3
El príncipe

Los largos pasillos acristalados del Palacio se encontraban desiertos. Ni siquiera la servidumbre se paseaba por ellos. Cada quién andaba encargado de su tarea: trabajando en las cocinas, recogiendo las habitaciones reales o tendiendo la ropa en las lavanderías interiores del enorme edificio. La paz y la rutina reinaban en el palacio.

De repente, la gran puerta principal se abrió de par en par y por ella entró el príncipe Adhárel acompañado por un séquito de quince hombres, todos ellos ataviados con ropajes de pieles que arrastraban como colas por los pasillos y ruidosas armaduras que tintineaban al entrechocar.

La calma que hasta entonces había reinado en el palacio desapareció, dando paso a un tremendo alboroto que se extendió desde aquella misma planta hasta la más alta de las almenas. La servidumbre, llegada de todas partes, irrumpió en el gigantesco recibidor. Unos tomaron las ropas de abrigo que los caballeros y el mismo príncipe se iban quitando. Otros corrían a las caballerizas para ayudar a sus compañeros con los caballos que acababan de llegar; debían desensillarlos, darles de comer, de beber y cepillarlos en el menor tiempo posible. A la nobleza no le gustaba esperar. Mientras tanto, los hornos de las cocinas ardían voraces y calentaban la comida que les servirían unos minutos más tarde a los recién llegados.

Por su parte, el príncipe y el resto de los hombres entra ron en el enorme comedor que ya estaba dispuesto para el almuerzo.

Adhárel fue el primero en tomar asiento en la cabecera de la larga mesa. A su derecha se sentó un joven desgarbado de pelo cobrizo y mirada escrutadora, su hermano Dimitri, y a su izquierda un hombretón de espaldas anchas y tupida barba negra su hombre de confianza, Barlof.

El resto fue tomando asiento donde buenamente pudo entre risas y comentarios picaros acerca de las sirvientas que se paseaban por el comedor mientras terminaban de disponer la mesa.

—¡Magnífica cacería la de hoy, señor! —gritó uno de los hombres alzando su copa hacia el príncipe en señal de respeto—. ¡Por su majestad, el príncipe Adhárel!

Este sonrió complacido al tiempo que levantaba la suya.

—¡Por el príncipe Adhárel! —gritaron los demás.

Los sirvientes entraron en ese momento con fuentes y bandejas repletas de pescados sazonados con diferentes salsas. El olor a comida recién hecha inundó la habitación.

El vino corrió entre los allí congregados junto con el pan y el pescado, de los que daban buena cuenta los caballeros.

Cuando terminaron con los primeros platos, Barlof se inclinó hacia el príncipe y con voz grave le dijo:

—Señor, me preguntaba si ya habíais decidido algo acerca de la propuesta que os hice ayer.

Adhárel suspiró levemente algo consternado mientras su hermano Dimitri se incorporaba en su asiento y se acercaba a la mesa para escuchar mejor la conversación.

—No, Barlof, aún no he tomado decisión alguna respecto a ese tema.

—No quiero daros prisa, Adhárel, pero creo que se trata de algo sumamente urgente —insistió Barlof llevándose una pieza de carne a la boca—. El ejército de Belmont crece por momentos y dentro de poco no podremos contraatacar.

Dimitri volvió a enderezarse y miró de soslayo a su hermano mayor en espera de una respuesta.

—Vuestro plan es inviable en estos momentos, Barlof —dijo entonces Adhárel—. Es una locura enviar a nuestro ejército a luchar contra el de Belmont.

El hombre quiso replicarle, pero Adhárel le detuvo con un gesto de su mano y siguió hablando:

—En primer lugar, nuestros nuevos soldados aún no están preparados para luchar, y en segundo, porque pondríamos en peligro a todo Bereth. —El príncipe se masajeó la barba de dos días y añadió—: Es cierto que el reino de Belmont ha insinuado innumerables veces que desea hacerse con el territorio de Bereth, pero aún no ha hecho nada para conseguirlo.

—¿Queréis acaso esperar a que seamos atacados para actuar? —su voz se elevó más de lo que había pretendido y el resto de la mesa guardó silencio para escuchar la respuesta de su príncipe.

Mientras tanto, Dimitri comía y bebía simulando indiferencia.

—Lo que quiero —contestó Adhárel sin elevar la voz— es mantener la paz en mi reino tanto tiempo como sea posible.

—El reino de nuestra madre —le corrigió Dimitri, sonriendo cordialmente.

Los murmullos se extendieron entre los hombres; algunos asintieron, otros protestaron por lo que acababa de decir el príncipe. La bebida empezaba a afectarles en cierta medida.

—¡Deberíamos irrumpir en Belmont sin avisar y arrasarlo todo! —gritó el hombre que momentos antes había brindado por Adhárel.

—¡Eso es una locura! —intervino otro—. ¡Sería mejor arrasar con fuego sus alrededores para que no tuviesen con qué subsistir!

Las risas tronaron de nuevo y algunos incluso brindaron tras las palabras de su compañero.

Adhárel no daba crédito a lo que escuchaba. Mirándolos de hito en hito, se cruzó con la sonrisa sardónica de su hermano, quien contemplaba, ahora sí, la escena con fascinación.

—¿Y tú de qué te ríes, hermano? —le preguntó molesto Adhárel—. ¿Te resulta divertida la conversación?

Dimitri le miró desafiante.

—Me parezca o no divertido, hermano, debería preocuparte más el inesperado motín que se está produciendo en esta mesa.

Adhárel fue a contestarle cuando el hombre que se sentaba junto a Dimitri se puso en pie y preguntó a voz en grito: —¿Quién cree que es nuestra obligación exterminar a todo belmontino que haya en el Continente?

Al unísono, los hombres irrumpieron en vítores y aplausos, enajenados por la bebida y la situación.

Entonces, enfurecido, Adhárel se puso en pie y, dejando caer su silla al suelo, golpeó con fuerza la larga mesa.

De inmediato se hizo el silencio. El príncipe habló entonces y su voz sonó clara y segura. No admitía réplicas:

—¡No permitiré que se declare la guerra a Belmont en mi nombre! —sus ojos verdosos llamearon con decisión, acallando los últimos cuchicheos—. Creí que trataba con hombres de honor, pero ahora mismo solo veo ante mí animales sedientos de sangre y borrachos como cubas que no dudarían en acabar con la vida de inocentes si alguien se lo propusiese. El ejército de Bereth seguirá creciendo como hasta ahora para defender al reino en caso de un ataque. No invadiremos Belmont, no arrasaremos sus tierras y, desde luego, no involucraremos a nuestros aldeanos en una batalla de la que difícilmente podamos protegerles. Vale más la vida de un solo berethiano que vuestras ganas de saciaros con sangre vecina.

Los ojos del príncipe recorrieron todas y cada una de las caras de aquellos hombres que, humillados por su comportamiento, bajaron las cabezas. Todos menos Dimitri, que aguantó la mirada de su hermano, desafiante, hasta que la puerta del comedor se abrió y por ella entraron la reina y sus doncellas. Se trataba de una mujer más joven de lo que aparentaba. Las arrugas alrededor de los ojos, como si siempre se estuviese lamentando por algo, y su delicado estado de salud, al cual ningún médico de la corte había podido encontrar solución, habían ido apagando el color de sus mejillas como una vela en la tormenta. El pelo, antaño rubio y brillante, lo llevaba recogido en un moño con algunos mechones sueltos más blancos que dorados. La reina se dirigió con paso firme hacia el príncipe Adhárel mientras las damas de compañía esperaban junto a la puerta.

—¡Madre! —saludó el príncipe, acercándose a ella y dándole un beso en la mejilla—. ¿Te hemos despertado?

La reina Ariadne le miró con ojos cansados.

—No, hijo mío. Paseaba por los jardines esperando que remitiese el dolor de cabeza. Os esperaba para cenar, ¿cómo es que habéis llegado tan pronto?

—Hemos tenido suerte con la caza.

Los caballeros soltaron una carcajada general y alguno se puso a vitorear con la copa en la mano.

—Deberías recordar a tus hombres —dijo la mujer mientras se masajeaba una sien—, que no es de buena educación gritar cuando hay gente enferma intentando recuperarse.

Las disculpas se sucedieron por parte de los hombres, que corrieron a arrodillarse en señal de respeto.

—Discúlpales, madre, a veces se comportan como animales —la última frase la dijo mirándoles disgustado.

Dimitri se levantó en ese momento y fue a saludar a la reina, quien lo estrechó entre sus brazos.

—¿Cómo está mi pequeño? ¿Has disfrutado con la cacería de hoy?

Dimitri se zafó del abrazo inmediatamente y se acomodó las ropas con seriedad. No le pasaron desapercibidas las sonrisas burlonas de los demás hombres.

—Si, madre. He disfrutado —contestó con frialdad, volviendo a su asiento tras una leve inclinación.

La reina le miró algo consternada y después le susurró a su hijo mayor:

—Intenta hablar con él. Me tiene algo preocupada.

—No es nada, madre —le contestó Adhárel. Y recordando su comportamiento durante la comida, alzó la voz y añadió—: Seguramente esté algo molesto porque se le escapó la única presa que había logrado capturar.

Los hombres volvieron a soltar algunas carcajadas. Dimitri les fulminó con la mirada y musitó algo inaudible.

—Está bien, hijos, me retiro a mis aposentos. Todavía siento un tanto indispuesta.

Hizo llamar a sus dos doncellas y juntas salieron del comedor. Antes de llegar a la puerta, la reina no pudo controlar un feroz ataque de tos que le hizo doblarse por la cintura.

Adhárel hizo ademán de acercarse a ella, solícito, pero su madre se lo impidió.

—No te preocupes, es solo tos.

Dicho lo cual, desapareció apoyándose en una de sus damas y cerró la puerta tras de sí.

El príncipe se volvió entonces hacia la mesa, donde ya se levantaban todos sus invitados.

—Creo que ya es hora de que nos vayamos, alteza —dijo uno de ellos—. Ha sido una jornada magnífica. Esperamos poder repetirla pronto.

Adhárel fue el primero en salir del comedor y en dirigirse a la gran puerta principal.

—Nos veremos pronto.

Los caballeros fueron inclinándose ante él y saliendo al patio exterior, donde ya les esperaban sus monturas dispuestas para partir. Cuando todos estuvieron fuera, las puertas se cerraron y el príncipe regresó al comedor, donde aún estaba su hermano pequeño con la mirada perdida.

—¿A qué diablos jugabas antes, Dimitri?

El joven se limitó a suspirar y a desviar la mirada hacia una bandeja con fruta que quedaba sobre la mesa.

Adhárel dio otro paso hacia el chico.

—¡Te estoy hablando! ¿Por qué me has dejado en ridículo delante de todos mis hombres?

—Al fin sabes cómo me siento yo cada vez que estoy a tu lado —respondió mordaz, llevándose una manzana a la boca.

Adhárel, sorprendido, se quedó donde estaba.

—¿Crees que me río de ti? ¡Solo quiero que madures! En caso de que me sucediese algo, tú serías el heredero de la corona de Bereth.

Dimitri dejó entonces de masticar, esbozó una suave sonrisa y después se puso en pie. Se dirigió a su hermano y, poniéndole una mano sobre el hombro, le susurró:

En ese caso rezaré para que nada te ocurra, hermano…

Adhárel quiso responderle, pero Dimitri ya había salido por la puerta.

—Más le vale cambiar, por el bien de todos —murmuró para sí.

Horas más tarde, Adhárel se reunió con Barlof para tratar algunos asuntos de estado. El fornido hombretón entró unos minutos más tarde que el príncipe en la sala Estratega, situada en una de las torres más altas del palacio. Desde allí podía divisarse todo Bereth y sus alrededores. No había nada que se les pudiese escapar a varios kilómetros a la redonda. Un par de taburetes de madera, varias antorchas y una amplia mesa formaban todo el mobiliario de la sala.

Cuando Barlof llamó a la puerta, Adhárel se encontraba garabateando algo y dibujando movimientos de defensa en los mapas desperdigados por la mesa.

—Adelante —dijo en respuesta el príncipe sin levantar la vista de la mesa.

Barlof abrió la puerta y, tras hacer una reverencia, avanzó hacia él.

—¿Preparándoos para atacar? —bromeó.

Adhárel esbozó una media sonrisa sin dejar de escribir. La cicatriz de la mandíbula se tensó por el movimiento.

—Señor, quería pediros disculpas tanto por mi comportamiento como por el del resto de hombres durante la comida.

—No importa. Digamos que fue culpa de la bebida.

Barlof sonrió, mucho más tranquilo ahora que se había arreglado el malentendido.

—De todas formas, príncipe, había cierta verdad en nuestras palabras.

El príncipe dejó de escribir y se irguió. Le llegaba a Barlof a la altura de los hombros. Adhárel era alto, pero no había conocido a nadie que superase en altura a su mano derecha.

—Barlof —dijo—, mis palabras también estaban cargadas de verdad. Intentar invadir ahora Belmont sería un suicidio; una masacre no solo de nuestro ejército sino también del reino entero. Los jóvenes reclutados durante el invierno pasado ni siquiera son capaces de mantenerse erguidos con la lanza y la armadura, tú mismo los has visto. ¿De verdad crees que voy a ser yo quien les envíe a una muerte segura?

El hombretón guardó silencio.

—Esperaremos —sentenció el príncipe. Por ahora, Belmont no ha hecho más que fanfarronear sin dar muestras de querer atacarnos realmente—. Tras una pausa, añadió: —De todas formas, estaremos preparados por si ocurre.

—¿La electricidad…? —masculló Barlof.

El príncipe asintió mientras paseaba alrededor de la mesa.

—Nos queda suficiente para defender el reino durante varios años. Los ingenieros están trabajando sin cesar en la manera de capturar nueva energía para cuando se terminen las reservas.

—Pero, señor, llevan años con ese proyecto y todavía no han dado con una solución.

—Por eso debemos ser pacientes. Los depósitos están a la mitad y, en caso de que el ejército de Belmont intente algo contra nosotros, la electricidad fundirá a sus soldados en un abrir y cerrar de ojos.

Barlof pareció tranquilizarse al ver a su príncipe tan esperanzado.

—Además —continuó Adhárel—, como último recurso tenemos a los sentomentalistas. Algunos están ayudando a los ingenieros con la electricidad, pero muchos se están entrenando para ayudar a defender el reino si fuese necesario.

—Me alegra tener de nuestro lado a personas como esas —murmuró Barlof, algo incómodo.

El príncipe asintió pensando en sus cosas.

—Ya lo creo.

—Que sean capaces de andar sobre las aguas, de atravesar paredes, de esfumarse en el aire o de controlar las tormentas. Está bien saber que podrían ayudarnos a ganar la guerra contra Belmont.

No habrá guerra por el momento —insistió Adhárel—. Y dejemos la discusión, empieza a cansarme. Si al menos pudiésemos averiguar a qué arma se refiere nuestra Poesía Real… Pero madre no deja de repetirme que ella no sabe nada y que cuando caiga en la cuenta, nos lo hará saber. Esperemos que sea pronto.

—Seguro que sí, alteza. Y sobre la de Belmont, ¿sabemos algo?

Adhárel negó enérgicamente.

—Nadie la conoce.

—Es curioso…

—¡Es desquiciante! ¿Cómo puede ser que su rey la ocultase de tal modo que nadie en todo su reino la haya leído jamás? En el resto del Continente obligamos a nuestros aldeanos a aprenderla, ¿por qué en Belmont no?

—Estarán guardándose las espaldas…

—Eso es jugar sucio —se lamentó el príncipe.

—¿Y qué esperabais de los belmontinos, mi señor? Harán cuanto esté en sus manos para defender su reino y, a cambio, obtener otros mayores… Como Bereth.

—No se lo permitiremos.

—Lo sé, alteza. —Barlof miró los mapas en los que trabajaba el príncipe—. Veo que estáis ocupado, no quiero molestaros.

—Espera —le detuvo el príncipe antes de que llegase a la puerta—. Ahora que lo recuerdo, debería ir a ver qué tal están progresando los sentomentalistas. Zennion me propuso hace tiempo pasarme a comprobar sus progresos y hasta hoy no he tenido tiempo… ¿Querríais acompañarme?

El hombre se dio la vuelta y le miró, algo incómodo.

—¿Hay algún problema?

Barlof negó rápidamente.

—No, no, alteza. Estaré encantado de acompañaros si es lo que deseáis.

—No te lo hubiera pedido si no fuese así.

Barlof asintió y salió tras el príncipe en dirección a los pisos intermedios del palacio. Bajaron las empinadas escaleras de la torre hasta el descansillo de una de las más altas plantas del palacio. El suelo, cubierto por una alfombra granate, se extendía hasta la vidriera del fondo, la cual inundaba de luz toda la planta. Los dos hombres recorrieron sin prisas el pasillo mientras dejaban atrás puertas, armaduras y cuadros de bellos paisajes.

Cuando estuvieron frente a la puerta adecuada, el príncipe llamó con los nudillos y esperó a que le abriesen.

Poco después, las bisagras de la puerta chirriaron y apareció ante ellos un hombre de baja estatura, encorvado y con una barba azulada que miraba a través de unos anteojos. Uno de los ojos era de cristal.

—¡Alteza! —saludó enérgicamente el viejo con una voz estridente mientras tomaba la mano de Adhárel para besarla—. ¡Qué alegría veros por aquí! ¡Pasad, pasad!

Desde pequeño, Adhárel y su hermano habían recibido clases de aquel viejo excéntrico mientras dirigía la Escuela de Sentomentalistas. Todas las mañanas se reunían con él en aquella misma aula donde les impartía lecciones de álgebra, lengua, historia, estrategia y otras muchas materias que necesitarían conocer para el futuro.

El príncipe se soltó de Zennion sonriendo y pasó junto a Barlof al interior de la sala. En ella, varios alumnos sentados en sus respectivos pupitres miraban la pizarra que había frente a ellos, la cual estaba repleta de fórmulas indescifrables para el príncipe.

En cuanto los jóvenes vieron quién había entrado por la puerta, se pusieron en pie y agacharon la cabeza sumidos en un silencio absoluto. No se escuchó ni un solo comentario. Ningún murmullo. Adhárel reconoció en ellos la severa disciplina impartida por el viejo Zennion.

—Podéis sentaros —les dijo su maestro—. Poneos con la tarea que os he mandado.

Todos tomaron asiento y se pusieron a escribir.

—¿Qué hacen? —preguntó en un murmullo Barlof. Tenían la impresión de estar en un lugar sagrado.

—Les he pedido que hagan una redacción sobre la evolución que están observando en sus dones —se acercó a los dos hombres y, casi al oído, añadió—: Algunos están avanzando increíblemente rápido.

Uno de los chicos levantó los ojos en ese instante y les miró. Tenía el pelo negro y numerosas pecas cubrían sus mofletes y parte de su nariz respingona. Sus ojos oscuros estudiaron detenidamente al príncipe y después a Barlof. Pero, antes de que volviese a enfrascarse en la escritura, Zennion le descubrió.

—¡Demonios! —gritó de pronto—. ¿Qué crees que estás haciendo?

El viejo avanzó entre los pupitres hasta el chico y, agarrándole de la oreja, le levantó y le sacó de la clase ante el asombro de los dos hombres. El resto de los alumnos no habían dejado de escribir. Barlof se puso tenso junto al príncipe.

—¡Quiero verlo terminado antes de que oscurezca! —gritó Zennion desde el pasillo.

Al poco entró de nuevo en el aula y cerró la puerta suavemente. Cuando se volvió hacia Adhárel y Barlof, su cara volvía a ser de lo más cordial.

—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó el príncipe, sorprendido—. ¿Qué ha hecho?

—Ese joven es uno de los que os hablaba antes, príncipe: un iniciado aventajado. Lleva en el palacio menos de un año y ya es capaz de percibir el aura de las personas a su alrededor.

Barlof se removió, incómodo.

—¿El Aura?

—Sí, eso mismo. Dejadme que os lo explique.

Avanzó hasta la pizarra y allí, en un pequeño espacio que había entre números y fórmulas, dibujó un monigote con forma humana.

—Cada persona desprende energía —explicó—. Dependiendo de cómo sea la persona en cuestión, su energía será de una u otra forma, más o menos intensa y con unas cualidades u otras. Desde luego esa energía emitida es invisible para el ojo humano… Pero no para algunos sentomentalistas.

—¿Pueden ver la energía invisible? —preguntó Adhárel, asombrado. Barlof parecía distraído.

—Así es. Pero de una manera física: la ven convertida en colores —el viejo cambió la tiza blanca con la que había pintado el monigote por una de color rojizo y empezó a rodear el dibujo con ella—. De una manera similar a esta representación, algunos sentomentalistas pueden percibir las tonalidades que bañan a las personas.

—Pero ¿para qué les sirve? ¿Qué sacan con ello?

Zennion soltó una sonora carcajada.

—Mi joven príncipe. ¡Quién diría que fuisteis alumno mío!

Os enseñé desde pequeño a comprender que a veces puede hacer más daño lo invisible que lo que se nos muestra.

—No si cuento con una espada —murmuró Barlof.

—Gracias al aura —prosiguió Zennion sin hacer caso del comentario—, ellos pueden saber las intenciones que una persona puede tener en determinadas ocasiones: cuándo pueden estar mintiendo, ocultando algo o diciendo la verdad. Es una herramienta sumamente peligrosa en las manos equivocadas, además de una absoluta falta de respeto hacia la persona a quién se estudia. Es como… como violar su intimidad más privada.

—¿Entonces por qué se lo enseñáis?

—En esta escuela no enseñamos nada, sino que desarrollamos lo que cada uno lleva en su interior. Ese chico nació con una percepción insólita para captar el aura de las personas. Nosotros no podemos impedírselo. Pero podemos castigarle cuando no lo utiliza correctamente.

—Como ahora —puntualizó Barlof.

—¿Entonces el chico estaba estudiando nuestras… auras? —preguntó Adhárel—. Si no nos lo hubierais explicado, no nos habríamos dado cuenta.

Zennion borró el dibujo que acababa de hacer y volvió junto a ellos.

—Es un don interesante, útil y en ocasiones fastidioso. Normalmente es algo que aprenden a controlar tras años de estudio. Ese joven es un caso especial. Espero que haya aprendido la lección; escribir una redacción acerca de la falta de privacidad espiritual para esta noche le ayudará a no olvidarlo.

Los dos hombres rieron con el comentario y después echaron un vistazo al resto de los alumnos.

—Como podéis comprobar, príncipe —dijo Zennion— el número de sentomentalistas jóvenes ha decrecido en los últimos años. Mientras que hace veinte mis alumnos podían contarse por decenas. Ahora no son más de ocho, los que veis aquí, quienes poseen dones.

—Pero vuestros alumnos adultos seguirán formándose, ¿no es así? —preguntó Barlof, algo confuso.

—Muchos de ellos huyeron en cuanto tuvieron ocasión —contestó el viejo. Al cumplir la mayoría de edad no se les vigilaba tanto como de jóvenes, y muchos aprovecharon la oportunidad para huir de Bereth y no volver nunca más.

—La Noche Encapuchada…

Zennion asintió, cabizbajo. Los alumnos no parecían estar atentos a la conversación de los adultos. El rasgar de las plumas sobre los pergaminos sonaba como telón de fondo.

—Pero no todos huyeron, ¿verdad? —preguntó esta vez Adhárel.

—No, todos no. Pero si un gran grupo.

Aquel año, durante el festejo de ascensión de jóvenes a adultos sentomentalistas que se celebraba cada vez que unos cuantos alumnos alcanzaban la mayoría de edad, un grupo de ellos escapó del palacio para no volver jamás. Desde entonces las medidas de seguridad habían aumentado y pocos eran los privilegiados que se paseaban en libertad por el exterior del castillo.

—Por entonces tú no eras más que un crío que cabalgaba a lomos de potros —le dijo Zennion al príncipe—. Te quedaban años para empezar a gobernar y, no obstante, aquel desafortunado incidente aceleró todo el proceso.

—¿Por qué escaparon? —quiso saber Barlof. Había escuchado hablar del motín, todo el mundo lo había hecho, pero nunca había tenido la oportunidad de preguntarle sobre el tema a alguien que lo hubiese vivido tan de cerca.

El viejo maestro meditó unos segundos antes de responder.

—Por entonces, los sentomentalistas eran mucho más numerosos, o al menos no les asustaba mostrar sus poderes en público. Eran libres. Y cuando el reino de Bereth empezó a reclutarlos para que sirviesen en el ejército como apoyo, la mayoría se negaron y provocaron graves enfrentamientos. Tu abuelo, el Todopoderoso le tenga en su gloria, promulgó el decreto ley que obligaba a todos ellos a presentarse en palacio para iniciar el entrenamiento de sus dones bajo la tutela del reino. Algunos eran verdaderos sentomentalistas que no querían estar bajo el yugo de ningún reino y por ello, cuando les aprisionaron en este castillo para servir a Bereth, se convirtieron en auténticos focos de conflicto.

»Con el paso de los años fueron calmándose, o al menos se resignaron a su cautiverio. Pero algunos nunca llegaron a estar conformes con lo impuesto y en cuanto cumplieron la mayoría de edad y encontraron la oportunidad de escapar, lo hicieron para no volver.

—¿Pero no ocurrió lo mismo en todos los reinos del Continente? —preguntó el príncipe—. ¿No estaban siendo recluta dos de igual forma en todas partes?

El viejo asintió, pesaroso.

—Pasaron de estar encarcelados con sus dones a ser libres sin ellos. Desde entonces los ocultan, ya que si la guardia de algún reino se enterara de su existencia, les darían caza y les obli garían a alistarse en su ejército.

—Ahora entiendo por qué ha decrecido tanto el número —murmuró Barlof para sí.

Zennion puso su mano arrugada sobre el cabello de uno de sus alumnos.

—Estos que aquí veis son los últimos hijos de campesinos, rateros y mendigos que han optado por una niñez y juventud cómodas a cambio de una peligrosa vida adulta. Saben lo que les espera, y, sin embargo, quieren seguir adelante con sus estudios.

El príncipe avanzó hacia él.

—¿Acaso les queda otra opción?

Zennion le retó con la mirada, como solía hacer cuando Adhárel no era más que un adolescente respondón.

—No, pero es mejor que lo acepten por las buenas que por las malas. —Dicho esto, se giró hacia sus alumnos y dio un par de palmadas—. La clase ha terminado por hoy.

Los alumnos se levantaron acompasadamente, dejaron los pergaminos y las plumas sobre sus escritorios y salieron en fila de la clase sin decir nada. Adhárel y Barlof entendieron que para ellos también había terminado la lección.

—¿Qué opinión te merecen ahora todos esos chiquillos? —le preguntó Barlof mientras bajaban al primer piso del palacio.

El príncipe tardó en contestar. Estaba sumido en sus propios pensamientos.

—La ley es la ley, Barlof. Quizá con el tiempo les necesitemos. ¿Y tú qué piensas?

El hombre se quedó pensativo.

—Yo creo que…

De repente, la puerta principal se abrió de par en par y dos jóvenes soldados entraron arrastrando consigo el cuerpo de un hombre envuelto en harapos.

Adhárel y Barlof bajaron corriendo el último tramo de escaleras. En cuanto los soldados les vieron, inclinaron la cabeza y empezaron a contarles, atropelladamente, lo sucedido:

—Señor, ¡fueron ellos! —dijo uno, el que parecía más afectado.

Dejaron al hombre en el suelo con sumo cuidado.

—Varios hombres de Belmont —prosiguió el otro—. Iban a caballo. Este hombre iba atado con cuerdas tras uno de ellos; lo venían arrastrando desde lejos.

Adhárel se inclinó sobre el hombre para destaparle la cara. La sangre empezaba a empapar el suelo de piedra.

—Cuando llegaron frente al portón de la muralla lo desataron y lo dejaron en el suelo.

—Antes de irse nos dijeron que os diésemos el siguiente mensaje —añadió el otro guardia—: Belmont está preparado.

Barlof se inclinó para hablar con Adhárel.

—Os lo dije, señor. Sus amenazas no cesan.

Adhárel apartó entonces el pedazo de tela que cubría el rostro del pobre moribundo. No pudo evitar retroceder consternado. Los soldados y Barlof también se alejaron del hombre inmediatamente.

—¿Qué le han hecho? —preguntó uno de los soldados.

—Esto es obra de sentomentalistas —respondió Barlof.

El rostro del hombre había sido desfigurado de tal manera que sus ojos estaban a la altura de la boca, mientras que esta se encontraba bajo las cejas. La nariz parecía partida y sangraba profusamente. A excepción de la nariz, el resto parecía haber estado ahí siempre, como si hubiese nacido de esa manera. No había signos de cortes.

Con precaución, el príncipe terminó de destapar al hombre y comprobó que aquellas malformaciones se habían producido Por todo el cuerpo; nada parecía estar en su lugar. Manos donde debería haber pies, pies al final de los brazos, moratones y cortes por todas partes…

—Ha muerto —anunció mientras volvía a cubrir el cadáver. Después se puso en pie—. Volved a vuestros puestos. Si vuelven a acercarse monturas, dad la alarma. No habléis de esto con nadie. ¿Me habéis entendido?

—Sí, alteza —respondieron al unísono y después salieron corriendo del palacio.

—¿Qué hacemos, Adhárel? —preguntó Barlof, sin poder apartar la vista del cuerpo.

—Este hombre no era berethiano —dijo el príncipe. Se trataba de un soldado de Belmont usado en algún tipo de experimento macabro. Con el pie dejó a la vista el escudo grabado a fuego sobre el hombro del cadáver—. Quieren que sepamos que ellos también tienen sentomentalistas en sus filas.

Barlof hizo ademán de replicar pero al ver la firme decisión en los ojos de Adhárel, desistió. Hizo una pequeña reverencia y salió del palacio cargando con el deforme cuerpo del soldado belmontino.

A pesar de que Adhárel no quería reconocerlo, la guerra se aproximaba tan rápido a Bereth como la lluvia tras los primeros relámpagos previos a la tormenta y no podría hacer nada por detenerla.