8
El baile

A la familia Azuladea Socres:

Su Majestad invita a todas las damas y caballeros que pertenezcan a esta digna familia a asistir al baile de gala que se celebrará durante la Festividad de la cosecha en los jardines del Palacio Real, en honor del vigésimo cumpleaños de su Alteza, el príncipe Adhárel.

—¿Un baile? —preguntó Cinthia, arrebatándole a Duna la carta de las manos.

—¿Estamos invitadas a un baile real?

Aya se hizo con la invitación y la leyó con detenimiento. El cartero real había llegado aquella misma mañana con el sobre. Su primera reacción fue maldecir y preguntarse qué habría hecho esta vez su querida Duna, aunque después pudo respirar tranquila.

—Al parecer todo Bereth está invitado. ¡Qué generosa se ha vuelto la realeza de repente!

La mujer soltó una risotada y se marchó a la cocina, dejando a las dos muchachas solas en el salón.

—Iremos, ¿verdad? —volvió a preguntar Cinthia, ansiosa de que le dijera que sí.

Aya habló desde la cocina:

—La festividad de la Cosecha es dentro de dos días, no sé si conseguiremos vestidos decentes para entonces…

—Pero Aya —intervino Duna—, tampoco los vamos a necesitar. No creo que todos los demás berethianos tengan trajes de gala.

—En eso Duna tiene razón.

Aya se asomó por la puerta de la cocina.

—Ya veremos, ya veremos… son muchas cosas las que habría que preparar y no tenemos casi tiempo…

—¡Aya! —suplicaron al unísono las dos muchachas, cruzándose de brazos.

—Está bien —accedió finalmente—, mañana por la mañana iremos a mirar vestidos al mercado.

Al oír esto, Duna y Cinthia echaron a correr hacia Aya para abrazarla y colmarla de halagos, besos y cumplidos. La mujer se deshizo de ellas entre risas y comentarios para volver a sus quehaceres.

—Necesito que me ayudéis con el mimbre —les dijo—. Bajad y preparadme unas cincuenta varas.

—Ahora mismo —respondió Cinthia mientras releía por tercera vez la invitación.

Duna la agarró del brazo y la arrastró al taller. Cogieron unas cuantas varas cada una y empezaron a trabajar con ellas para que después Aya pudiese confeccionar las cestas.

—¿No es maravilloso? ¡Nos codearemos con la realeza y la nobleza!

Duna soltó un bufido.

—Yo ya me codeo con ella más de lo que me gustaría. Te aseguro que la gente exagera mucho, no son para tanto.

Cogió una nueva vara y la dobló para después cortarla más fina. Cuando terminó, la dejó en el montón con el resto.

—Oye, Duna…

La muchacha miró a Cinthia.

—¿Qué?

—Emm… nada importante… —Cinthia carraspeó nerviosa—. ¿Le has visto?

—¿Si he visto a quién?

—¡A quién va a ser!

—No lo sé, dímelo tú.

—¡Al príncipe, Duna! A Adhárel.

Duna tragó saliva, incómoda. Aún resonaban en su cabeza las últimas palabras que le había dedicado el príncipe.

—Ah… pues sí, creo que alguna vez me he cruzado con él.

Cinthia dejó lo que estaba haciendo y se abalanzó sobre la mesa en dirección a Duna.

—Cuéntamelo todo.

—¡No hay nada que contar!

—¿Qué llevaba puesto? ¿Dónde lo viste? ¿Con quién estaba? ¿Hablaste con él? Eso sería maravilloso, ¿te imaginas?

—¿En qué momento esta conversación se ha vuelto un interrogatorio? —bromeó Duna dejando otra vara en el montón.

—¡Duna!

—Está bien, está bien… —la muchacha se aclaró la garganta antes de empezar a mentir—. Le vi una mañana paseando por los jardines. Iba vestido únicamente con su ropa de dormir. Debía de haber salido a pasear. Su pelo lustroso ondeaba al viento. Me escondí tras unos arbustos para que no me descubriese. Pero creo que me vio, sonrió y después regresó al palacio.

—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó su amiga con los ojos brillándole de emoción.

—¡Claro que te estoy tomando el pelo! —contestó Duna echándose a reír.

—¡Duna, te lo pregunto en serio!

—Ya te lo he dicho. Alguna vez le he visto de lejos… nada más —mintió. Y al hacerlo, sintió un nudo en el estómago.

—Qué lástima. —Cinthia ni siquiera había reparado en el repentino cambio de humor de su amiga—. Ojalá podamos conocerle en el baile.

Duna sonrió entristecida y continuó con la labor.

A la mañana siguiente las tres madrugaron para ir a la ciudad en busca de los vestidos. Ninguna tenía claro lo que buscaba en realidad. Algo barato y sencillo, les había dicho Aya. Los berones no abundaban y el capricho podía salirles muy caro si no se andaban con cuidado.

Cuando llegaron, pudieron comprobar que no eran las únicas invitadas al baile: las demás berethianas y algunos berethianos habían tenido la misma ocurrencia de ir aquella misma mañana a buscar algún atuendo para el festejo. Las mujeres se amontonaban a las puertas de las sastrerías sin orden ni concierto, vociferando y alzando bolsas de berones por encima de las cabezas de otras para ser las primeras en ser atendidas.

Duna tuvo que andarse con cuidado para no chocar con una mujer que peleaba por entrar la primera en la sastrería más conocida de todo Bereth. Las otras dientas vociferaban mientras eran zarandeadas por la multitud de un lado a otro.

—Esto es demencial… —comentó Aya agarrando con fuerza la bolsa del dinero. La gente andaba distraída en esos momentos y los rateros y ladrones andaban al acecho.

—¡Se van a terminar las telas! —protestó Cinthia mientras esquivaba a un grupo de mujeres.

—Volvamos a casa entonces —sugirió Aya.

—¡No! —gritaron las dos muchachas al unísono.

—Tiene que haber alguna tienda que no esté tan abarrotada —dijo Duna.

Aya echó un breve vistazo a su alrededor.

—La Panacea de los vestidos, llena. El sastrecillo valiente, llena. Lady Aguja, llena también. Me parece que hoy no vamos a poder comprar nada, niñas.

—¡Espera! —exclamó de pronto Cinthia señalando una casita alejada de la plaza—. Aquella tienda de la esquina es nueva y parece que no está muy llena.

Se aproximaron lentamente, esquivando a la muchedumbre que se agolpaba en los estrechos callejones. Las sempiternas colas de gente salían de las tiendas y se alejaban mezclándose con el bullicio.

Después de algunos minutos, consiguieron salir del amontonamiento de la plaza y llegar a la callejuela donde estaba la tienda. Cuando entraron, unas campanitas resonaron sobre sus cabezas y dos dientas que estudiaban las telas con ojo crítico se giraron para ver quién había entrado. Una era mayor y regordeta, la otra debía de tener un par de años más que Duna pero con una figura muy similar a la suya. Aya les saludó con la cabeza y estas hicieron lo propio.

—Menuda suerte hemos tenido —susurró Aya, más calmada ahora que no había tanta gente a su alrededor.

La tiendecilla debía de haber abierto sus puertas hacía poco. Había cajas y baúles por todas partes y las telas aún no estaban colocadas en los estantes sino que se distribuían sobre sillas colocadas junto a las paredes. Un hombre gordinflón, de mediana estatura y con un prominente bigote blanco salió de la trastienda.

—¡Bienvenidas a mi humilde tienda, señoritas! —saludó, inclinándose servilmente—. ¿Buscan algo para el gran baile?

Las dos muchachas asintieron con una sonrisa y empezaron a pasearse por la tienda mirando las telas.

—Buscábamos unos vestidos —dijo Aya—. No nos daría tiempo a comprar las telas y esperar a que nos hiciesen los trajes. ¿Tenéis alguno ya terminado?

—¿Son para vosotras tres? —preguntó el vendedor con una espléndida sonrisa.

—Sí.

El hombre se puso la mano en la barbilla y miró pensativo a la mujer y después a Duna y a Cinthia. Parecía estar tomando nota mental de sus tallas. Cuando terminó, asintió con la cabeza y desapareció de nuevo en la trastienda. Una de las mujeres, la mayor, salió entonces de la tienda sin tan siquiera despedirse. Los cuchicheos de las dos muchachas quedaban amortiguados por el insistente ajetreo de la calle.

Un rato después, el hombre regresó con varios trajes sobre los brazos que extendió en el mostrador. Las tres se acercaron para ver la mercancía. La otra mujer también dio unos pasos hacia el mostrador disimuladamente.

Aya cogió uno de ellos y lo levantó para ver cómo era. Se trataba de un vestido color burdeos con mucho escote y un lazo rosa alrededor de la cintura. Las mangas terminaban en las muñecas con dos lazos decorativos que caían casi hasta el suelo. A Cinthia le brillaban los ojos.

—¡Oh, Todopoderoso! —exclamó—. ¡Es precioso!

El hombre pareció ruborizarse y asintió agradecido.

—Pero Aya…

—No, nada de peros. Espera a ver los otros. Después eliges.

Cinthia se cruzó de brazos y dio un paso atrás. Duna se acercó y cogió otro de los vestidos que había sobre el mostrador. Era violeta, con un cuello de cisne y hombreras. El bajo arrastraba algunos centímetros por el suelo.

—¿Qué te parece este? —le preguntó Duna a su amiga. Cinthia se encogió de hombros e hizo una mueca de desagrado.

—Sí, a mi tampoco me gusta mucho…

El tercer traje era dorado, hecho con una tela que resplandecía bajo la luz que entraba por la ventana. Las mangas llegaban hasta las muñecas con alguna fioritura cosida a lo largo de los brazos. La cintura iba decorada con una cinta ocre que brillaba tanto como el resto del vestido.

Duna se quedó anonadada mirando el vestido, al igual que el resto de las mujeres.

—Este… ¿cuánto cuesta? —se aventuró a preguntar.

El vendedor carraspeó nervioso. La otra dienta se acercó para escuchar mejor.

—Bueno. Este es más caro que el anterior.

—¿Cuánto? —preguntó Aya.

—Se vende junto con unos zapatos a juego que…

—¿Cuánto cuesta? —insistió Cinthia, quien también se había aproximado hasta Duna.

—Ciento cincuenta berones.

Cinthia se llevó las manos a la boca.

—No. No, no y no, Duna. Lo siento —dijo Aya haciendo aspavientos con las manos.

La muchacha, entristecida, asintió y se apartó. Sin embargo, la otra dienta cogió el vestido distraídamente y le echó una ojeada indiferente. Solo quedaba un vestido sobre el mostrador y le parecía horrendo. En realidad, después de ver el dorado, todos le parecían mediocres y feos.

—¿Vais a llevaros alguno entonces, señoritas? —les apremió el hombre, impaciente, frotándose las manos.

Aya meditó unos segundos la respuesta y después miró a Duna.

—Cariño, yo tengo un antiguo vestido de cuando era joven… no sé cómo estará, pero apañándolo podría quedar muy bonito.

—Gracias, Aya.

—¿Entonces yo me quedo con el burdeos? —preguntó Cinthia exultante de alegría.

—Sí. Nos llevaremos ese —accedió Aya.

Después de pagar al vendedor salieron de vuelta al alboroto de la calle.

—Si quieres miramos en alguna tienda más —comentó Aya, poco convencida.

—No importa, me pondré el tuyo.

La mujer le miró agradecida y atravesaron las colas que aún había por la ciudad en dirección al portón.

Cuando llegaron a casa, Cinthia escapó corriendo con su vestido para bajar a los pocos minutos con él puesto, coqueteando y levantando elegantemente los bajos del traje.

—Te queda precioso —le aseguró Duna mientras Cinthia giraba sobre sí misma.

—También a mí me lo parece —bromeó al tiempo que se echaba a reír.

—¡Duna! —llamó Aya desde el otro lado de la casa.

Las dos muchachas dejaron de reír y fueron a ver qué quería la mujer. Aya estaba leyendo un pergamino en el patio exterior. Las dos chicas se acercaron para leer su contenido.

—¿Qué es, Aya? —preguntó Duna.

—¿La invitación para otro baile?

—Ya te gustaría… —contestó Aya—. No, esta carta es para Duna, aunque venía a mi nombre.

—¿Dónde estaba? —quiso saber Duna mientras se hacía con el pergamino.

—A la entrada. Debió de llegar esta mañana y, al no haber nadie, la metieron por debajo de la puerta.

—¿Quién ha venido? ¿De quién es la carta? —insistió Cinthia.

—De Lord Guntern… —respondió Duna con un hilo de voz.

La carta era muy diferente a la última que había recibido y decía lo siguiente:

A mi querida Duna Azuladea:

Amada mía, habiéndome enterado esta misma mañana del inesperado acontecimiento que tendrá lugar en los próximos días en el palacio real, no he dudado ni un instante en presentarme ante vuestro humilde hogar para rogaros que me acompañéis al baile de celebración de su alteza, el Príncipe Adhárel.

Me sentiría sumamente entristecido si recibiese una negativa como respuesta y me hundiría en pozos de desolación tan profundos como el firmamento encapotado antes de la tormenta.

Os ruego aceptéis mi invitación y me esperéis a la puerta de vuestra casa el día del festejo, dispuesta para partir en mi carruaje a Palacio.

Eternamente tuyo,

Vuestro amado:

Lord Guntern de Loresford

—Me niego —dijo Duna tajante agitando la cabeza—. ¡No pienso ir con él al baile! —sentenció enfurecida—. Ya puede esperar en su magnífico carruaje a que aparezca. Si es necesario escaparé por la puerta trasera.

—¡Duna! —le reprochó Aya—. Hasta que no consigamos solucionar el malentendido, Lord Guntern es tu prometido y, en consecuencia, quien debe acompañarte al baile. Lo siento muchísimo, de verdad… pero así es.

—La que lo siente soy yo, Aya. Prefiero quedarme en casa antes que ir al baile con ese… con ese… ¡Lord! —terminó sin encontrar un insulto apropiado.

—No digas tonterías —intervino Cinthia, que hasta el momento se había mantenido apartada—. ¿Realmente merece la pena que te pierdas el acontecimiento del año por tener que ir con ese zoquete?

La muchacha dejó que continuase hablando sin decir nada.

—Soy más pequeña que tú, y me cuesta imaginar cómo te sientes con todo el tema del compromiso, pero Duna, no desperdicies la oportunidad de ir a un baile real solo porque no soportes al lord ese. ¡Ya nos desharemos de él! —añadió guiñándole un ojo.

Duna no pudo evitar sonreír y sintió cómo se le quitaba un peso de encima. Quizá su amiga tuviese razón y no fuese para tanto. Quizá, en público, Lord Guntern fuera educado, amable, simpático y servicial.

El resto de aquel día y la mañana del siguiente, Aya estuvo desaparecida dentro de su habitación, sin salir más que para tomar un poco de agua y estirar las piernas de vez en cuando. Mientras tanto, Cinthia y Duna elucubraban acerca de cómo sería el esperado baile: quién asistiría, qué trajes llevaría la nobleza y la alta burguesía, hasta cuándo duraría, si conocerían a alguien…

—¡Imagínate, Duna! —decía Cinthia, tumbada sobre su cama con los pies en la almohada y la cabeza colgando por el otro extremo—. Llegamos al palacio, atravesamos su interior hasta llegar a los jardines… porque será en los jardines, ¿verdad?

—Eso decía la carta —contestó la otra muchacha, tumbada a la inversa que su amiga.

—He oído hablar de esos jardines. Cuentan maravillas acerca de ellos: que las hadas lo bendijeron para que tuviese las flores más bonitas, que en su interior llueve con solo desearlo, que utilizan sentomentalistas para cuidarlos…

—Eso último es lo más sensato que has dicho hasta ahora —dijo su amiga.

—¡Es lo que he oído! No digo que me lo crea… —añadió poco convencida.

—Pues yo opino que el baile no es más que una demostración de la portentosa riqueza que posee la familia real. También pienso que disfrutaremos con la música y con el baile, pero no con la comida ni con la bebida: ¡no pretenderás que den de comer a todos los invitados!

—No, claro —le dio la razón Cinthia, algo decepcionada.

—Y sobre lo de la nobleza, ten por seguro, queridísima Cinthia, que estaremos muy lejos de ellos. Ya se encargarán de poner tierra de por medio.

—¡Oh, Duna! ¡A veces eres realmente cruel!

—¡No soy cruel! Soy realista. Y, además, tendré que estar aguantando al molesto Lerdi Gunterino.

—Al menos tú tendrás a alguien que te acompañe —respondió Cinthia con un deje afligido en su voz.

Duna se incorporó. También lo hizo Cinthia, quien se puso a juguetear con los hilos de la colcha.

—¿Hay algo que yo no sepa?

Cinthia se hizo la remolona unos instantes hasta que Duna carraspeó, impaciente.

—¡Todo lo contrario! —terminó diciendo la muchacha—. ¡No puedes no saber nada cuando no ha pasado nada!

—Explícate.

—¿Crees que le gusto a un solo chico de todo el reino? ¡Pues estás muy equivocada! Tú al menos tienes a tu Lord, que, aunque bajito, al menos es guapo…

—No sigas —le interrumpió Duna—. ¡Deja de decir bobadas y escúchame!

Cinthia dejó la colcha y miró a Duna, que a su vez la miraba entre sorprendida y autoritaria.

—Me parece asombroso que después de todo lo que está pasando en esta casa sigas preocupándote porque un hombre se fije en ti, porque Aya pague una buena dote y porque puedas casarte con él. Comprendo que a nuestra edad desees encontrar a alguien especial, alguien que te cuide y que te… quiera. —Duna sonrió—. Pero esa clase de hombres no se compran, Cinthia. Esa clase de personas aparecen de repente en nuestras vidas sin ceremonias previas ni berones ni bombillas de por medio. ¿No te das cuenta? Ahora mismo eres libre… y te mentiría si te dijese que no deseo estar en tu situación antes que en la mía: a punto de contraer matrimonio con un hombre al que apenas conozco y por el que no siento más que… nada…

Cinthia bajó los ojos, avergonzada por su comportamiento. Duna le acarició las mejillas y sonrió dulcemente.

—No lo busques, Cinthia. El amor es tan furtivo como un pájaro. Espera a que sea él el que se acerque a ti, después limítate a decidir si quieres alargar el brazo para acariciarlo, o si por el contrario quieres dejarlo escapar.

Su amiga volvió a mirarla algo más alegre.

—Tienes razón, estoy preocupándome por tonterías. Ya llegará mi momento.

—Claro que sí.

—Oye, ¿sabes qué?

—No —contestó Duna, mucho más relajada—, dime.

—¡Eres una magnífica poetisa! —bromeó Cinthia echándose a reír.

Duna le acompañó en la risa y después de darle las buenas noches, se marchó a dormir.

La mañana del tan esperado día amaneció encapotada y sin un atisbo de sol. Cuando Duna se despertó y bajó a desayunar a la cocina, Cinthia y Aya maldecían la suerte de tan inesperado cambio de tiempo.

—¡Ha hecho bueno durante todos estos días! ¿Por qué tiene que llover justo hoy? —se lamentaba Cinthia.

—No seas agorera, niña —le espetó la mujer—. Aún no ha llovido y, si el Todopoderoso lo quiere, no lloverá hasta después del baile.

—Yo no confiaría tanto en las plegarias, Aya —intervino Duna, bostezando y preparándose una taza de leche.

Aya puso los ojos en blanco como respuesta al comentario de la muchacha y volvió a desaparecer escaleras arriba.

—¿Qué hace? —preguntó Duna mientras se sentaba junto a Cinthia.

—Está con tu vestido. Tiene que terminarlo para esta noche y dice que todavía le queda mucho trabajo.

—Pobrecilla, quizá debería decirle que no es necesario —sugirió Duna.

—¡No, no! Eso sería peor. Ya la conoces: ahora que lo ha empezado, mejor que lo termine.

—Si, tienes razón.

La mañana transcurrió sin imprevistos. Cerraron la cestería y dejaron todo arreglado y recogido para poder ir al baile sin preocuparse por nada. La invitación estaba sobre la mesilla en la entrada, y los vestidos preparados en los armarios, al menos el de Aya y el de Cinthia. Todo estaba dispuesto: habían conseguido que un viejo amigo de Aya las acercase a ella y a Cinthia. Al fin y al cabo, Duna contaba con otros medios para ir al baile. Se debatía entre sentirse agradecida o enfurecida por la situación, aunque al final terminó decantándose por la resignación.

Cuando el sol comenzaba a desaparecer por el horizonte y la luna espiaba ya desde el cielo, Aya salió de su cuarto con una sonrisa de oreja a oreja. Duna se encontraba en la habitación de Cinthia terminando de peinarla. Ella ya estaba lista desde hacía rato; solo le faltaba ponerse el vestido.

Con los gritos y maldiciones que soltaba la muchacha, quejándose por los tirones de pelo, no se fijaron en que Aya las observaba desde la puerta.

—Estáis hechas unas mujercitas —comentó con una sonrisa. Parecía cansada.

—¡Aya! —le saludó alegremente Duna—, ¿has terminado ya el vestido?

La mujer asintió con la cabeza y giró en redondo. Las dos muchachas se miraron un instante y después, con el cepillo todavía enredado en los cabellos de Cinthia, salieron corriendo tras ella. Para cuando llegaron, Aya les esperaba con el vestido en las manos.

—Bueno, ¿qué os parece?

Duna se quedó con la boca abierta, al igual que Cinthia. El vestido era de tela azul oscura, casi negra, con el escote en forma de uve del que partían dos tirantes de una tela más gruesa, anchos y fruncidos que dejaban al descubierto los hombros. Una tira de seda plateada ceñía la cintura del vestido. La parte inferior caía en pliegues hasta el suelo.

—Aya… es… precioso… —consiguió articular Duna, acercándose y tomando el vestido entre sus manos.

—He añadido algunos detalles. Espero que te vaya bien. Creo que lo he calculado bien, pero quien sabe…

Cinthia se acercó a su lado y sonrió a Aya.

—¡Te ha quedado como nuevo!

La mujer agradeció los comentarios y después las apremió para que saliesen de su cuarto.

—Daos prisa o llegaremos tarde. ¡Id a cambiaros! ¡Ya, ya!

Las dos muchachas corrieron a sus respectivos cuartos para enfundarse los vestidos.

Duna tardó poco en verse frente al espejo con el vestido puesto. Le quedaba como anillo al dedo. Aunque necesitaba la ayuda de alguien para atar el lazo de la espalda, podía ver que le sentaba estupendamente. Sin necesidad de corpiño, la cintura del vestido se ajustaba a su cuerpo a la perfección. Giró un par de veces, agarrándolo por delante para que no se le cayese, y comprobó que los pliegues aumentaban el vuelo. Ahora tenía que buscar unos zapatos a juego. No tardó en encontrarlos; tenía pocos y desde el momento en el que vio el traje pensó en ellos: eran también de color azul marino, con algo de tacón, de punta estrecha y sin ningún tipo de adorno. Sencillos pero elegantes, se dijo.

En el cuello se puso un antiguo colgante de plata que Aya había encontrado entre los harapos que Duna vestía el día en que la liberó. La muchacha le tenía un aprecio especial y solo se lo ponía en contadas ocasiones. Aya nunca llegó a saber si la pequeña Duna lo había encontrado o, si por el contrario, había sido un regalo de su madre para que no la olvidase.

Salió de su cuarto y llamó a Cinthia para que le echase una mano con el lazo. Cuando la muchacha vio a su amiga se quedó impresionada.

—¡Por el Todopoderoso, Duna! ¡Estás preciosa! —vociferó.

Duna se puso colorada y le apremió para que le cerrase el vestido. Se dio la vuelta y su amiga hizo lo que le pedía.

De pronto se oyó un silbido proveniente de la calle y las dos corrieron a asomarse por la ventana.

Un enorme y engalanado carruaje tirado por caballos esperaba a la puerta de la vivienda con un cochero uniformado situado junto a él. Lord Guntern esperaba frente al jardín. Iba vestido con un chaleco verde sobre una camisa clara de manga larga y un pañuelo alrededor del cuello que se escondía bajo el chaleco. En las piernas llevaba calzones ajustados hasta media pierna y unos botines en los pies. Estaba imponente.

—¡Oh, vaya! Ya ha llegado… —se lamentó Duna, esperanzada hasta entonces de que se hubiese olvidado.

—No le hagas esperar más y baja —le apremió su amiga, empujándola hacia las escaleras—. Nos veremos en el baile.

—¡Aya, me voy! —gritó Duna mientras bajaba las escaleras.

La mujer contestó algo que Duna no alcanzó a oír pero que interpretó como una despedida. Se encogió de hombros y abrió la puerta.

Tras la valla esperaba Lord Guntern con los brazos en jarras y tamborileando con el pie. Cuando vio a Duna su cara no pareció dulcificarse ni un ápice. La muchacha no se amedrentó y salió del jardín con la cabeza bien alta.

—Llegas tarde —le reprochó el lord, malhumorado.

—Disculpadme, he tenido problemas con el vestido.

Lord Guntern no pareció reparar en cómo iba vestida, simplemente carraspeó y el cochero se adelantó para abrir la portezuela del carruaje.

—Las damas primero —dijo este, haciendo una gran reverencia frente a Duna.

La muchacha le dio las gracias y entró ágilmente en la carroza. Tras ella subió el lord, aún con una expresión avinagrada en el rostro. El cochero cerró la puerta y se montó en la parte superior del carruaje. Al instante, la carroza empezó a balancearse suavemente de camino a la ciudad.

El silencio entre los dos ocupantes pareció crecer a medida que avanzaban. Tan solo el traqueteo de las ruedas y el «cloc-cloc, cloc-cloc» de los caballos evitaban que fuese aún más insoportable la situación.

Duna no estaba dispuesta a ser ella quien abriese la boca en primer lugar; al fin y al cabo, estaba sumamente alegre de no tener que aguantarle. Se preguntaba qué estarían haciendo Aya y Cinthia en esos momentos.

Mientras tanto, Lord Guntern parecía cada vez más nervioso y se revolvía incómodo en su asiento. Duna le descubrió varias veces intentando entablar conversación con ella sin llegar a atreverse. ¿Qué había sido de aquel envalentonado lord que había conocido semanas atrás? Al cabo de unos minutos, el hombre consiguió sobreponerse y dirigirse a Duna.

—Menuda suerte hemos tenido de que no haya llovido.

Duna se giró hacia él y, sin decir una sola palabra, asintió y le sonrió. Después volvió a mirar por la ventanilla, distraída. No se lo iba a poner nada fácil.

El Lord carraspeó nervioso y se desanudó un poco el pañuelo. Al poco volvió a intentarlo:

—Según he oído decir a un viejo amigo cercano a la reina, el baile se celebrará en los jardines.

—También lo sabía Cinthia, la otra chica que vive en casa de Aya. Parece ser un rumor muy extendido.

El Lord se puso rojo, quizá de ira, quizá de vergüenza, e intentó entablar conversación por tercera vez:

—He visto que recibiste mi invitación sin problemas.

Por desgracia, sí… pensó Duna.

—Si vamos a estar juntos, querida, y así espero que sea, quiero que sepas que no hay nada que me moleste más en este mundo que la im-pun-tua-li-dad —dijo, poniendo énfasis en cada una de las sílabas—, ¿comprendes?

—Soy una aldeana, Lord Guntern, no tonta —le replicó la muchacha sonriendo—. Ya le he dicho que lo lamento. No volverá a ocurrir.

Espero no tener que volver a salir contigo ninguna noche más, pensó también, aunque se guardó de decirlo.

Esa fue la última vez que el hombre intentó hablar con la muchacha. Unos minutos más tarde atravesaron el portón de la muralla y siguieron calle arriba hacia el palacio real.

Antes de alcanzar la escalinata, el carruaje se detuvo.

—¿Qué demonios pasa, Wilfred? —preguntó el lord, golpeando con los nudillos el techo de la carroza.

—Hay que esperar, señor. Al parecer la Guardia Real está revisando los carruajes, señor. Se aseguran de que no se cuele ningún belmontino en la fiesta, según he podido leer en un cartel, señor.

Lord Guntern bufó molesto y se cruzó de brazos, enfurruñado.

—¡Lo que faltaba! Qué desconsideración, ¡revisar los carruajes como si fuésemos criminales! La paranoia está llegando demasiado lejos.

Duna sonrió para sus adentros. Por primera vez estaba de acuerdo en algo con el hombre. El traqueteo se reanudó a los pocos minutos y de nuevo tuvieron que detenerse. Un soldado de la Guardia Real abrió la portezuela del carruaje y se asomó por ella para asegurarse de que allí no se escondía ningún invitado indeseado. Tras comprobarlo, se despidió, les deseó una feliz velada y pudieron continuar hacia el interior del palacio.

Cuando llegaron, un lacayo Real les abrió la puerta y les ayudó a descender del vehículo. El traje de Duna relucía bajo la luz de las antorchas que decoraban la entrada, pero Lord Guntern ni se fijó. Con la cabeza bien alta y sin apenas sonreír, subió los escalones de la gran escalinata. Duna, sin embargo, miraba hacia todos lados asombrada por lo bien que habían decorado el exterior del palacio con guirnaldas doradas, flores y antorchas que bailaban con el viento. Con elegancia, ya que al fin iba como invitada y no como criada, se recogió el vestido y ascendió la escalinata. El pelo lo llevaba suelto y caía ondulado sobre sus hombros. El colgante destellaba sobre su pecho y los zapatitos iban sonando a cada paso. En la parte superior de la escalinata le esperaba Lord Guntern, impaciente y con el brazo dispuesto para que Duna lo agarrase. Cuando lo hizo, descubrió un nuevo inconveniente de la estatura de su… prometido. Se deshizo de aquellos malos pensamientos, dispuesta a pasar una magnífica velada.

Lord Guntern tiraba de ella haciendo pequeñas reverencias y saludos con la mano a todos los que se cruzaban en su camino. Pocos eran los que parecían reconocerle y menos aún los que le devolvían el saludo. Mientras cruzaban el recibidor hacia los jardines, donde definitivamente iba a tener lugar el festejo, Lord Guntern iba explicándole a Duna quiénes eran los invitados y de qué les conocía.

—Aquel de allá es Sir Monsmoin —dijo señalando a un hombre fondón embutido en un traje más que ajustado para su envergadura—. Mi padre le vendió algunas tierras a su familia hace algunos años.

Lord Guntern le saludó con la mano y el tal Sir Monsmoin se giró sin apenas reparar en él. Duna se contuvo de sonreír e hizo como si no se hubiese dado cuenta.

—Esa mujer es Lady Engracia, amiga íntima de la familia. —Lord Gunter dio un tirón a Duna y se acercaron a la mujer, quien parecía estar sumamente aburrida mientras bebía de una copa de cristal.

—Buenas noches, Lady Engracia —saludó el lord, tocándole suavemente sobre el hombro. La mujer se giró y se quedó unos instantes sin saber con seguridad si se referían a ella o a otra persona. Después pareció reconocer a Lord Guntern.

—¡Guntie! —exclamó la mujer, abochornando al lord y haciendo que enrojeciera. Sin dejarle respirar, le agarró los carrillos y le balanceó la cara. La mujer era unos centímetros más alta que el hombre—. ¡Cuánto tiempo, cariño! ¿Cómo están tus padres?

El Lord se deshizo de la mujer sin dejar de mirar a Duna por si esta se echaba a reír y después contestó:

—No me llames Guntie, ya sabes que no me gusta. Mis padres bien, gracias. Nos veremos más tarde.

Hizo una breve inclinación y agarró del brazo a Duna para alejarse de allí cuanto antes. Ni siquiera la habían presentado. No importaba, pensó Duna, haber contemplado aquel momento lo compensaba todo. Lady Engracia se quedó despidiéndose con la muñeca floja y la mirada perdida. Después se perdió entre el gentío buscando más bebida.

—Pobre mujer —murmuraba el lord—, a cierta edad es mejor no dejarlos salir de casa.

Duna se detuvo en seco y le fulminó con la mirada.

—¿Cómo habéis dicho?

—Ya te dije que me hablases de tú, no necesitamos tanto formalismo ahora que…

—¿Acabáis de decir que a cierta edad no se nos puede sacar de casa? —preguntó enfurecida y conteniéndose por no gritar. Se encontraban en la antesala de los jardines.

—No te sulfures, querida, solo ha sido un comentario sin importancia.

Duna respiró hondo y se calmó para no darle un puntapié y después avanzó sola hasta los jardines. Lord Guntern la siguió correteando hasta ponerse a su altura y después volvió a asirla del brazo con fuerza.

Hasta entonces, Duna no había visto ni una sola vez los jardines. Al trabajar en el otro extremo del palacio, no los había contemplado ni siquiera a través de las ventanas de los pisos superiores. En cuanto puso un pie sobre la escalera de piedra que descendía hasta ellos, pudo comprobar que todo lo que había oído decir era poco.

La inmensidad de la explanada ajardinada se perdía a lo lejos y se fundía, tras un muro de piedra, con la linde del bosque de Bereth. Había caminos de gravilla que corrían y se entrelazaban a lo largo de los jardines por los que paseaban los invitados vestidos de gala. En el centro del jardín, a lo lejos, había una espléndida fuente de piedra con figuras talladas de la que salían numerosos surtidores decorativos. Cada seto estaba perfectamente recortado y cada rosal magníficamente cuidado. Parecía que todas las flores hubiesen decidido abrirse para la fiesta y conferían al jardín un espléndido surtido de colores y olores variados. Frente a la escalinata, un ancho camino daba a la enorme pista de baile cubierta donde la orquesta interpretaba valses para los invitados. Duna se dejó envolver por la opulencia y la belleza del lugar antes de bajar los escalones de piedra. En la parte inferior le esperaba Lord Guntern con la misma cara de impaciencia de momentos antes.

¿Es que este hombre nunca descansa? ¿Por qué tiene siempre tanta prisa?, se preguntaba Duna, rompiendo parte del hechizo inicial.

—¡Bailemos! —sugirió Duna, hipnotizada por la música.

Lord Guntern la miró de hito en hito.

—Debes de estar bromeando, ¿verdad? Yo no bailo, querida.

—Pues yo sí —contestó Duna, molesta. E hizo ademán de dirigirse hacia la pista de baile cuando la mano del Lord se cerró con fuerza en torno a su muñeca.

—Si yo no bailo, tú tampoco —le advirtió.

Duna estuvo a punto de replicarle desdeñosamente, pero en ese momento empezaron a sonar unas trompetas en lo alto de la escalinata de piedra y por ella aparecieron la reina Ariadne, los príncipes Adhárel y Dimitri y el séquito real. Todos los allí presentes, Duna incluida, hicieron una pequeña reverencia que la realeza respondió saludando con la mano.

—¡Sed todos bienvenidos! —anunció la reina. Su vestido plateado, a juego con la tiara de su cabeza, era el más bonito que Duna había visto en toda su vida—. Es un gran honor para mí poder celebrar con todos vosotros el vigésimo cumpleaños de mi primogénito y futuro rey de Bereth, Adhárel.

Los invitados estallaron en una sonora ovación a la que Adhárel respondió con una espléndida sonrisa. A Duna no le pasó desapercibido el afeitado del príncipe. Por primera vez después de todas las veces que le había visto en el palacio, Adhárel parecía lo que era: el futuro rey de Bereth. Lord Guntern se cuadró tras las palabras de la reina mientras murmuraba:

—¡Ese es nuestro príncipe! Que el Todopoderoso le guarde porque será un magnífico rey.

Duna puso los ojos en blanco. Lo que le faltaba: también Lerdi Gunterino era un admirador de Adhárel…

—Por favor —prosiguió la reina—, que continúe el baile. Espero que todos paséis una magnífica velada.

De nuevo se escucharon vítores y aplausos que se fueron apagando poco a poco, dando paso a la música de la orquesta.

Lord Guntern aferró con más ahínco aún la muñeca de Duna y tiró de ella hacia la escalinata, por donde ahora descendía la familia real.

—¡No! —vociferó Duna, ofreciendo resistencia.

—Debemos ir a felicitarle en persona. ¡No se nos volverá a presentar una oportunidad como esta en la vida, querida!

—¡Vayamos después! —suplicó Duna con la esperanza de poder perderse antes de que llegase el momento.

Lord Guntern no le hizo ningún caso y tiró de ella con insistencia.

El príncipe Adhárel iba vestido con una casaca de color rojo. Bajo ella, un chaleco dorado cubría una camisa blanca con pliegues en el cuello y las mangas. Llevaba unos calzones ajustados hasta media pierna de color negro y zapatos con hebillas. El pelo lo llevaba suelto. Dimitri, por otro lado, iba vestido con tanto o más cuidado que su hermano. Llevaba una camisa de manga larga blanca, con un chaleco negro y unos pantalones grises. El pelo cobrizo lo llevaba repeinado, dejando a la vista su cara casi infantil. Si Duna no hubiese conocido su verdadero carácter, podría haber pensado que era casi más inocente que Adhárel, pero…

El lord avanzó apresuradamente entre el gentío que se arremolinaba alrededor del príncipe para felicitarle mientras Duna se moría de vergüenza a medida que avanzaban.

Me van a reconocer, me van a reconocer y me pondrán en evidencia… ¡No quiero ir! ¡Suéltame, bastardo!, gritaba en su interior.

Cuando se plantaron ante los príncipes y la reina, el lord hizo una exagerada reverencia que obligó a algunas personas a apartarse de su camino. Duna simplemente bajó la cabeza, abochornada, y esperó a que terminase todo.

—Reina Ariadne, príncipe Adhárel, príncipe Dimitri, es un honor para mí haber sido invitado a esta celebración —dijo el Lord mientras Duna rezaba para que se abriese un agujero en el suelo y se la tragase la tierra—. ¡Ante todo, felicidades, mi príncipe! —dicho esto, le agarró la mano a Adhárel y se la besuqueó de arriba abajo. Los que lo presenciaron se quedaron de piedra. El príncipe no sabía si apartarle de un empujón o seguir sonriendo incómodo.

Duna seguía deseando que se terminase todo y que nadie reparase en su presencia.

Cuando el Lord acabó de besar los nudillos del príncipe, volvió a incorporarse y agarró a Duna por la cintura, obligándola a avanzar unos pasitos.

—Esta es mi querida prometida, que también os rinde pleitesía, majestad. —Duna esbozó una sonrisa e improvisó una corta reverencia. Sin levantar el rostro fue a dar un paso hacia atrás cuando la mano de Adhárel se posó en su barbilla y se la levantó.

—Una cara tan dulce no debería estar siempre mirando al suelo —susurró ante la evidente envidia del resto de mujeres que se habían congregado a su alrededor. Dimitri no parecía estar interesado en lo que decía o hacía su hermano y no se había dado cuenta de quién era aquella muchacha.

Duna sintió como la sangre le inundaba el rostro y sonrió al príncipe. ¿Le había reconocido?, se preguntó la muchacha. A continuación, la familia real y su séquito se alejaron de allí.

Lord Guntern se quedó donde estaba, eufórico por el halago que Adhárel le había regalado a Duna.

—¿Le has oído? ¿Has oído lo que te ha dicho el príncipe? ¿Por qué no le has contestado, querida?

Duna tragó saliva, todavía recuperándose.

—Bueno, no sé… me he quedado sorprendida… no me salían las palabras…

—¡Pues ya le has oído! ¡La cabeza bien alta durante toda la noche! ¿Entendido?

Duna asintió y después le pidió que fuese a por algo de beber. Alegre como estaba, no puso ningún reparo y corrió a buscar a un lacayo.

La chica se quedó a un lado, jugueteando con una rosa del jardín hasta que vio a Cinthia y a Aya a lo lejos. Duna les hizo gestos con los brazos y cuando la descubrieron se acercaron a ella.

—¡Duna, querida! —le saludó Aya, quien llevaba puesto un vestido verde de lo más común—.¡Estás preciosa! ¡No te había visto con el vestido puesto! Por el Todopoderoso, te pareces tanto a mí cuando tenía tu edad…

Cinthia se echó a reír con Duna, que no tardó en contarle lo sucedido.

—¡¿Ahora mismo?! —preguntó su amiga, buscando con la mirada al príncipe.

—Sí, y delante de todo el mundo. Casi me muero de vergüenza.

En ese momento llegó Lord Guntern con dos copas de lo que parecía vino.

—Toma, querida —dijo, ofreciéndole una copa a Duna.

Aya tuvo que carraspear para que el hombre reparase en ella y en Cinthia.

—¡Señoritas, no os había visto!

Aya le extendió la mano y este se la besó como acababa de hacer a Adhárel, pero con menor entusiasmo. Entonces Cinthia dio un codazo a Duna.

—¿Pero qué haces?

—¡Mira! —le avisó su amiga mientras señalaba hacia la pista de baile.

Allí, a medio camino, el príncipe Adhárel se había detenido a hablar con una mujer que a Duna le resultaba extrañamente familiar.

—Menuda suerte tienen algunas… —murmuró Cinthia.

—¿La conocemos de algo?

—Será de la escuela… ¿no?

Duna negó con la cabeza. Aquella no era la primera vez que veía a esa muchacha. Parecía mayor que ella y el vestido que llevaba…

—¡Cinthia! ¡Es la mujer de la tienda de vestidos!

—¿La que no dejaba de mirar lo que nosotras cogíamos?

—¡Esa misma! ¡Fíjate, lleva el traje dorado!

Cinthia abrió los ojos desmesuradamente cuando cayó en la cuenta. Era cierto, aquel era el precioso vestido de la tienda y, al parecer, no habían sido las únicas en descubrirla. Con disimulo, los hombres se giraban para mirarla y las mujeres se morían de envidia al fijarse en su ropa. También ellas dos habían caído bajo el embrujo del vestido y lo miraban con tanta envidia como el resto de invitadas. ¿Se debía a la tela o al hecho de que hubiese llamado la atención del príncipe?

Duna se cansó del vino y, con disimulo, lo dejó caer en el rosal que tenía a su lado. Después le entregó la copa vacía a un mayordomo que pasaba en aquel momento.

—¿Bailamos? —le preguntó a Cinthia.

—¡Claro!

Se habían alejado unos pasos cuando les llegó la voz de Aya.

—¿Adónde vais, niñas?

—A bailar, Aya —le contestó Duna, agarrando del brazo a Cinthia y dándose la vuelta—. Como nos siga Lerdi Gunterino se acabó la diversión.

—Tranquila, Aya le tiene entretenido.

Al llegar a la pista, el remolino de gente alrededor de la mujer del vestido dorado era tal que apenas pudieron verla. Lo que sí que pudieron observar fue que Adhárel ya no estaba allí. El príncipe se encontraba un poco más lejos, hablando con un grupo de Guardias Reales que se paseaban por el jardín armados con lanzas.

—¿No crees que es excesivo? —preguntó Duna, señalando a los hombres.

—Bueno, ten en cuenta que si ahora mismo un belmontino atacase, podría acabar con toda la familia Real…

Entraron en la pista en el instante en el que la orquesta terminaba una pieza y comenzaba otra. El suelo era de enormes baldosas de mármol blanco, al igual que las columnas y el techo. Aunque eran pocas las parejas que se atrevían a bailar, las muchachas se pusieron en un extremo donde no estaban muy a la vista.

Duna hizo una reverencia ante Cinthia, haciendo el papel del hombre, y Cinthia se inclinó sujetándose el vestido. Después Duna la agarró por la cintura, Cinthia a ella por el hombro, juntaron las manos y empezaron a bailar. Mientras daban pequeños pasos al son de la música iban criticando y comentando los vestidos de las demás invitadas. Cuando la pieza terminó, aplaudieron con elegancia, al igual que hacían el resto de los presentes y se dispusieron para seguir bailando cuando Lord Guntern apareció en la pista esquivando parejas.

—¡Ahí estáis! —dijo.

—Se terminó la diversión… —murmuró Duna.

El lord llegó hasta ellas y, después de pedirle a Cinthia que les dejase solos, tomó la mano y la cintura de Duna para empezar a bailar. Duna se encontraba sumamente incómoda teniendo que agacharse unos centímetros para llegar a sus hombros, pero Lord Guntern parecía estar pasándolo peor.

—¿No decíais que no bailabais?

Lord Guntern tardó en contestar debido a la atención que le prestaba a sus pies mientras contaba en un susurro «un-dos-tres… un-dos-tres…», intentando llevar el compás. Duna se limitaba a apartar sus pies a tiempo antes de que le pisase.

—¿Eh?… ¿Qué decís?… Ah, sí. Bueno, no. Me gusta bailar, querida… y como podéis apreciar, lo hago bastante bien…

—Sois un magnífico bailarín, mi Lord —ironizó Duna, disfrutando con el mal rato que estaba pasando el hombre.

Cuando la pieza terminó y Duna estaba a punto de pedirle a Lord Guntern un descanso, harta de aquella posición tan incómoda, alguien apareció tras el lord. Este se dio la vuelta y se encontró frente al príncipe Adhárel. Ellos dos eran los únicos que no se habían dado cuenta de su aparición.

—Disculpadme… —dijo Adhárel.

—Lord… Lord Guntern, alteza —le recordó.

—Eh, sí… Lord Guntern. ¿Me concederíais el honor de bailar con vuestra hermosa dama?

Duna se quedó helada ante la proposición. Sintió que se le aceleraba el corazón y empezó a sentir el latido en los oídos.

—Cla… ¡claro Alteza! ¡Cómo no! El placer es mío —tartamudeó Lord Guntern al tiempo que soltaba a Duna y se alejaba unos pasos.

Adhárel agarró con delicadeza a Duna de la cintura y esta le puso la mano sobre el hombro. A continuación, la orquesta comenzó a tocar. Tres violines primero, suaves, lentos, delicados. Adhárel dio el primer paso hacia un lado y Duna le siguió. Después otro. Entraron el arpa y el piano.

El príncipe giró y Duna con él. Entraron el resto de los violines.

Se aceleró el ritmo y después volvió a ralentizarse, y otra vez, con más energía.

Duna no dejaba de mirar al príncipe a los ojos, y él no apartaba los suyos de los de Duna. Giraban trazando dibujos en la pista mientras los demás invitados se apartaban para dejarles todo el espacio. Ninguno se percató de ello. Simplemente bailaban, escuchaban la música y se perdían en la mirada del otro. No había nada más: solo ellos y la música. Los acordes y melodías existían solo para ellos y los dos lo sabían. Acompasados, al tiempo… a dúo.

La música fue deteniéndose hasta que solo quedó un violín, que terminó por fundirse con el silencio reinante.

Duna tardó en fijarse en todos los invitados que se habían congregado alrededor de la pista de baile. Observándola. Observándolos.

El príncipe le soltó la cintura y ella estuvo a punto de perder el equilibrio. Consiguió sobreponerse y le miró. Adhárel no apartaba los ojos de ella. El resto de invitados seguían en silencio, igual que ellos, como temerosos de romper un misterioso hechizo. Después, Adhárel dio un paso hacia atrás e hizo una reverencia. Duna hizo lo propio.

—Gracias por el baile —dijo él.

—Gracias a vos, alteza.

Adhárel pareció reparar entonces en todos los ojos que estaban pendientes de ellos y acercándose a Duna le dijo:

—Quizá os gustaría dar un paseo por los jardines.

Duna volvió a sentir el corazón en sus oídos y, como pudo, asintió. Adhárel colocó el brazo para que ella se agarrase a él, y después salió por el lado de la pista que daba a la gran fuente, al final del camino. Los invitados se apartaron para dejarles paso. De Lord Guntern no había ni rastro. Duna ni siquiera se acordó de él.

Anduvieron sin hablar durante unos minutos. Las nubes habían desaparecido y la luna brillaba en lo alto del cielo. Los caminos estaban iluminados con postes de los que colgaban lámparas de aceite. Corría una suave brisa que Duna agradeció.

—¿Lo estáis pasando bien? —le preguntó finalmente el príncipe.

—Muy bien, gracias, alteza —respondió sin estar segura de si debía decir siempre lo de alteza.

—No es necesario que me llaméis alteza —le contestó él, leyéndole el pensamiento—. Puedes llamarme Adhárel, y yo os llamaré…

—Así lo haré, altez… Adhárel —rectificó—. Mi nombre es Duna Azuladea.

Unos cuantos metros más allá se erguía la majestuosa fuente. Adhárel avanzó hasta ella y después se sentó en su borde. Duna, no obstante, se quedó a unos pasos de ella para contemplarla.

Representaba a varias sirenas en distintas posturas: una peinándose, otra mirándose en el agua, otra tumbada, y la más alta intentando capturar algo del cielo.

—Es el mito de Calíame —explicó Adhárel.

—Lo conozco —respondió Duna—. El de la sirena que estaba cansada de vivir en el mar, ¿verdad?

—Ese mismo. Y que cada noche subía a la más alta de las piedras para intentar alcanzar la luna. Hasta que un día, de tanto intentar alcanzarla, se hizo de día y su piel se secó.

—Convirtiéndose en parte de la roca —finalizó Duna—. Es una historia preciosa…

—También se lo parece a mi madre, por eso hizo construir la fuente.

La muchacha dejó de estar tan nerviosa y se sentó junto a] príncipe.

—Pareces distinta con ese vestido —se aventuró a decir el príncipe, aunque rápidamente añadió—: Quiero decir, comparada con los que llevas habitualmente para trabajar.

La muchacha no sabía si tomárselo como un cumplido, por lo que se limitó a sonreír y a darle las gracias.

—Imagino que tu prometido ya te lo habrá dicho. Por cierto, deberíamos regresar. Seguramente se esté preguntando dónde estás.

Duna enarcó las cejas.

—¿Lord Guntern? Se ha limitado a decirme lo importante que es para él la puntualidad. Y, sinceramente, dudo que me esté buscando.

—Si quieres puedo hacer que le apresen —bromeó Adhárel.

—No sería mala idea.

—¿No es vuestro prometido? —preguntó extrañado el príncipe.

—Para mi desgracia, sí.

—No lo comprendo.

—Yo tampoco. Me enteré hace varios días de que me iba a casar con él. Aya, mi… tutora, pagó la dote para casarme con ese lord. —La muchacha suspiró, entristecida—. Sé que lo hizo pensando en mi bien, pero…

—Pero no es lo que tú quieres.

—Así es.

Se quedaron unos segundos en silencio mirando al firmamento.

—Y dime, ¿cómo es que trabajas en el palacio? ¿No eres demasiado joven?

Duna se echó a reír; definitivamente la había reconocido.

—Cumpliré dieciocho años dentro de poco. Me enviaron a trabajar al palacio como castigo…

—¿De veras? Vaya, cada vez se les ocurren escarmientos más originales.

—En la escuela del Este no me querían tener por más tiempo, así que en el juicio decidieron que terminase mis estudios aquí.

—¿Y qué te parece?

Duna le miró de soslayo. ¿Por qué se interesaba el príncipe por una vulgar campesina?, pensó.

—No lo sé. En la lavandería me desenvuelvo bien. Las veces que salgo de ahí… bueno yo… no sé, soy una sirvienta algo torpe —dijo, recordando las palabras de Adhárel.

El príncipe pareció darse cuenta y se ruborizó.

—Respecto a eso, perdóname. No quise faltarte al respeto, pero mi hermano Dimitri…

—No importa, al fin y al cabo no dijiste ninguna mentira…

—Aun así, te pido disculpas.

Los dos se quedaron en silencio. Entonces Duna giró la cabeza y se encontró de nuevo con sus ojos. Tenía que reconocer que era un joven apuesto y que se interesara por su situación… Simplemente, no era como lo había imaginado. Pero, aun así, no conseguía comprender qué hacía ella allí. ¿Por qué había bailado con ella? ¿Por qué le había invitado a pasear? ¡Ella no era nadie!

—¿Te he dicho que estás preciosa esta noche? —dijo Adhárel, sacándola de su ensimismamiento.

—Alguna que otra vez —bromeó ella—. Pero no más que a la mujer del vestido dorado.

Adhárel la miró extrañado hasta que comprendió.

—¿Lady Melindena?

—No conozco su nombre, solo sé que ese vestido lo vi yo primero.

—¿De veras? ¿Y qué dirías si te dijese que el tuyo me parece mucho más bonito?

—Te diría que eres un embustero. Aunque seguramente después la Guardia Real caería sobre mí.

Los dos rieron la ocurrencia.

—Pues lo digo de verdad. Además con esa mujer no soy capaz de hablar más de lo estrictamente necesario. Apenas te conozco y, sin embargo, contigo… es diferente.

El príncipe se acercó un poco más a Duna. Esta apartó la mirada. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Qué…?

—Además…

Duna le miró.

—¿Si?

Adhárel se acercó un poco más.

—Tú eres…

Sus hombros ya se rozaban…

—¿Sí?

Duna cerró los ojos, olvidando cuanto había a su alrededor…

—Eres…

—¡ADHÁREEEEEEEEL!

El grito desgarró la noche y les devolvió a la realidad. Cada uno miró hacia un lado distinto. Duna se concentró en los pliegues de su falda y Adhárel se puso en pie para ver quién le llamaba. La oscuridad impedía distinguir quién se acercaba por el camino.

—¡Por fin te encuentro! —dijo la reina Ariadne, sofocada por el paseo. Cuando vio a Duna arqueó una ceja extrañada, pero no le hizo ningún caso.

—Hemos dado por finalizada la fiesta, Adhárel.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—Belmontinos.

—¿Aquí? ¿En el palacio?

La reina asintió enérgicamente.

—Tenías razón. Por desgracia han huido y no han podido ser capturados. Debes regresar al Palacio. Se ha vuelto peligroso andar a solas por aquí.

La reina le ofreció una mirada altiva a Duna y después dio media vuelta para emprender el camino de vuelta al palacio.

Adhárel le hizo un gesto a Duna. Esta se levantó y caminó a su lado, en silencio, hasta la pista de baile. Ya casi no quedaban invitados.

Entonces Adhárel se dio la vuelta hacia Duna y, en voz queda, le dijo:

—Ha sido una velada maravillosa. Muchísimas gracias, Duna Azuladea.

A lo lejos se escuchó la tos de la reina.

—Para mí también ha sido inolvidable —le dijo Duna.

A continuación, el príncipe se acercó un poco más a ella. Sus labios casi se rozaron, pero el príncipe cambió de opinión y le dio un beso en la mejilla. Después corrió hasta las escaleras donde su madre se agarraba a un sirviente para subir los escalones.

Duna se llevó la mano a la mejilla y emprendió el camino hacia la salida con la mirada perdida en los recuerdos de aquella noche y el corazón palpitándole en los oídos.

Unos segundos más tarde, el reloj del palacio dio las doce de la noche.