Duna cerró el libro, aburrida. Estaba cansada de leer y escuchar una y otra vez la misma historia. Nada de todo aquello tenía ningún sentido para ella. Estaba convencida de que antes de que consiguiese aprenderse de memoria, como el resto de sus compañeras, la Poesía Real, la honorable soberana Ariadne habría fallecido.
Se mordió la lengua inmediatamente después de haber tenido aquel pensamiento. Aquello en Bereth era considerado alta traición y no deseaba terminar encerrada en algún tenebroso calabozo en los sótanos del palacio. Pese a ello, en su fuero interno bullía el deseo de liberarse, de tirar por la ventana el libro que parecía burlarse de ella sobre la mesa y gritar al mundo entero que ella no obedecía normas, que era libre y que era capaz de tomar sus propias decisiones…
Ilusión que desapareció en cuanto la puerta de la habitación se abrió de golpe y, como un torbellino, entró por ella una oronda mujer cargada hasta las cejas con cestas repletas de ropa.
—¡Ni un minuto más, Duna! —le advirtió mientras dejaba uno de los cestos sobre el camastro frente al escritorio—. Basta de holgazanerías.
La muchacha enarcó las cejas, exasperada, y se puso en pie lentamente.
—¡Dices que estudias y siempre que entro te encuentro con el libro cerrado y con la mirada perdida más allá de la ventana!
Duna ni siquiera intentó excusarse; en el fondo, Aya tenía razón. Sin poner reparos, empezó a doblar la ropa y fue guardándola en su viejo arcón, a los pies de la cama.
—¡A cierta edad deberían prohibir que las muchachas asistiesen a la escuela! —farfullaba la mujer—. ¿Crees que yo fui a la escuela? ¡Jamás! Ayudé a padre hasta que el cielo quiso llevárselo, y después me hice cargo de mi marido, el Todopoderoso le tenga en su gloria, para luego conseguir todo lo que ves ahora.
—Todo lo que veo… —murmuró Duna sarcásticamente mientras pensaba en el diminuto corral y en la vieja casa en la que vivían.
Si Aya lo escuchó, se hizo la sorda. Tomó el resto de la ropa que le quedaba y salió, dando un fuerte portazo tras ella. Duna se quedó sentada sobre la cama, de nuevo sumida en sus pensamientos.
En el fondo no estaba tan mal todo aquello, se dijo echando un vistazo rápido a su alrededor. Había quien no podía permitirse ni tan siquiera un techo bajo el que cobijarse. De no haber sido por la generosidad de Aya, seguramente Duna seguiría siendo una esclava maltratada.
Doce años atrás, cuando en Bereth aún se permitía el comercio de esclavos, la humilde mujer había ido como tantas otras veces al mercado de la plaza de Bereth en busca de algunas legumbres para cocinar. Fue entonces cuando vio por primera vez los preciosos ojos de una jovencísima Duna. Asustada, la niña de cinco años se agarraba a los ajados faldones de su madre como quien se aferra a un frágil madero en mitad de una tempestad. Su madre, incapaz de acariciarla debido a los grandes grilletes que aprisionaban sus muñecas, le susurraba en una lengua extraña una canción de cuna con la intención de sosegar a la pobre criatura.
Aya, conmocionada por la situación, se acercó al comerciante de esclavos y le preguntó por el precio de la madre y la hija Siempre había estado en contra de la esclavitud y deseaba poder comprarlas para después liberarlas. Cinco mil berones y una bombilla cargada por las dos, le había contestado el temible comerciante.
La pobre mujer rebuscó en todos y cada uno de los recovecos de su vestido reuniendo hasta el último berón que pudo encontrar, pero el total no alcanzaba ni los dos mil quinientos Desanimada, empezó a regatear con el hombre en busca de una solución. Ya que no podía salvar a las dos, que al menos la pequeña pudiese tener un futuro digno y una educación. O al menos, alguna posibilidad de sobrevivir y de disponer de una vida propia.
Al principio el comerciante se mostró reacio, pero, tras varios regateos, llegaron a un acuerdo y la joven Duna quedó en libertad.
La madre de la chiquilla había mirado entonces a Aya y le había rogado, o al menos eso había entendido ella por sus gestos, su tono de voz y su mirada, que la salvase, que le proporcionase lo que ella no había podido darle…
Aya besó sus agrietadas y sucias manos para después tomar a la pequeña Duna en brazos y regresar de vuelta a casa. Atrás quedó la madre, que se despedía de su hija a voz en grito con los ojos inundados en lágrimas aunque, por primera vez en muchos años, sonriente.
Duna creció sana. Y con el paso de los años se convirtió en una atractiva joven de ondulado pelo negro. Había heredado los suaves rasgos de su madre: unos preciosos ojos castaños, una nariz respingona y unos carnosos labios idénticos a los de su progenitora.
Podían decir de ella todo lo que se les ocurriese excepto que era vanidosa, presumida o engreída. Había crecido sabiendo lo que era la miseria y jamás se perdonaría a sí misma hacer ostentación de algo ante nadie. De su madre apenas tenía recuerdos. Tal vez Aya pudiese contarle algo más, pero el tema era demasiado doloroso como para sacarlo a colación. A una le gustaba pensar que tenía una hija de su propia sangre, y a la otra le costaba demasiado pensar lo contrario.
Ahora, con diecisiete años recién cumplidos, seguía haciendo lo mismo que había hecho a los dieciséis, los quince o los doce: ir a la vieja escuela de la ciudad, ayudar a Aya con la cestería y ordenar cada mañana la destartalada vivienda. Pero, a pesar de todo, Duna era feliz y, aunque algunas veces se sintiese asfixiada en un lugar tan pequeño, le gustaba vivir con Aya y con Cinthia.
—¡Duna, no te lo voy a repetir ni una vez más! —oyó gritar a la mujer desde el piso inferior—. ¡Te quiero en la cocina a la de tres!
—Maldita sea —susurró la muchacha mientras se ponía en pie y alisaba la colcha de plumas.
—¡Una!
Veloz como un relámpago, Duna corrió al pequeño tocador que había junto al pupitre y, mirándose en el espejo, se alisó el pelo lo mejor que pudo. Fue inútil.
—¡Dos!
Cruzó como una exhalación el pasillo hasta alcanzar las escaleras que llevaban al piso de abajo. Las bajó en varias zancadas y, saltándose algunos escalones, torció a la derecha y…
—¡Tres!
—Ya estoy aquí —anunció Duna, como si no fuese más que evidente mientras recuperaba el aliento a trompicones.
Una fugaz sonrisa cruzó el habitualmente serio rostro de Aya.
—Quiero que busques a Cinthia y que las dos vayáis al mercado. ¡Acaban de llegar nuevos comerciantes que dicen venir de la otra punta del Continente!
Duna puso los ojos en blanco; a veces la buena de Aya se conformaba con tan poca cosa…
—¡Venga! —le recriminó—. ¿No me has oído? ¡Ve a buscar a la otra holgazana!
La chica asintió enérgicamente y salió por la puerta de la cocina que daba al pequeño patio interior donde estaba el corral.
Cinthia era hija de un hermano de Aya. Tras la desaparición de sus dos hijos mayores y de la misteriosa muerte de su madre, el pobre hombre había decidido enviar a la más pequeña de sus hijas a vivir con su hermana mayor, donde pudo refugiarse de la terrible enfermedad que asolaba su reino. Cinthia era muy pequeña cuando llegó a casa de su tía Aya, no recordaba apenas a su familia y además nunca hacía preguntas al respecto. Ahora, con dieciséis años, ni ella ni Duna eran capaces de imaginar un pasado sin la buena de Aya.
Cinthia debía de estar en el corral. Le encantaba pasarse horas ahí dentro, entre las gallinas, los cerdos y las dos vacas: limpiando, recogiendo los huevos, haciéndoles rabiar…
—Aya nos está buscando —le informó Duna mientras subía por la pequeña rampa de madera que daba al corral—. Quiere que vayamos al mercado.
Le costó acostumbrarse a la falta de luz del interior y hasta unos segundos más tarde no consiguió ver si realmente Cinthia se encontraba allí.
Sí, no se había equivocado, allí estaba la joven. Su pelo rubio estaba apoyado contra la pared del fondo mientras dormitaba sobre un montón de paja. Duna rió maliciosamente y tomó del suelo un cubo repleto de agua.
Se acercó sigilosamente a su amiga, se plantó frente a ella, inclinó levemente el cubo y…
—Ni se te ocurra… —masculló Cinthia mientras se desperezaba.
—¿Tan predecible soy? —preguntó Duna dejando el cubo en el suelo.
—Más de lo que imaginas —le contestó su amiga guiñándole un ojo.
Duna le hizo una mueca de burla y le ayudó a ponerse en pie.
Aya las esperaba en el jardín abanicándose con la lista de la compra que acababa de escribir.
—No compréis tonterías —les advirtió—. Ceñíos a lo que he escrito. Como a alguna de las dos se le ocurra gastarse los berones en caprichos, se llevará una buena tunda.
—Vaaale… —respondieron las dos chicas al unísono.
—Como si alguna vez lo hiciésemos —murmuró Cinthia.
Salieron del pequeño jardín, atravesaron un pedregoso camino que se alejaba de Bereth hacia tierras desconocidas para ellas y enfilaron el atajo más rápido hacia la ciudad.
Para llegar a ella desde el hogar de Aya, debían descender una suave pendiente cubierta de altas hierbas y flores silvestres, cruzar un pequeño riachuelo que circulaba por los alrededores de la ciudad y, por último, recorrer varios kilómetros por un amplio prado que terminaba en la gran ciudad de Bereth.
Desde lejos se podían adivinar en el horizonte las pequeñas casitas con tejados puntiagudos de madera y pizarra. Al fondo, entre las pálidas nubes que teñían el cielo y los hogares de los aldeanos, el palacio de Bereth se erguía orgulloso y flamante, con sus enormes vidrieras despidiendo destellos allí donde el sol las iluminaba.
El Palacio Real era propiedad de la familia Forestgreen desde tiempos inmemoriales. La joya del reino, el corazón de una nación, el fortín de un ejército y el orgullo de un pueblo. Todo eso y más representaba aquella construcción laberíntica que se erguía sobre una base rectangular y que escalaba hacia el cielo con torres y torretas rematadas en puntiagudos tejados azabache.
Duna lo había visto tantas veces desde la distancia, y tantas veces había deseado entrar, contemplar su interior y ver cómo se desarrollaba la vida en un paraíso como aquel, que siempre que lo contemplaba se quedaba embelesada. Era una construcción tan perfecta, tan proporcionada, tan hermosa con sus filigranas y con las altísimas paredes exteriores que costaba creer que fuese el diseño de una mente humana. Entonces Duna cayó en la cuenta: mentes humanas quizá no, pero sentomentalistas seguro.
Aparcó sus pensamientos y corrió para alcanzar a Cinthia, quien ya le sacaba un buen trecho.
Unos minutos más tarde llegaban a la imponente muralla que protegía la ciudad de visitas no deseadas. Las casas alejadas, como la de Aya, no poseían ninguna defensa y sus habitantes corrían a refugiarse en el interior de la ciudad cuando sufrían un ataque. Por suerte, durante el tiempo que Duna llevaba viviendo allí, jamás se había dado el caso. Y, aunque algunos se empeñaban en augurar tiempos peores, ella seguía teniendo dudas al respecto.
Las dos muchachas rodearon la formidable pared de piedra hasta toparse con el portón principal que daba acceso a la ciudad. Dos guardias lo custodiaban, con sus lanzas en ristre y las miradas puestas en el horizonte. Vestían la armadura verde y negra de Bereth, una capa esmeralda y el casco en forma de cráneo de dragón, ya que este era el símbolo de Bereth.
—¿Quién va? —preguntó uno de ellos, inquisitivo, mientras cruzaban las lanzas para impedirles el paso.
Duna estaba cansada de tanto formalismo. Cada día venían y cada día les hacían la misma pregunta, como si no supiesen perfectamente quiénes eran y a qué venían.
—Somos Cinthia y Duna Azuladea —se apresuró a contestar Cinthia, improvisando una breve reverencia—. Venimos.
—¡A lo de siempre! —le cortó Duna, exasperada—. Como cada día, nos encontramos ante esta puerta para que nos permitáis pasar al mercado. Y como siempre, enarboláis vuestras lanzas prohibiéndonos el paso y haciéndonos perder el tiempo.
Los dos guardias se miraron asombrados y después volvieron a fijarse en Duna, quien tamborileaba con el pie en el suelo.
El otro guardia dio un paso hacia ella.
—Disculpadnos, son órdenes…
—Órdenes de arriba —le interrumpió de nuevo Duna—. Lo sé. ¿Quién si no retendría a dos pobres aldeanas que solo vienen a comprar unas hortalizas y algún que otro capricho?
Cinthia abrió la boca, asombrada. Duna no estaba segura de si era por lo del capricho o por otra cosa. Daba lo mismo.
Con toda la dignidad de que fue capaz, Duna levantó la barbilla y pasó entre los dos hombres sin tan siquiera mirarles. Cinthia la siguió, avergonzada y haciendo pequeñas reverencias hasta estar segura de que ya no las veían.
—¿Te has vuelto loca? —le preguntó Cinthia cuando las rodeó la muchedumbre—. Podrían habernos encarcelado o… ¡ejecutado!
Duna la miró divertida y echó un vistazo hacia atrás.
—¿No te has fijado? Eran guardias novatos. Además, estoy cansada de que todos los días nos interroguen del mismo modo; que si adónde vamos, que si a qué venimos, que si quiénes somos, que si pensamos atentar contra la reina… ¿De verdad creen realmente que podríamos estar tramando algo malo contra el reino? ¿Nosotras? ¡Es inaudito!
—No resulta tan inaudito, Duna —respondió cortante su amiga. La relación con el reino de Belmont ha empeorado mucho en los últimos tiempos y algunos incluso hablan de guerra.
Duna sacudió la cabeza, despreocupada.
—Tonterías. La reina Ariadne no lo permitiría —respondió convencida mientras echaba un vistazo a los primeros puestos situados en la Gran Plaza.
La ciudad bullía de vida. Los berethianos se agolpaban en las calles de la ciudad para ver las mercancías venidas desde lejos. Parecía como si todos los habitantes del reino estuviesen allí reunidos. Había tanta gente que, a pesar de la holgura de las calles, había tramos en los que era complicado avanzar de lo abarrotadas que estaban.
Aquí y allá se oían risas, gritos, anuncios y conversaciones… Todo el mundo se divertía, despreocupado y feliz, pasándoselo bien. ¡Era imposible pensar en la guerra viendo todo aquello!
Y, sin embargo, alguien lo hacía.
No muy lejos de donde se encontraban Duna y Cinthia, un viejo harapiento encaramado sobre un montón de maderos vociferaba a la multitud:
—¡Temed lo que se avecina! ¡Nada detendrá a los reinos cercanos que quieren acabar con Bereth! —Mientras hablaba, hacía aspavientos con los brazos para llamar la atención de los allí congregados—. Lo he visto en las nubes, lo he visto en el cielo. ¡Bereth caerá bajo el yugo de los otros reinos! ¡Todos sucumbiremos! Yo…
No pudo terminar la frase. Un grupo de guardias armados se abrió paso entre la multitud, lo cogieron por los hombros y se lo llevaron a rastras.
—¡No me condenan por escándalo! —seguía gritando sin amedrentarse—. ¡Saben que tengo razón! Los sentomentalistas siempre…
Las dos muchachas, que se habían quedado perplejas al escuchar sus palabras, dejaron de prestarle atención en cuanto escucharon aquella palabra.
—Cómo no, sentomentalista tenía que ser… —murmuró Duna para sí.
Cada día aparecían dos o tres personas que afirmaban ser sentomentalistas. Aseguraban conocer secretos inimaginables por los que el resto de los mortales darían su vida y que solo compartirían a cambio de algunas bombillas o, en su defecto berones. Para Duna no eran más que unos pobres desdichados que no tenían de qué vivir y, estafando a los ingenuos, conseguían agua y comida para sobrevivir. Los sentomentalistas eran una raza extraña en el Continente. Poco numerosos y muy misteriosos. Mala hierba en cualquier caso; ladrones, bandoleros, timadores…
Según se rumoreaba, esa gente nacía igual que el resto de los mortales, pero con una extraña percepción de la naturaleza. A diferencia del resto, se decía que eran capaces de hacer brotar una planta de la más sólida roca si ponían una semilla sobre ella o que podían controlar las nubes para que lloviese en ciertos lugares, que subyugaban al fuego para estudiar los acontecimientos venideros o que, incluso, podían cambiar el pasado con tan solo contemplar las aguas de un riachuelo. Pero, según la ley de Bereth, todo aquel que creyese poseer las cualidades innatas de un sentomentalista, debía presentarse en la corte para ser evaluado. Si el fallo era positivo, el susodicho pasaba al servicio de la corte real y, en consecuencia, de su reino. Si por el contrario resultaba ser un vil mentiroso, como ocurría en la mayoría de los casos, era condenado a varios años de prisión en los calabozos del palacio por falta de lealtad hacia Bereth. Duna había conocido muy pocos sentomentalistas a lo largo de su vida y siempre habían resultado ser gente de la peor calaña, pues, en muchos casos, se negaban a prestar servicio a su patria y malvivían como podían, ocultando sus misteriosos dones.
Alcanzaron el centro de la Gran Plaza unos minutos más tarde. Duna se subió a la fuente que decoraba el lugar y, haciendo visera con la mano, buscó entre los tenderetes la mercancía que habían venido a comprar.
—¿Qué nos falta? —le preguntó a Cinthia desde donde se encontraba subida.
La muchacha leyó el papel y contestó:
—Mimbre de ébano, grasa de polen y… —la chica se quedó muda al leer la última anotación de Aya.
—¿Y qué más?
—Dos… dos bombillas.
Duna le arrebató el papel, intrigada:
—Imposible. ¿Dos bombillas? ¡Esta mujer debe de haberse vuelto loca! ¡No tenemos suficiente dinero!
Pero ahí estaba, escrito con letra bien clara: «Dos bombillas».
Aquello debía de ser una equivocación. ¿Para qué iba a querer Aya un par de bombillas más? Acababan de recibir su entrega anual y la reina se negaría en redondo a entregar más bombillas sin motivo alguno.
Duna se encogió de hombros y bajó de la fuente.
—Bueno, si lo ha pedido por algo será. Aya no desperdiciaría así como así las bombillas…
Compraron el mimbre en tiras, una bolsa de polen y después se dirigieron al palacio real. Duna sabía que sería inútil, pero no perderían nada por intentarlo.
Dejaron atrás el mercado y ascendieron por la sinuosa calle principal que desembocaba en el grandioso edificio que tanto admiraba la muchacha. Deseaba, al menos una vez, poder recorrer el interior del palacio con la excusa de las dos bombillas.
Cuando llegaron, se sacudieron el polvo de sus vestidos tan bien como pudieron y se dirigieron hacia los guardias.
—Buenos días, amable caballero —saludó Duna al guardia apostado en la puerta—. Deseamos hablar con la Reina.
El soldado sonrió al oír aquello y Duna enarcó una ceja, molesta por su descortesía.
—¿Qué os hace tanta gracia?
—¿Creéis que es tan fácil que la reina Ariadne acepte visitas de los aldeanos?
Las dos chicas se miraron extrañadas. Nunca antes habían tenido que ir al palacio para nada y no sabían cómo funcionaban las cosas allí.
—¿A qué venís? —preguntó el soldado—. ¿A quejaros de algo o… a por bombillas?
—A por bombillas, señor —contestó azorada Cinthia.
De nuevo el soldado soltó una carcajada.
—Como vuelva a reírse se traga el cesto —le susurró Duna a su amiga.
—Deberíais haber pedido cita previa… O mejor, haberos evitado el paseo —se aclaró la garganta y prosiguió—; Dejadme que os lo explique. Bereth, como sabéis, es el único reino del Continente que aún posee electricidad, pero en pocas cantidades. Es difícil regenerarla y las bombillas no abundan en estos tiempos. Si cada vez que alguien viniese pidiendo bombillas se las diésemos, no tardarían en agotarse. Ya habéis recibido vuestro suministro anual, tendréis que apañaros con eso.
Se irguió, se puso serio y añadió con voz potente:
—Además, la electricidad debe ser utilizada para defender el reino de futuros ataques, no para iluminar el escritorio de una aldeana.
Duna iba a replicar pero Cinthia le agarró del brazo indicándole que se calmase.
—Entonces no tenemos nada más que hacer aquí. Buenos días.
Dicho esto, dieron media vuelta y tomaron el camino de regreso. Antes de perderlo de vista, Duna echó un nuevo vistazo al imponente palacio.
Algún día, se dijo Duna, algún día cruzaré las puertas y contemplaré su interior sin que nadie pueda impedírmelo.
Regresaron a la atestada Plaza Central y tomaron la calleja que les devolvería al portón de la muralla. Pero antes de que pudiesen alcanzarlo, el sonido de unas trompetas se elevó hasta el cielo y todo el pueblo quedó en silencio, buscando su origen.
Unos pasos por delante de Cinthia y Duna, el portón de la muralla se abrió y por él apareció, lento y solemne, el séquito real.
—Lo que nos faltaba… —dijo Duna apoyándose hastiada sobre la pared de una de las casas—. Ahora la gente se apelotonará, gritará y tardaremos un buen rato en alcanzar la salida. Vaya suerte la nuestra, ¿no crees?
Entonces se dio cuenta de que Cinthia ya no estaba a su lado. Se giró rápidamente buscándola con la mirada y la encontró varios metros más adelante, observando embelesada cómo la pequeña comitiva avanzaba hacia el castillo. Otro grupo enorme de gente se agolpaba junto a ella gritando, vitoreando y saludando con manos y gorros.
Duna se abrió paso entre la muchedumbre hasta alcanzar a su amiga.
—¿Qué estás haciendo? ¡Vámonos antes de morir aplastadas!
Cinthia negó con la cabeza sin dejar de mirar al frente.
—¿Cómo vamos a irnos ahora? ¡Mira! —dijo señalando al imponente caballo blanco que encabezaba la marcha—. ¡Es el príncipe!
Duna se echó a reír mientras Cinthia le gritaba y le halagaba con un innumerable repertorio de piropos. Nada quedaba ya de la cohibida Cinthia que Duna conocía.
—No sé que ves en ese joven engreído —le susurró al oído—. Dudo que sea capaz siquiera de vestirse solo.
Y justo cuando iba a echarse a reír con su broma, sus ojos se cruzaron con los de aquel príncipe de cabello dorado oscuro. Parecía como si el príncipe hubiese escuchado las palabras de Duna y ahora la miraba con un halo de misterio y diversión.
Fue tan solo un segundo, quizá menos, pero Duna fue incapaz de apartar la mirada de sus ojos. El príncipe Adhárel sonreía cortésmente, tal vez a ella, tal vez a otra persona. Daba igual… El príncipe era tan… tan…
—¡Es guapísimo! —gritó una muchacha junto a Duna, despertándola de sus ensoñaciones.
La chica sacudió la cabeza para deshacerse de las absurdas ideas que la habían asaltado mientras miraba al príncipe y cogió del brazo a Cinthia.
—Nos vamos. Aya debe de estar esperándonos desde hace rato con la comida.
La chica se dejó llevar por la marea de gente hasta que alcanzaron la salida.
Durante el viaje de regreso, Cinthia no dejó de comentar lo maravilloso que le parecía el Príncipe Adhárel, lo valiente que era, su aspecto tan noble…
—¿Noble? ¡Pero si no le conoces! —replicó Duna—. A saber las maldades que lleva a cabo bajo su título. No me fío ni un pelo…
Cinthia la fulminó con la mirada.
—Estás muy equivocada, Duna. Él no es así. He oído que siempre que puede, acompaña a sus hombres a velar por nosotros.
—Habladurías. Nada más que eso… y una pérdida de tiempo. ¿De verdad has creído las locuras que decía ese chiflado?
—Las verdades dichas por un loco siguen siendo verdad.
—Lo que tú digas.
Cinthia dejó el tema, exasperada. Había dos ternas de los que era imposible hablar con Duna: la guerra y la monarquía. Lo primero, porque no daría su brazo a torcer hasta que viese con sus propios ojos al enemigo llamando a la puerta de casa.
Y lo segundo, porque decía que mientras existiesen los reyes existiría el pueblo, y las desigualdades, la pobreza y las injusticias. Cinthia siempre le decía que estaba exagerando, que bajo el mandato de la familia Forestgreen vivían muy tranquilos pero Duna hacía oídos sordos a las explicaciones y dejaba la conversación.
Aya salió a recibirlas al camino cuando vio que se acercaban con las cestas llenas.
—¿Habéis conseguido todo lo que os he mandado comprar?
Las dos chicas se miraron de soslayo.
—Todo menos las bombillas, Aya —contestó Cinthia.
Por un instante pareció que la mujer iba a regañarlas pero después se calmó y asintió lentamente.
—Imaginé que no os las darían tan fácilmente, pero había que intentarlo.
Duna se acercó a ella y le preguntó intrigada:
—¿Para qué queremos más bombillas? Tenemos suficientes en casa.
Aya la miró entre comprensiva y entristecida y le dijo:
—No para lo que las necesitamos, cariño, no para lo que las necesitamos.
Y tras decir esto se metió en casa seguida por Cinthia. Duna, en cambio, se quedó observándola. ¿Qué había querido decir con eso? ¿Para qué quería más bombillas?
Una fugaz idea cruzó por su cabeza, pero al instante la desestimó. Aquello era una tontería. No las utilizaría para eso. No sin antes hablarlo con ellas.