegar antes del toque de queda.

—Toque de queda… —el hombre suspiró entristecido—. Este reino se parece cada vez más a una prisión. ¡Dónde vamos a llegar!

—¿Podéis llevarme? —insistió Sírgeric.

—Desde luego, sube. Mi nombre es Krotem, viajero de corazón y comerciante vagamundos. —Le ofreció la mano a Sírgeric.

—Phillip —mintió escueto el joven, estrechándosela. Viendo que no decía más, el hombre volvió la vista al frente y azotó a los caballos para volver a poner en marcha la carreta sin darse cuenta de que dos polizones se habían colado en ella.

Krotem y Sírgeric hablaron sobre el tiempo, de su trabajo, de la unión de Bereth y Belmont…

—No me gusta la idea en absoluto —comentaba el comerciante respecto a ese tema—. Los reinos no pueden juntarse así como así. Hay ciertas reglas que deben cumplirse. Puede haber alianzas o acuerdos, pero no conventirse en uno solo. ¡Y menos si han estado en guerra entre ellos hasta el día anterior! Las personas mirarán con prejuicios hasta a sus propios vecinos y la guerra volverá. Ya lo creo… Pero no al otro lado de las murallas, sino dentro. Y eso será mucho más peligroso. Muchísimo más. Te lo aseguro. Pero en fin, ellos sabrán. —Sírgeric asintió en silencio meditando acerca de lo que acababa de es cuchar. Al cabo de un rato, el hombre preguntó—: Y dime, ¿a qué os dedicáis, si puede saberse?

—Soy… juglar —el joven miró hacia otro lado.

—¡Vaya, juglar! He visto montones en mi vida y nunca pierdo la oportunidad de detenerme a escuchar a uno nuevo. ¿Y dónde has trabajado?

—Solo en Bereth y en Belmont.

—Bueno, en ese caso la unión de los Reinos te habrá venido de perlas. Ahora no tendrás que salir de un reino para ir al otro.

Sírgeric no supo si el hombre estaba bromeando o si estaba volviendo a quejarse. Optó por reír débilmente y dejarlo pasar. En esto llegaron al enorme portón de la muralla y Krotem bostezó sonoramente.

—Bueno, aquí se separan nuestros caminos.

—Si pudiera entrar con vos, os lo agradecería. La pierna sigue molestándome bastante.

El comerciante le echó un vistazo sospechoso a la pierna que Sírgeric se masajeaba, pero al momento volvió a sonreír.

—Sin problemas, compañero.

En ese momento dos guardias aparecieron en la entrada de la muralla.

—¿A qué venís y qué lleváis ahí? —preguntó uno de ellos.

—Son telas lo que traigo en mi carro para vender. Mi nombre es Krotem y soy comerciante de Hamel.

—Venís de muy lejos —comentó el otro guardia—. ¿Y vos? —Sírgeric sintió un escalofrió en la espalda.

—Mi nombre es… Phillip. Soy juglar y vengo desde el antiguo reino de Belmont en busca de sustento y de reconocimiento.

El soldado suspiró.

—Pareces joven. El mundo de la farándula es muy difícil, muchacho. Ya lo iréis descubriendo con el tiempo…

—Eso he oído, señor.

—¿Podemos pasar ya? —preguntó con impaciencia el comerciante—. Se hace tarde y aún he de buscar posada para pasar la noche.

Los soldados conversaron unos instantes entre ellos y después les cedieron el paso. El comerciante se volvió entonces a Sírgeric.

—¿Dónde dormiréis?

—No os preocupéis por mí. La casa familiar está muy cerca de aquí.

—Como queráis, pero recordad que el toque de queda comienza cuando se oculta el sol.

—Lo tendré en cuenta. Muchas gracias por el paseo.

Sírgeric bajó del carromato y se alejó por la primera bocacalle que encontró. Después esperó oculto hasta que Duna y Adhárel aparecieron.

—Recordadme que expulse a esos dos de la Guardia cuando todo haya terminado. Menuda manera de vigilar que tienen…

—¿Ahora qué? —preguntó Duna.

—Veamos hasta donde podemos llegar antes de que empiece el famoso toque de queda. Después tendremos que extremar las precauciones.

Duna y Sírgeric asintieron y juntos se pusieron en marcha hacia el palacio. Unos minutos más tarde, los berethianos fueron encendiendo los farolillos a las puertas de sus casas y una trompeta sonó a lo lejos. El toque de queda había dado comienzo otra noche más.

Las tres sombras cruzaron el callejón en cuanto la patrulla de soldados giró la esquina. Adhárel iba en cabeza, indicándoles a los otros dos cuándo pararse y cuándo avanzar. Apenas había luz por las calles aunque la luna llena brillaba con fuerza sobre el reino. Sin hacer ni un solo ruido, los tres llegaron al muro que rodeaba el palacio y aguardaron al siguiente movimiento.

Sobre sus cabezas, por encima del muro, dos centinelas marchaban vigilantes, custodiando el paso. Adhárel les hizo un gesto a sus compañeros para advertirles de la presencia de los dos soldados. Bajo la sombra del muro no eran visibles para los vigías, pero en cuanto diesen un paso fuera de su escondite les descubrirían. El príncipe habló con señas a Sírgeric y este entendió al instante lo que le quería decir. Después, para asombro de Duna, el joven salió de su escondite, se alejó tres pasos del muro, y antes de que ninguno de los soldados pudiese dar la alarma, Sírgeric extrajo de su cinturón las dos dagas y las lanzó una a cada uno de ellos, acertándoles de pleno en el pecho y haciéndoles caer a los pies de Adhárel y de Duna; todo en menos de un minuto. Antes de que le viese nadie, Sírgeric volvió para reunirse con ellos.

—No era necesario. Podrías haberte deshecho de ellos sin necesidad de matarles —le dijo el príncipe en voz baja.

—No quería arriesgarme a fallar —replicó Sigeric con una sonrisa.

—¿Pe… pero estáis locos? ¡Podrían haber caído dentro de la muralla!

—Contábamos con ello —dijo Sírgeric con suficiencia—. La verdad es que hasta ahora está siendo más fácil de lo que imaginaba.

—Todavía no hemos empezado —le recordó Adhárel—. No des nada por seguro. Habrá guardias patrullando en todos los pasillos.

—¿Entonces cómo vamos a entrar?

—Por los jardines —contestaron Duna y el príncipe al unísono. Después se sonrieron mutuamente.

—¿Pero cómo?

Duna le miró divertida y Sírgeric no necesitó más.

—Está bien, esperaré sentado a que alguno de los dos cruce al otro lado. Pero que conste que parece que solo yo hago el trabajo sucio.

El príncipe aupó a Duna sobre los hombros para que pudiese agarrarse al borde del muro. La muchacha se asomó para ver si había alguien y cuando comprobó que nadie vigilaba aquella parte del jardín, se encaramó para después dejarse caer al otro lado.

—¡Ya estoy! —dijo casi en un susurro.

Entonces Sírgeric agarró al príncipe, estrujó entre los dedos los cabellos que le acababa de dar Duna y al instante siguiente aparecieron al otro lado.

—¿Te han dicho alguna vez lo útil que resulta ese poder? —preguntó Adhárel, asombrado.

—Alguna que otra. ¿Ahora adónde vamos? Mejor será no quedarse quietos en el mismo sitio durante mucho tiempo.

—Seguidme —dijo Adhárel.

Corrieron de un arbusto a otro evitando las miradas de los guardias que patrullaban en absoluto silencio los jardines. De vez en cuando, Adhárel corría hasta una estatua, les hacía una señal y antes de que llegasen a él, el príncipe ya se había movido a otro lugar. La luz de la luna, más que ayudar, resultaba de lo más molesta cuando tenían que pasar desapercibidos. Pero al menos les servía para averiguar cuándo se acercaba alguien. Unos minutos más tarde llegaron a la fuente.

—¿Estáis seguros de que es por aquí? —preguntó Sírgeric, escéptico.

—¡Shh! —Duna acababa de ver una sombra que se acercaba a ellos. Los tres se apretujaron tras la fuente, conteniendo la respiración.

—¿Seguro que no era una rata? —dijo una voz, presumiblemente la de un soldado.

—Te aseguro que era algo mucho más grande —le contestó otro.

—Pues yo aquí no veo nada.

—Si al menos nos dejasen patrullar con bombillas…

—Conténtate con que no nos hayan echado después de haber dado la alarma esta tarde.

—¿Cómo iba a saber yo que el causante de todo era su majestad jugando con la maquinita?

—Anda, terminemos con esta absurda guardia de una vez. Total… si el plan marcha como está previsto, este reino dejará muy pronto de existir.

El soldado se rió con ganas.

—Hay que tener sangre fría para hacer lo que su majestad tiene previsto.

—Tengo ganas de volver a Belmont y poder decir que participamos en la conquista del único reino que poseía electricidad, y que además lo conseguimos utilizándola en su contra.

El otro soldado se echó a reír y juntos se alejaron de allí, dejando a Sírgeric, Duna y Adhárel atónitos ante lo que acababan de descubrir.

—¿Van a…? —quiso preguntar Duna, pero las palabras se le atragantaron.

—Santo Todopoderoso… —susurró Sírgeric—. Bereth…

Adhárel respiraba con dificultad, entrecortadamente. Sin que ninguno de sus amigos lo advirtiese, apretaba con fuerza el mango de su espada deseando cortarles el cuello a aquellos dos soldados y al resto de belmontinos que habían invadido sus tierras.

—No lo permitiré. Si es necesario moriré en el intento, pero Bereth no sufrirá el destino que le han preparado —el príncipe miró a sus amigos—. Nos equivocamos. Teodragos no quiere la gente. Solo necesita el terreno; los berethianos le dan igual.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—¡Hay que avisar a todo el mundo! —exclamó Duna sin dejar de pensar en Aya.

—No. Lucharemos, como teníamos previsto. No nos daría tiempo a dar la alarma y seguramente no serviría de nada. Al menos ahora sabemos dónde encontrar esta noche a ese retorcido rey.

—Y al monstruo de Dimitri —añadió Sírgeric.

Adhárel asintió y sin decir nada más, metió la mano en el agua para dejar a la vista la trampilla que daba al paso subterráneo.

—Las damas primero —dijo Sírgeric. Duna metió los dedos en la fuente antes de bajar por la escalera. Humedeció el colgante de luzalita que llevaba al cuello y este se iluminó al instante.

—Mejor así.

Y se internó en las sombras del subsuelo seguida por Sírgeric y Adhárel, quien cerró la trampilla tras él. Tan solo la luzalita confería algo de luz al tenebroso pasadizo.

—Hacía años que no veía algo como eso —dijo Adhárel, apresurando el paso tras Duna—. Se podrían hacer tantas cosas con ella… £1 reino entero podría tener luz en sus casas sin tener que esperar a la entrega anual.

Sin hablar más, recorrieron el largo pasillo hasta la puerta de las lavanderías.

—¿Dimitri no conoce este pasadizo? —preguntó extrañado Sírgeric.

Adhárel empujó con fuerza la portezuela hasta abrirla.

—No lo creo. —Duna cerró la puerta cuando hubieron pasado. Se toparon con una oscuridad mucho más profunda que la del pasillo.

—Da miedo —murmuró Sírgeric—. Enciende esa cosa otra vez, Duna.

—Quizá veáis mejor con esto —dijo de pronto una voz desconocida oculta entre las sombras. De repente, varias bombillas relucieron por toda la lavandería y se vieron rodeados por una gran cantidad de guardias armados que las sostenían. Ruk dio un paso hacia ellos lanzando su bombilla al aire y recogiéndola de nuevo con pericia.

—Vaya, vaya, vaya, príncipe… parece ser que vuestro hermano siempre sabe qué vais a hacer, cuándo y cómo…

—Ruk… —Adhárel sentía la sangre hirviéndole en las venas—. ¿Cómo habéis podido dejar que esto sucediera?

—Oh, vamos, príncipe, a Bereth le convenían aires nuevos y Teodragos se los dará.

—De eso que no te quepa la menor duda… —dijo Sírgeric en voz baja.

—Ahora, deponed las armas y acompañadnos a los calabozos.

—¡Jamás! —exclamó Duna desenvainando su espada.

—¡Uhhh! —canturreó el tuerto, haciendo reír al resto de guardias—. La muchacha tiene un juguete nuevo que no sabe utilizar… ¡qué miedo!

Duna bufó enfadada y apretó con más fuerza la empuñadura.

—Ruk, por favor —dijo Adhárel—, escúchame. Teodragos destruirá Bereth esta misma noche si no se lo impedimos.

—¿Y qué, príncipe? ¡Estoy harto de este reino! Cansado de vuestra familia, cansado de todo. Con Teodragos se me reconocerá como es debido. En tan solo unos días he sido nombrado capitán de la Guardia Suprema.

—¡No son más que mentiras! Ese hombre acabará con tu vida en cuanto dejes de serle útil.

—Por favor, Adhárel, no me lo pongáis más difícil y decidle al bufón y a la muchacha que bajen las armas si no quieren terminar sin cabeza.

—¿A quién llamas bufón? —preguntó Sírgeric, intentando ganar tiempo para averiguar cómo salir de allí. Algunos soldar dos se habían ido acercando a ellos por los lados y ahora, sin saber muy bien cómo, se encontraban en mitad de la lavandería y rodeados por todos los flancos.

—Solo lo diré una vez más…

—Guárdate tus amenazas para quienes las teman —le interrumpió Duna—, proyecto de cíclope inacabado.

—Serás… —siseó el hombre, lleno de rabia—. Vosotros lo habéis querido. Soldados, no dejéis ni uno con vida.

Los soldados dejaron las bombillas en los resquicios de la pared y desenvainaron sus espadas al unísono. Adhárel hizo lo propio. Sírgeric sacó las dos dagas y Duna agarró con decisión la empuñadura de su espada.

Entonces los soldados dieron varios pasos hacia ellos, obligándoles a agruparse aún más en el centro de la sala. Apiñándoles como ganado.

—¿Qué vamos a hacer? —murmuró Duna.

—Cubrámonos las espaldas —respondió Adhárel.

De pronto, varios soldados se lanzaron a por ellos con las espadas en alto. Adhárel detuvo una estocada y, de una patada, envió al soldado tambaleándose contra sus compañeros. Sírgeric, por su lado, inmovilizó la espada de uno de los guardias entre las dos dagas y con el codo le golpeó en los ojos. Duna intentaba, desesperada, no perder la espada con cada nuevo golpe de los soldados que la asediaban. Sentía en sus débiles brazos la tensión y las vibraciones que viajaban desde la hoja hasta sus manos. Por suerte, el arma no pesaba mucho y podía manejarla más rápido que ellos, a pesar de que nunca antes hubiera cogido una. Por eso, cuando uno de ellos se despistó para reírse de su torpeza, Duna no perdió la oportunidad de clavarle la punta de la espada en la bota, haciéndole proferir un grito de dolor antes de caer en el interior de una de las enormes palanganas vacías.

—¡Bien hecho! —la felicitó Adhárel sin dejar de pelear contra otros dos soldados. Con un ágil movimiento, agarró a uno de ellos por detrás del cuello y se protegió con él como si de un escudo se tratase hasta que otro compañero terminó con su vida de una estocada dirigida a Adhárel. Después se deshizo del cadáver y, con una asombrosa pirueta, terminó tras el otro guardia. Después solo tuvo que atizarle con fuerza con el mango de la espada en la cabeza para que cayese inconsciente.

—¡Ayudadme! —gritó Sírgeric desde el otro lado de la sala. Varios guardias le aprisionaban contra la pared. Duna advirtió que solo tenía una de las dagas en la mano y que la otra se le había caído no muy lejos de donde ella se encontraba. Viendo que un nuevo soldado corría a por ella, la muchacha le esquivó rodando por el suelo y cogió el arma de su amigo. Antes de que el soldado tuviera tiempo de reaccionar, Duna imitó el movimiento que le había visto hacer a Sírgeric y lanzó la daga hacia el soldado; solo que en lugar de atinarle en el pecho o en la cabeza, le dio en la pierna; aunque le hizo caer de todas formas. Entonces, sin perder un minuto, Duna echó a correr hacia Sírgeric para luchar contra el grupo de soldados. Para cuando llegó, su amigo ya había perdido la otra daga y aguardaba con temor la estocada final.

—¡No! —gritó Duna, desconcertando a los soldados que había frente a ella. Uno de ellos fue más ágil y veloz que los demás, y en un momento, Duna se encontró junto a su amigo, de espaldas a la pared y con cuatro espadas apuntándoles al gaznate.

—Me parece que aquí termina la aventura… —comentó con pena y miedo Sírgeric.

Al otro lado de la lavandería, dos espadas entrechocaban en un duelo a muerte. Adhárel y Ruk peleaban con pericia sin advertir la situación en que se encontraban Duna y Sírgeric.

—Preparaos para morir —dijo con una malévola sonrisa el soldado que tenían frente a ellos. Levantó la espada, cogió impulso, miró a sus víctimas y profirió un grito de rabia justo antes de descargar su ira… que al momento se transformó en un gemido de dolor cuando la punta de una flecha apareció en su pecho ante el asombro de todos. La espada se deslizó de sus manos lentamente hasta el suelo y el soldado cayó de rodillas. Antes de tocar el suelo ya estaba muerto.

Duna no esperó a descubrir quién había lanzado la flecha y, sin pensárselo dos veces, le clavó la espada a otro de los guardias, terminando con su vida. Sírgeric tampoco se estuvo quieto y, dándole un puñetazo al tercer soldado en la cara, le quitó su daga y empujó a otro al interior de uno de los lavaderos.

—Esto es mío —dijo, recuperando su daga de la mano del soldado caído.

En ese momento, un grupo de desconocidos entró por la puerta que daba al pasadizo, encabezados por una joven con el pelo recogido en una coleta.

—¡Cinthia! —exclamó Duna en cuanto reconoció a su amiga. La joven portaba un arco en la mano y un carcaj repleto de flechas a la espalda. En ese momento, Sírgeric también la vio y corrió hasta la joven. Sin siquiera saludarse, el joven la estrechó entre sus brazos. Cuando se dieron cuenta de que la batalla continuaba, se separaron algo incómodos.

Los jóvenes que la acompañaban se desperdigaron por toda la lavandería, peleando contra los soldados que quedaban en pie, algunos con armas y otros sin ellas. Uno en particular se había detenido en la entrada del pasadizo con los ojos cerrados; parecía estar dormitando. De pronto, uno de los soldados reparó en él y se acercó con cautela para pillarle desprevenido; pero, sin motivo aparente, cuando se encontraba a tan solo unos pasos de él, el soldado dejó caer el arma al suelo y comenzó a temblar y a gemir de dolor mientras se iba poniendo cada vez más y más pálido hasta que las rodillas le fallaron y se derrumbó en el suelo, inconsciente. Entonces el joven abrió los ojos y sonrió con orgullo.

Duna no apartó la mirada del chico hasta que por el rabillo del ojo intuyó una sombra que se le echaba encima. Cuando se dio la vuelta, vio a un soldado que corría hacia ella con la espada en ristre, dispuesto a cortarla en canal si no hacia algo rápido. Intuitivamente, Duna se tiró al suelo justo a tiempo de ver una flecha que volaba sobre su cabeza directa a la garganta del hombre. La muchacha se giró para encontrarse con Cinthia sonriéndole mientras cogía otra flecha de su espalda y la colocaba en el arco para lanzarla contra otro guardia que intentaba huir para dar la alarma. Sírgeric la miraba tan asombrado como Duna. Era imposible que aquella joven pudiese ser la misma Cinthia que conocían.

De repente, una sonora carcajada retumbó en la habitación.

—Parece ser, príncipe, que no sois tan buen espadachín como nos hacéis creer —decía Ruk, apuntando con la espada al principe desarmado. Cuando Duna fue a acercarse, el hombre agarró a Adhárel por la espalda. Con una mano le aprisionaba el cuerpo, con la otra sujetaba un cuchillo dirigido a su cuello.

—Un paso más y su majestad perderá la cabeza.

—¡Soltadle! —gritó Duna. El resto de jóvenes se congregaron a su alrededor.

—¡He dicho que no os mováis! —volvió a gritar el hombre—. Si alguien da un paso más, le mato. Ahora voy a salir por esa puerta y más os vale no cruzaros en mi camino.

—Du… Duna… —murmuró Adhárel sintiendo la hoja de la espada contra su piel.

—Adhárel… —susurró ella. Pero Ruk ya se alejaba hacia la puerta sin soltar al príncipe.

De repente, Duna empezó a oír un murmullo acompasado a su alrededor, como si los recién llegados estuvieran rezando una plegaria en voz baja. Ruk también la percibió. Pero en su cabeza, los murmullos fueron aumentando de volumen paulatinamente sin saber cómo ni por qué.

—¡Dejad de hablar! —gritó alterado.

Ya no solo oía sus voces, ahora era capaz de oír también la sangre manando de las heridas de sus soldados, las gotas repiqueteando contra la piedra, el viento a lo lejos, las voces de otros soldados fuera de la lavandería, fuera del palacio, fuera de las murallas, lejos de Bereth…

—¡Bastaaaaaaaaaaaaaa! —bramó aturdido antes de perder el conocimiento y caer a los pies de Adhárel, aparentemente sin vida.

El príncipe le golpeó con el pie tan sorprendido como Duna y después corrió a abrazaría. Cuando se separaron, todos los jóvenes habían hecho una reverencia a su alrededor.

—Gracias —les dijo.

—Duna, Sírgeric, príncipe Adhárel —dijo Cinthia—, os presento a Morgan, Simón, Andrew, Henry, Tail y Marco. Los sentomentalistas de Bereth.