—Deberías controlar ese carácter —le dijo Adhárel a su hermano mientras subían las escaleras.
—Esa criada debería haber tenido más cuidado y mirar por donde iba —replicó Dimitri, aún enfadado.
—¿Pero no has visto todo lo que llevaba?
—Me da lo mismo. Si no es capaz de hacer el trabajo que se le ordena, que la echen.
—No era necesario levantarle la mano, Dimitri.
—Es una forma de que el error no vuelva a repetirse. —Adhárel no hizo ningún comentario al respecto, así que Dimitri añadió—: Sirvientas como esa son las que hacen que el servicio en el palacio vaya como vaya.
Giraron por un pasillo y continuaron subiendo hacia los aposentos de la reina.
—¿Tan mal te tratan?
—Peor de lo que me gustaría.
Adhárel soltó una carcajada. Dimitri también sonrió.
—Eres incorregible —dijo el mayor.
—Ya sabes que adoro la perfección.
A veces Adhárel casi creía comprender a su hermano. Pero solo a veces. De pequeños, el abismo entre ambos no había sido tan pronunciado, pero, con el paso de los años, y más aún con la adolescencia de Dimitri, la brecha se había ensanchado, de tal modo que a ninguno de los dos le apetecía saltar al otro lado para estar con el otro.
Siempre que podían se mantenían separados. ¿Para qué dar pie a una discusión segura si podía evitarse? Por su parte, Adhárel intentaba suavizar la relación; sabía que tener un hermano menor en el que apoyarse sería sumamente necesario cuando tuviese que reinar sobre Bereth. Y, aunque a veces Dimitri le sacaba de sus casillas, Adhárel siempre estaba dispuesto a intentar entenderle y a corregir su manera de ser… aunque casi nunca daba resultado.
Dimitri, por otro lado, parecía indiferente a todo eso. Se movía por el castillo a sus anchas, sin obedecer a nadie más que a la reina (y en contadas ocasiones). Cualquiera que intentara pedirle algo, se encontraba con una fría indiferencia o una respuesta arrogante. Sin duda, Adhárel no quería que su hermano se comportase de aquel modo, ¿pero qué podía hacer cuando tampoco a él le hacía ningún caso?
Un día, varios años atrás, llegó al castillo un emisario de un reino lejano pidiendo asilo. Adhárel se encontraba en los aposentos de la reina, reunido con los médicos que estaban tratando su enfermedad. Nadie les avisó a ninguno de los dos de que el emisario había llegado, ni tampoco que estaba casi moribundo. Dimitri dijo que se haría cargo personalmente del asunto y que si alguien se atrevía a molestar a la reina o a su hermano con la visita recibiría un duro castigo. Así pues, Dimitri bajó al recibidor donde se encontraba el maltrecho emisario y allí fue donde el hombre le explicó que había sido atacado a varias leguas de Bereth por una banda de ladrones y que necesitaba ayuda urgentemente. Apenas podía respirar y mucho menos mantenerse en pie, por lo que, a punto de terminar el relato, sus piernas flaquearon y se derrumbó en el suelo, manchándolo de sangre.
Dimitri, asqueado, se apartó del emisario y le ordenó repetidas veces que se levantara, que esas no eran formas de presentarse ante un príncipe. Viendo que el hombre no daba muestras de obedecerle, le gritó todavía más fuerte y después procedió a darle patadas sin dejar de ordenarle que hincara la rodilla ante él. Para cuando un par de sirvientes tuvieron el valor de salir de las cocinas para averiguar qué sucedía, el emisario llevaba un rato muerto.
Adhárel y la reina se enteraron horas más tarde de lo sucedido. Y, a pesar de que los dos sirvientes coincidían en la versión de los hechos, Dimitri juró sin dejar de llorar que él era inocente y que no había hecho nada de lo que le acusaban. Por lo que, a falta de pruebas y debido al mal estado en el que se encontraba la reina, se corrió un tupido velo sobre el incidente. Por suerte para la Casa Real, los dos sirvientes prometieron que jamás revelarían a nadie lo que habían visto, aunque se negaron a seguir trabajando para ellos dadas las circunstancias. El incidente podría haber dado lugar a una guerra entre los dos reinos. Por entonces, Dimitri tan solo tenía siete años.
—¿Por qué quiere vernos madre? —preguntó Dimitri frente a la puerta de la habitación.
—Tengo tan poca idea como tú —respondió Adhárel mientras llamaba con los nudillos.
—Podéis pasar.
La reina se encontraba frente al armario con un par de vestidos en los brazos.
—¿Cuál os gusta más?
—Ese —dijeron al unísono los dos hermanos, señalando cada uno un vestido diferente.
—Sí… creo que me pondré este —comentó la reina, devolviendo al armario el que había elegido Adhárel.
—¿A qué viene tanta pompa? —preguntó Dimitri.
—Hoy ha llegado un antiguo amigo de la familia —comentó la reina al tiempo que levantaba un fondo falso del armario y sacaba de él un pequeño joyero—. Me gustaría que cenarais con nosotros.
—¿De quién se trata, madre? —quiso saber Adhárel.
—Es… un amigo. Hace tiempo me ayudó con un asunto de máxima importancia y acaba de regresar de Belmont. Vuestro padre también le tenía mucho aprecio…
—¡¿De Belmont?! —exclamó Adhárel—. ¿Crees que es buena idea, madre? Confío en tu criterio pero… ¿seguro que podemos confiar en él teniendo en cuenta la situación actual?
—¡Por supuesto que sí! —respondió ella, devolviendo el joyero a su lugar tras haber sacado un par de pendientes y un collar de oro—. Podemos fiarnos totalmente de él. Es más, nos vendrá bien tener otro punto de vista.
—Como tú digas, madre.
Dimitri se sentó sobre la cama.
—¿Y por qué es la primera vez que oímos hablar de él si es tan buen amigo?
Siempre que alguien mencionaba al difunto Citiano Cobaldi, Dimitri se tensaba como la cuerda de un arco y, a la mínima oportunidad, saltaba con cualquier impertinencia.
La reina aguardó unos instantes antes de responder.
—Es… una larga historia. Me ayudó mucho cuando vuestro padre murió, pero, por desgracia, tuvo que seguir… adelante con su camino. Imagino que viajó por todo el Continente, no lo sé. Lo único que me ha contado es que lleva bastante tiempo viviendo en Belmont y que, al salir de allí, decidió pasarse a ver cómo iban las cosas por Bereth.
—Hubiese bastado con enviar una carta —murmuró Dimitri.
—Dimitri, no te consentiré que hables así de un amigo tan querido para la familia —le advirtió su madre.
—¿De la familia o tuyo? —replicó él envalentonado.
La reina le fulminó con la mirada.
—Por ahora mío y de vuestro difunto padre. Por eso quiero que le conozcáis.
—Así será, madre —intercedió Adhárel antes de que su hermano empeorara las cosas.
—Quiero veros a la hora de la cena perfectamente arreglados. Y a ti, Adhárel, afeitado. No quiero que se lleve una mala impresión de vosotros. Ahora podéis iros.
Los dos hermanos hicieron una pequeña reverencia y salieron de los aposentos.
—¿Quién será? —preguntó Adhárel tras salir al pasillo.
—No lo sé —comentó Dimitri con un tono de voz apagado—. Pero madre ni siquiera nos ha dicho su nombre.
—En fin —se resignó Adhárel—, pronto lo descubriremos.
—Yo tengo intención de descubrir algo más que su nombre —murmuró Dimitri, separándose de Adhárel en dirección al ala opuesta del palacio.
El sol casi había desaparecido en el horizonte cuando Adhárel entró en el comedor. La mesa ya estaba dispuesta y había varias fuentes de frutas y algunos platos cubiertos sobre la larga mesa. En uno de los extremos se encontraba su madre y el invitado.
Se trataba de un hombre mayor, aunque su rostro no lo aparentaba. Debía de ser de la misma edad que la reina y, sin embargo, no tenía tantas arrugas, ni el pelo tan blanco como ella. Vestía una larga túnica monacal de color parduzco y el pelo oscuro lo llevaba recogido hacia atrás en una larga coleta.
Cuando le vieron entrar, los dos se pusieron en pie y Adhárel avanzó hasta ellos. Hizo una reverencia frente al hombre y esperó a las presentaciones.
—Querido Maese Kastar, este es mi hijo Adhárel.
—Un placer conoceros, príncipe —dijo el hombre inclinándose ante él.
—Para mí también es un placer recibiros en palacio, Maese Kastar.
—¿Sabes dónde está tu hermano? —le preguntó la reina visiblemente incómoda.
—No, madre. Pero seguramente esté a punto de…
La puerta se abrió en ese preciso momento y por ella apareció Dimitri. Adhárel advirtió que su sonrisa era forzada, igual que su presencia allí.
—Maese Kastar, os presento a…
—Soy Dimitri, un placer —le interrumpió el joven príncipe, sentándose sin demasiadas ceremonias en una silla libre frente al invitado. Adhárel apretó el brazo de su madre para infundirle paciencia y se sentó junto a su hermano. En la cabecera se colocó la reina, quien forzaba la sonrisa aún más que su propio hijo.
Ariadne hizo un gesto con la mano y las dos sirvientas que esperaban junto a la puerta se acercaron para servir la comida.
—Y decidnos, Maese Kastar, ¿a qué debemos vuestra visita? —preguntó la reina para disipar el incómodo silencio.
—Imagino que a lo mismo que tantos otros: reafirmar antiguas amistades y disfrutar de una maravillosa estancia en el palacio.
Ariadne y Adhárel rieron cortésmente mientras Dimitri se limitaba a mirar fijamente al hombre.
—¿Os quedaréis mucho tiempo? —preguntó Adhárel.
—Muy a mi pesar, no. Aún me quedan algunos asuntos que tratar lejos de aquí y no puedo demorarme.
—¿Qué clase de asuntos? —intervino Dimitri.
—Serán asuntos privados, hijo —dijo la reina, pidiéndole con la mirada que suavizase el tono.
—Claro, disculpad mi curiosidad.
El hombre sonrió al chico y le dijo:
—No es malo ser curioso, pero a veces mirar a través de una cerradura puede traernos problemas.
—Ese es un sabio consejo —convino la reina.
Después de servir la comida, las dos criadas hicieron una pequeña reverencia y les dejaron solos.
—Todo tiene una pinta deliciosa, querida Ariadne.
La reina le agradeció el cumplido al tiempo que Dimitri se removía en su asiento. Adhárel, más interesado por la situación en Belmont que por los cumplidos que el hombre le regalaba a la reina, apuntó:
—Madre nos ha dicho que habéis estado viviendo en Belmont. ¿Cómo es aquello?
—Hacéis bien en preguntar —contestó Maese Kastar antes de dar un sorbo a la copa de vino—. No dejo de escuchar noticias sobre una posible guerra entre Bereth y Belmont, pero por desgracia es muy poco lo que puedo deciros al respecto.
—¿A qué os dedicabais mientras estuvisteis allí? —preguntó Dimitri.
—Al comercio.
—¿De qué?
—Comestibles.
—¿Qué tipo de comestibles?
—De todo tipo.
El invitado ya no sonreía tan cordialmente como al principio, y Dimitri tampoco. Adhárel vio por el rabillo del ojo cómo la reina se abanicaba delicadamente.
—Confiamos que le fuese bien —comentó Adhárel, antes de que su hermano siguiese hablando.
—No creáis, príncipe. Por desgracia, Belmont pasa una grave crisis.
—¿A qué os referís?
—Las calles están vacías y la mayoría de las casas deshabitadas. Apenas hay niños, al menos eso me pareció, y la guardia del rey es cada vez más violenta y cruel. Sin ir más lejos, la mañana antes de partir contemplé con mis propios ojos cómo una cuadrilla de soldados irrumpía en la casa de una vecina anciana y la despojaban de todos los ahorros que había acumulado durante su vida.
—¿Sin ningún motivo? —preguntó la reina, escandalizada.
—Sin motivos —respondió Maese Kastar—. Y he aquí mi humilde opinión al respecto: o bien el rey se aburre y sus hombres buscan diversión donde no deben… o bien están aprovisionándose para atacar.
—¿A Bereth? —intervino Adhárel.
—A Bereth o cualquier otro reino. Ese Teodragos está más loco que su propio padre, y ya es difícil.
—¿Y vos cómo sabéis tanto? —inquirió Dimitri sin dejar de sonreír.
El invitado le miró y sonrió.
—Ya os he dicho, príncipe, que es tan solo mi humilde opinión. Todos tenemos ojos y raciocinio. El Todopoderoso quiera que, en el peor de los casos, acierte con mi primera opción. Lo que menos necesita ninguno de los dos reinos ahora mismo es una guerra.
Adhárel dejó los cubiertos sobre el plato.
—Sé que es difícil, pero… respecto a la Poesía de Belmont… ¿sabéis algo?
Kastar soltó una risotada y Adhárel le miró confundido.
—Disculpadme, alteza, pero ¿cómo queréis que un simple comerciante conozca el secreto de una Poesía?
—No sé… Conversaciones por las calles, alguien que se va de la lengua…
—Siento no poder ayudaros en eso, alteza. ¡Sería tan absurdo como si conociese el significado verdadero de la Poesía Real de Bereth!
El hombre se echó a reír con ganas y Adhárel le imitó. Sin embargo, no se le escapó la mirada que su madre dirigió a Maese Kastar un instante antes. Por desgracia, no había tenido tiempo de interpretarla, pues las sirvientas volvieron a entrar en el salón y retiraron los platos.
—No puedo dejar escapar la oportunidad de repetir lo delicioso que estaba todo, querida —le dijo a la reina, dándole unos golpecitos sobre el brazo. Ariadne le sonrió, aunque su mente parecía encontrarse en otro lugar.
—Os agradezco que hayáis podido compartir con nosotros tan valiosa información sobre Belmont.
—Valiosa pero no suficiente —murmuró Dimitri.
—Ha sido un placer, príncipe Adhárel —respondió Maese Kastar, obviando la puya de Dimitri.
El invitado cogió una manzana de uno de los cuencos y le dio un mordisco después de frotarla en su camisa.
—No mienten al decir que Bereth tiene las mejores frutas de todo el Continente. ¿Creéis, majestad, que podría llevarme algunas para el camino que me aguarda?
La reina hizo ademán de responder, pero después pareció cambiar de opinión y asintió.
—Será un placer, Maese Kastar.
—¡Bueno! —exclamo el invitado, relajándose sobre la silla—. ¿Y qué novedades hay por Bereth?
—Aparte del dragón —respondió Adhárel— y de las continuas amenazas de Belmont, todo lo demás sigue como siempre. Electricidad, sentomenta…
—¿Dragón? —preguntó Kastar al tiempo que se incorporaba.
—Creí que habíais oído hablar de él…
—Es el tema más popular en las calles —añadió Dimitri.
La reina también se enderezó, interesada.
—No tenía noticia de que un dragón estuviese paseándose por Bereth. —Maese Kastar miró significativamente a la reina.
—Son tan solo habladurías —dijo la reina, quitándole importancia al asunto.
—¡El dragón es real! —exclamó Adhárel. Después miró al invitado—: Madre no quiere hacer caso de las pruebas.
—¿Qué pruebas son esas?
Dimitri sonrió sardónicamente.
—Pisadas, animales muertos, aldeanos que juran haber sido perseguidos…
—Pero eso podría haberlo hecho cualquier criatura del bosque, ¿no creéis, alteza? —dijo Maese Kastar. La reina Ariadne se encogió de hombros y alisó distraída el borde del mantel con los dedos.
—Eso les digo yo cada día —comentó—. Pero están empeñados en creerse las tonterías del pueblo.
—¡No son tonterías, madre! —exclamó Adhárel.
—¡El dragón está ahí fuera! —aseguró Dimitri.
—¿Y si fuese una trampa de Belmont?
—¡Eso! Adhárel tiene razón —dijo el más joven—. ¿Y si lo hubiesen traído los belmontinos para asustarnos?
—¡Silencio los dos! —cortó la reina—. Menuda impresión le estáis dando a Maese Kastar. Disculpadles. De vez en cuando todavía se comportan como niños…
—No os preocupéis, alteza —tras lo cual, se giró hacia los dos hermanos—. ¿Creéis de verdad que hay un dragón suelto? Esas criaturas son…
—Eran… —le corrigió la reina.
Kastar le sonrió.
—Eran enormes. ¡No podían ocultarse tras unos cuantos árboles! Si decís que nadie lo ha visto…
—Debe de tener alguna guarida —sugirió Dimitri.
A Adhárel se le ocurrió entonces una idea.
—¡Eso es! Lo que tenemos que hacer es buscar en los alrededores del bosque un lugar lo suficientemente grande como para dar cabida a un dragón.
—Ya estamos otra vez… —masculló la reina.
Dimitri sonrió orgulloso por su idea.
—Príncipes, príncipes —les reconvino el invitado—, no seáis tan impacientes. ¿Qué daño ha hecho ese dragón al pueblo? Si es que se trata de un dragón.
—Por ahora ninguno, pero…
—No soy nadie para daros consejos —prosiguió Maese Kastar—, pero ¿habéis pensado qué sucederá si no encontráis lo que esperabais?
Kastar miró a la reina y esta, azorada, tragó saliva. Adhárel imaginó que debía de estar recordando la terrible muerte que sufrió su padre a manos del último dragón.
—Tenéis razón —dijo Dimitri con un tono gélido de voz y una media sonrisa. Después se levantó y añadió—: No sois nadie para darnos consejos.
Se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta del comedor.
—¡Dimitri! —le regañó su madre—. ¡Dimitri! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Pero Dimitri pareció no escuchar a su madre y salió de la habitación dando un portazo.
—¿Pero qué le pasa ahora? —se lamentó la reina, llevándose las manos a la cabeza—. Lo siento muchísimo, Maese Kastar, yo no…
El hombre le sonrió tranquilizadoramente.
—No os preocupéis, el chico tiene razón, no debería haber dado consejos a dos jóvenes tan sabios como vuestros hijos.
—Yo no creo que haya sido un consejo inútil, Maese —dijo Adhárel—. Si me disculpáis, iré a ver qué le sucede. Ha sido un verdadero placer conoceros.
Maese Kastar también se levantó e hizo una reverencia.
—El placer ha sido mío, príncipe Adhárel.
—Buenas noches, madre —se despidió.
—Que descanses, hijo —respondió ella, con la mirada un tanto ausente.
El príncipe salió del comedor pero, mientras subía la escalinata principal, recordó que había olvidado preguntarle algo a su madre. Dio media vuelta, pero cuando iba a abrir la puerta, la conversación del interior le obligó a detenerse.
—Entonces, ¿no lo saben?… ¿ninguno de los dos? —preguntó Kastar.
—Hago lo que puedo… —respondió la reina tras unos segundos de silencio—. Os lo ruego, os lo ruego por lo más sagrado… haced…
—No puedo, Ariadne —le interrumpió—. Os lo dije y os lo repito. No había vuelta atrás y a pesar de ello vos accedisteis… con todas las consecuencias.
—Pero…
—Creo que ya va siendo hora de que me marche.
—¿Tan… tan pronto? Mañana es su vigésimo cumpleaños. ¿No podríais quedaros…?
—Lo siento, Ariadne, pero me necesitan lejos de aquí.
—No pareció importaros tanto cuando yo os necesité.
—El trabajo estaba hecho, querida. Haberme quedado aquí no hubiera servido de nada. Elegiste un camino incorrecto a pesar de mi advertencia… era tu destino.
—¡Dejad de tratarme como a una niña pequeña! ¡Ya sé que me equivoqué! —la reina sollozó—. ¡Pero ahora os pido disculpas!
¿Disculpas, por qué?¿Quién era realmente aquel hombre?, se preguntó Adhárel. ¿Debía entrar? ¿Esperar? Tal vez fuese mejor marcharse; no debería estar escuchando aquella conversación, sin embargo…
—Las disculpas no conseguirán cambiar el pasado, mi señora.
—¡Pero vos sí que podéis! —gritó la reina, desesperada.
—Os advertí que no habría…
—… marcha atrás —le interrumpió ella—. Dejad de repetírmelo, por favor.
—Se me hace tarde…
Se oyeron las patas de las sillas arrastrándose y unos pasos en dirección a la puerta.
—Os lo suplico, por favor… haced…
Los pasos se detuvieron.
—No hay nada que hacer, alteza. Lo siento…
—¡No es cierto! ¡No lo sentís!
—No, no lo es.
¡Plas! El tortazo sonó tan cerca del oído de Adhárel que tuvo que alejarse unos pasos de la puerta. El golpe le había dejado petrificado. No conseguía reaccionar y sus ojos estaban fijos en la madera. Saldrían en cualquier momento. Había escuchado más de lo debido. Es más, no debería haber escuchado nada en realidad. Tenía que marcharse. Desaparecer. No podría mirar a su madre si le descubría espiando… Eso no era digno de él.
Así pues, con dificultad, echó a correr hacia la escalinata intentando no hacer ruido. Cuando subía el tercer peldaño, la puerta del comedor se abrió y de él salió como un torbellino Maese Kastar.
—¡No podéis dejarme así!… —gritaba la reina desde el comedor—. ¡No podéis…! ¡No podéis…! ¡Os lo suplico…! Tened… piedad…
Adhárel se giró para ver al invitado. Maese Kastar no hizo ademán de detenerse, ni de despedirse, a pesar de que era evidente que Adhárel lo había escuchado todo. Anduvo hasta el gran portón, lo abrió sin apenas dificultad y desapareció en la noche.
El príncipe tuvo la tentación de regresar al comedor y consolar el llanto de su madre, de preguntarle a qué había venido todo aquello, de qué estaban hablando, por qué le pedía piedad y, por encima de todo, quién era en realidad aquel hombre…
Pero todo quedó en la intención. Adhárel tragó saliva, intentó olvidar lo sucedido y se alejó de allí.
Sin embargo, hubo alguien que tomó el camino contrario y se internó en la noche tras Maese Kastar.