4
Un mal día

Duna se desperezó y bostezó un par de veces antes de abrir los ojos. El sol acababa de asomar por el horizonte y un fino rayo de luz se filtraba por las grietas de las contraventanas de madera directo a su almohada.

Volvió a estirarse una vez más, aún tumbada, y después se puso en pie. Anduvo hasta la ventana, abrió los postigos y dejó que el sol inundase la habitación. Hacía una mañana espléndida.

Sin perder un momento hizo la cama y ordenó las pocas cosas que había por el suelo. No tardó en oír el grito de Aya desde la planta inferior reclamando su presencia y la de Cinthia.

—¡Bajad ahora mismo! ¡Además de perder el tiempo en la escuela no quiero que lleguéis tarde!

Siempre la misma cantinela, pensó Duna. ¡Cuánto sufrimiento le habrían ahorrado a la vieja Aya si ninguna de las dos estuviese obligada por ley a asistir a la escuela cada mañana!

Cogió la cesta que había debajo de la cama y que contenía un par de libros y pergaminos y bajó corriendo a la cocina, donde ya estaba su compañera.

—Buenos días —saludó sentándose junto a Cinthia. Esta le respondió con un gruñido apagado y un bostezo.

Aya les sirvió un plato con gachas a cada una y se sentó en un tercer taburete que había junto a la mesa de la cocina.

—¿Lleváis todos los libros? No quiero que ninguna tenga que volver a casa cuando ya estéis en la ciudad —dijo echando una significativa mirada a Cinthia—. En cuanto termineis, volvéis directas a casa, hay mucho trabajo que hacer y ademas…

Las dos chicas dejaron de comer y la miraron, intrigadas.

—¿Además qué? —preguntó Duna.

—Eh… nada. ¡El granero, que está hecho una porquería!

Duna se quedó mirando pensativa a la rechoncha Aya, quien al instante se puso en pie y fue a servirse un vaso de agua.

—Vamos Duna, ya he terminado —anunció Cinthia.

La muchacha tomó una última cucharada de gachas y cogió su cesta antes de salir por la puerta. Estaba intrigada por lo que Aya les ocultaba.

Caminaron sin dirigirse apenas la palabra, cada una sumida en sus pensamientos. Tras llegar al riachuelo, salvarlo y recorrer la mitad del prado, Duna se sintió más despierta y preguntó:

—Oye, ¿qué crees que nos iba a decir Aya?

Su amiga parecía despistada. Se entretenía soplando un diente de león.

—Ya la oíste: ¡el granero está hecho una porquería! —dijo, imitando la voz y la pose de la mujer.

Duna no pudo evitar reírse aunque no le convencía en absoluto la explicación.

No sé, tal vez… tal vez… —incapaz de encontrar una respuesta, Duna terminó por rendirse—. Quizá el granero esté verdaderamente sucio.

—¡Eso se debe a todo el tiempo que pasas allí! —bromeó Cinthia.

Casi habían alcanzado el portón de la muralla cuando unas campanas redoblaron a lo lejos.

—¡Ay, no! ¡Llegamos tarde! —advirtió Duna echando a correr junto a Cinthia.

La escuela del reino se encontraba dividida en dos edificios situados cada uno en un extremo de la ciudad: uno al Este y el otro al Oeste. El primero de ellos había sido construido con piedras blancas talladas hasta la perfección. Representaba la feminidad, la elegancia y el pensamiento frente a los actos, o, al menos, así había sido en sus comienzos.

Era un edificio sin apenas adornos, de altura considerable y con un tejado en punta donde una bandera negra ondeaba con una lechuza y una pluma tejidas en blanco sobre ella. Solo las mujeres tenían permitido el acceso y todo hombre que cruzase la verja que lo separaba del resto de la ciudad era inmediatamente enviado al calabozo del palacio sin contemplaciones ni juicios previos.

El segundo edificio, situado al oeste de la ciudad y diametralmente idéntico al del Este, estaba construido con piedras parduscas y simbolizaba la figura masculina, la fuerza, el honor, las leyes y la virtud del valor. Al igual que el edificio femenino, este tenía la misma forma y su tejado estaba coronado por una bandera blanca en la que estaban hilvanados una espada y un tintero en colores oscuros.

Sus banderas, una oscura con dibujos claros y la otra clara con dibujos oscuros, representaban la unión de las dos escuelas. Pues, al igual que el hombre nada podía hacer sin la mujer —a pesar de las creencias de algunos—, la mujer tendría serias dificultades para sobrevivir sin el hombre. Se necesitaban y se apoyaban el uno al otro. Y, para que ninguna de las dos escuelas lo olvidase jamás, se habían establecido una serie de actividades realizadas en el edificio del Este y otras en el edificio del Oeste sin las que la otra escuela no podría sobrevivir. Así pues, la escuela femenina debía suministrar a la masculina la tinta, y ellos a ellas los pergaminos. Sin una cosa no podían utilizar la otra. Cada mañana, antes de que tañeran las campanas que anunciaban el comienzo de las clases, un alumno de cada escuela cargaba un carro con la tinta y con los pergaminos, respectivamente, y lo llevaba hasta la puerta trasera de la otra escuela.

Duna y Cinthia corrieron por la calle principal hasta la Gran Plaza, donde tomaron una calleja que las llevaría directas a la escuela del Este. Los comerciantes y artesanos abrían sus tiendas en esos momentos y, a cada segundo que pasaba, las dos muchachas tenían que esquivar a más berethianos. Para cuando alcanzaron la verja de hierro que rodeaba la torre, las campanas ya habían dejado de sonar y las últimas alumnas rezagadas corrían con los faldones recogidos a refugiarse en el interior del alto edificio.

Haciendo un último esfuerzo, llegaron a la puerta justo antes de que una de las Maestras la cerrase.

—Llegáis tarde —les recriminó la mujer mirándolas con desprecio—. Siempre igual, señoritas. Daos prisa en llegar vuestras respectivas aulas.

—Sí, señora. Sí, señora —respondieron inclinando levemente la cabeza antes de echar a correr escaleras arriba.

La torre estaba compuesta básicamente por una escalera de caracol que llegaba hasta el último piso y las diferentes aulas iban apareciendo en los descansillos de cada piso, donde se impartían las clases. Eran poco espaciosas y algunas de las alumnas que llegaban tarde tenían que quedarse de pie el tiempo que durase la lección por falta de sitios libres.

Duna y Cinthia corrieron juntas hasta el tercer descansillo donde Cinthia se detuvo, recuperó el aliento y llamó a la puerta ya cerrada.

—Te espero a la salida —le susurró Duna antes de seguir subiendo la escalera.

Su amiga asintió y entró en el aula, donde le recibió una buena reprimenda.

Duna llegó a su piso unos segundos más tarde, se secó las gotas de sudor de la frente y después llamó a la puerta. No recibió contestación pero oyó cómo se apagaban los murmullos en el interior.

Con delicadeza, intentando que la puerta no chirriase demasiado, accedió a la pequeña habitación donde un montón de ojos mordaces se giraron para mirarla.

—Otra vez tarde —advirtió la profesora sin levantar la voz. Se acercó a ella con una vara de madera en la mano izquierda y una mirada inescrutable.

Duna sabía lo que tocaba; inclinó la cabeza y extendió la mano derecha. Al instante escuchó la fugaz sacudida de la vara sobre su mano y sintió el dolor penetrante que le recorrió el brazo. Hizo un esfuerzo por impedir que el dolor se reflejase en su rostro.

—Siéntate —ordenó la maestra, regresando a su mesa.

La chica obedeció, tomó asiento en uno de los pocos pupitres libres que quedaban y sacó los libros de la cesta.

—Como decía antes de que fuese interrumpida —la maestra miró a Duna de soslayo y con desprecio—, ya deberíais conocer, a estas alturas, todo lo necesario para convertiros en mujeres plenamente adultas. Vosotras, queridas, sois las damas del futuro. Las mujeres que esperarán en casa a sus valerosos maridos y cuidarán de sus hijos hasta que se conviertan en aguerridos caballeros a las órdenes del reino.

Duna, incapaz de reprimirse, no pudo evitar chasquear la lengua al escuchar lo que a ella le parecían arcaicas sandeces.

—¿Tienes algo que añadir? —le preguntó la maestra con un tono gélido.

—No —respondió Duna bajando la mirada.

—Tal vez te gustaría compartir con el resto de compañeras tus opiniones.

Duna, imaginando lo que vendría a continuación, no quiso caer en la insinuación y negó con la cabeza.

—No tengas miedo, estamos aquí para escucharnos entre nosotras —insistió con creciente ironía.

Duna no quería. No debía dejarse engañar. Sabía lo que pasaría si comentaba en voz alta su opinión, sin embargo…

—Opino… —terminó balbuceando Duna— que los lemas de esta escuela se han debido de perder por el camino, maestra. Ya no se habla de mente sobre fuerza y actos…

—¿Ah, no? —le interrumpió la mujer, asombrada pero sin dejar de sonreír.

—No —respondió ella envalentonándose—. Ahora se habla de cómo fregar, zurcir y remendar los harapos que nos traerán nuestros maridos, Maestra.

—¿Y… no te gusta eso? —preguntó esta, esforzándose por no dejar traslucir su enfado—. ¿Es eso?

¡Desde luego que no me gusta! —Se giró hacia el resto de sus compañeras—. ¿Acaso a vosotras sí? ¿Queréis convertiros en las esclavas de vuestros maridos?

Las alumnas comenzaron a murmurar y a opinar, algunas escandalizadas, las otras, divertidas.

La maestra se dio cuenta de que estaba perdiendo el control de la situación y corto por io sano.

—¡Basta! ¡No quiero escuchar más sandeces, niña malcriada!

Las alumnas guardaron silencio, pero no Duna.

—¿Perdón?

—¡Ya me has oído! ¡Explícame por qué tengo que aguantar día tras días tus impertinencias!

—¡Fuisteis vos quién me preguntó! Yo no quería y…

—Cállate. Déjame que te diga una cosa, Duna Azuladea —dijo, escupiendo su nombre—. No mereces la suerte que tuviste en el pasado. Habría sido mejor para todos que te hubieses quedado con tu madre.

Duna sintió que las palabras se clavaban en su alma ¿Cómo podía ser tan ruin? Era cierto que desde el comienzo del curso la maestra y ella habían tenido tantas confrontaciones como días había asistido Duna a clase, pero esta vez ella no había tenido la culpa de nada. ¿Cuándo aprendería a morderse la lengua?

—Lo… lo siento… —balbuceó Duna.

Pero la mujer no iba a dejarla escapar tan fácilmente pudiendo humillarla frente al resto de alumnas. ¿Lo habría preparado de antemano?

—No he terminado. Tu presencia aquí es una pérdida de tiempo. —El resto de alumnas rieron el comentario y la mujer se envalentonó, elevando el tono de voz—. Desde el principio supe que no llegarías a nada. Desde pequeña mostraste nulas aptitudes para llegar a ser algo más que una simple campesina y una criadora de cerdos. Jamás llegarás a convertirte en una mujer de verdad y nunca encontrarás un hombre que pague por casarse contigo.

Eso era lo último que Duna podía soportar. Lentamente, levantó los ojos de su pupitre y desafió con la mirada a la maestra, quien sonreía victoriosa jugueteando con la vara.

—Quizás no quiera venderme a ningún hombre. Tal vez espere que regresen los tiempos en los que la mujer era algo más que una criada que se pueda exhibir. Y es muy probable —añadió sonriendo maliciosamente—, que viva rodeada de cerdos porque en ocasiones son más fáciles de tratar que algunas personas.

Las alumnas rompieron a reír mientras la maestra fulminaba a Duna con la mirada.

—Eres… tan insolente —dijo avanzando hacia su pupitre—. Extiende la mano, niña. Cuando acabe contigo no podrás ni rozarla con una pluma.

La chica, cansada de recibir cada día un varillazo tras otro en sus doloridas manos, se puso en pie y se encaró a la Maestra.

—¡No!

—¿Qué…? ¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó la profesora, sorprendida y furiosa al mismo tiempo.

—No dejaré que vuelva a pegarme —respondió Duna.

La maestra dio otro paso hacia ella sin bajar la vara. El resto de la clase guardó silencio.

—Extiende las manos.

A pesar de que sabía que desobedecer solo empeoraría las cosas, Duna se negó a hacerlo. Se sentía tan furiosa que no podía contenerse.

—¡Extiende los brazos, maldita niña! —gritó desesperada la profesora.

—No lo haré mientras no bajéis la vara —contestó en el mismo tono de voz.

La profesora profirió un grito de furia y descargó la vara contra Duna, quien tuvo los reflejos suficientes como para apartarse de su trayectoria en el último instante. La vara golpeó el pupitre y se partió en montones de astillas que salieron volando por los aires y se esparcieron por toda la habitación mientras las alumnas gritaban asustadas.

—¡Fuera de mi clase! —siguió vociferando la maestra, perdiendo la poca compostura que le quedaba—. ¡Fuera! ¡No quiero volver a verte nunca más aquí! ¿Me oyes? ¡No vuelvas a pisar esta escuela jamás! ¡Nunca!

Duna esquivó los pupitres de sus compañeras y corrió hasta la puerta. Tras salir, la cerró de un portazo y bajó corriendo las escaleras mientras la maestra se asomaba a la barandilla y rompía en sollozos desesperados y maldiciones contra ella. El resto de alumnas y profesoras de otras clases salieron de sus aulas para ver qué sucedía, pero para entonces Duna ya se alejaba del lugar.

Corrió por las callejuelas hasta llegar casi a la otra punta de la ciudad, desde donde se divisaba la escuela de los hombres.

—Al menos la mitad de nosotros recibe una educación digna —murmuró para sí desganada al tiempo que pateaba una piedra.

No podía volver a casa hasta que terminasen las clases o Aya le preguntaría la razón. Terminaría enterándose, era inevitable, pero intentaría prolongar el momento todo lo posible Así pues, enfiló una de las sinuosas calles que llevaban a la plaza central y allí se quedó, sentada en el borde de la fuente, contemplando el ir y venir de los aldeanos.

Lo bueno de vivir tan alejadas de la ciudad, pensó Duna, era que nadie la reconocería ni le preguntaría por qué no estaba en la escuela. Al fin y al cabo, solo le quedaba un año para no volver a pisar aquel lugar infernal… o quizá ya ni eso…

Enterró la cabeza entre las manos, controlando el repentino sentimiento de culpa que le sobrevino. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Tendría razón la maestra? ¿Pasaría el resto de su vida criando cerdos en casa de Aya? Cinthia encontraría un hombre, se casaría con él y posiblemente no tendría que volver a pisar un solo granero en toda su vida. Y, sin embargo, ella… ¿Quién se fijaría en una porqueriza sin modales, educación ni dinero? ¡Ella quería viajar! No, ¡lo necesitaba! Bereth se le quedaba más pequeño cada día. Había tanto por descubrir, tanto por ver que se le revolvía el estómago con solo pensar en pasar el resto de su vida allí.

No pudo reprimir el débil lamento que escapó de su garganta. Había metido la pata hasta el fondo. La cosa nunca había llegado a tanto.

De pronto, el alarido de una mujer desgarró la tranquilidad de la plaza y Duna levantó la mirada para descubrir su origen. La causante de aquel alboroto era una mujer de avanzada edad, menuda y con el pelo alborotado, que acababa de entrar corriendo en la plaza. Duna la reconoció al instante; se trataba de Marión, la loca del pueblo.

Algunos berethianos corrieron a socorrerla y a preguntarle qué le ocurría. A falta de nada mejor que hacer, Duna les siguió para enterarse ella también.

—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto de nuevo y ha atacado! —vociferaba la mujer haciendo aspavientos con las manos.

—¡Cálmate Marion! —dijo un hombre robusto mientras la abrazaba con fuerza—. ¿Qué te ocurre?

—¡Suéltame! —la mujer se deshizo del abrazo—. Sé que creéis que estoy loca, ¡lo sé! Pero no es así… —De pronto, se puso a susurrar—: Lo creéis, sí, pero yo sé que no es cierto… Lo sé…

—¿Y ahora qué le pasa? —quiso saber una mujer que acababa de llegar con un saco de legumbres.

—¡Ha vuelto a atacar! ¡Cada vez está más cerca!

Duna iba a darse la vuelta, cansada de tantas incongruencias, cuando la mujer volvió a gritar:

—¡El dragón! ¡Ha regresado!

Los allí congregados se apartaron repentinamente como si la mujer hubiese soltado mil demonios por la boca. La muchacha se giró, curiosa, y volvió a acercarse.

—¿Quién lo ha visto? —preguntó una mujer.

—¿Dónde lo han visto? —quiso saber un hombre.

—¿Ha matado a alguien?

—¡En la linde del bosque! —explicó Marión sin dejar de alisarse el grasiento cabello de manera compulsiva—. ¡Más cerca de las murallas de lo que nunca antes se le había visto!

—¿Cómo sabemos que no mientes, vieja chiflada? ¡Los dragones están muertos! ¡El rey acabó con el último! —le recriminó uno de los hombres más viejos allí reunidos apoyado en un bastón.

—¡Yo nunca miento! —y en susurros siguió diciendo—: Yo nunca, nunca, jamás, nunca miento… No, no, Marión no miente. Ella solo dice la verdad.

Duna tuvo que acercarse aún más para comprender sus palabras, que ahora surgían de su boca en un torrente ininteligible:

—Miovejahamuerto​yyonoséyaqueharé. Eldragónlahamatado. Yolohevisto,hoyporlanoche,montañasobrepatasderoca​yelbosqueensusojos.Meescrutaron,meescrutaron​yyosentíque​meestudiaba.Corrítoda​lanochesin​detenerme,dejandoatrás​amiovejahastallegaraquí,hastallegaraquí,hastallegar…

La voz de la mujer se desvaneció entre los murmullos de los que la escuchaban, quienes se mostraban tan asombrados como Duna.

—¡Ya está bien! —prorrumpió de pronto la voz de un Guardia Real que acababa de llegar a la plaza—. ¿Qué sucede aquí?

—¡El dragón ha regresado! —gritó la mujer de las legumbres.

—¡Es cierto! ¡Ella lo ha visto! —le aseguró el hombre.

—Esta mujer está loca —replicó el Guardia—. No dice más que tonterías.

—¿Por qué el príncipe no hace algo? —inquirió otra mujer—. ¿Por qué no lo ha cazado todavía?

—¡Eso! ¡Eso! —le apoyaron los demás.

El Guardia tragó saliva, incómodo, y después agarró a la vieja Marión por el brazo. Esta se aferró a él con la mirada perdida mientras balbuceaba palabras sin sentido.

—¿Adónde la lleváis? —preguntó el hombretón interponiéndose en el camino del soldado.

—Apartaos —el soldado le quitó de en medio de un empujón—. La llevo adonde puedan tratar su demencia. No os quedéis parados. Ya no hay nada que ver aquí. ¡Vamos, dispersaos!

Duna vio cómo se alejaban y después cruzó la plaza en dirección opuesta, hacia el portón de la muralla.

El misterio del dragón de Bereth se remontaba a varios años atrás. Duna todavía no había nacido cuando un aldeano juró ver con sus propios ojos cómo, durante una fría noche de invierno, una montaña devoraba un ciervo en lo más profundo del bosque. Al principio, como siempre ocurría en estos casos, nadie le creyó. Pensaron que había bebido demasiado y que no estaba en sus cabales. Él juró y perjuró que lo que había visto era tan cierto como que el sol salía por el este.

El altercado se olvidó al poco tiempo y nadie más volvió a mencionarlo hasta que, unos meses después, una mujer llegó gritando de terror a la ciudad, hablando de una criatura que le había estado persiguiendo hasta la linde del bosque. Solo era capaz de recordar dos enormes ojos llameantes en la oscuridad, como dos fuegos fatuos siguiendo sus pasos muy de cerca.

De nuevo, los berethianos se burlaron de ella y le dijeron que podría haber sido cualquier otra bestia del bosque. Fue necesario que un grupo de hombres armados con utensilios de labranza se internasen en el bosque aquella misma mañana en pos de la misteriosa criatura, para descubrir varios cadáveres de venados, pájaros y otros animales desgarrados y apilados en claro en el corazón del bosque. Aquello no podía haberlo hecho un animal normal, admitieron. La criatura culpable de aquella carnicería debía de medir varios metros de longitud y ser tan alto como un árbol para haber terminado con todos aquellos animales con semejante brutalidad y fiereza.

Desde entonces, los chismorreos acerca del monstruo se extendieron y crecieron por toda la región hasta dar forma al temible dragón. Aunque nadie lo había llegado a ver, siempre hablaban de aquellos ojos llameando en lo más profundo del bosque y del inmenso cuerpo que se adivinaba en las sombras.

Los más valientes organizaban batidas por las mañanas y por las noches para intentar capturarlo. Pero sus intentos fueron estériles. El dragón seguía sin ser cazado y los aldeanos de Bereth, a pesar de que el monstruo nunca había hecho ningún daño a un humano, estaban cada día más aterrados. Algunos incluso habían llegado a mudarse al interior de las murallas en cuanto tuvieron oportunidad.

No en vano, resultaba irónico que el valeroso Amadís de Forestgreen hubiese cambiado el anterior blasón, dos rosas cruzadas, por el del dragón tras dar muerte al último de ellos. Algunos berethianos creían que era eso lo que había llevado al dragón hasta Bereth, y pedían que volviesen a sustituirlo por las dos flores. Pero, por supuesto, la Casa Real obvió aquellos comentarios.

Duna intentaba con todas sus fuerzas no creer aquello: un dragón, allí, ¡en Bereth! ¡Imposible! ¿Cuánto tiempo hacía que se habían extinguido? ¿Cincuenta años? ¿Tal vez más? ¿Cómo iba a haber uno tan cerca de la casa de Aya? Con solo internarse en el bosque podría toparse con él y después…

—¡No! —se dijo Duna ya fuera de la muralla.

No iría a ninguna parte. No se internaría sola en los bosques, ni mucho menos intentaría encontrar al dragón. Principalmente porque, como se repetía una y otra vez, el dragón no existía.

Pero sería tan maravilloso que existiese, que ella fuese capaz de descubrirlo. Fantaseaba tantas veces con entablar contacto con la criatura, con que le permitiese surcar los cielos su lomo, con que la ayudase a escapar de allí y pudiese ver los otros reinos…

Furiosa por sus desvarios, intentó dar una patada a una piedra que había junto a la orilla del río pero trastabilló, perdió pie y cayó rodando a las aguas.

—Lo que me faltaba… —suspiró enfadada mientras peleaba con el fangoso lecho del río para salir de él—. ¿Es que hoy nada me va a salir bien? ¿Qué más me puede pasar?

Después de embarrarse completamente el vestido y alcanzar la orilla contraria, consiguió salir y reanudar el camino a casa. En su cabeza solo cabía el mal humor y el temor de encontrarse con Aya. Ya no quedaba ni rastro de bosques, misterios por resolver o dragones que montar.

Unos minutos más tarde, con el vestido y el cuerpo cubiertos por una fina capa de barro seco y el pelo sucio y despeinado, llegó a la verja de la casa. Sin embargo, se detuvo de repente al contemplar un lustroso caballo de pelaje marrón paciendo junto a las flores del jardín de Aya. Sorprendida, Duna se acercó al animal y le acarició el lomo suavemente. El caballo se limitó a observarla un instante, indiferente, y a seguir comiendo el resto de las flores.

—¿Y tú de dónde has salido? —le preguntó Duna, dándole unos suaves golpecitos sobre el enorme cuello.

El animal dio unos pasos hacia la ventana y le dio la espalda a la chica, quien sonrió divertida y después miró hacia la puerta de la casa.

—Así que tenemos visita…

Intentó alisarse el cabello tanto como pudo y después abrió la puerta con sumo cuidado para no hacer ruido. La cerró al entrar y se escabulló escaleras arriba para que nadie la viese con aquel aspecto. Cuando estuvo en su cuarto, se desvistió completamente y se acercó a la palangana que había en el cuarto de baño junto a su habitación para quitarse toda la mugre que la cubría.

Una vez aseada, se puso un vestido nuevo y bajó las escaleras intentando hacer menos ruido que antes, abrió la puerta, salió, dejó pasar unos segundos y después volvió a abrirla diciendo:

—¡Aya! ¡Ya estoy en casa!

La mujer debía de estar reunida en el jardín trasero. Antes de llegar a este, Duna se detuvo para observar al hombre sentado frente a Aya, de espaldas a la puerta. La muchacha no quiso hacerse ilusiones, pero conjeturando la edad del caballero, tal vez Aya hubiese encontrado un sustituto para el difunto señor Azuladea.

Parecía un caballero acaudalado, tal vez un noble. Las botas daban la impresión de ser de piel y el chaleco sobre el jubón parecía tejido con una buena tela. Aunque no alcanzaba a verle de frente, a Duna no se le escapó que le faltaba algo de pelo en la coronilla y que era bastante más bajo que Aya… ¿Pero qué importaba todo eso si a la mujer se la veía tan alegre?

Exhibiendo su mejor sonrisa e intentado olvidar lo ocurrido en la escuela, Duna abrió la portezuela que daba al jardincito y salió. La mujer se giró asombrada al tiempo que dejaba apresuradamente la taza sobre la mesa y corría junto a Duna, saludándola exageradamente y ruborizándose.

—¡Ah, Duna, no te esperaba! —Su sonrisa desapareció en cuanto se situó frente a la muchacha, de espaldas al invitado—. ¿Qué haces aquí tan temprano?

—Hoy la escuela… ha terminado antes —contestó intentando que sonara lo más verosímil posible.

Aya se acercó un poco más al oído de Duna y, mientras le daba un beso, le susurró:

—¿Qué demonios has hecho con tu vestido? ¿Por qué llevas puesto uno diferente? Ya hablaremos después tú y yo. Ahora compórtate como una dama.

—Eso es lo que soy —le respondió, acercándose para saludar al caballero.

Al ponerse en pie, comprobó definitivamente que era bastante más bajo que ellas dos. Mientras se mantuvo sentado, su altura, o mejor dicho, su falta de ella no había resultado tan obvia pero ahora que se encontraba de pie podía apreciar lo cortas que eran sus piernas comparadas con el resto del cuerpo Por otro lado, era endiabladamente guapo. Tenía los ojos oscuros y la nariz recta. Las entradas del cabello no se apreciaban que se peinaba hacia atrás y la media sonrisa que dibujaban sus labios era de las más perfectas que Duna había visto nunca.

No obstante, había algo en él que le hacía desconfiar. Tal vez fuese la forma con que se echaba el pelo hacia atrás o la intensidad con la que la observaba…

—Duna, te presento a Lord Guntern de Loresford —dijo Aya, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

—Mucho gusto —saludó Duna, inclinándose educadamente y apartando la mirada del hombre.

Lord Guntern dio un paso hacia ella y le tomó la mano con suavidad.

—El placer es mío, querida.

Duna esbozó una sonrisa y volvió a desviar la mirada. ¿Por qué le hacía sentirse tan incómoda?

—¿Querrás acompañarnos? —preguntó el caballero indicando una silla libre junto a la suya.

—¡No! —intervino de pronto Aya, sonriendo forzadamente—. Tiene que hacer algunas cosas y no creo que…

—Será un placer, Lord Guntern. —Duna avanzó hasta la silla libre y se sentó, algo más tranquila. Aya estaba muy equivocada si creía que iba a marcharse sin que le presentase oficialmente a su amorío.

—¿Estás segura, Duna? —insistió Aya recriminándola con la mirada y cada vez más sonrojada—. Me ha parecido entender que tenías tareas de la escuela…

—Oh, no, Aya. Debiste entender mal —le contestó ella sirviéndose un poco de té en la tacita de porcelana.

Lord Guntern estaba totalmente absorto. Se limitaba a surtir la taza de Duna de azúcar y a ponerle algunas pastas sobre el platito.

Muy servicial, pensó Duna. El tipo de hombre que Aya necesita.

A disgusto y malhumorada, la mujer volvió a sentarse y a clavarle una mirada airada sin ningún tipo de reparo. Duna simplemente le sonrió.—Y decidme, Lord Guntern, ¿a qué se debe esta inesperada visita a nuestro humilde hogar? —preguntó Duna intentando mostrarse lo más inocente posible.

El caballero, confundido, miró de repente a Aya mientras esta bajaba los ojos, muy interesada repentinamente en las filigranas del mantel.

Verás cuando se lo cuente a Cinthia, bromeó Duna para sí.

—¿No lo sabes, querida? Pensé que Aya te lo habría contado —dijo Lord Guntern sin cambiar el semblante sorprendido.

—¿A mí? —exclamó Duna, dando un sorbito al té—. ¡En absoluto! Aya ha tenido bien guardado este pequeño… secretito.

Lord Guntern soltó una carcajada y Aya tragó saliva, muerta de vergüenza.

—¡Vamos, Aya! —le animó Duna—. ¡Era una broma! ¡Me parece estupendo que no hayas querido contarnos nada! Imagina cómo se habría puesto Cinthia si hubiera descubierto que tienes pareja.

—¿Cómo? —preguntó Lord Guntern.

Aya levantó la cabeza como impulsada por un resorte y la miró con los ojos como platos.

—¿He… he dicho algo malo? —preguntó Duna, ruborizándose.

—Cariño… —dijo Aya.

—¡Cuánto lo siento! —se disculpó la muchacha mirando a Lord Guntern—. Por un momento pensé que vos y Aya… que Aya y vos…

El hombre sonrió comprensivo.

—No soy hombre de dos mujeres, querida.

Duna deseó que se abriese un agujero bajo su silla y el mundo se la tragase.

—Al no ver un anillo en vuestro dedo, supuse que no estabais casado y que…

—¡Y no lo estoy! Al menos por el momento… —Lord Guntern miró a Aya, quien se había quedado con la boca abierta, y después añadió—: Un momento, ¿entonces Aya no te ha dicho nada?

—¿Nada sobre qué? —preguntó Duna desesperada. Primero miró al hombre, después a Aya, y cuando vio que la mujer no decía nada, volvió la vista otra vez hacia el lord.

—Querida Duna —dijo él con una voz tranquilizadora—. Estamos ultimando los detalles de nuestra… unión —añadió caballero alzando la voz unas cuantas octavas en la última parte de la frase. Sus ojos no dejaban de observar a la muchacha.

Duna parpadeó varias veces, incrédula, y después exclamó:

—¡¿Perdón?! —tomó aire—. ¡¿Nuestra… unión?! —volvió a respirar—. ¿Qué unión es esa, si puede saberse?

—La del sagrado matrimonio, ¿cuál si no? —contestó divertido Lord Guntern creyéndose parte de algún tipo de broma.

Duna le fulminó con la mirada y este dejó de sonreír de manera tan necia. Después fijó sus ojos en Aya, que por fin había cerrado la boca. La rabia que había sentido durante el día no podía compararse con lo que la recorría en aquel momento. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¡Aquel enano presumido no se convertiría en el marido de Aya sino en el suyo!

Las bombillas de más, el ajetreo de la mujer durante los últimos días, todos los pedidos de la cestería que había aceptado… ¿Cómo no lo había visto venir? Aya había estado preparando una buena dote para poder casarla con un caballero tan distinguido como el Lord, quien en esos momentos la miraba con una expresión que Duna tuvo que reprimirse para no golpear de puro enfado.

—¿Ocurre algo, querida? —preguntó extrañado el caballero—. Te noto algo tensa.

Duna contuvo las ganas de llorar y desvió la mirada hacia Aya. Le había traicionado. Cuando se quedasen a solas le echaría todo en cara; jamás le perdonaría que hubiese actuado a sus espaldas. Ahora debía comportarse con elegancia y distinción. Aunque solo fuese por demostrarse a sí misma que la maestra de la escuela estaba equivocada y que ella podía ser toda una dama.

Respiró lentamente unas cuantas veces y después volvió a sonreír a Lord Guntern.

—En absoluto, mí querido lord. —Aya la miró de hito en hito. Ha sido un pequeño mareo, pero ya me he recompuesto. Si no os importa, he recordado que tengo cosas que hacer. Si me permitís…

—¡Desde luego! —dijo el caballero poniéndose en pie de un saltito sobre sus cortas piernas y corriendo a separar la silla de Duna de la mesa. Un gesto sumamente caballeroso que quedó nublado por la incapacidad casi total del hombre para llevarlo a cabo.

—Gracias —contestó amablemente la muchacha, dispuesta a entrar de nuevo en la casa.

—Aguarda, yo también me marcho.

Estupendo, pensó cada vez más enfadada, todavía tendré que aguantarle un rato más

Aya siguió sentada con los ojos como platos contemplando la escena. Tan solo se limitó a asentir cortésmente cuando el caballero le agradeció su hospitalidad antes de salir del jardín tras Duna.

Cuando llegaron al recibidor, la muchacha abrió la puerta y neró pacientemente a que el Lord se decidiese a salir por ella.

—Ha sido una tarde muy agradable, querida.

El Lord tomó su mano como había hecho antes y, aunque Duna intentó desasirse, Guntern no se rindió hasta que logró besarla.

—Cuanto menos una sorpresa —respondió Duna, llevándose la mano tras la espalda, donde la restregó contra el vestido.

—Oh, puedes llamarme Henry, dadas las circunstancias.

Duna cambiaba el peso de un pie a otro a cada segundo, cada vez un poco más irritada.

—Entonces, querida, ¿vendrás a mi finca alguna tarde? ¿O te da miedo estar a solas con un hombre? —se burló el caballero mientras se subía los pantalones por encima de la cintura—. No —contestó fría como un témpano la muchacha.

Lord Guntern la miró sin comprender.

—No a qué, ¿querida?

—No a las dos cosas. Buenas tardes.

Y diciendo esto, le cerró la puerta en las narices, subió las escaleras corriendo y se encerró en su habitación.

Aquella iba a ser una noche muy larga.

El príncipe Adhárel llamó suavemente a la puerta y esperó. La habitación de la reina Ariadne se encontraba en una de las torres del ala oeste del palacio.

Unos segundos después oyó unos pasitos apresurados en interior. La puerta se abrió y la cabeza de una mujer algo más joven que la reina se asomó por ella. En cuanto vio al príncipe abrió la puerta de par en par e hizo una reverencia.

—Adelante —dijo la doncella, apartándose.

Adhárel le sonrió y entró en los aposentos de la reina. Esta se encontraba junto al enorme ventanal que precedía al balcón con un libro sobre el regazo pero con la mirada perdida más allá del cristal.

—¿Madre…? —dijo, preocupado por molestarla.

La reina pareció salir de su ensimismamiento, le miró y sonrió dulcemente.

—Hola, Adhárel.

El príncipe le dio un beso en la mejilla y después se sentó en el borde de la cama.

—Puedes retirarte, Dora —le dijo la reina a su doncella con una mirada significativa. Esta hizo una reverencia y salió—. ¿Qué sucede, hijo?

—Verás…

—Tienes una pinta horrible, Adhárel —le interrumpió su madre, peinándole un poco el cabello—. ¡Pareces tú el enfermo, no yo! Este endiablado pelo que nunca se está quieto ¡Y esa barba! Deberías ir a que te la arreglasen un poco hoy mismo.

—Madre, por favor…

—Lo digo por tu bien, hijo. Mírate en el espejo. ¿De verdad crees que te conviene ir así?

Adhárel bufó, aburrido.

—Mientras tome las decisiones correctas, no creo que al pueblo le importe mi aspecto.

—¡Pero a mí sí! —exclamó su madre—. Deberías hablar con Dimitri para que te preste alguno de sus trajes.

Adhárel se echó a reír.

—No, madre, me parece que no…

—Eres guapo, Adhárel, ¿por qué te empeñas en pasar desapercibido?

El príncipe notó que se ruborizaba, pero al momento puso serio.

—No he venido a hablar de esto contigo, madre. Al parecer se ha vuelto a ver al dragón cerca de la ciudad y me preguntaba si…

—¡Otra vez esa historia! —exclamó la reina, poniendo los ojos en blanco.

—¡Pero Madre, es cierto! Se han encontrado huellas que no corresponden a las de ningún animal conocido. ¡Son enormes! ¿Y qué me dices de los cadáveres que encontraron?

—Digo que no son pruebas suficientes… ¡Pudo… pudo haber sido cualquier animal salvaje, Adhárel! Entiendo que los aldeanos se crean esas historias, pero no consentiré que lo haga mi hijo.

Adhárel bufó imperceptiblemente y dirigió la mirada al suelo.

—Cuentos o no, pienso ir a investigarlo.

—Será si yo te lo permito, Adhárel.

—¡Ya soy mayor, madre! Cumpliré veinte años en pocos días.

—En quince, exactamente. No tienes que recordármelo —le reprochó autoritaria la reina—. Y, que yo sepa, sigues siendo mi hijo. Y yo la reina.

—Es mi deber averiguar qué sucede.

La reina le apuntó con el dedo índice.

—No. Tu deber no es ir a cazar fantasías del pueblo. Tu deber es quedarte en el palacio, protegiendo a Bereth de cualquier amenaza y sirviéndole en todo lo necesario.

—¡El dragón es una amenaza! —exclamó Adhárel.

—No, no lo es. El dragón no es ninguna amenaza. El dragón no existe.

—¿Cómo puedes estar tan segura, madre?

La reina apartó la mirada y la posó en el libro.

—Porque mi padre mató al último de ellos —respondió con un hilo de voz.

Las palabras cayeron sobre Adhárel como un cubo de agua fría. Su abuelo, el padre de la reina, el valeroso Amadís Forestgreen, había fallecido dando caza al más fiero y sanguinario de los dragones. La leyenda decía que, cuando Amadís clavó su espada en el corazón del monstruo, el grito desgarrador que surgió de sus entrañas destruyó al resto de sus congéneres que aún permanecían con vida. Adhárel también sabía que aquel fue un duro golpe para su madre del que nunca llegó a recuperarse.

—Madre… lo… lo siento… —se disculpó Adhárel, avergonzado—. Yo… no quería…

—No tienes que pedir perdón, hijo —le aseguró comprensiva—. Entiendo que quieras ir a investigar, que quieras dar caza a ese dragón, pero es mucho más importante que permanezcas en el palacio.

—La cacería estaba preparada para esta noche… —comentó el príncipe sin mucha convicción.

—¿Una cacería real? —preguntó la reina asombrada—. ¿Para el dragón?

Adhárel asintió sin mirarla.

—¡Oh, Adhárel! ¡Cuándo crecerás!… ¡No puedes utilizara la Guardia Real para lo que te venga en gana! ¿Qué pasaría si al amanecer Belmont intentase invadir Bereth? Yo te lo diré que parte del ejército estaría tan cansado debido a las correrías nocturnas que no podrían ni con las espadas.

—Eso es totalmente improbable, Barlof dice…

—¡Barlof dice! —le interrumpió ella, enarcando las cejas—. ¡Cómo no! ¡Ese hombretón parece tener de sesera lo que tiene de enano!

—¡Es un magnífico Capitán del ejército!

—No lo dudo, pero a veces tengo la desagradable impresión de que se aprovecha de su situación para meterte ideas descabelladas en la cabeza. —Adhárel desvió la mirada mordiéndose la lengua. Ariadne añadió—: Entonces, ¿la cacería está ya lista?

—Con perros y todo, madre —contestó él, controlando su enfado.

La reina se llevó los dedos a los labios en un gesto característico y meditó durante unos segundos.

—Sé que sería prácticamente imposible cancelarla ahora, cuando falta tan poco…

Adhárel se le iluminaron los ojos por un instante.

—Por lo que… adelante. Habrá cacería esta noche. Solo para que os deis cuenta de lo equivocados que estáis.

—¿De verdad? ¡Gracias, madre!

—Espera, Adhárel. He dicho que habrá cacería, no que tú puedas ir.

El príncipe tardó unos segundos en procesar sus palabras, pues ya andaba haciendo planes para la noche. Cuando lo comprendió, regresó su malhumor.

—¡Es injusto, madre!

—¡Es un peligro, que es diferente!

—¿No decías que no había ningún dragón?

—Hay muchos más peligros en un bosque oscuro que un dragón imaginario. No. No permitiré que te ocurra algo.

—¿Es esta tu última palabra? —preguntó Adhárel, sin ninguna esperanza.

—Sí.

—Bien.

Adhárel se puso en pie y se alisó los pantalones con un par de manotazos.

—Le diré a Barlof que esta noche ocupará el mando.

La reina asintió y después se dio la vuelta hacia la ventana, dando por zanjada la conversación.

Adhárel hizo ademán de salir pero la puerta se abrió de golpe y su hermano Dimitri entró en la habitación, con una sonrisa como hacía tiempo que Adhárel no veía en su rostro. No se detuvo ante Adhárel ni un instante, sino que fue directamente hacia su madre, quien se había girado sorprendida por la irrupción.

—¡Madre, hoy hay una cacería! ¡Por la noche! Me dejarás ir, ¿verdad?

Adhárel no pudo evitar soltar una carcajada que Dimitri contestó con una mirada cargada de desprecio.

—Lo que más me sorprende de todo —dijo la reina sin contestar a su hijo menor—, es que siempre soy la última en enterarme de las cosas que ocurren en este palacio.

—¿Puedo ir? —insistió Dimitri.

—No —contestó Adhárel.

—¡Tú no eres nadie para decirme qué puedo y qué no puedo hacer!

—Pero yo sí —intervino su madre—. Ninguno de los dos saldréis de cacería esta noche.

—¿Por qué? —preguntó Dimitri con un tono de enfado en la voz.

—¿Tengo que explicarlo otra vez? —dijo la reina cansada—. Es muy peligroso. Punto. Ninguno de mis hijos, futuros soberanos del reino, sufrirá un accidente haciendo alguna estupidez esta noche.

—Yo no seré el soberano de nada —masculló Dimitri.

—¡Basta! —cortó la reina mientras se frotaba la sien—. He dicho que no. Si no queréis nada más, dejadme descansar.

Ariadne empezó entonces a toser y Adhárel la miró preocupado mientras Dimitri se encaminaba hacia la puerta. Al pasar junto a su hermano, le susurró algo que Adhárel no alcanzó a comprender.

El príncipe salió detrás de él y, antes de cerrar la puerta, le dijo a su madre:

—Sobre lo de mi cumpleaños…

La reina volvió a mirarlo.

—¿Qué quieres ahora, Adhárel?

—He pensado que podríamos festejarlo con un baile.

La reina volvió a mirar a través del cristal.

—Solo quedan unas semanas, no sé si dará tiempo a organizarlo todo.

—Yo me encargaré. Me parece que será una buena oportunidad para conocer la opinión del pueblo sobre la situación de Belmont.

Su madre se dio la vuelta.

—¿De verdad necesitas un baile para conocerla?

—No es solo eso. Los belmontinos son cada día más atrevidos, tal vez…

—¿Para que alguno se acerque lo suficiente como para apresarle? —le cortó Ariadne, adivinando su pensamiento—. ¡Vamos, Adhárel! No son niños, sería toda una temeridad por su parte acercarse a Bereth en las actuales circunstancias.

—Aun así, quiero tentarles.

—Entiendo… —contestó Ariadne con la mirada clavada en el suelo—. Nos vendrá bien una fiesta. Después de todo, no se cumplen veinte años todos los días.

Adhárel sonrió más tranquilo.

—Gracias, madre. Nos veremos en la cena. —Y, tras esto, cerró la puerta, dejando a la reina inmersa en sus pensamientos.