Cuando Duna llegó a casa se encontró con Aya esperándola en el salón, balanceándose en la mecedora de mimbre. En cuanto la vio entrar se puso en pie y esperó a que la muchacha le contase todo lo sucedido.
—En resumen —recapituló Duna un rato después—, no puedo volver a pisar la Escuela del Este, pero seguiré mis estudios en el Palacio Real.
—Es inaudito… —murmuró Aya, sentándose de nuevo en la mecedora—. Es la sentencia más absurda que he escuchado en mi vida.
Duna se encogió de hombros, sonriendo.
—Iré a preparar las cosas para mañana. No pienso llegar ni un minuto tarde.
—¡Pero si ni siquiera hemos comido! —dijo Aya mirándola asombrada.
—Ya te he dicho que mañana no pienso llegar ni un minuto tarde.
Y diciendo esto, se dio media vuelta y subió a su habitación. Se pasó el resto de la mañana amontonando vestidos sobre la cama sin decidirse por ninguno para el día siguiente.
Cuando, más tarde, Cinthia llegó a casa se encerró con Duna y esta le puso al corriente de todo lo sucedido en los últimos días: la expulsión, Lord Guntern, el juicio… Cuando terminó de relatar la historia, Cinthia tuvo que sentarse sobre el montón de vestidos para no caerse del asombro.
—¡Vas a trabajar en el palacio! —repitió Cinthia sin dejar de sonreír—. ¡Mañana mismo tiro los libros a la cabeza de mi maestra para poder acompañarte!
Las dos muchachas se echaron a reír imaginando la escena.
—No creo que consiguieses el mismo resultado…
—No… seguro —contestó Cinthia levantándose y cogiendo uno de los vestidos sobre los que se había sentado—. ¿Seguro que no quieres ponerte este?
Se puso frente al espejo de la habitación y comprobó cómo le quedaba por encima. Era verde, con algo de escote y una cinta pardusca alrededor de la cintura. Duna se acercó a Cinthia y observó interesada el vestido.
—A falta de uno mejor…
—Te recuerdo que vas a trabajar.
—También es cierto. Está bien, este.
Guardaron el resto de los vestidos en el armario y después arreglaron un poco la habitación. El enfado de Duna de aquella mañana se había cobrado un jarrón de cerámica y una lámpara sin bombilla que había sobre la mesa. Cuando terminaron de barrer los pedazos que había por el suelo, bajaron al salón para ayudar a Aya con la cestería.
Rara vez Aya les pedía ayuda con los trabajos para la tienda. Gracias a ella sacaban algunos ingresos con los que comprar algún que otro capricho de vez en cuando. Si bien no era, ni mucho menos, la tienda más visitada del reino, la Cestería de Aya era muy conocida y quienes querían trabajos bien hechos siempre acudían a ella. Algunos berethianos se quejaban de los precios que la mujer ponía a sus productos, pero había que tener en cuenta la falta de materia prima en algunas épocas del año, las horas que llevaba hacerlo bien y otros factores que influían directamente en el precio. A pesar de ello, Aya seguía vendiendo todas las semanas varias decenas de cestas.
La tienda propiamente dicha no existía. La casa contaba con un pequeño almacén en el sótano donde se acumulaban los trabajos terminados. Tan solo una señal de madera en forma de flecha que apuntaba a la casa desde el camino y en la que podía leerse «Cestería Aya», anunciaba al viajero la existencia de la tienda. Como era natural, había sido el método publicitario más antiguo y fiable de los que existían el que había hecho que la tienda se diese a conocer entre los berethianos: el boca a boca. El trabajo de Duna y Cinthia, cuando no estaban estudiando, consistía en preparar las tiras de mimbre con las que después Aya confeccionaba los cestos. Tenía tanta práctica que no tardaba más de un par de horas en hacer una cesta de la nada. Duna disfrutaba observando cómo manejaba el mimbre y se relajaba al ver cómo enredaba las tiras de manera sistemática dando forma al recipiente.
A la mañana siguiente, Duna se despertó antes de que el sol despuntase sobre la lejana muralla de Bereth. Se desperezó con los ojos aún cerrados y después se acercó tambaleante hasta el aseo, donde se dio un baño rápido para despejarse. Cuando estuvo lista, volvió a su cuarto y se puso el vestido que habían elegido la tarde anterior. Bajó a la cocina y sin detenerse a calentar nada, cogió dos magdalenas que había en una cesta sobre la mesa y salió de casa en dirección a la ciudad.
Cuando llegó a la escalinata del palacio las campanas empezaron a tañer insistentemente. Aún quedaban algunos minutos para el alba. Respiró hondo para controlar los nervios y subió hasta el portón. El guardia de siempre la miró sorprendido.
—¿Otra vez aquí? —le preguntó esbozando una sonrisa burlona.
Sin tan siquiera mirarle, Duna contestó:
—Me citaron para empezar a trabajar en el palacio. Dejadme pasar y no me hagáis perder el tiempo.
El guardia rompió a reír ante la respuesta.
—Venga, niña, vete y déjame tranquilo. No son horas para molestar a la realeza.
Duna estaba a punto de contestarle alguna grosería cuando la puerta se abrió desde el interior inesperadamente y de ella salió una mujer más baja que Duna y con unos enormes anteojos que hacían que sus ojos pareciesen los de un gigantesco sapo. El pelo recogido en un moño y las arrugas del rostro le conferían aún más ese aspecto.
—¿Duna Azuladea? —preguntó con una voz estridente observándola desde abajo.
—Sí, señora.
—¿Por qué que no pasas?
—Este hombre no me…
—Nada de excusas. Sígueme.
Duna hizo lo que le habían ordenado y cruzó la puerta detrás de la mujer. Pudo escuchar la risa del guardia en cuanto la puerta se cerró. La mujer vestía unos faldones largos y un delantal que le quedaba cómicamente enorme, obligándola a recogérselo con las manos para no tropezar al andar.
—Hay varias normas que debes conocer para trabajar en este Palacio —le dijo la mujer sin girarse para mirar a Duna. Correteaba sobre sus cortas piernas a través del vestíbulo hacia una puerta situada en la otra punta—. En primer lugar, no se habla con la realeza ni con los caballeros a menos que ellos te pregunten. Segundo, una orden suya se lleva a cabo al instante, sea cual sea.
—¿Sea cual sea? —preguntó Duna.
—No me interrumpas, niña —le regañó la mujer—. Y tercera, me harás caso en todo lo que yo te mande.
—Sí, señora.
En ese momento llegaron al final del vestíbulo y la mujer empujó con fuerza la puerta.
—Por aquí se va a las cocinas —le explicó—. Desde las cocinas podrás ir a todos los lugares que necesitas conocer mientras estés aquí.
Los jardines, los salones…, pensó Duna.
—La lavandería, las cuadras… —enumeró la mujer.
—Ah… tengo una pregunta…
La mujer se detuvo en seco y se dio la vuelta para mirarla dejando que la puerta se cerrase tras ella. Su gesto seguía siendo igual de severo que al principio.
—¿Y bien?
—Mmm… me preguntaba cómo os llamabais, por si necesito encontraros o…
—Mi nombre es Grimalda Menquis. Pregunta siempre por Grimalda a secas, aquí nadie conoce mi apellido.
—Sí, señora.
Tras esto se dio media vuelta y volvió a empujar con fuerza la puerta. A continuación la atravesaron.
Las cocinas eran enormes. Al menos esa fue la primera impresión que tuvo la chica. Toda la habitación era de piedra y estaba repleta de mesas de madera colocadas en paralelo desde la puerta hasta el fondo de la sala. Sobre ellas había fuentes y cacerolas con diferentes platos ya preparados y frutas, especias y verduras. Las paredes estaban repletas de armarios. Al fondo de la sala ardían unos espléndidos fuegos en varias chimeneas sobre las que se estaban cocinando perdices y jabalís. Los cocineros y las criadas iban de un lado a otro esquivándose entre sí, portando comida, utensilios de cocina o libros sin dejar de reír y hablando a voces.
Grimalda avanzó unos cuantos pasos mientras Duna lo observaba todo entre asombrada, asustada y divertida. De repente, el silencio se extendió por toda la cocina. Según iban advirtiendo la presencia de Grimalda, los cocineros y sirvientas dejaron la charla y las risas y regresaron a sus quehaceres en el más absoluto silencio. La mujercita se aclaró la garganta suavemente e inmediatamente empezó a chillar con una voz que a Duna le puso los pelos de punta.
—¡¿Qué demonios os creéis que es esto?! ¡¿Una taberna?! ¡Todos a trabajar ya mismo! ¡Y sin hacer ni un solo ruido! —Volvió a mirar a Duna y añadió—: Sígueme.
Duna echó un último vistazo a la cocina y después corrió para alcanzar a Grimalda, quien ya desaparecía por una puerta lateral. La puerta daba directamente a un corto pasillo que terminaba en una empinada escalera de caracol. Grimalda debía de estar más que acostumbrada a aquellos escalones, pero Duna sintió vértigo. El camino estaba débilmente iluminado por algunas antorchas que colgaban de las paredes y alguna que otra bombilla esporádica que iluminaba poco más que el siguiente peldaño.
Cada vez veo más inútil su uso, meditó Duna, intentando distraer a su mente de la escalera.
Unos segundos más tarde llegaron al final de la misma. Grimalda la esperaba con los brazos en jarra. Su cara era todo menos cordial.
—No me gusta perder el tiempo —le dijo—. La próxima vez intenta bajar más rápido.
Duna se mordió la lengua y asintió.
—Este pasillo —dijo la mujer señalando la oscuridad que había ante ellas—, lleva a la lavandería. No es el camino principal es un atajo. A tu derecha tienes un pasadizo que va a dar al extremo de los jardines. —Duna se esforzó pero no vio mis que oscuridad—. Es un camino que solo utilizan los jardineros. Pero a ti eso no te incumbe, te bastará con saber que este pasillo te conduce directamente a la lavandería. Punto.—Duna la miró aburrida y la mujer malinterpretó su gesto—. Allí es donde limpiamos todas las sábanas, ropas y demás telas del palacio.
No me digas…
—Y desde hoy, será tu lugar de trabajo.
La muchacha se quedó de piedra.
—¿Mi… mi lugar de trabajo?
—Otra cosa que se me olvidaba: no me gusta repetir las cosas. ¿Qué esperabas?
Todo menos eso… Duna se encogió de hombros, alicaída.
—Pobre ingenua.
La mujer soltó una risotada. Duna apartó la mirada, ofendida. Grimalda volvió a darle la espalda y empezó a recorrer el angosto pasadizo de piedra hacia la oscuridad. Sin duda no era el camino normal para llegar a la lavandería, ni siquiera había antorchas en las paredes que iluminasen el camina Duna estuvo a punto de quedarse donde estaba, asustada por la impenetrable oscuridad, cuando una bombilla lució unos metros por delante de ella. Era Grimalda quien la sujetaba.
—¿Vienes o te vas a quedar ahí? —le preguntó molesta.
Sin contestar, Duna echó a correr hacia la luz. Aquella bombilla parecía diferente a las del resto del palacio, al menos las que la chica había podido ver. Iluminaba mucho más que las otras y no tenía la forma esférica habitual En realidad, cuando Duna la contempló más de cerca, pudo comprobar que aquella bombilla era plana. Tenía la forma de un espejo ovalado de muy poco grosor. Una de sus caras parecía de piedra pulida, pero la otra refulgía como si la luz se reflejase en ella, solo que la luz emergía realmente de allí. Duna no pudo reprimir su curiosidad.
—Dónde habéis… ¿cómo habéis conseguido eso, si puedo preguntaros?
—¿Esto? —Grimalda levantó un poco el extraño artilugio. Se había hinchado de orgullo—. Me lo regaló la reina hace años. Es un invento único, te aseguro que no encontrarás otro igual en todo el Continente.
—¿Y qué es? —volvió a preguntar Duna, cada vez más intrigada.
La mujer miró a todos lados antes de responder. Cuando lo hizo, fue en un susurro:
—Es el descubrimiento de un sentomentalista. —La mujer esperó a que las palabras calasen en Duna para continuar—: Vivió hace muchos años.
—¿Podía crear electricidad?
—No seas tonta, niña —le espetó la mujer en su tono habitual—. Ningún sentomentalista puede crearla. Esto no es cosa de electricidad, sino de química, un truco barato… pero muy útil. Esta piedra tiene la propiedad de relucir como si fuese una bombilla cuando la mojas.
—¿Y dónde encontró ese sentomentalista la piedra?
A la mujer se le terminó la paciencia.
—¿Y a mí qué me cuentas? ¡No sé ni por qué pierdo el tiempo contándote esto!
Se dio media vuelta y echó a andar. Duna la siguió sin dejar de pensar en la extraña piedra que iluminaba su camino. ¡Si encontraban más piedras como aquella, podrían tener luz en las casas durante todo el día sin gastar bombillas! Una lástima que no hubiese otras en todo el Continente… una auténtica lástima.
Varios metros más adelante, el pasillo torcía a la derecha y daba a una pequeña puerta por la que Duna tuvo que agacharse para pasar. Al cruzarla se encontró en una sala un poco más pequeña que la cocina pero con el mismo alboroto. La diferencia radicaba en que allí solo había voces y risas femeninas; no había ni un solo hombre.
Grimalda le explicó que la ropa se recogía en unos enormes cestos que llegaban de las salas del palacio con todas las telas que había que lavar, que la tarea se realizaba en cuatro lavado res enormes en cada esquina de la sala, donde se arremolinaban las lavanderas para frotar, enjabonar y enjuagar. También le indicó dónde se ponía la ropa a secar y en qué lugar se depositaba ya seca y doblada para subirla arriba.
Mucho después, cuando Grimalda terminó de explicarle lo necesario para sobrevivir allí abajo y se marchó de vuelta a sus quehaceres, una mujerona que parecía estar a cargo de las lavanderas le entregó un pañuelo para que se cubriese el pelo; el resto de las mujeres también llevaban los suyos.
El resto de la mañana (¿o del día?, estar allí abajo la agobiaba y le impedía saber qué hora era), pasó con bastante tranquilidad y normalidad. Al principio tuvo problemas para eliminar la sangre de algunos ropajes, pero tras algunas indicaciones básicas, se deshizo de ellas con facilidad. Desde pequeña había ayudado a Aya con las tareas de la casa y aquello no se diferenciaba en mucho.
Nadie habló con ella en ningún momento y tampoco Duna hizo nada por alterar aquella situación. Se limitaba a divagar entre la espuma de la palangana, el agua tibia y las burbujas de jabón que flotaban por la lavandería. De vez en cuando prestaba atención a las conversaciones de sus compañeras pero pronto dejaban de interesarle; todas hablaban de hombres que ella no conocía y de la peligrosa guerra que, según algunas, se avecinaba. Al cabo de lo que a Duna le parecieron varias horas empezó a sentir un cosquilleo en las manos y se las secó pan desentumecerlas. Cuando se deshizo de la espuma que las cubría y se las secó con un trapo, pudo comprobar los estragos de su nuevo trabajo: tenía las manos reblandecidas y pálidas por el agua, los dedos parecían los de una anciana de tan arrugados que los tenía, le escocían las palmas y tenía algunas heridas y llagas, sobre las que no había reparado hasta entonces, que empezaron a picarle insistentemente.
Una mujer maltrecha y delgaducha que había junto a ella la miró mientras se examinaba las manos y no tardó en empezar a reírse y a hacer partícipe al resto de las lavanderas de la situación de Duna.
—¡Mirad a la nueva! —anunció jocosa—. ¿Te hace pupa el agua, niña?
Duna no quiso hacer caso a sus comentarios y volvió a meter las manos en el agua para seguir con el trabajo, a pesar de lo mucho que le dolían.
—Pobrecita —continuó burlándose la mujer—, la criaturita no sabía hasta hoy lo que era ser una criada. ¡No te lastimes demasiado! ¡Para antes de que acabe la jornada vas a tener muñones por manos!
El grupo de mujeres que había escuchado el comentario rompió en carcajadas hasta que la mujerona sin pañuelo en la cabeza apareció detrás de Duna y las mandó callar.
La muchacha cada vez entendía menos su situación. ¿Por qué todo el mundo se burlaba de ella? Si no era la maestra, era el soldado de la puerta, y cuando no era él, lo hacía su compañera de labor. ¿Acaso estaban poniéndola a prueba?
Poco después Duna fue incapaz de seguir lavando la ropa sin mancharla aún más con su propia sangre. Se encontraba tan cansada y con las manos tan doloridas que habría hecho lo que fuera por volver a la Escuela. ¡Cuánto habría disfrutado su maestra escuchando estos pensamientos! Lo único que consolaba a Duna era pensar que la mujer imaginaba que ahora estaría siendo tratada como una doncella de la reina. Si ella supiese…
—¡Tú! —tronó una voz a su espalda—. ¿Por qué te detienes?
Duna se giró y se encontró con la mujerona, quien, de rodillas, le sacaba más de un metro. Cuando habló, su voz le pareció espesa y remota después de no haber abierto la boca en tanto tiempo:
—No… no puedo seguir… me duelen las manos…
La mujerona se agachó y atrajo hacia sí las palmas de Duna para estudiarlas.
—Sí que están mal. Mejor será que dejes de frotar por hoy. Necesito que subas una cesta de ropa, ¿crees que podrás hacerlo?
—Seguro que se le cae y tenemos que volver a lavarla, Wilma —intervino la mujer que antes se había burlado de Duna.
—Nadie te ha pedido tu opinión, Sarte. Cierra el pico y sigue frotando.
Duna se levantó pero las piernas le fallaron y tuvo que agarrarse a la mujerona para no caer. Después de tantas horas en la misma posición, las piernas le dolían casi tanto como las manos. Fue dando pasos cortos hasta recuperar la movilidad.
La mujer la acompañó hasta una enorme cesta repleta de sábanas de seda minuciosamente dobladas. Con un movimiento ágil, la levantó del suelo y se la colocó a Duna entre los brazos, quien la agarró con torpeza e inseguridad.
—Súbelas al segundo piso. Allí pregunta por Adeline y Leasda. Ellas sabrán qué hacer con las sábanas.
—Sí, señora —contestó Duna luchando por evitar que se le cayesen todas las telas.
La mujer la guió hasta el portalón por donde entraban y salían las lavanderas. Daba a una escalera de peldaños de poca al tura que Duna agradeció sinceramente.
La cesta y su contenido no le permitían ver por dónde iba ni dónde pisaba, por lo que tenía que estirar el cuello por uno de los laterales de la enorme cesta para no caer rodando. Cuando llegó al final de la escalera, la puerta se abrió desde el otro lado y pudo seguir adelante sin detenerse. Echó un breve vistazo y comprendió que se encontraba en el enorme recibidor del palacio. Al principio, el resplandor del sol la cegó ya que estaba acostumbrada a la penumbra de la lavandería y a la poca luz que despedían las antorchas.
Volvió a acomodarse la cesta entre los brazos y se dirigió hacia las escaleras principales con paso firme. Pero justo antes de alcanzarlas, el delantal que llevaba atado a la cintura se le desató inesperadamente y cayó al suelo sin que se diera cuenta. Al ir a dar el siguiente paso, el pie se le enredó en la tela y soltó un grito mientras caía hacia adelante sin poder evitarlo y sin manos para amortiguar el golpe… aunque el golpe no llegó a producirse.
Alguien la sujetó por la cintura mientras evitaba que la cesta cayese al suelo con la otra mano.
—¿Te encuentras bien? —preguntó la voz al otro lado de la montaña de tela.
Duna se ruborizó incluso antes de mirar a su salvador. No podía creer su desdicha.
—Sí… muchas gracias… —contestó al mismo tiempo que la mano soltaba su cintura y depositaba la cesta en el suelo, sana y salva.
Adhárel tardó unos instantes más que Duna en reconocerla, pero cuando lo hizo no pudo evitar sonreír divertido.
—¿Otra vez tú?
El rubor de Duna se agudizó en los carrillos y la nariz. Bajó la cabeza y sonrió discretamente.
—No voy a poder estar siempre aquí para evitar que te caigas —comentó Adhárel mientras subía las escaleras—. Ten más cuidado la próxima vez.
Duna asintió con la vista en el suelo mientras el príncipe se alejaba. Para cuando reaccionó, Adhárel ya no estaba allí.
—Sí, sí… —murmuró la chica.
Los días se sucedieron con pocas variaciones. Cada mañana, Duna se despertaba antes de que saliera el sol, desayunaba y corría al palacio. El guardia de la puerta continuaba burlándose de ella aunque con menos insistencia viendo que Duna no respondía a sus comentarios, bajaba a la lavandería y allí pasaba el resto de la mañana hasta bien entrado el mediodía. Cuando volvía a casa, tomaba lo que Aya hubiese preparado para comer, recogía la casa y se iba a la cama hasta la hora de la cena. Después, volvía a acostarse hasta la mañana siguiente. Y así una y otra vez…
Las manos se le fueron curando con el paso de los días y, poco después, ya no le molestaban tras una mañana entera enjabonando, frotando y aclarando. Desde el encontronazo con el príncipe, Duna no volvió a subir las telas a las plantas superiores del palacio; por suerte, nadie se había enterado del incidente, pero no quería que le volviese a suceder algo parecido.
También su relación con el resto de lavanderas fue mejorando y ya no se mantenía apartada de las conversaciones y discusiones de las mujeres. Se había convertido en una más. Duna tenía la sensación de que allí una era aceptada cuando las manos se llenaban de callos insensibles al trabajo; una especie de rito de iniciación.
Al principio le costó mucho hacerse a la idea de que solo conocería aquella parte del palacio: los pisos subterráneos, los túneles de piedra, sus cimientos… pero después de un tiempo tampoco le preocupó demasiado. Quedaban ya lejos sus deseos de conocer el palacio por dentro, cómo se vivía o qué se hacía allí; al fin y al cabo, ahora que lo sabía, no le parecía tan asombroso como en un principio. Alguna vez se descubría soñando despierta con pasearse libremente por los enormes corredores alfombrados de las plantas superiores, con poder mirar a través de las magníficas cristaleras de las paredes o con poder volver a ver a… sueños al fin y al cabo. Lo único que se podía permitir una aldeana lavandera del palacio de Bereth. ¡Cuánta más soñarían con cosas similares!
Una mañana, sin embargo, sucedió algo diferente. La muchacha se encontraba en los sótanos, peleándose con una profunda mancha de grasa que se resistía a salir del jubón que estaba lavando, cuando la atronadora voz de Wilma sonó en la otra punta de la sala.
—¡Duna Azuladea!
Al instante, Duna dejó el jubón flotando sobre el agua con espuma del lavadero, se secó las manos y se puso en pie.
—Estoy aquí.
La mujerona se acercó dando unas cuantas zancadas hasta ella.
—La señora Grimalda te llama. Necesita ayuda en las cocinas.
—¿Yo?
—Vamos, no le hagas perder el tiempo.
Duna se deshizo del pañuelo que le cubría la cabeza y subió corriendo al enorme recibidor. Tuvo que guiñar los ojos y hacer visera con las manos para evitar que el sol la deslumbrara. Cuando se hubo recuperado, se agarró el faldón para no tropezar y cruzó la estancia hasta la puerta de las cocinas. Al abrirla, una bocanada de humo y el olor a comida recién hecha la echaron para atrás. Cerró la puerta tras de sí y buscó a la mujer enana entre el resto de sirvientas y cocineros que iban de un lado a otro con el mismo caos de siempre.
—¡Por fin has llegado! —oyó decir a alguien tras ella. Era Grimalda, lo supo antes de girarse—. Necesito que me hagas un favor.
Duna asintió y esperó las indicaciones.
—Esta tarde llegará al palacio un viejo amigo de la reina, un antiguo amigo de su majestad que ha venido a visitarla. Un gorrón, a fin de cuentas. Como puedes ver, nosotros estamos hasta arriba de trabajo y nadie va a poder salir de la cocina hasta tener preparado todo el menú de esta noche.
Un hombre con una gigantesca perola pasó entre Duna y Grimalda al grito de «¡Cuidado, que quemo!». Duna pudo comprobar que la mujer tenía razón: había más actividad de la habitual.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que ayude a los cocineros?
—No digas tonterías, niña. Necesito que subas algunas cosas al Maestre Zennion.
—¿A quién?
Grimalda puso los ojos en blanco. Una camarera pasó entre ellas como una exhalación con una bandeja de frutas en las manos.
—Da igual, limítate a seguir mis indicaciones: la clase del Maestre está en el cuarto piso del palacio; tuerce por el pasillo que encontrarás allí y pasa las dos primeras puertas. Es la tercera. —Duna lo memorizó todo, rezando por no olvidarlo—. Quiero que le lleves estos cacharros.
Grimalda señaló una montaña de cacerolas. Las había de todos los tamaños posibles, unas dentro de otras y en dudoso equilibrio. Duna tragó saliva.
—¿Todas?
—¿Algún problema? —La mujer enarcó una ceja.
Duna volvió a tragar saliva. Sabía que no podía negarse, pero…
—No, creo que podré.
—Estupendo. Ve ahora mismo. Zennion las está esperando.
Grimalda se alejó con paso rápido y Duna se quedó mirando preocupada la montaña de cacerolas. Sin demorarse ni un minuto, se acercó a los cacharros, rodeó con los brazos la cacerola inferior, la más grande y la que contenía al resto, agarró sus asas y la levantó. Por suerte para ella no era tan pesada como había imaginado, aunque seguía siendo difícil de mover y las demás amenazaban con volcarse si no tenía cuidado.
Cada vez tenía más claro que la idea de trabajar en el palacio no resultaba ser tan buena como había imaginado.
Tomó aire y dio el primer paso en dirección a la puerta de salida. Quienes se cruzaban con ella se apartaban al instante de su camino mientras la compadecían con la mirada.
Salió sin problemas al vestíbulo y desde allí emprendió la marcha escaleras arriba. Un paso tras otro. Las cacerolas tintineaban sobre sus manos. Empezó a sentir una gota de sudor corriéndole por la frente. Se arrepentía de haberse desprendido del pañuelo sin dejar de prestar atención a los peldaños. Unos segundos más tarde llegó al primer piso. Solo le quedaban tres más.
Cuarto piso, pasillo, tercera puerta… pensaba Duna, ¿O era la segunda? ¡Oh, Todopoderoso, ayúdame a no meter la pata!, imploraba desesperada.
Unos minutos después, con calambres en los brazos por el esfuerzo, alcanzó el cuarto piso. Las piernas empezaban a flaquearle y el persistente calor del palacio comenzó a hacer me lia en sus fuerzas.
Un poco más, solo un poco más, se decía así misma mientras torcía por el pasillo. Paso una puerta. Paso otra. Paso otra. Esta es. Estuvo a punto de golpear la puerta con la punta del pie, pero se detuvo. Espera un momento, ¿era la tercera o lo cuarta puerta? Oh, Todopoderoso… Volvió tras sus pasos hasta la tercera puerta y la estudió para ver si encontraba alguna pista que la sacase de su confusión. Nada. Aquella puerta era idéntica a las otras tres. Fue a dar marcha atrás, decidida a llamar a la cuarta puerta cuando tropezó con algo o alguien y cayó para atrás. Las cacerolas volaron por los aires y cayeron rodando sobre el alfombrado suelo, lo que amortiguó en parte el estrépito.
Avergonzada por su mal hacer, Duna fue a ayudar a quien luchaba por quitarse de la cabeza una cacerola que le había caído encima. Duna empezaba a imaginar quién podría estar debajo de ella y le fue imposible contener una risita que silenció, en cuanto el joven se deshizo del cacharro y dejó a la vista su cabeza. No se parecía en nada a Adhárel: tenía el pelo rojizo y, aunque su belleza casi infantil era innegable, la mueca de desprecio y odio que se dibujaba en su rostro le hacían parecer terrible.
—¡Maldita criada! —rugió Dimitri mientras se ponía en pie tambaleándose—. ¡Te has metido en un buen lío!
Duna se quedó pálida del susto e intentó disculparse, pero las palabras no parecían querer salir de sus labios, por lo que se limitó a bajar la cabeza y sobrellevar la riña.
—¡Mírame a los ojos cuando te hablo, sirvienta! —volvió a rugir el príncipe.
La muchacha temblaba descontroladamente. Esperaba que la regañase, pero no de esa manera. La voz de Dimitri destilaba rabia. Con paso lento, se acercó a Duna y la agarró con fuerza por la barbilla, le levantó la cara y le miró directamente a los ojos. Era medio palmo más baja que él.
—Pagarás muy caro tu error… —le susurró sin apenas abrir la boca. Levantó la mano derecha para abofetearla y Duna cerró los ojos y esperó.
—¡Dimitri! —gritó alguien en ese momento. Dimitri soltó la barbilla de Duna y esta se atrevió a abrir los ojos. Por el pasillo se acercaba Adhárel, enfurecido—. ¿Qué diablos haces?
—Dar una lección a esta escoria —el joven volvió a mirar con desprecio a la muchacha y luego se alejó de ella, dando un puntapié a una de las cacerolas caídas.
—Déjala, Dimitri —dijo Adhárel cuando descubrió a Duna, quien le miraba sumamente agradecida. El príncipe se volvió hacia su hermano y le tendió la mano—. No es más que una criada algo torpe. Volvamos a arriba. Madre quería hablar con los dos.
Dimitri volvió a fulminarla con la mirada y después se alejó de allí. Adhárel se demoró unos instantes, miró a Duna de una forma que la chica no fue capaz de interpretar y siguió a su hermano. Cuando los pasos de los dos príncipes se perdieron por el pasillo, Duna empezó a llorar de rabia. ¿Cómo había podido imaginar que…? ¿En qué estaría pensando?
Déjala Dimitri… no es más que una criada algo torpe.
Las palabras del príncipe resonaban en su cabeza ampliadas por un eco inventado. Se puso a recoger las ollas mientras las lágrimas le recorrían las mejillas hasta que sintió una mano sobre su hombro. Cuando se dio la vuelta, se encontró frente a un hombre viejo y con la barba azulada.
—Déjalas aquí —se limitó a decir el maestre Zennion mientras abría la tercera puerta del pasillo.
Duna se puso en pie con todas las cacerolas y las metió en el aula que el Maestre le había indicado. Las dejó sobre una mesa, hizo una inclinación al despedirse y bajó de vuelta a las cocinas con los ojos aún llorosos.
Grimalda le regañó por haber tardado tanto. Duna mintió diciendo que se había entretenido ayudando a una compañera. La mujer no pareció muy convencida pero tampoco hizo más preguntas. Poco después terminó la jornada y Duna pudo volver a casa.
Solo un pensamiento rondaba por su cabeza: no sabía ni cómo ni cuándo ni por qué, pero quería hacer todo lo posible para que el príncipe Adhárel dejase de verla como una criada algo torpe.
La solución a sus preguntas la encontró al llegar a casa.