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Caminos diferentes

Cinthia llegó al final de las callejuelas de la ciudad y se detuvo. Sacó el pergamino doblado y lo contempló durante un rato para orientarse bien, intentando recordar todas las indicaciones de Duna. Cuando lo tuvo bien memorizado, volvió a esconderlo y cruzó la enorme verja de los jardines del palacio.

Su intención era hacerse pasar por una doncella y entrar en el palacio sin levantar sospechas. Si aquel plan no funcionaba, tendría que probar otro. Se armó de valor y subió las escaleras del palacio, preparada para mentir lo mejor que sabía.

—Buenas tardes —saludó a los guardias. Sin esperar una respuesta, avanzó hasta el portón esperando que los guardias la cediesen el paso para después…

—¿Dónde crees que vas, niña? —preguntó uno de los guardias cruzando su lanza frente al portón.

Cinthia le miró ofendida sin dejarse intimidar. Contaba con eso.

—¿Cómo que a dónde voy? ¡Pues a trabajar! Ya llego tarde.

El otro guardia cruzó la lanza por encima de la de su compañero.

—No recuerdo tu nombre…

—No os lo he dicho —replicó airada, imitando algunos gestos que había aprendido de Lord Guntern—. Y dudo que recordéis siquiera mí cara. Soy nueva.

—Hummm… ¿nueva, eh?

—Eso he dicho —contestó ella, impaciente.

—Pues hemos recibido órdenes, señorita nueva, de no permitir el paso a nadie durante el día de hoy sin autorización.

Cinthia tragó saliva.

—¿Sin… sin autorización? ¿Y qué clase de autorización necesitáis?

El otro guardia se acarició los labios con la mano libre.

—Déjame pensar… la carta de trabajo será más que suficiente. Imagino que la recibiríais antes de venir, ¿verdad?

—¡Desde luego! —¿Carta de autorización? ¿De qué estaban hablando? ¡Duna no le había dicho nada de ninguna carta de autorización! Más le valía salir de allí antes de que la apresasen por hacerles perder el tiempo—. Pero… pero la he olvidado en casa. Sí, eso es… está en casa. Si me disculpáis iré a por ella y podré mostrárosla. Buenas tardes.

Hizo una pequeña reverencia y se dio media vuelta para bajar las escaleras. Cuando estaba llegando a los últimos escalones oyó las risas contenidas de los dos guardias. Sintió que se le enrojecían las mejillas pero no se dio la vuelta. Siguió avanzando hasta que estuvo fuera de su vista y después se escondió tras unos matorrales altos cerca del camino de entrada al palacio. El plan B acababa de comenzar.

Duna recorrió el camino principal que unía Bereth con Belmont hasta llegar a la bifurcación señalizada con varios tablones en forma de flecha. Uno de los nuevos caminos llevaba a las Carpianas, las montañas situadas al oeste de Bereth; el otro camino la llevaría directamente al este, a Belmont.

Barajó sus posibilidades y terminó decidiéndose por salirse del camino e ir siguiendo el recorrido entre los árboles, bajo la protección que le ofrecía el follaje. No sabía quién podría transitar ese camino en aquellos momentos, ni tampoco estaba segura de si los raptores de Adhárel también habrían seguido aquella ruta. Pero estaba plenamente convencida de que una muchacha sola andando por allí corría más peligro cuanto más a la vista se encontrase. Además, a punto de caer la noche, se sentía más protegida alejada de los bandidos y némades que recorrían aquel camino yendo y viniendo de un reino a otro.

Los némades, según había escuchado durante toda su vida, no eran peligrosos. Eran hombres y mujeres corrientes que viajaban de una punta a otra del Continente aparentemente sin hacer daño a nadie. Vivían en grupos numerosos y se alimentaban la mayoría de las veces de todo lo que la naturaleza les ofrecía. Esa era la teoría, pensó Duna para sus adentros mientras se internaba unos metros en el bosque. En la práctica, los némades, además de nómadas, eran sumamente violentos y atacaban sin piedad a quien intentaba robarles o hacerles daño. Entre ellos había sentomentalistas, algunos verdaderamente poderosos, conocidos en todo el continente como Chamanes, aunque no pertenecían a ningún reino. Y por eso eran considerados proscritos y renegados de cualquier tierra con nombre. Se les había prohibido pasar una sola noche en casi todos los reinos. Debido a ello, se veían obligados a viajar en largas caravanas de un bosque a otro, de una llanura a otra, sin poder o querer, asentarse en ningún lugar determinado. De vez en cuando —durante los días de mercado o de fiesta— los némades entraban en las ciudades e intentaban vender su mercancía o sus artes a quienes estuvieran interesados, pero antes de que anocheciese, debían abandonar los reinos y dormir a la intemperie. Aseguraban saber leer la buenaventura mediante diferentes técnicas, creían poder curar enfermedades utilizando ungüentos desconocidos y algunos hasta aseguraban conocer el secreto de la transmisión de la sentomentalomancia.

Duna apartó unas ramas de su camino sonriendo ante lo absurdo de la idea. No se podía elegir ser sentomentalista o dejar de serlo, y mucho menos se podía otorgar ese don a placer… ¿o sí?

Para ella, igual que para muchos, los némades eran unos estafadores de lo más variopinto a los que no se debía hacer ningún caso y con los que era mejor no cruzarse. Eso era todo. Por suerte, en los últimos tiempos habían ido desapareciendo y actualmente no parecía que hubiese…

¡Crack!

Duna se detuvo en seco. Había alguien cerca. Sin moverse, intentó buscar el camino entre las hojas de los árboles pero no alcanzó a verlo. Habían transcurrido las horas sin que se diese cuenta y la luz se había ido esfumando paulatinamente. Miró al cielo para comprobar si ya era de noche y descubrió un cúmulo de nubes negras que no tardarían en cruzarse en su camino. El sol debía de estar muy bajo, pues la luz cada vez era más tenue y rojiza. Volvió a prestar atención, intentando averiguar si era una persona o un animal lo que andaba cerca.

¡Crick!

Duna se dio media vuelta creyendo que el sonido provenía de allí. Esperó unos segundos pero no volvió a escuchar nada. Se obligó a recobrar la compostura y siguió avanzando lentamente, preparada para echar a correr en cuanto fuese necesario. La tormenta tronó a lo lejos y sintió un escalofrío. Se arrebujó bajo la capa y apremió el paso en busca de algún refugio donde guarecerse de la lluvia… y de lo que pudiera estar rondando a su alrededor.

Lo primero que debía hacer era volver a encontrar el camino para no perder la orientación. No había nada más peligroso que perderse en el bosque una noche tormentosa. Justo en el momento en que reapareció en el camino de tierra y rocas, sintió la primera gota estrellarse contra su cabeza. Conociendo las tormentas de Bereth, sabía que no tardaría en acabar calada hasta los huesos si no hacía algo para evitarlo, así que se puso la capucha sobre la cabeza y volvió a internarse en el bosque, donde al menos las hojas y las ramas detendrían parte del aguacero.

Apretó con fuerza el colgante de plata que le había dado Aya y que llevaba para infundirse fuerzas, y después siguió esquivando ramas y troncos caídos intentando recordar el camino. Por suerte para ella, la lluvia no parecía estar cayendo con fuerza. Pero ahora también tenía que esquivar charcos de barro y pensar dos veces dónde pisar para no escurrirse y caer al suelo. En poco tiempo desaparecería la última luz del día y entonces tendría que detenerse a descansar hasta el amanecer. Tan peligroso era salir al camino y dar a conocer su posición como andar por el bosque en medio de la oscuridad.

Cuando vio que no podía dar ni un paso sin saber a ciencia cierta si iba directa al camino o a un precipicio, se detuvo. Se apoyó en el tronco húmedo de un enorme árbol y se dio cuenta de lo cansada que estaba. No había dejado de andar durante horas y llevaba mucho tiempo sin dormir. La lluvia seguía cayendo suave pero constante y no parecía querer remitir en mucho tiempo.

—¿Y ahora cómo voy a encender una hoguera? —se preguntó en voz baja. Necesitaba escuchar algo más a parte de sus propios pasos y el agua.

Apoyó la espalda en el tronco y respiró profundamente, obligándose a descansar. Después sacó del petate una manzana y empezó a comérsela a bocados. Cuando fue a sacar una segunda pieza de fruta, descubrió una luz no lejos de allí. Volvió a colgarse la bolsa en los hombros y avanzó tanteando el terreno intentando no terminar en el suelo. A unos metros de ella, descubrió a tres hombres sentados alrededor de una hoguera, cada uno de ellos cubierto con un escudo ruinoso.

A primera vista, la muchacha no pudo determinar si eran némades, vándalos o caminantes a los que les había pillado por sorpresa la lluvia. De todas formas, tampoco quería averiguarlo. Su aspecto a la luz de la lumbre no era nada amigable y juraría que vestían harapos y ropas desgastadas. Uno de ellos comía a bocados un pedazo de carne, seguramente previamente asada, mientras los otros dos afilaban sendos cuchillos haciendo saltar chispas con la piedra.

Duna notó que le rugían las tripas pese a haber comido la manzana. Dio un paso hacia atrás para marcharse cuando el zapato se le quedó enganchado en unos hierbajos y tuvo que agarrarse a unas ramas para no caerse de boca contra el suelo. El ruido alertó a los tres hombres, quienes escrutaron las sombras. Uno de ellos, el que hacía un instante había estado comiendo la carne, levantó uno de los troncos ardientes y lo utilizó como antorcha.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó, balanceando el fuego de un lado a otro—. Sal, no te harrremos nada.

Duna terminó de acuclillarse por completo entre las ramas e intentó quedarse completamente inmóvil.

—¡Serrrá un animal! —comentó su compañero, tras lo cual volvió a sentarse.

—¡Pues no pienso dejarrrlo irrr! —le advirtió el otro, enarbolando con enfado la madera ardiente—. ¡A saberrr parrra cuando podremos volverrr a comerrr carrrne!

Debían de ser bandidos, dedujo Duna. Aunque pobres y mentirosos, los némades eran muy duchos en el habla y no tenían un acento tan marcado. Era una de sus principales armas para engatusar a sus víctimas. Duna se asomó con cuidado para ver si ya se habían relajado y comprobó que el que llevaba el fuego se había puesto a husmear en el lado contrario, el otro había vuelto a coger la piedra para afilar su arma mientras que el tercero… ¿dónde estaba el tercero?

La muchacha tragó saliva y se arrebujó con fuerza bajo la ropa calada por la lluvia. Y aunque no se consideraba una persona religiosa, agarró con fuerza el colgante por encima de la capa y pidió ayuda al Todopoderoso para que la sacase de allí. Entonces sucedieron tres cosas al mismo tiempo.

En primer lugar, un haz de luz apareció en su pecho sin explicación aparente y atravesó la noche hasta chocar con el tronco de un árbol lejano…

Segundo, la muchacha gritó asustada…

Y tercero, una sombra, que había estado esperando el momento oportuno, se abalanzó sobre ella.

Cinthia se arrastró entre los arbustos perfectamente recortados del jardín de la entrada hasta alcanzar la esquina derecha de la enorme extensión. Varios guardias charlaban entre ellos, más pendientes de la conversación que de la vigilancia. También había algunos jardineros que iban y venían con cubos de agua, pero nadie parecía haber advertido la presencia de la joven. Cinthia sonrió para sus adentros y recorrió el último tramo a gatas hasta una fuente con diversos pájaros de piedra. Aquel era el lugar que Duna le había indicado. Volvió a sacar el pergamino y leyó las indicaciones de su amiga:

La trampilla se encuentra cerca de la fuente de los pájaros. Podría estar camuflada; busca una argolla en el suelo. El pasadizo te llevará directamente al interior del palacio.

Guardó de nuevo el mapa y procedió a buscar la entrada del pasadizo. Primero miró a su alrededor y, tras varios intentos infructuosos, decidió palpar el suelo con la esperanza de descubrir la madera bajo el recortado césped.

Un rato después, y comprobando que nadie la observaba, asomó la cabeza por detrás de la estatua y dio una vuelta rápida a la fuente mirando en todas direcciones. Nada. Allí no había ninguna entrada. Tal vez Duna estuviera equivocada, pensó Cinthia tras ocultarse de nuevo tras la estatua. Su amiga solo había oído hablar de ella a esa tal Grimalda el primer día que entró a trabajar en el palacio. ¡Y ni siquiera estaba segura de que el pasadizo terminase bajo aquella fuente! Es cierto que después escuchó algunos rumores de una o dos de sus compañeras en la lavandería, pero nunca lo había comprobado por sí misma. Además, empezaba a oscurecer y un gran nubarrón se acercaba rápidamente por el este.

—Lo que me faltaba —farfulló.

Alicaída y cansada, se sentó de rodillas y mojó una mano en el agua de la fuente pensando en cual debería ser su siguiente paso. Y en ese momento notó que algo rozaba sus dedos. Extrañada, se asomó a la fuente y descubrió una argolla de hierro oxidado a unos centímetros bajo el agua.

—Imposible… —comentó asombrada.

Se incorporó e introdujo toda la mano en el agua. Tomó entre los dedos la argolla y tiró de ella con fuerza, pero no consiguió moverla. Volvió a probar un par de veces más y después se dio por vencida. No parecía haber ninguna trampilla en el suelo de la fuente. Cinthia sacó la mano del agua y se la secó sintiendo un escalofrío por el viento que se había levantado; la tormenta estaba muy cerca y estaba empezando a chispear Cuando las ondas desaparecieron, volvió a asomarse y se con centró en buscar algo alrededor de la argolla. No tenía ni idea de qué era lo que estaba buscando hasta que lo encontró. Cada una a la misma distancia de la otra y en paralelo. Dos finísimos raíles labrados a ambos lados de la argolla. Al principio no reparó en ellos, pero cuando metió los dedos y los palpó, descubrió que seguían hasta el centro de la fuente.

Sin pensarlo dos veces, Cinthia cogió con las dos manos la argolla y tiró de ella hacia el centro de la estatua. Al principió no sucedió nada, pero poco después, algo empezó a ceder bajo la fuerza de sus manos y descubrió que la argolla se encontraba sobre una placa de piedra en el mismo suelo de la fuente. Y que esta continuaba por debajo y que, además, revelaba a sus pies, en el exterior de la fuente, una abertura por la que cabía perfectamente.

—¡Lo tengo! —exclamó en voz baja cuando el hueco fue lo suficientemente grande como para que cupiese por él. Cuando se encontró bajo tierra tiró de otra argolla que había en el techo y corrió la trampilla secreta volviendo a dejarlo todo como estaba.

En cuanto desapareció la última franja de luz, sacó una bombilla del dobladillo de su falda y, tras frotarla, esta comenzó a brillar. Era la última que le quedaba a Aya y se la había dado en el último momento. Cinthia se lo agradeció en silencio y, bajo la poderosa luz de la electricidad, avanzó lentamente por el pasadizo de piedra escuchando corretear a los animalillos que huían asustados por la luz. De pronto, se oyó un trueno en la superficie, y a pesar de encontrarse a varios metros por debajo, supo que la tormenta estaba descargando con fuerza sobre el palacio. Se alegró de haber encontrado la entrada a tiempo y de continuar seca.

Poco después llegó a un cruce de caminos y tomó el de la izquierda, el que la llevaría a la lavandería.

Con la bombilla reluciendo en su mano había recobrado las fuerzas y ya no sentía tanto miedo como al principio. Iba pensando en lo que le esperaba cuando llegó a una portezuela que presumiblemente daba a la lavandería. Corrió el pestillo chirriante y la abrió lo justo para comprobar que no había nadie en el interior. Estaba vacía.

Tan solo un par de candelabros colgados de la pared alumbraban la enorme habitación. Siguiendo las indicaciones de Duna, avanzó entre las enormes palanganas hasta el extremo opuesto de la sala y después atravesó el portón que daba al recibidor del palacio.

Duna intentó esquivar a la criatura que había saltado sobre ella pero le fue imposible. Dos enormes manos la agarraron por la cintura y, aún con el destello de luz en el pecho, la levantó a horcajadas y se abrió paso entre los árboles hasta la hoguera donde aguardaban intrigados los otros dos bandidos.

—¿Qué has encontrrrado Claus? —preguntó el hombre de la antorcha, acercándose al monstruo que sostenía en volandas a Duna.

El otro bandido dejó la piedra de afilar en el suelo y se levantó despacio, intrigado.

—Suéltala —dijo—. No es más que una señorrrita perrrdida en el bosque.

El tal Claus obedeció y dejó caer a Duna sobre el suelo embarrado. La muchacha ni siquiera se atrevió a mirar el rostro de su captor. Se limitó a taparse con fuerza el pecho para evitar que descubriesen la luz.

—Mucho gusto, señorrrita —dijo divertido el bandido de la antorcha haciendo una reverencia y mostrando una sonrisa casi desdentada—. Aquí los otrrros y yo nos prrreguntábamos que hacíais espiándonos. ¿Pensabais robarrrnos al quedarrrnos dorrrmidos?

Duna negó con la cabeza sin decir nada.

—Déjala en paz, Corrrnwell —intervino el hombre del cuchillo—. Porrr favorrr, disculpa a mis herrrmanos, no tienen modales.

Cornwell fue a replicar pero su hermano le indicó que guardara silencio mientras le alargaba su velluda mano a Duna.

—Levantaos. No vamos a hacerrros daño.

Duna se atrevió entonces a levantar la mirada y aceptó, temblando, la manaza del hombre. Con la otra seguía cubriéndose el pecho. Cuando estuvo en pie, pudo distinguir sin dificultades los rasgos de sus captores.

Quien parecía ser el jefe del trio, y que aún no habla revelado su nombre, era alto, ancho de espaldas y vestía las mejores ropas, aunque no fuesen más que prendas muy desgastadas. Tenía una barba oscura de varios días y dos cicatrices le cruzaban el rostro del ojo derecho al mentón. Pese a ser el menos desagradable de los tres, seguía siendo repulsivo a la vista y Duna apartó la mirada en cuanto pudo.

Cornwell era todo lo contrario a su hermano, excepto en lo de la fealdad. Era enano, calvo, rechoncho y desdentado. Llevaba auténticos harapos por ropa, los cuales le llegaban hasta los pies, sujetos por varias cuerdas a la altura de la cintura. Se cubría los pies con unas chanclas de madera enmohecidas. Tenia la nariz torcida hacia un lado y uno de los ojos estaba desviado.

Pero el peor de los tres era Claus. Duna no lo habría considerado humano de no haber sido porque los otros dos también se dirigían a él como hermano. En cualquier otra circunstancia la muchacha lo habría confundido con un ogro de los que salían en los cuentos para niños. Claus le sacaba dos cabezas y tenía la cara más absurda que Duna había visto en sus casi dieciocho años de vida. Los ojos bailaban de un lado a otro distraídos por las llamas de la hoguera y la mitad de la lengua sobresalía por fuera de la boca, curvada en una media sonrisa permanente. Tenía el pelo largo y encrespado, repleto de hojas secas que se habían quedado enganchadas en él. Por ropa llevaba un camisón de botones descolorido y unos calzones rotos. Era el único de los tres que ya no prestaba atención a Duna. Le resultaba mucho más entretenido el chisporreteo del fuego.

—¿Querrréis comerrr algo? —preguntó el cabecilla, señalando el tocón donde había estado sentado hacía un momento.

—No… gracias… —balbuceó Duna, rogando para sí qud* dejasen marchar. Cada vez que se dirigían a ella apretaba cada vez con más fuerza las manos contra el pecho, preguntándose qué podía ser aquella luz.

—¡No seas descorrrtés y siéntate! —le gritó Cornwell zarandeando la improvisada antorcha a unos centímetros de su cara.

—¿Quierrres soltar de una vez por todas ese trrronco antes Je que acabemos arrrdiendo? —le regañó el cabecilla, girándose de inmediato hacia Duna—. Disculpad a mi herrrmano, hace mucho, mucho tiempo que no vemos a una mujerrr tan guapa como vos y querrremos serrr hospitalarrrios.

Duna dio un paso hacia atrás al escuchar aquello. Tal vez, no se limitasen a robarle el contenido de su fardo. Tal vez quisieran algo más.

—Pe… perdonadme —tartamudeó—, pero debo seguir mi camino o llegaré… llegaré tarde…

—¿Alquien te esperrra? —preguntó el bandido, dando otro paso hacia ella.

—Si… mi familia y mi… marido —mintió, dando un segundo paso hacia atrás.

—Menuda suerrrte que tiene tu marrridito, ¿no? Una mujerrr tan guapa no se encuentrrra todos los días —comentó el hombre, repasando con la mirada todo su cuerpo. Duna quiso decir algo pero cuando el hombre posó la mirada sobre su pecho, se dio cuenta de que intentaba ocultar algo—. ¿Porrr qué te tapas tanto? No vamos a hacerme nada…

Duna supo que si no echaba a correr en ese momento ya no tendría escapatoria, asi que sin decir una palabra dio media vuelta para salir corriendo pero descubrió que su camino estaba cortado por varias rocas en las que no habla reparado.

—¿Adónde vas? —preguntó el hombre con un deje de enfado en su voz, agarrando el brazo de Duna—. Todavía no hemos terrrminado contigo. ¡Claus! ¡Cornwell! Venid aquí enseguida.

Duna quedó de nuevo rodeada por los tres bandidos, quienes sonreían maliciosamente. El jefe, cansado de la insistencia de Duna por taparse el pecho, le agarró con fuerza la mano y se la apartó. Entonces el haz de luz salió disparado y le dio en los ojos, obligándole a retroceder, cegado, y gritando asustado.

—¡¿Qué diablos me has hecho?! —bramó mientras se frotaba los ojos.

—¡Es una brrruja! —gritó Cornwell alejándose de ella junto a Claus.

Duna, que para entonces estaba tan asustada como los bandidos, miró por debajo del vestido para descubrir, asombrada, que la fuente de luz no era otra que el colgante que le regalara su madre tiempo atrás.

—¡Apárrrtate de ahí! ¡Idiota! —rugió el cabecilla empujando a su hermano, quien se estaba acercando a Duna. Con furia avanzó hasta ella y la tiró al suelo de un tortazo—. Ahorrra, brrruja, dámelo.

—¿El qué? —preguntó la muchacha llorando y sin comprender qué clase de magia era aquella.

—¡La luzalita! —volvió a gritar desesperado.

—¡No sé de qué me habláis! —le gritó ella.

El bandido, cada vez más enfadado, apretó con fuerza los puños y se agachó frente a la muchacha para después arrancar le del cuello el colgante. Sus dos hermanos, sobre todo Claus, se acercaron embobados por el descubrimiento.

—Imposible… —murmuró Cornwell con la boca abierta.

—De imposible nada —contestó el otro bandido—. Si esta niña es tan rica como parrra llevarrr un trrrozo de luzalita al cuello segurrro que sabe dónde hay más.

Duna, que al principio no sabía de qué estaban hablando, recordó de pronto su primer día en el palacio y la conversación que había mantenido con Grimalda de camino a la lavandería.

La enana le había dicho que era un invento único… pero ¿y si no lo fuera? ¿Y si el sentomentalista se lo hubiera regalado a la reina y esta a la enana porque en algún lugar secreto se ocultaba una ingente cantidad de aquel extraño mineral? ¿Y si alguna vez Duna o su madre estuvieron allí?

Grimalda le había explicado cómo funcionaba: con tan solo humedecerla, la piedra comenzaba a brillar con luz propia.

La frase quedó colgando de un hilo en la mente de Duna. Sin lugar a dudas, el colgante estaba hecho de la misma piedra que el espejo de la mujercita. De luzalita, según había dicho el bandido. Y ahora, con la lluvia, debía de haberse activado. Recordó la tormenta que se desató después del baile real y comprendió que, entonces, la capa que llevaba había evitado que se mojase.

—¿Nos has oído? —preguntó entonces Cornwell agarrando la barbilla de Duna—. ¡Danos más luzalita!

—¡Pero no tengo más! ¡Ese colgante fue un regalo!

—Mientes —gruñó Cornwell, soltándole la cara—. ¡Lo que quierrres es venderrrla y quedarrrte tú con todo el dinero!

El cabecilla avanzó hasta ella y se arrodilló a su lado, balanceando el colgante de un lado a otro. Ya no emitía luz alguna. Debía de haberse secado.

—Tal vez esté diciendo la verrrdad… —Duna le miró extrañada—. Perrro tal vez nos esté mintiendo… Cornwell, Claus, ¿queréis comprrrobarrr si lleva más colgantes como este escondidos debajo del vestido?

—Serrrá un placerrr… —contestó el bandido. Tras lo cual, se agachó junto Duna mientras Claus empezó a coger mechones de su pelo para olerlos.

—Nuestrrro herrrmano —comentó Cornwell— no tendrá lengua, perrro tiene un olfato excelente. Mejorrr que el de un jabalí.

—¡Soltadme! —gritó Duna pegando patadas y puñetazos a todos lados—. ¡He dicho que me soltéis! ¡Socorro!

—Grrrita cuanto quieras —le dijo el cabecilla mientras le quitaba los zapatos—, parrra cuando alguien venga a rescatarme nosotrrros ya estarrremos muy lejos con toda tu merrrcancía de luzalita.

Sus dos hermanos se echaron a reír y empezaron a decir una grosería detrás de otra.

Duna ya había dejado de gritar y sus lamentos se habían ahogado hasta convertirse en un murmullo de súplica cuando un rugido cruzó el bosque entero por encima de los truenos y la lluvia de la tormenta.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Cornwell soltando el brazo de Duna y poniéndose en pie.

Cinthia llegó al recibidor del palacio y lo encontró tan vacío como la lavandería. Al parecer todo el mundo tenía el día libre y ni siquiera se oía el trajín en las cocinas, estuvieran donde estuviesen.

La muchacha corrió hasta las escaleras principales pero, en lugar de subir por ellas, las rodeó y encontró justo debajo una puerta de hierro que, supuso, la conduciría directamente a las mazmorras. La abrió sin problemas y bajó los empinados escaIones de piedra. A cada paso que daba, la humedad y el frío aumentaban, pero a diferencia del túnel por el que había entrado este estaba bien iluminado con antorchas colgadas en las paredes. Rozó con el dedo la bombilla y esta se apagó lentamente Después la guardó de nuevo y terminó de bajar las escaleras de caracol apoyándose en la barandilla de hierro.

Cuando estaba llegando a los últimos escalones, oyó que al guien hablaba a unos pasos de allí y se detuvo.

—¿Qué harás con él, hermano? —preguntó Dimitri. Aquella voz era reconocible en cualquier lugar. Pero había algo que no encajaba…

—Iré a buscarla —contestó… ¿Adhárel? ¿El príncipe Adhárel? Pero… ¡eso era imposible!

—Tened cuidado, hermano —le advirtió Dimitri—. Seguramente tengan a Duna en el lugar más protegido del castillo.

Ahora sí que todo había dejado de encajar para Cinthia. ¿Habían apresado a Duna? ¿Pero cómo? Si nadie sabía que se dirigía a Belmont excepto ella, Aya y… Dimitri. Tenía que asegurarse de que el otro era verdaderamente Adhárel. Con sumo cuidado asomó la cabeza y después volvió a esconderla rápidamente; no había ninguna duda. Adhárel estaba hablando con su hermano allí mismo, mientras Duna iba camino de una trampa segura. ¡Tenía que avisar a Adhárel! Lo único que debía hacer era salir de su escondite, contarle la verdad y condenar a Dimitri por traidor…

—¿Y con el sentomentalista?

Cinthia aguardó.

—Es probable que tengas razón, Dimitri —contestó Adhárel—. El muy canalla le tendió una trampa a Duna y la mandó directamente a la boca del lobo. Maldito… —se interrumpió—. Le quiero muerto para el alba.

Cinthia se llevó la mano a la boca para no gritar. Sírgeric, no.

—Así se hará, hermano —le prometió Dimitri—. Así se hará.

La muchacha esperó a que las pisadas de los dos príncipes se hubieran alejado para sentarse en uno de los escalones y pensar con claridad. Si le contaba a Adhárel la verdad, Dimitri podría decir lo contrario. Y era la palabra de un príncipe contra la suya… Además, no había forma de demostrarlo. Duna se había ido y solo ella y Aya, las posibles cómplices de Sírgeric, lo sabían. No. No podía decirles nada sin antes haber visto a Sírgeric.

Se secó las lágrimas y se puso en pie. El joven debía de estar en alguna de aquellas celdas.

Con el oído atento a posibles pasos ajenos, tomó el pasillo de la derecha y avanzó tan rápido como pudo mientras susurraba el nombre del joven.

—Sírgeric, Sírgeric. Soy yo, Cinthia…

Los pocos reos que había en las celdas dormían y ninguno se alarmó al verla husmeando por allí.

—Sírgeric. Por favor, responde —volvió a susurrar.

—¿Cinthia? ¿Eres tú? —contestó una voz cercana.

—¡Sí, sí! Soy yo. ¿Dónde estás?

—¡Aquí mismo! —dijo Sírgeric, y una mano salió de una de las celdas.

Cinthia la vio y corrió hacia ella para encontrarse con su amigo. Sírgeric se puso de pie y abrazó a Cinthia a través de los barrotes.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó Sírgeric sin soltarla—. ¿Por qué has venido? ¿Dónde está Duna? ¡Tienes que sacarme de aquí! ¡Me han tendido una trampa y van a ejecutarme! ¡Dimitri está a la cabeza de la…!

—Ya lo sé, ya lo sé —le interrumpió Cinthia—. Shhhh, no hagas ruido o me encerrarán contigo.

—¡Pero hay algo más! ¡Lo descubrí anoche!

—Ahora no, Sírgeric. Ha ocurrido algo. —Cinthia se separó del abrazo y procedió a contarle en susurros todo lo referente a Duna, Adhárel y Dimitri.

—Traidor… —exclamó Sírgeric cuando Cinthia terminó de hablar—. En cuanto salga de aquí, Dimitri va a pagar por todas sus mentiras.

—No, Sírgeric, tienes que ayudar a Duna. ¡Ella es la que corre más peligro! Dimitri puede esperar, pero Duna se encuentra sola en un reino que está a punto de declararnos la guerra.

De pronto se escuchó una tosecilla proveniente del interior de la celda de Sírgeric. Cinthia miró hacia el interior pero la oscuridad le impidió ver nada.

—¿No estás solo? —le preguntó.

Sírgeric negó con la cabeza y se internó en las sombras de la celda. Habló con alguien en susurros y al poco reapareció de nuevo acompañado de un niño que se frotaba los ojos y bostezaba.

—Cinthia, te presento a Marco —dijo Sírgeric, acercando aj niño a los barrotes—. Marco, esta es Cinthia.

—Mucho gusto —saludó el niño haciendo una pequeña reverencia y empezando a toser. Tenía peor aspecto que Dimitri y su delgadez asustó a la muchacha. Temió que fuera a partirse en dos en cualquier momento.

—Lo mismo digo, Marco —le dijo Cinthia, y a continuación volvió a dirigirse a Sírgeric—: ¿Quién es?

El joven le acarició el pelo al niño.

—Era el hijo de Barlof.

—El hijo de… ¿Pero cómo es posible? Duna nos dijo que no tenía familia.

Sírgeric le pidió que bajara la voz.

—Es un sentomentalista. Su padre lo envió a la escuela del palacio cuando empezó a demostrar sus aptitudes. No dijo que era su hijo y a él le hizo prometer que nunca se lo diría nadie.

—¿Pero… por qué?

—Porque mi madre era belmontina —respondió el niño. Y cuando lo hizo, Cinthia recordó la mañana en que ahorcaron a Barlof.

—Tú… él… ¡Eras el niño que estaba en la plaza! ¡Al que tuvieron que llevarse!

Marco asintió con la cabeza.

—Barlof se refería al niño cuando dijo que cuidáramos de él. No sé cómo pudimos dudar de su padre…

—Tengo que sacaros de aquí enseguida —dijo Cinthia intentando abrir la puerta por la fuerza—. Si el niño está contigo es porque le espera el mismo destino.

—No vas a poder abrirla; ya lo hemos intentado.

—¿Entonces qué puedo hacer?

Sírgeric la miró con picardía.

—No necesitamos que la puerta se abra para cruzar al otro lado. ¿Te importaría darme un cabello tuyo?

Cinthia obedeció al momento al comprender para qué lo quería. El joven agarró con fuerza al niño y un instante después los dos aparecieron junto a Cinthia libres.

—Volvamos a casa —dijo Cinthia abrazándoles.

—No. No podemos regresar a casa de Aya. Será el primer lugar que registren cuando vean que nos hemos fugado.

—¿Entonces?

—Yo iré tan rápido como pueda a Belmont para buscar a Duna. Tú llévate al niño al bosque.

—¡Pero eso es una locura! ¡El bosque es casi tan peligroso como el palacio!

Sírgeric suspiró pensativo sin saber dónde podrían esconderse. Cinthia fue a proponer algo pero entonces Marco dijo:

—Yo sé dónde podríamos escondernos.

Los dos jóvenes se miraron, dispuestos a escucharle.

Para cuando dieron la alarma, Cinthia y el pequeño Marco se encontraban escondidos bajo las calles de Bereth mientras Sírgeric iba de camino a Belmont.

Cuando abandonaron el palacio, Sírgeric robó una yegua de los establos de una granja alejada con la que pudo avanzar mucho más rápido. Acababa de dejar atrás el cruce de caminos cuando un rugido lejano le obligó a controlar la montura para que no se desbocase.

La lluvia seguía cayendo con fuerza.

Cornwell soltó las piernas de la muchacha y se acercó a la lumbre casi extinta para agarrar un tronco ardiendo.

—¡Claus! ¡Echa un ojo porrr ahí parrra ver si encuentrrras algo!

El grandullón asintió embobado sin dejar de sonreír, soltó el pelo de Duna y se perdió tras una roca.

—A lo mejorrr no ha sido nada… —murmuró Cornwell.

—Tú calla y saca el arma porrr si acaso.

De nuevo otro rugido, aún más poderoso y cercano, llegó a sus oídos.

—Cada vez está más cerrca…

Duna se alejó lentamente aprovechando que nadie la vigilaba y corrió a guarecerse tras las rocas. Ninguno de los bandidos la vio. ¿Qué podría estar emitiendo aquellos rugidos? La única respuesta posible no podía ser cierta: el dragón nunca se había alejado tanto de Bereth.

Y entonces Claus cruzó el aire partiendo varias ramas de los árboles cercanos y aterrizando cerca de la hoguera con un sonoro golpe. Duna se quedó helada detrás de las piedras.

—¡Claus! —gritó Cornwell corriendo hacia él—. Santo Todopoderrroso… Cleo, ¡está muerrrto!

El cabecilla corrió hasta ellos y después buscó con la mirada para descubrir quién podría haberle hecho eso a su hermano.

—¡La muchacha se ha escapado! —comentó Cornwell sin dejar de acariciar el pelo de Claus.

—Deja en paz a la muchacha y sal corriendo de aquí antes de que acabemos como él.

—¡Pero es nuestrrro herrrmano! ¡No podemos dejarrrle aquí!

Cleo se acercó a Cornwell y le dio un puñetazo en la cara.

—¿Pero tú errres idiota? ¿No has visto lo que le han hecho? ¡Recoge las cosas y salgamos pitando de aquí antes de que…!

De pronto se oyó una pisada gigante y el estruendo de varios troncos partiéndose.

—Viene hacia aquí —susurró Cornwell, temblando de miedo.

De nuevo se oyó otra pisada más y varios árboles cayeron muy cerca de donde se encontraban. Uno de ellos golpeó la hoguera y la extinguió por completo. Duna se asomó para ver qué estaba sucediendo y, por primera vez en su vida, presenció la silueta del dragón.

La criatura se encontraba frente a los dos bandidos, entre la maleza y erguido sobre sus cuatro patas. La hoguera se había extinguido por completo, de modo que no era mucho lo que podía distinguirse. Entonces, Cleo sacó de su bolsillo el colgante de luzalita y en un acto temerario escupió sobre él para activarlo. Fue una mala idea.

En cuanto la luz golpeó al dragón en los ojos, se revolvió molesto y rugió aún con más fuerza, haciendo gritar a los dos bandidos, quienes salieron corriendo hacia el otro extremo del pequeño claro. El dragón, mucho más rápido y grande que ellos, dio un pequeño salto y batiendo las alas cayó justo al otro lado, cortándoles el paso. Los dos hermanos volvieron a gritar y Cleo soltó el colgante, deseando que el dragón fuera tan tonto como su hermano muerto y que se quedase contemplando la luz… algo que no sucedió.

La criatura alargó una de sus garras delanteras y cogió el tembloroso cuerpo de Cleo.

—No… ¡No porrr favor! —lloriqueaba—. No me hagas nada, a mí no ¡A mí no!

El dragón volvió a rugir.

—¡Ayúdame, herrrmano! —sollozaba buscando a Cornwell con la mirada—. ¡Clávale la espada! ¡Distrrráele!

—Te… te… tenías razón, Cleo… —tartamudeó el otro bandido—. Serrrá me… me… mejorr que salga de aquí corrriendo.

Y ante el asombro de Duna y Cleo, Cornwell puso pies en polvorosa y desapareció por el enorme claro que el dragón había dejado al abrirse paso entre los árboles.

Duna volvió a mirar al dragón a la luz del colgante caído en el suelo y se quedó maravillada. Era mucho más espectacular de cómo lo había imaginado. Aunque sus colores no se distinguían bien en la noche, podían adivinarse escamas brillantes cubriéndole todo el cuerpo, desde el cuello hasta las patas. Su cabeza estaba coronada por dos afilados cuernos que se curvaban hacia delante y los ojos relucían como diamantes sobre el hocico alargado y repleto de peligrosos dientes.

—¡Cooooooooooooooornwell! —gritó Cleo sorbiéndose los mocos—. ¡Maldito bastarrrdo!

El dragón rugió una vez más y lanzó el cuerpo del bandido lejos de allí, por encima de los árboles. Duna lo contempló asombrada. En lugar de comerse al bandido, como era presumible, la criatura lo había rechazado. Duna no dudaba que Cleo hubiese corrido la misma suerte de haber sido engullido, pero, aun así, le pareció todo un gesto por parte del dragón. Agradecida por haberle salvado de sus captores, la muchacha decidió que, pese a estar asustada, debía presentarse ante el dragón. Pero ¿y si era como en su sueño? ¿Y si intentaba comérsela o lanzarla de un puntapié a la otra punta del Continente? Duna sacudió la cabeza y salió de detrás de las rocas. El dragón giró la cabeza en cuanto la vio pero se quedó donde estaba. La muchacha avanzó con las piernas temblando y le hizo una reverencia sin saber si era eso lo que debía hacer… ¡nadie le había explicado cómo comportarse ante un dragón!

—Gracias —le dijo mientras volvía a incorporarse.

El dragón la miró unos segundos más sin moverse y después emitió un rugido mucho más suave que antes. A continuación, dio un paso hacia atrás y se alejó de allí batiendo las alas, perdiéndose en la noche. Duna se quedó un rato más mirando el cielo y sintiendo la lluvia sobre su rostro, ya de por si empapado. Su deseo de ver al dragón se había hecho por fin realidad.

Cuando salió del ensimismamiento recogió sus pertenencias desperdigadas por el barro y el colgante de Aya. Lo secó con la enagua para que dejase de relucir y después volvió a ponerse en marcha. Ya encontraría algún sitio mejor para pasar la noche, pensó.