El rey de Belmont y el príncipe Dimitri ascendían a la torre oeste para comprobar la magnificencia de las máquinas de electricidad.
—Siempre he querido estudiarlas con detenimiento, ¿sabías? —comentaba de buen humor Teodragos.
—Algo había oído —masculló incómodo el príncipe. Mostrarle el arma más secreta y peligrosa del reino no le resultaba nada atrayente.
—He oído hablar tanto de ellas. Pero nunca las he visto en… funcionamiento.
—No ha habido motivos para utilizarlas.
—Lo sé, lo sé, mi querido amigo. Por eso me gustaría asegurarme de que no se han oxidado.
—Las máquinas reciben un cuidado diario, majestad —replicó Dimitri intuyendo los deseos del rey.
—Pero Dimitri, no creo que haya ningún problema en que disfrutemos de ellas un ratito, ¿no es cierto?
—¡Desde luego que lo hay! ¡No son juguetes!
Teodragos se detuvo casi al final de la escalera y cambió de actitud.
—Te he entregado a mis hombres para que defiendan tu maldito reino, te he cedido el honor de compartir bandera con el cuervo de Belmont, he hecho un pacto contigo, ¿y no me vas a dejar ver las estúpidas máquinas que por derecho me pertenecen?
Dimitri balbuceó incoherencias.
—Eso creía. —Teodragos sonrió—. Ahora, no me hagas perder más tiempo y enséñame esa maravilla.
Después se dio media vuelta y de un empujón abrió la puerta de hierro que daba a una de las máquinas. Dimitri entró tras él, arrastrando los pies y odiando sentirse tan pequeño al lado de aquel hombre.
—¡Por el mismísimo Todopoderoso! —exclamó el rey avanzando unos pasos por aquella inmensa habitación de piedra.
La sala de las máquinas ocupaba toda la parte superior de la torre. La estancia tenía un techo altísimo, donde crecía un enorme cilindro de cristal que contenía la energía acumulada que chisporroteaba en su interior. El tubo terminaba en una laberíntica estructura que rodeaba la enorme habitación y que estaba formada por tubos de hierro y espejos colocados en diferentes posiciones y de tamaños variables, encargados de transmitir la energía desde el contenedor de cristal hasta la última sucesión consecutiva de espejos de lupa, encargados de variar la dirección del rayo final.
—Es mucho más compleja de lo que imaginaba —dijo Teodragos mientras el eco de sus pisadas retumbaba por toda la torre—. ¡Y por todos los infiernos, muchísimo más grande!
Dimitri no sabía si sonreír orgulloso o pedirle que se fueran ya de allí. El rey iba acercándose a cada tubo y a cada espejo para observarlo con más detenimiento.
—Cristales. Esa era la solución… —murmuraba para sí—. Los restos de energía van quedándose en los tubos de hierro y a los cristales solo les llega la electricidad más pura y potente. Muy interesante, muy interesante. Y… ¡Oh! ¿Qué tenemos aquí? —Teodragos casi corrió hasta el extremo de la máquina y la estudió con ojo experto—. ¡Espejos de lupa! Cada cual más pequeño que el anterior. Ya veo, ya veo…
—Hace que el rayo llegue únicamente a donde se precise y no se disperse por el camino —dijo alguien tras Dimitri. El príncipe dio un respingo y con un ágil movimiento sacó su espada para apuntar al intruso.
—Si me matáis ahora no sé quién podrá cuidar de ellas… —comentó con tranquilidad el enclenque encargado de las máquinas.
Dimitri apartó el arma de Lord Arot sin dejar de atravesarle con la mirada.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el principe.
—Vengo a revisarla como cada mañana, Dimitri.
—Alteza para ti —le corrigió con aspereza.
En ese momento, Teodragos llegó hasta ellos. Lord Arot intentó mantener la calma, pero la pérdida de color en sus mejillas delató su miedo.
—Así que tenemos aquí a un experto en estas preciosidades. Vaya, vaya… —canturreó el rey con su potente voz. Lord Arot asintió sin decir ni una palabra—. En ese caso habrá que aprovecharlo.
—Deberíamos dejarle ir.
—Tú cállate —le espetó el rey, apartándole de su camino y agarrando al esmirriado Lord Arot por la solapa de su camisa—. Quiero que me enseñes a utilizarla y que me hagas una demostración de su poder.
—Pe… pe… pero alteza, señor… ma… majestad no pu… puedo hacerlo funciona… nar ahora. No sé si…
—Si valoras en algo tu vida y la de tu familia, te recomiendo que te des prisa en cumplir mis deseos. ¡Ahora!
Con fuerza, Teodragos arrastró al hombre hasta lo que parecía ser el mando de control del portentoso amasijo de hierro y cristal.
—¡Hazla funcionar! ¡Enseguida! —volvió a bramar el rey.
—S… s… sí, alteza. En seguida, majestad…
—¿Se puede saber por qué tienes tanta prisa en utilizar la máquina? —preguntó el príncipe recolocándose la camisa.
—¡Está claro!, ¿no? En cualquier momento podríamos sufrir un ataque sorpresa y ¿entonces qué, Dimitri? ¿Lucharías tú por nuestro reino? ¿Darías tu vida por mi?
—¿La darías tú por mí? —replicó Dimitri.
—Desde luego que sí, compañero —respondió Teodragos con una sonrisa de oreja a oreja—. Pero para no tener que llegar a ese punto, mejor es asegurarse que funcione perfectamente… y que este mequetrefe no nos haya engañado estropeándola a propósito.
Dimitri meditó la respuesta del rey unos segundos y después dio un paso hacia atrás, complacido.
—Tú, haz caso a su majestad en todo lo que te ordene.
—Si… sí, a… alteza…
—Bien —dijo Teodragos volviendo a observar la máquina—. Ahora, arranca esta maravilla.
—Como deseéis…
Lord Arot cruzó la habitación con sus enclenques piernas hasta lo que parecían ser los mandos. El rey se acercó a él y le ordenó que fuese explicando en voz alta lo que iba haciendo.
—L… lo primero que se ha de hacer es a… activar la tu… turbina de madera que hay de… dentro del tubo para que la energía eléctrica comience a activarse. Pa… para eso, hay que co… colocar el pie en este pedal y presionarlo como si de un fu… fuelle se tratase.
—Interesante —comentó el rey sin apartar la vista de Lord Arot. Cuando el hombre empezó a pedalear con el pie, una enorme placa de madera que recorría en vertical todo el tubo de contención comenzó a girar lentamente haciendo que la energía eléctrica se agitase en su interior. La electricidad chisporroteaba iluminando las paredes de piedra con distintas tonalidades.
—Lo sigui… guiente que hay que hacer es abrir la trampilla pa… para que salga el flujo de e… electricidad que se qui… quiera disponer. Se… se hace mediante esta llave. —Lord Arot señaló una pequeña manivela que había frente a él—. Está programado con distintas medidas. Solo hay que girarla ta… tanto como energía se quiera utilizar.
—Bien, ponía al máximo.
—¿Pe… perdón, Majestad? —tartamudeó asombrado Lord Arot.
—¿No me has oído, imbécil? ¡Quiero que lo pongas al máximo!
Dimitri cogió al hombrecillo por el cuello y le presionó la cara contra los mandos.
—¡Te he dicho que obedezcas en todo al rey! ¡Hazlo ya!
Con lágrimas en los ojos. Lord Arot asintió frenéticamente y fue girando la manivela hasta que se oyó un clic. En ese momento, la turbina de madera dejó de rotar y una mínima cantidad de electricidad escapó del tubo metálico inferior, se reflejó en el siguiente espejo y volvió a penetrar en otro tubo hasta su salida, donde volvió a rebotar contra otro espejo para volver a desaparecer a través de otra pieza metálica. El procedimiento se desarrolló bajo la atenta mirada de los allí presentes, hasta que la energía llegó a un recipiente de cristal justo antes de la última fila de cristales de lupa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Teodragos, que había esperado algún tipo de explosión.
—E… en ese contenedor de cr…cristal se va con… concentrando toda la electricidad virgen para después lanzarla de golpe.
—Ya veo. Quiero más. Eso no daría ni para rellenar una bombilla.
—En re… realidad, alteza, esa es la ca… cantidad exacta de una bombilla.
—¡¿Acaso te he preguntado, gusano?! ¡Quiero más! ¡Y como sigas haciéndome perder el tiempo, voy a probar la máquina contigo! ¡Vamos!
Lord Arot se quedó mudo y movió la manivela una, dos, tres veces… Y con cada nueva posición, nuevos clics resonaron por la torre.
—¿Ese es el máximo? —preguntó Teodragos, suspicaz.
—Eh… bu… bueno, má… más o menos.
—¿Cómo que más o menos?
—Verá, alteza, nu… nunca se ha utilizado más…
—¡Oh! —exclamó el rey elevando el tono de voz—. Ya veo… Así que nunca se ha utilizado más, ¿eh?
—N… no, señor —contestó Lord Arot agradecido porque el rey lo hubiese entendido.
—Es una lástima…
—N… no os preocupéis, alteza. Con esto hay energía más que suficiente para una prueba.
—No me refería a eso —dijo, y Lord Arot le miró sin comprender—. Me refería a que será una lástima tener que prescindir de tus servicios.
El miedo se dibujó en el rostro del hombre, pero antes de que pudiese siquiera pedir ayuda, Teodragos sacó con un ágil movimiento una daga que llevaba colgada al cinto y se la clavó en el pecho.
—Una verdadera lástima —concluyó extrayendo el arma del cuerpo y limpiándola con su capa carmesí. Dimitri se quedó paralizado y con los ojos como platos.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó el príncipe. El gorjeo gutural de Lord Arot se fue apagando hasta expirar.
—Se lo advertí ¿Crees que a mí me agrada hacer estas cosas? ¡Desde luego que no! Ese hombre debía de tener mujer e hijos. Imagínate cómo se sentirán cuando se enteren de que una losa de piedra le cayó encima mientras trabajaba en la torre.
Dimitri no pudo contener un gesto de asombro.
—¡Pero si has sido tú quién le ha matado!
El rey negó lentamente al mismo tiempo que le ponía una enorme mano sobre el hombro.
—Tú te encargarás de que no lo parezca.
Dimitri inhaló aire con fuerza para tranquilizarse y después se apartó del hombre.
—Veré qué puedo hacer.
—Muy bien. Ve ahora, antes de que alguien pregunte. Yo me quedaré aquí un rato probando el invento.
El príncipe envolvió el cadáver de Lord Arot con su capa y lo sacó de la sala a rastras.
—Ahora juguemos tú y yo solitos —comentó Teodragos, volviéndose hacia los mandos de la máquina en cuanto la puerta se cerró a sus espaldas.
Colocó su enorme pie en el pedal y con suavidad fue presionándolo y soltándolo, mirando el contenedor como un niño pequeño. Después, movió la manivela una vez más y una última fracción de energía recorrió el trayecto desde el tanque hasta el recipiente de cristal, fundiéndose con la que ya había. El cristal se dilató unos milímetros y pareció que iba a desquebrajarse, pero al momento se estabilizó.
El rey se apartó de los mandos y con curiosidad colocó la yema del dedo índice sobre el cristal. De pronto, cientos de rayos se pegaron al otro lado del cristal, imantados por su dedo.
—Fascinante —comentó el rey sin dejar de sonreír. Pero cuando fue a quitar el dedo, vio que una fuerza invisible se lo impedía. Era como si los diminutos haces de luz que se habían congregado alrededor de su yema estuvieran tirando de él. Desesperado, Teodragos tiró con fuerza y un chispazo le recorrió el brazo entero antes de poder liberarse.
—¡Maldita sea! —sintió la tentación de atizarle una buena patada a la máquina, pero se contuvo por miedo a lo que pudiese ocurrir.
Enfurruñado, volvió a los mandos y sopesó cuál de las dos palancas que tenía enfrente debía accionar a continuación. Si hubiera dejado al encargado de las máquinas con vida hasta que se lo hubiese explicado, no tendría ese dilema, pensó. Pero lo hecho, hecho estaba. Y lamentar la fortuita muerte de aquel hombre no le serviría de nada. Tenía la mitad de probabilidades de acertar. Podría haberse detenido a pensar cuál era la adecuada, pero ¿para qué? Teodragos nunca había sido un hombre de ideas sino de acciones, y no iba a cambiar ahora. Con determinación, accionó la que más cerca le quedaba y unos engranajes crujieron y chirriaron en algún punto indeterminado de la maquinaria. De repente, la piedra de la pared que había frente a los cristales de lupa se deslizó por unos raíles hasta entonces invisibles, mostrando todo Bereth ante la enorme máquina.
—Vaya… —comentó Teodragos asombrado.
El último fragmento de la máquina, junto con los controles, rotó lentamente hasta quedar apuntando al exterior por el orificio que se había abierto en la pared.
—¡Excelente! —exclamó, colocándose tras ella y agarrando la segunda palanca. Había acertado a la primera y no iba a perder más tiempo.
Con un solo movimiento, Teodragos tiró de ella y, de pronto, toda la electricidad que se había acumulado en el último receptáculo salió disparada por una boquilla hasta el primer espejo de lupa, y de éste al siguiente, y luego al siguiente… así hasta que llegó al último, del cual salió un potente haz azulado que cruzó el cielo hasta colisionar, en la distancia, contra un granero apartado que al instante estalló en llamas.
Teodragos abrió la boca asombrado al ver la potencia y el alcance del rayo e imaginando lo que se podría hacer con varias máquinas como aquella. Cuando volvió a mirar al horizonte, el granero se había volatilizado en una nube de humo que ascendía al cielo. Eufórico, soltó una potente carcajada que retumbó en las paredes y que debió de escucharse incluso fuera del palacio. Por fin, el poder estaba en sus manos.
No había terminado de formular aquel pensamiento cuando un soldado de la Guardia Suprema irrumpió en la estancia.
—¡Majestad! —exclamó tomando aire a bocanadas y haciendo el saludo reglamentario.
—¿Qué sucede? —gruñó Teodragos algo cohibido por si le había oído reír tan escandalosamente.
—El dragón… —masculló.
—¿Qué pasa con él?
—No ha regresado, majestad. N… no volvió a Belmont. Acabamos de recibir el aviso. Y la doncella… —el guardia tragó saliva—. Tampoco estaba en la torre.
El rostro del rey se fue encolerizando hasta adquirir un tono rojizo. Con el puño cerrado y en tensión, golpeó la pared de piedra y bramó:
—¡Encontradles enseguida! ¡Quiero sus cabezas empaladas antes de esta noche!