Aya estuvo llamando a la puerta de Duna casi toda la noche, primero suavemente, después con mayor insistencia, pero la muchacha no dejó de sollozar en el interior sin hacer caso a sus llamadas. Se había encerrado con la intención de ordenar sus ideas pero no había tardado en caer sobre la cama en un mar de lágrimas, desconsolada por la traición de Aya.
¿Cómo había podido venderla de aquel modo? Era incapaz de encontrar otras palabras que describiesen mejor la manera en que Aya había actuado. Un puñado de berones, unas cuantas bombillas y Duna había dejado de pertenecerle para pasar a manos de aquel hombre. Sabía que era un pensamiento cruel, pero no podía verlo de otro modo.
La expulsión de la escuela era otro hecho que también le preocupaba, pero no tanto como la perspectiva de contraer matrimonio con aquel presumido de Lord Guntern. Aya tendría que explicarle muchas cosas, pero no ahora. Si intentaba entablar conversación con ella terminaría diciendo cosas de las que después se arrepentiría.
—¡Oh, Aya! —gimió Duna sin dejar de llorar—. ¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho?
A medianoche, Duna se sumió en un sueño inquieto que no le ayudó a reconfortarla o a recobrar las fuerzas. Las pesadillas la asediaron en cuanto cerró los párpados. Sus temores se hicieron reales en aquellos sueños en los que Lord Guntern la perseguía a través de un espeso bosque en el que las ramas impedían su avance. Duna intentaba correr, pero caía al suelo una y otra vez. Y cuando volvía a levantarse, el hombre se encontraba todavía más cerca. A cada paso, Lord Guntern iba creciendo y, poco a poco, su sombra se iba cerniendo sobre el bosque entero.
—No huyas de tu destino, querida… —susurraba el viento entre los árboles llevando consigo la voz del Lord.
Duna siguió corriendo hasta que tropezó y cayó al suelo. Se giró y pudo comprobar cómo el hombre, que ya medía varios metros de altura, se agachaba hacia ella con los ojos ardiendo en deseos. Pronto estaría entre sus manazas, incapaz de volver a escapar.
La muchacha estuvo a punto de gritar cuando, de repente, un rugido ensordecedor surgió de lo más profundo del bosque El gigantesco Lord Guntern miró aterrado hacia todos lados, se incorporó y salió corriendo, dejando a Duna en aquel lugar, incapaz de mover un solo músculo. En ese momento descubrió dos luceros entre los árboles que parecían vigilarla; se arrastro para alejarse de ellos, pero también empezaron a avanzar. Aquello no eran luceros, descubrió Duna, sino dos ojos que la escrutaban desde la oscuridad. Parecían estar esperando su siguiente movimiento para poder devorarla. Era el dragón. Lo sabía sin verlo, y no era como había imaginado… No había ni rastro de la docilidad con la que había fantaseado en tantas ocasiones.
Desesperada, lejos de recordar al gigantesco Lord que le había perseguido hasta allí, profirió un grito cuando las fauces de la criatura salieron de la espesura.
La muchacha se despertó con su propio chillido, con las manos alrededor del cuello, intentado protegerse del dragón que lentamente iba difuminándose en su mente al tiempo que tomaba conciencia de dónde se encontraba.
Un repentino ronquido la sacó de su ensimismamiento Con delicadeza abrió la puerta de su habitación y descubrió a la pobre Aya durmiendo sobre una silla junto a la puerta, haciendo guardia, esperando a que saliese para poder hablar con ella. Duna se sintió culpable y con suavidad la zarandeó para despertarla. Lentamente, Aya fue abriendo los ojos hasta que enfocó a la muchacha y entonces se abalanzó sobre ella y la estrechó entre sus brazos mientras lloraba casi con tantas fuerzas como Duna la noche anterior.
—Lo… lo siento muchísimo, hija mía —sollozaba la mujer—. No pensé que… que fuese a ser así. Perdóname. Por el Todopoderoso, perdóname… Lo siento muchísimo. Mi niña, mi pobre niña… ¿qué he hecho…?
Duna se deshizo con delicadeza de su abrazo y le secó los ojos con las mangas del camisón.
—No llores Aya. Sé que lo has hecho pensando en mí. No puedo negar que me haya dolido, pero no sirve de nada lamentarse.
De nuevo Aya rompió a llorar con más ganas que antes.
¡Era injusto! Tendría que estar consolándola a ella, ¡no al contrario!
Sin estar muy segura de lo que debía hacer, ayudó a Aya a bajar las escaleras hasta la cocina, donde la sentó en un taburete y le sirvió un poco de café con un chorrito de leche.
—Ya encontraremos algún modo de solucionar todo este malentendido. Bastará con hablar con…
—¡Lord Guntem no nos escuchará! ¡El trato ya se ha cerrado!
—Pero… pero… si yo no quiero no tengo por qué casarme, ¿verdad? No pueden obligarme.
—Cuando los responsables de la niña hacen un trato de matrimonio con un hombre y este acepta, lo único que queda es elegir el día del enlace.
—¡Eso es injusto! —vociferó Duna, perdiendo la compostura—. Tiene que haber una solución. Yo no soy una mercancía que se pueda comprar o vender… ya no.
Sin poder evitarlo, y aunque lo había intentado hasta ese momento, Duna se dejó llevar por la tristeza y acompañó a Aya en su llanto. Y esta vez fue la mujer quien consoló a la muchacha.
—Solo existen dos formas para no tener que casarte con él.
—¿Huir? —preguntó Duna esperanzada.
Aya sonrió ante su ocurrencia.
—No, cariño. El hombre, en caso de ser abandonado, tiene derecho a recurrir a la Guardia Real para que persigan a la mujer y le hagan pagar por abandonarle. No. Había pensado en otras opciones. Una difícil, la otra imposible…
La muchacha se separó de la mujer y la miró, intrigada.
—¿Cuáles?
—La primera consiste en que otro hombre pague una cantidad mayor por ti a Lord Guntern; si este se negase, tendrían que batirse en duelo. —Aquello no le pareció nada mal a la muchacha. Con un poco de suerte, el Lord Baboso acabaría con una espada ensartada en el…— La segunda sería que la ley cambiase. Pero eso es imposible. Cambiar una ley no se hace de la noche a la mañana. Harían falta meses o incluso años. Ese mandato lleva vigente en Bereth y en otros Reinos desde hace siglos. Olvídalo.
—¡No! —exclamó molesta—. Esa es la solución. La reina es mujer. Entenderá nuestra situación. ¡Sé que lo hará! Bastara con hablar con ella.
—No debería haberte dicho nada —se lamentó Aya—. Deberías comprender que es imposible. La reina es mujer pero dudo que le preocupen estos problemas, dudo que tenga tiempo para arreglarlo y aún tengo más dudas de que consi gas audiencia con ella. Duna, lo siento de verdad, pero no hay marcha atrás…
—¡Sí que la hay! —volvió a gritar desesperada—. ¡No pienso casarme! ¡Huiré lejos de Bereth! ¡Lejos de Lord Guntern, de la Guardia y de ti! ¡Todo esto es por vuestra culpa! ¡Todo!
Incapaz de reprimir su enfado, Duna tiró al suelo cuanto había sobre la mesa. En ese instante Cinthia apareció en la puerta. Había bajado corriendo las escaleras al oír los gritos.
—¿Qué está pasando? —preguntó asustada.
Duna no le respondió y salió de la habitación golpeándole en el hombro al pasar.
—¡Eh! —se quejó la chica—. ¿Y a esta que le pasa?
—No importa —le contestó Aya ocultando las lágrimas—. Déjame recoger esto. Desayuna y vete a la escuela a toda prisa o llegarás tarde. Di que Duna no irá hoy.
Cinthia se quedó paralizada. ¿Aya no sabía que Duna había sido expulsada? Entonces, ¿a que venía esa discusión?
Duna volvió a encerrarse en su cuarto como hiciera la noche anterior, pero esta vez no lloró. Las lágrimas se le habían terminado antes del alba. Ahora arremetía contra todo lo que encontraba a su paso: baúles, libros, ropa… Nada se libró de la ira desmesurada de la muchacha.
Iría a hablar con la reina, se decía mientras deambulaba de un lado a otro de la habitación dando fuertes pisotones. ¡Desde luego que iría! Y si no conseguía audiencia, se escabulliría para entrar hasta los mismísimos aposentos reales para que la escuchase. No iba a permitir que una anticuada ley la obligase a contraer matrimonio con alguien a quien, en una sola tarde, había llegado a aborrecer.
Y si eso no funcionaba, huiría. Sí. Esa era una buena idea: escaparía de Bereth y de sus absurdas leyes en busca de un lugar mejor. Correría mil aventuras. No necesitaría nada más que…
Duna se sentó en la cama. Estaba agotada. No podía irse, ¿en qué estaba pensando? No podía dejar a Aya sola. Además, no disponía de dinero suficiente ni para llegar al reino más cercano que no estuviese en guerra con Bereth.
Siguió dándole vueltas al asunto hasta que oyó cómo llamaban a la puerta principal, en el piso inferior. Intrigada por la inesperada visita, salió de su cuarto y se asomó a la barandilla para espiar. La muchacha se quedó de piedra cuando Aya abrió la puerta a un uniformado cartero real que se cuadró ante la mujer y después dijo a voz en grito:
—Tengo órdenes de entregar la siguiente correspondencia a Ayanabia Azuladea Socres.
Duna dio un respingo, pues temía las palabras que pudiera contener aquella carta. Aya se presentó ante el cartero y este le entregó el sobre lacrado. Después, el hombre hizo una inclinación y se despidió.
Duna bajó las escaleras como un torbellino en cuanto la puerta se cerró y le arrebató el sobre a la mujer antes de que esta pudiese siquiera abrirlo.
—¡Pero qué te pasa! —gritó enfadada la mujer—. ¡Duna devuélveme esa carta ahora mismo!
—No… no puedo —se limitó a contestar ella sin saber que hacer con la prueba del delito.
—Duna Azuladea, te digo que me la des ahora mismo ¡Obedece!
Se encontraba en un callejón sin salida. La pared a su espalda y Aya en frente, cada vez más cerca… ¡No tenía escapatoria!
—Se me olvidó contarte algo que… —intentó disculparse Duna sin saber muy bien cómo.
—¿De qué hablas? ¡Dame la carta, Duna! Me estoy empezando a enfadar.
En un intento desesperado por escapar, la muchacha se arrojó al suelo para pasar por debajo de las piernas de Aya pero esta la interceptó y le quitó el sobre de las manos.
—¡Déjame que te lo explique antes!
Aya no le hizo ningún caso. Sacó la carta y se puso a leer mientras la muchacha empezaba a reptar por un lado para escapar de allí. Los ojos de Aya recorrieron cada línea de la circular unas cuantas veces antes de asimilar todo su contenido.
Duna empezaba a incorporarse cuando Aya pegó el grito.
—¡¿Qué… demonios… es… esto?!
Duna se levantó sabiendo que estaba todo perdido.
—No fue culpa mía… —balbuceó—. La maestra empezó a gritarme y a amenazarme con la vara si no le obedecía. Yo simplemente salí corriendo.
—¡Saliste corriendo después de desobedecerle, insultarle y replicarle! —enumeró Aya leyendo la carta—. Duna, estás citada para una audiencia.
La muchacha la miró aturdida. Aya volvió a leer la carta:
—Han preparado el juicio para dentro de unas horas. Debes presentarte en el Palacio Real antes del mediodía.
—Pero… ¿un juicio? —murmuró Duna—. ¿Tanto lío por una pataleta de colegio?
Aya se sentó en una silla próxima y respiró hondo.
—Ya sabía yo que algún día no se limitarían a amonestarte No es solo una pataleta, Duna. Llevas buscándote problemas con esa mujer desde principio de curso.
—¡Pero es culpa suya!
—Deja ya de echarle la culpa a los demás y asume de una vez la responsabilidad de tus actos. Vístete. Nos vamos enseguida.
Duna subió las escaleras como si llevase granito en los pies y un nudo en el estómago. Por fin conocería el interior del palacio, como tantas veces había soñado.
Ahora no le parecía más que una cruel pesadilla.
Cuando llegaron a las escaleras de piedra que ascendían hasta el portón del palacio, Aya le colocó adecuadamente el vestido a Duna para después hacer lo mismo con el suyo.
—Déjame hablar a mí —le avisó la mujer mientras subía los primeros escalones.
Duna avanzó unos pasos por detrás de Aya hasta que llegaron frente a la puerta, donde se apostaba con mirada severa el mismo soldado de la vez anterior.
—¿Quién va? —preguntó con voz autoritaria.
—Tenemos una citación Real —le explicó Aya al tiempo que le entregaba la carta.
El guardia la leyó por encima y, sin decir una sola palabra, les permitió el paso abriéndoles él mismo la puerta. Duna captó un destello de burla en sus ojos cuando pasó a su lado.
La puerta se cerró tras ellas y un criado apareció por el otro extremo del recibidor ataviado con un jubón rojizo y unos calzones marrones que le llegaban hasta las rodillas. Aya le entregó la carta y, después de leerla, les pidió que le acompañasen.
Sin separarse del hombre, Aya y Duna recorrieron el vestíbulo principal hasta las enormes escaleras que subían al siguiente piso. Allí giraron a la izquierda hasta llegar a una puerta, donde el criado se detuvo.
—Aguardad aquí hasta que os llamen para pasar —les dijo antes de llamar con suavidad a la puerta y entrar en la sala.
Duna, a pesar de las circunstancias, no dejaba de mirar embelesada cuanto le rodeaba. De modo que así era el gran Palacio por dentro, se decía admirando los cuadros que cubrían las paredes, las majestuosas vidrieras de las ventanas y las sempiternas alfombras que revestían los pasillos.
De pronto, una voz grave surgió de la sala:
—Duna Azuladea, adelante.
La muchacha empujó la puerta y entró, nerviosa y angustia da por lo que sucedería. Aya hizo ademán de seguirla pero la misma voz, que provenía de un hombre barbudo y con cara de pocos amigos sentado sobre una enorme butaca, se lo impidió.
—Solo la muchacha. Vos podéis volver a casa. Más tarde podréis preguntarle a la joven lo que haya acontecido.
Aya asintió dócilmente y, dedicándole una mirada de compasión a Duna, regresó por el pasillo junto al criado que las había acompañado hasta allí.
La muchacha tragó saliva intentando parecer tranquila. De un vistazo recorrió la sala y pudo comprobar que junto al hombre que había hablado, situado en el centro de una larga mesa, se encontraban la maestra de Duna, que sonría maliciosamente, un hombre al que no había visto en su vida y un escribano que tomaba nota con una pluma.
Era una sala de altísimos techos, sin más ornamentación que algún que otro escudo de Bereth labrado en la piedra. Del techo colgaba una magnífica lámpara de araña con montones de cristales que refulgían con los rayos de luz que atravesaban los ventanales laterales. Sus bombillas, al menos diez en total se encontraban en ese momento apagadas. Tras la mesa donde se sentaban los allí presentes había un espléndido tapiz que cubría toda la pared y en el que estaban representados con colores únicos los acontecimientos más significativos de la historia del reino: las victorias del ejército, las bodas reales, la batalla contra los últimos dragones…
En mitad de la sala, frente a la enorme mesa del jurado, había una silla en la que Duna supuso que debería sentarse.
—Duna Azuladea. Padre, desconocido. Madre, esclava —leyó de un pergamino el mismo hombre de antes, quien parecía ser el juez—. Hija adoptiva de Ayanabia Azuladea Socres. Diecisiete años. Estudiante de último curso en la Escuela del Este. —En este punto su maestra pareció sufrir una terrible jaqueca. Ojalá no fuese fingida, pensó Duna—. Está acusada de haber insultado, gritado y desprestigiado a su maestra, la aquí presente Lady Soriana Tutelly.
Cuando terminó de leer, enrolló el pergamino y miró fijamente a Duna.
—Tomad asiento, Duna Azuladea —le ordenó señalando la silla de madera.
Duna hizo lo que le indicaba y se quedó esperando a que diesen comienzo las acusaciones. Esperaba que no fuesen a durar demasiado. Los jueces comentaron algo en susurros y después volvieron a mirar a la muchacha.
—Hemos leído los cargos que se te imputan —dijo el hombre—. ¿Tienes algo que añadir?
Lo primero que pensó Duna, antes de decir nada, fue que estaban siendo bastante groseros pues ni siquiera se habían presentado. Por supuesto, no dijo nada y, viendo que la batalla estaba perdida de antemano, se limitó a negar con la cabeza.
El otro hombre sentado a la mesa se ladeó hacia el juez y le susurró algo al oído. Después volvió a mirar al frente.
—Creo que tienes toda la razón, Duna Azuladea. —La muchacha le miró sin comprender—. No nos hemos presentado y eso es una falta grave de descortesía. Mi nombre es Sir Carroll, a Lady Soriana ya la conoces y el caballero que se sienta a mi derecha es Ninfunae Sermé, maestre Sentomentalista.
Duna, que se había quedado asombrada cuando Sir Carroll había empezado a hablar, lo comprendió todo: Ninfunae había escuchado sus pensamientos y le había hecho partícipe de ellos al juez. Una capacidad muy útil en los juicios la de aquel sentomentalista, pensó la muchacha. Pero, al momento, miró al maestre reprimiendo su pensamiento, este la miró un segundo y después le guiñó un ojo. Duna se relajó. Parecía buena persona.
—Entonces, Duna Azuladea —continuó Sir Carroll—, ¿estás completamente de acuerdo con los cargos?
Más tranquila, la muchacha dijo:
—En parte sí y en parte no…
—Explícate —le espetó malhumorada la maestra.
Duna tragó saliva y dijo:
—No fue mi intención insultar a Lady Soriana. Cada día, cada vez que hacemos algo mal, la maestra nos atiza con su vara de madera. Y aunque nosotras no lloremos, nos hace mucho daño. —La maestra se revolvió en su asiento—. No soy quién para juzgar si es una buena o una mala manera de enseñar, simplemente me cansé de recibir golpes y me rebelé. Pido disculpas por ello.
Duna meditó cada palabra antes de pronunciarla. Y, aunque en el fondo estaba tan enfadada con aquella mujer que se habría desahogado gritándole todos los insultos que se agolpaban en su mente, no lo hizo a sabiendas de que aquello empeoraría mucho su situación. Como un acto reflejo, miró de refilón al sentomentalista, quien parecía asentir casi imperceptiblemente. Duna se ruborizó.
—Esta vez tus disculpas no te servirán de nada —le amenazó la maestra, impertérrita.
Sir Carroll volvió a tomar la palabra:
—Según tenemos entendido, esta no ha sido la única vez que has demostrado tu mal comportamiento, Duna Azuladea. Al parecer has llegado tarde la mayoría de los días, no has cumplido tus tareas con diligencia y te has enfrentado a todas las maestras que has ido teniendo a lo largo de tus años en la escuela.
—¡Pero es que no enseñan más que tonterías!
Los tres adultos se quedaron boquiabiertos; incluso el escribano dejó la pluma en el tintero y la miró tan sorprendido como el resto. Duna se llevó las manos a la boca pero ya era demasiado tarde.
—¡Lo ha vuelto a hacer! ¿Qué os dije? ¡Es incorregible! —comentó la maestra, la primera en recuperarse de la sorpresa.
—¡Duna Azuladea! —exclamó Sir Carroll—. ¿Cómo osas hablarnos de ese modo?
Lady Soriana asintió con la cabeza, sonriendo y agradecida de que le diesen la razón.
—Lo siento, ha sido sin querer…
—Nos has demostrado que no puedes contener tu lengua. Pensábamos retirarte el castigo. Queríamos que este fuese tan solo un aviso, pero ahora… —Duna le miró suplicante y asustada—, no tendremos más remedio que tomar medidas.
—Quedas expulsada de la Escuela del Este, Duna Azuladea —dijo la maestra, pronunciando el nombre con burla y sin ocultar su satisfacción.
Duna miró desesperada a los otros dos jueces, pero el sentomentalista se limitó a negar con la cabeza y a bajar los ojos mientras Sir Carroll asentía firmemente.
—Tu maestra tiene razón. Estás expulsada de la Escuela.
—¡Pero entonces no podré terminar mis estudios! —exclamó la muchacha poniéndose en pie—. ¿Qué voy a hacer ahora?
—Haberlo pensado antes, niña. Quizá te vaya mejor con los gorrinos… —respondió la mujer. Duna empezó a sollozar.
—Dadme otra oportunidad. ¡Os lo suplico! No lo hagáis por mí, hacedlo por la pobre Aya. Imaginad el disgusto que tendrá…
La maestra no pareció enternecerse ni un ápice, pero los otros dos hombres se miraron algo preocupados.
—Quizá exista otra solución —comentó entonces Ninfunae, el maestre sentomentalista. Su voz había sonado tan suave y melódica como la música. Sin levantar la voz había conseguido que todos le mirasen y dejasen de hablar.
—Para que pueda seguir con su último año de formación…
—¡Hemos decidido expulsarla! —saltó la maestra, rompiendo el hechizo que había creado Ninfunae. El sentomentalista la miró una sola vez y esta bajó la cabeza, abochornada.
—Como iba diciendo, para que Duna pueda seguir con su formación quizá no sea necesario que lo haga en la Escuela.
—Si no es en la escuela, ¿dónde propones que lo haga, Ninfunae?
—Aquí.
—¿Aquí? —preguntaron Duna, Sir Carroll y la maestra al unísono.
—Sí, aquí. En el Palacio. ¡Qué mejor sitio para aprender a comportarse como una dama que en el mismo palacio Real, rodeada de la elegancia y de los modales más cuidados del reino!
Sir Carroll meditó la idea unos segundos antes de decir nada. La mente de Duna ya elucubraba por su cuenta cómo sería pasar el resto del año en aquel Palacio con el que tantas veces había soñado despierta.
—De acuerdo —contestó el juez. Lady Soriana le miró con cara de sorpresa. Fue a decir algo pero por algún motivo inexplicable, y por segunda vez en la vida, guardó silencio—. Duna Azuladea, te condeno a terminar tus estudios como dama de Bereth en el Palacio Real.
El corazón le dio un vuelco en el pecho.
—Gra… gracias —tartamudeó—. Muchísimas gracias.
Tras decir esto, los tres adultos del jurado, junto con el escribano, se pusieron en pie.
—Puedes irte, Duna Azuladea. Mañana preséntate a las puertas del palacio al alba. No llegues tarde.
—No llegaré tarde, señor —contestó la muchacha, radiante. También le dio las gracias en silencio al Maestre. Sabía que la estaba escuchando.
Después desaparecieron tras el enorme tapiz y Duna salió al pasillo.
Mientras se dirigía a la puerta principal, pensaba en cómo sería su vida a partir de aquel día. ¡Iba a trabajar en el palacio! Montones de chicas darían el pellejo por estar en su lugar. Y lo mejor de todo era que no tendría que volver a ver a la bruja de Lady Soriana nunca más. Duna jamás olvidaría su gesto de crispación al escuchar la sentencia. Se echó a reír mientras bajaba las escaleras principales hacia el vestíbulo.
Iba tan distraída que no pudo esquivar a la persona que en ese momento subía los primeros escalones y con el que tropezó. A punto estuvieron los dos de caer rodando, pero en el último instante él consiguió mantener el equilibrio y agarrar a Duna para evitar el golpe. Mientras se recuperaba del susto, Duna se disculpó:
—¡Cuánto lo siento! No estaba mirando y… —un escalofrío le recorrió la espalda cuando reconoció al caballero.
—No ha sido nada —respondió el príncipe Adhárel soltando la cintura de Duna con suavidad—. ¿Estás bien?
Duna se quedó mirando sus ojos verdes, su sonrisa medio torcida y su revuelto cabello cobrizo.
—Per… perfectamente… gracias… disculpadme —balbuceó ella haciendo varias reverencias seguidas.
—Me alegro —contestó el príncipe sonriendo de nuevo y apartándose de Duna para seguir subiendo la escalera.
Duna se quedó unos segundos más observando el lugar por el que había desaparecido el príncipe.
—Yo también me alegro… —murmuró para sí antes de alcanzar el portón.