Lord Guntern había abandonado la fiesta antes de lo previsto al sentirse indispuesto, según le explicó Aya a Duna en el carruaje que las llevó de vuelta a casa.
Justo cuando cruzaban el portón de la muralla comenzó a caer una fina lluvia que no tardó en convertirse en una buena tormenta. Las nubes habían reaparecido de improviso.
—¡Te lo dije! —le recordó Aya a Duna—. ¡El Todopoderoso no permitiría que lloviese durante la fiesta!
—La verdad es que hemos tenido mucha suerte —comentó Duna, aún en las nubes.
Cinthia se removió a su lado, dormida, apoyándose en su hombro.
—Qué poco aguante tienen las niñas de hoy en día —dijo Aya, demasiado despierta por la bebida del baile.
Para cuando llegaron a casa y el cochero se despidió de ellas, la lluvia que caía era tan insistente que las capas que cubrían sus trajes quedaron hechas unos guiñapos empapados antes de alcanzar el pequeño porche y la puerta principal… que estaba abierta. Duna la empujó sin llegar a entrar.
—Aya… —dijo—, ¿os habéis olvidado de cerrar la puerta al salir?
—Que yo recuerde, no. De hecho, volví a entrar a por las invitaciones y recuerdo que cerré la puerta con llave.
—Qué extraño…
Cinthia bostezó adormilada.
—¿Podemos entrar de una vez? ¡Voy a ponerme enferma! Duna la abrió un poco más y entró con todos los sentidos alerta. Algo raro estaba pasando allí. Cogió la lámpara de aceite del recibidor y la encendió para ver dónde pisaban. La tormenta rugía a sus espaldas. Por un instante sintió un escalofrío al imaginar dos ojos vigilándolas desde los alrededores… dos ojos brillantes.
—¿A qué huele? —preguntó Duna, tapándose la nariz con los dedos. Un olor parecido al azufre y al estiércol llenaba toda la casa—. Creo que alguien ha estado aquí…
—¿Y qué te hace pensar…?
Aya se quedó callada cuando entraron en el salón y descubrieron los muebles tirados por los suelos, los libros caídos y los cajones abiertos y colgando de las bisagras.
—¡Santo Todopoderoso! ¡Nos han robado! —gritó la mujer—. ¡Shhh! —le ordenó Duna—. ¡Puede que el ladrón todavía este aquí!
—¡Hay que avisar a la guardia! —volvió a gritar, histérica, la mujer.
—Aquí nadie va a avisar a nadie.
Duna se giró de inmediato para descubrir entre las sombras a un hombre cubierto con harapos que las miraba desde detrás de la alacena. Las apuntaba con una espada cuyo filo relucía bajo la luz del candil.
—No os mováis y no os pasará nada —les advirtió el hombre, dando un paso hacia ellas.
Duna temblaba de miedo mientras se debatía entre hacer lo que le decía o arrojarle la lámpara a la cara.
—Déjala en el suelo —le dijo el ladrón, adivinando sus intenciones.
Duna obedeció y se agarró al brazo de Aya, quien parecía estar aún más asustada que ella.
El ladrón dio un paso hacia ellas.
—Quiero vuestras joyas. Tiradlas al suelo.
—¡Pero si no tenemos! —le dijo Duna—. ¡Por favor…!
—No me hagas perder el tiempo, niña. Quítate ese colgante y lánzamelo.
—Esto no, por favor… —le rogó la muchacha, agarrando con fuerza la piedra.
El ladrón blandió la espada y se la acercó al cuello de Duna.
—No me gustaría tener que rajar ese precioso cuello.
—¡Duna, dáselo! —le imploró Aya.
—¡No! ¡No pienso darle el colgante!
—¡Haz caso a tu madre y dámelo!
—Si lo quieres, ven a por él —le amenazó ella con la rabia brillando en sus ojos.
—¡Maldita niña!
De repente, una sombra cruzó el recibidor. El ladrón no se dio cuenta y avanzó hacia Duna con la intención de arrebatarle el colgante. Cuanto más se acercaba, más insoportable resultaba su hedor. Duna dio un paso hacia atrás, sintiendo el frío filo en el gaznate.
—Si no vas a dármelo por las buenas, tendré que cogerlo por las malas…
Aya sollozaba en una esquina pidiendo auxilio con la voz entrecortada, sin saber qué hacer.
—¡Dejad a la niña!
—¡Callaos o le ensarto la espada en el pecho! —le amenazó el hombre, volviendo la espada hacia la mujer.
Duna empezaba a sentir el frío metal rozándole el cuello. No tardó en correrle por el cuello el primer y finísimo hilo de sangre. Desesperada, empezó a sollozar mientras el ladrón le quitaba la cadena del cuello. Pero, de pronto, se escuchó un golpe seco tras el hombre y la fuerza con que sujetaba la espada fue disminuyendo hasta que esta cayó al suelo. Al instante el ladrón se desplomó junto al arma.
Cinthia se encontraba tras él, blandiendo una sartén con las dos manos mientras miraba asustada al hombre, dispuesta a atizarle de nuevo si se le ocurría despertar.
La reina Ariadne se apoyaba en los brazos de su hijo mayor mientras cruzaban el recibidor de camino a sus aposentos.
El palacio había quedado vacío, al menos las primeras plantas, y los pasos de la reina y de Adhárel eran lo único que se escuchaba, magnificados por el eco entre las paredes de piedra.
—Sabía que lo harían —comentó el príncipe—. Sabía que intentarían algo.
—No nos preocupemos más por eso —contestó ella, sufriendo otro ataque de tos—. Ha sido solo una amenaza, como siempre. La Guardia está registrando los alrededores por si siguen cerca.
—Bueno, espero que no vuelvan a…
No pudo terminar la frase. De repente, Adhárel se dobló por la mitad agarrándose con fuerza la tripa y soltando a su madre. La reina Ariadne se tambaleó, sin llegar a caerse, al tiempo que agarraba a su hijo para socorrerle.
—¡Hijo! ¡Adhárel! —gritó alarmada.
El príncipe cayó al suelo de rodillas presionándose la tripa.
—¡Ah…! Me… me duele…
—Vamos, levántate —le imploró su madre, haciendo ahora ella de soporte—. ¡Haz un esfuerzo!
El príncipe se puso en pie y con paso vacilante avanzó junto a su madre hacia una de las puertas laterales del recibidor.
—¿Qué… me pasa? —preguntó Adhárel, haciendo un esfuerzo por no perder la conciencia.
—No te preocupes, hijo mío… —se apresuraba la reina, arrastrándole como podía hacia la puerta—. Estoy aquí… estoy contigo…
Justo antes de entrar, el príncipe perdió totalmente la conciencia y se desplomó en el suelo. La reina, agotada pero firme, le agarró como pudo y cruzó la puerta con él.
—Adhárel… Adhárel… mi pobre niño… —murmuraba preocupada la reina.
Cuando se cerró la puerta tras ellos, una sombra esquiva y casi invisible que se encontraba por allí de casualidad, la volvió abrir y espió desde el dintel para averiguar qué estaba sucediendo. Al principio no pudo creer su suerte. Primero sintió miedo, después comprendió qué era lo que estaba observando y en un abrir y cerrar de ojos, allí, agazapado entre las sombras de la noche, comenzó a tomar forma el plan que había estado esperando desde hacía tiempo. Había elucubrado noche tras noche sobre las distintas posibilidades, sobre los misterios que venían sucediéndose desde hacía tiempo en aquel palacio, sobre la extraña visita que la reina había recibido la noche anterior y, ahora, por fin, su trabajo había dado los frutos esperados. Sabía qué debía hacer y por dónde tenía que comenzar.
Antes de que la reina se percatase de que alguien espiaba sus movimientos en la oscuridad, la sombra desapareció en dirección a la torre más alta del palacio.