A la mañana siguiente, Adhárel despertó con un fuerte dolor de cabeza.
—Como tantos otros días, sentía que le iba a estallar sin motivo aparente. Volvió a cerrar los ojos y se masajeó las sienes, hasta que volvió a oír el ruido que le había desvelado. Alguien estaba aporreando con fuerza la puerta de su habitación.
—¿Qué sucede? —preguntó el príncipe sin abrir los ojos.
—Hermano, soy yo.
Adhárel abrió los ojos, confuso. Dimitri nunca venía a su habitación.
—Puedes pasar.
Dimitri abrió la puerta con impaciencia y la volvió a cerrar tras él. Después fue hasta la ventana y corrió la cortina lo suficiente para que entrara algo de luz.
—¿Está bien madre? —preguntó Adhárel, incorporándose.
—No he venido por nuestra madre.
—¿Entonces? ¿Qué te trae aquí tan temprano?
Dimitri se acercó a la cama.
—Un espía sentomentalista de Belmont ha sido atrapado.
—¿Qué? ¿Cerca de Bereth? —preguntó Adhárel asombrado.
Dimitri asintió con gravedad.
—Escondido en una casita alejada dentro del reino.
—¿Le habéis interrogado ya? ¿Dónde está? Quiero verlo.
—Ya ha sido sometido a juicio de sentomentalistas y ha sido declarado culpable, como Barlof.
Adhárel le miró con furia.
—No menciones más a Barlof, te lo pido por favor. —Adhárel se puso en pie y fue a por la ropa dispuesta para ese día—. ¿Por qué no he sido informado antes? ¿Por qué no me han despertado cuando se ha descubierto?
—Pero hermano… he estado llamando a la puerta toda la noche y no me has abierto. Pensé que no estabas.
—¿Dónde iba a estar si no? —Últimamente no dejaba de sucederle lo mismo una noche sí y otra también: sufría de un sueño tan profundo que ni el más sonoro estallido podía despertarle.
Dimitri apartó la mirada, incómodo.
—Lo siento. De todas formas aún puedes verle. Hemos pensado que nos sería más útil vivo. Está en las mazmorras.
—Bien. Bajaré enseguida.
Dimitri se frotó las manos, nervioso.
—Hay algo más…
—Siempre hay algo más —comentó Adhárel.
—El sentomentalista se ocultaba en la propiedad de Ayanabia Azuladea Socres… La tutora legal de Duna Azuladea.
Adhárel se giró inmediatamente.
—Eso es imposible.
Dimitri pareció enfurecerse un instante antes de volver a relajar la mueca de enfado.
—No, no lo es. Lo encontramos allí y para asegurarnos de que no era una trampa, los sentomentalistas nos lo confirmaron.
—Mienten —volvió a replicar el príncipe alejándose de su hermano.
—Compruébalo tú mismo. —Adhárel fue a responder pero Dimitri continuó hablando—: De todas formas, te recomiendo, hermano, que si quieres hablar con el espía lo hagas cuanto antes… hay gente en este reino que se toma la justicia por su mano.
Adhárel le pidió que se marchase para poder pensar. Cuando estuvo solo, olvidó la ropa y se sentó en el borde de la cama con la mirada perdida en la pared.
Duna le había traicionado. Aquel fue su primer pensamiento lógico. Había ocultado a un espía de Belmont en el mismísimo corazón de Bereth. Había conseguido infiltrarse ella misma en el palacio y Adhárel, en lugar de haberle impedido el paso adivinando sus motivos, le había abierto todas las puertas sin detenerse a pensar en las posibles consecuencias. Incluso la que ocultaba la Poesía Real. El reino estaba herido de muerte.
¿Cómo había llegado a esta situación? ¿Sería Duna una sentomentalista que le había encantado? Imposible. ¿Entonces?
Entonces él había sido tan ingenuo como para dejarse convencer y engatusar por una persona que no pensaba más que en la destrucción del sistema que tanto sufrimiento le había causado a lo largo de su vida. En estos momentos, el príncipe podía recordar con asombrosa claridad cada una de las quejas sobre el reino que Duna había expresado a lo largo de sus encuentros. Algunas ni siquiera las había pronunciado en voz alta, la mayoría de ellas habían ido impresas en sus palabras más inocentes.
¿Qué iba a querer si no la hija de una esclava vendida en este reino donde aún se permitía el comercio de personas? ¿Cómo no iba a sentir rencor por el reino alguien a quien se le había impuesto un castigo por pensar diferente? Meditándolo más detenidamente, incluso podía adivinar cuál había sido el detonante final de todo: el matrimonio concertado con ese tal Lord Guntern.
Adhárel se dejó caer sobre la cama y se quedó mirando el techo.
Y entonces había aparecido él. Por primera vez había querido conocer de verdad a alguien ajeno a la nobleza por el mero hecho de encontrar en esa persona lo que en muchas otras echaba en falta. ¿Realmente había sido casualidad que esa persona fuese una traidora? De alguna manera, Duna podía haberlo sabido y podría haberse beneficiado de la situación intencionadamente. Espero que esto te diga algo, Adhárel…
El príncipe se revolvió molesto y se puso en pie.
¿Pero en qué estaba pensando? Tenía que detenerse. Estaba dejándose llevar por una cadena de pensamientos predeterminados por alguien. Su hermano había sabido desde el primer momento que actuaría de ese modo en cuanto le dijese dónde se había ocultado el espía. Conocía sobradamente el desprecio con el que Dimitri trataba a Duna y al resto de las criadas. Peor aún si una de ellas estaba acercándose peligrosamente a su hermano, al príncipe de Bereth. Aunque no lo compartiese, comprendía las motivaciones de Dimitri para odiarla: desde pequeño le habían enseñado a crear una barrera entre la realeza y el resto del mundo. Y, aunque Adhárel con el paso de los años había ido disolviéndola a base de hablar con ellos, Dimitri había ido construyendo un muro cada vez más sólido a su alrededor. La arrogancia con la que los trataba se reflejaba en cada segundo que permanecía en el palacio. Él era el príncipe de Bereth, y se encargaba muy bien de recordárselo a todo el mundo.
No podía negar la evidencia del escondite del espía, ¿pero cuál era la verdad? Quizá Duna no tuviese ni idea de que el sentomentalista fuera belmontino. Más aún: ¡quizá no supiese siquiera que era sentomentalista! Necesitaba hablar con ella. Al menos para convencerse a sí mismo de que Duna no le había utilizado.
Pero, sin duda, lo que en esos momentos más le aterraba era el hecho de que su hermano le conociese tan bien, adivinando incluso cuál sería su reacción ante esta situación. ¿Sería igual de transparente para el resto de sus hombres?
Cuando Duna despertó, hizo su cama tan rápido como pudo, se vistió y bajó las escaleras saltándose varios escalones. Después dejó una nota en la cocina y salió de la casa sin tan siquiera desayunar. Quería encontrarse con Adhárel antes de que nadie le dijese nada acerca de Sírgeric, aunque seguramente Dimitri ya se habría ocupado de que no llegase a tiempo. Cruzó la pradera y después tomó el camino hacia la muralla a paso ligero. Cuanto antes llegara, antes podría solucionar todo el malentendido de la tarde anterior. ¿Cómo iba a creer nadie la posibilidad de que Sírgeric fuese un espía belmontino? Le mostraría al príncipe las cosas tal y como eran y no como su hermano quería hacérselas ver.
Cuando llegó a la ciudad, las calles estaban vacías. Todavía era pronto, demasiado pronto. Ella también debería estar durmiendo cómodamente en su cama, al fin y al cabo ese era su día libre. Sin embargo, quien en un principio resultó ser un estorbo insoportable, un ladrón sin escrúpulos, un chulo incorregible, un problema continuo, había conseguido llegar a ser un buen amigo y ahora merecía que se lo demostrase. Aunque, sinceramente, era Duna quien quería demostrarse a sí misma que así era.
A la puerta del palacio se encontraban apostados dos guardias. Por la expresión de sus rostros, Duna pudo advertir el duro golpe que les había supuesto la muerte de Barlof. Con paso decidido, avanzó hacia ellos.
—Disculpadme, sé que no debería estar hoy aquí pero he de hablar con el príncipe Adhárel urgentemente.
Los dos guardias se miraron algo sorprendidos. Después, el de Ja derecha le preguntó:
—¿Sois Duna Azuladea?
La muchacha asintió.
—Sabíamos que ibais a venir.
Duna no entendía a qué se estaba refiriendo. Era imposible que se hubiera enterado de lo de Sírgeric tan rápido.
—Lo siento, hoy no tengo tiempo para juegos.
—Oh, no es ningún juego… —intervino el otro guardia—. Nos dijeron que vendríais, pero no imaginábamos que lo hicierais tan temprano.
—¿Quién? ¿Quién os dijo eso?
—El príncipe Dimitri.
La muchacha no pudo evitar abrir la boca asombrada. Si que se había dado prisa en organizado todo…
—¿Dimitri desea verme?
—Iré a buscarle —dijo uno de los guardias dándose media vuelta y abriendo la puerta—. Parecía preocupado y no le gusta esperar.
Le hizo una mueca a su compañero como si llorase y el otro guardia soltó una carcajada. Este cerró el portón y se situó en el centro del mismo.
Duna seguía sin comprender nada.
—Y no sabríais decirme por qué…
—A nosotros no nos cuentan nada. Nos limitamos a obedecer órdenes.
Duna se alejó unos pasos del portón y se dio media vuelta para contemplar el amanecer. Si Dimitri quería verla sería porque algo malo había sucedido… ¿pero qué? ¿Habrían ejecutado a Sírgeric de la misma manera que a Barlof? ¿Habrían indagado más acerca del pasado del joven hasta descubrir algo imperdonable? Con cada nueva pregunta sin respuesta, el corazón de Duna se iba haciendo cada vez más pequeño. Se obligó a tranquilizarse hasta que los latidos recobraron la normalidad. No servía de nada preocuparse sin haber hablado antes con el príncipe.
En ese momento, el portón volvió a abrirse y Duna se dio la vuelta para encontrarse con un Dimitri muy diferente al que había visto la tarde anterior. Sin olvidar sus modales, Duna hizo una reverencia y esperó a que el príncipe le permitiese volver a incorporarse. Cuando lo hizo, la muchacha quedó frente a las enormes ojeras que rodeaban los ojos del príncipe.
—Alteza, necesito hablar con…
Dimitri la interrumpió.
—Aquí no, Duna. Entremos.
La muchacha tardó en asimilar lo que acababa de escuchar. Mientras le seguía a través del vestíbulo, las palabras seguían retumbando extrañas en su cabeza. ¿Duna? ¿Dónde habían quedado los cordiales epítetos tan habituales en él como «criada» o «esclava»? Desde luego algo raro estaba pasando allí. Algo preocupante.
Subieron las escaleras y después tomaron un pasillo en dirección a lo que Duna conocía como la zona prohibida del palacio. Al menos para ella, ya que eran los aposentos de Dimitri. Solo los había visitado una vez para recoger la ropa y no había vuelto más.
El príncipe llegó hasta una preciosa puerta con letras grabadas en ella, como tantas otras en aquel palacio, y le pidió a Duna que entrase antes que él. La muchacha obedeció igual de sorprendida que antes y esperó a que Dimitri cerrase la puerta tras él para empezar a hablar. Sentía miedo, sí, pero era mayor la preocupación que sentía por Sírgeric teniendo en cuenta que cada segundo contaba.
—Alteza, necesito hablar con vuestro hermano. Es urgente… el tema del sentomentalista belmontino es un malentendido. Si me dejaseis, yo podría…
—Eso va a ser imposible —le interrumpió el príncipe.
—No me habéis entendido —insistió Duna acercándose a él—. Puedo demostrar que todo lo que está ocurriendo es una equivocación. —Se quedó callada un instante y meditó sobre si debía utilizar la última baza que le quedaba—. Alguien está llevando a cabo una conspiración en el reino. Sírgeric lo escuchó y…
Dimitri pareció sorprendido. Sorprendido y molesto durante un instante. El suficiente para que su rostro cambiase por completo. Se había pasado de la raya; no tendría que haber mencionado la conspiración. Fue a decir algo más, pero cerró la boca al tiempo que el rostro del príncipe volvía a recuperar la expresión anterior.
—No, Duna. No me has entendido —le dijo, suavizando la voz—. No puedes hablar con Adhárel porque no está en el palacio.
Duna dio otro paso hacia él.
—¿Cómo que no está en el palacio? ¿Dónde está? ¿Ha hablado con Sirge… con el sentomentalista?
Dimitri le dio la espalda y avanzó hasta la enorme butaca tras el escritorio.
—Adhárel ha sido capturado —dijo tras sentarse.
La muchacha sintió un mareo repentino y avanzó hasta la mesa para apoyarse.
—Eso… eso es imposible. Ayer estaba… hoy no… ¿Cómo… cómo ha sucedido?
—Siéntate, por favor —le pidió Dimitri, señalándole la silla frente a la suya. Duna le hizo caso y volvió a clavar la vista en él—. Ha ocurrido esta mañana. Mi hermano se encontraba durmiendo en sus aposentos, como el resto del palacio. No había nadie despierto cuando consiguieron atravesar las defensas y entrar en su habitación.
Duna se llevó las manos a la boca.
—¿Quién ha sido?
—Belmontinos. Un grupo de invasores entre los que probablemente había algún que otro sentomentalista. —Duna cerró los ojos para contener las lágrimas y Dimitri siguió hablando—. Adhárel debió defenderse, no me cabe la menor duda. Pero le superaban en número y no pudo hacer nada. Se lo han llevado.
—¿Y la Guardia Real? ¿Y los soldados de la entrada? ¿Nadie les vio ni entrar ni salir?
Dimitri negó con la cabeza.
—Como digo, los pocos que han estado haciendo guardia esta noche no dieron ningún aviso. Entraron como sombras y se lo llevaron antes del amanecer. Dejaron un pergamino en su puerta para asegurarse de que supiéramos quiénes habían sido.
—Esto es una pesadilla… —murmuró Duna incrédula—. ¿Y cuándo os habéis enterado vos?
—Esta mañana fui a buscarlo y ya no estaba. Todo ha sido muy rápido.
—¿Habéis dado ya el aviso?
Dimitri negó de nuevo sin decir nada.
—¿Cómo que no?
—Lo que menos necesitamos ahora es que la gente descubra que su príncipe ha sido capturado por los belmontinos. Si ni siquiera el propio príncipe está seguro en el palacio, ¿quién lo estará? Habría revueltas por todo el reino y se produciría una situación insostenible. Además, desconfío.
—¿De quién?
Dimitri asintió, apesadumbrado.
—Soldados, sentomentalistas… cualquiera podría ser parte de esta conspiración, Duna. Incluso ahora, en otra habitación del palacio, podrían estar tramando algo contra nosotros.
Duna reprimió un escalofrío y, sin poder evitarlo, se puso en pie antes de gritar:
—¡Pero… pero tenéis que hacer algo! ¡Tienen a Adhárel!
—¡A mi no me levantes la voz! —rugió de pronto Dimitri. Después volvió a tranquilizarse y a bajar la voz—. Cálmate. Hemos enviado una partida de pocos hombres a buscarle con la orden de no decir nada de lo sucedido a nadie. —Dimitri desvió la mirada y después añadió—: Bajo pena de muerte.
¿Y quién se quedará al mando ahora? La reina Ariadne podría…
—Mi… —se corrigió—, quiero decir, nuestra madre ha empeorado mucho tras conocer la terrible noticia. La recaída es insuperable, según sus propias palabras.
—¿Entonces…?
El príncipe se puso en pie.
—Yo me haré cargo de Bereth hasta que todo se solucione.
Cuando Dimitri pronunció aquellas palabras, Duna pudo entrever un mensaje mucho más oscuro tras ellas.
—¿Por qué me habéis dado a conocer a mí esta información? —preguntó la parte de ella que aún no se había acobardado—. ¿No se supone que es algo confidencial?
Dimitri se acercó a ella rodeando la mesa hasta quedar tras el respaldo de su silla.
—No para ti —le susurró al oído. Duna sintió un escalofrío.
—He de irme —dijo ella, echando hacia atrás la silla, pero Dimitri se lo impidió.
—Aún no he terminado.
Dimitri se puso frente a ella y le agarró las manos. Duna tragó saliva. El príncipe le sonrió y dijo:
—Todo va a salir bien. Conozco tus temores. No debes permitir que te controlen. Ahora no. Tu reino y tu príncipe te necesitan, Duna —dijo sin soltarle las manos.
—¿Qué queréis exactamente de mí?
Dimitri se acercó un poco más y, casi en un susurro, le dijo:
—Yo tengo las manos atadas. Pero tú no. —Se quedó en silencio, le soltó las manos y echó hacia atrás la silla para dejarla salir—. Piensa en ello.
Y, sin entender muy bien por qué, la muchacha se sintió decidida a hacer lo que el príncipe le sugería. No le quedaba otro remedio.
Duna llegó a la cestería casi temblando. Desde que abandonara los aposentos de Dimitri no había dejado de temblar y no parecía poder dejar de hacerlo ahora. Había recorrido las bulliciosas calles del reino sin percatarse de nada. Como una autómata había cruzado la muralla y de la misma forma había llegado a su casa. En su cabeza las palabras de Dimitri daban vueltas en fragmentos sueltos e inconexos en los que hacía rato que había dejado de pensar pero que seguían allí, dando vueltas, yendo y viniendo, uno tras otro, hipnóticos, letárgicos…
En el momento en el que abrió la puerta del jardín, Cinthia abrió la de la casa y se abalanzó sobre ella.
—¿Has conseguido hablar con él? ¿Lo solucionará? ¿Has visto a Sírgeric?
Duna apartó a su amiga a un lado y entró en el salón de la casa sin abrir la boca. Cinthia cerró la puerta y la siguió.
—¿Qué pasa?
Duna se mordió el labio inferior con furia y tras unos segundos de silencio se echó a llorar desconsoladamente. Cinthia se acercó a ella y sin entender el motivo del llanto, la abrazó.
Todo lo que había estado reprimiendo durante las últimas horas estalló en aquel momento sin ningún control. Aya apareció desde la cocina, alarmada por los llantos de Duna.
—¿Qué ha pasado?
—Esto… no… Adhárel… no está… —sollozaba Duna ante la perplejidad de Aya y Cinthia.
—Cálmate Duna, no podemos entender nada de lo que dices.
Cinthia abrazó con más fuerza a su amiga y, unos minutos más tarde, consiguió controlarse.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Cinthia en un murmullo, intentando ser lo más delicada posible. Muchas eran las posibilidades que rondaban su cabeza y ninguna era buena.
Duna tragó saliva, las miró y se secó los ojos antes de proceder a contarles entre respingos todo lo que Dimitri le había dicho.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Cinthia, conmocionada.
—Creo que debería ir a buscarle —respondió Duna—. A eso se refería Dimitri. Él no puede hacer nada, pero yo sí.
Aya la miró con los ojos desorbitados.
—¡No! —exclamó—. No, no y no. No dejaré que mi hija se vaya a un reino en guerra a buscar a nadie, aunque sea un príncipe. Lo siento, Duna, pero me niego rotundamente.
—¡Aya, no puedes impedírmelo! ¡Tengo que ir!
—Ya lo creo que puedo. Y… y lo haré. ¿Qué vas a hacer tú sola? ¿Es que no ves que no puede salir nada bueno de todo esto?
La mujer estaba empezando a llorar. Sabía que la batalla estaba perdida de antemano.
—Por favor, Aya. Tengo que hacerlo. Adhárel está en peligro y yo soy la única que puede hacer algo por él. Te juro que volveré sana y salva. Aya, tengo que ir…
La mujerona se dio la vuelta para que no la viesen llorar.
—Si eso es lo que piensas… —dijo—. Ya eres… eres toda una mujer. Yo no puedo protegerte si tú no quieres que lo haga. Si crees que es eso lo que debes hacer… adelante.
Duna sonrió agradecida, avanzó hasta ella y le dio un abrazo.
—En ese caso —comentó Cinthia—, creo que ya sé cual es mí cometido en todo este embrollo.
Duna y Aya se miraron y después se giraron hacia la joven. Esta vez ninguna de las dos sonreía.
—¿Estás segura de lo que haces?
—Completamente —contestó Cinthia—. Si tú vas a ir a buscar a Adhárel a otro reino, lo menos que puedo hacer yo es intentar sacar de las mazmorras a Sírgeric.
—Cinthia, no creo que…
—¡Duna! ¡Él me salvó la vida! Estoy en deuda con él. Debo hacerlo, y lo haré.
La firmeza en los ojos de su joven amiga dejó atónita a Duna. Sin duda aquella idea debía de haberse estado fraguando desde el arresto de Sírgeric y poco podrían hacer por disuadirla.
—No te digo que no, solo quiero que lo pienses detenidamente. ¿Qué harás si te atrapan?
—Pelearé.
—No sabes pelear.
—Pues entonces les tiraré del pelo y saldré corriendo.
Duna suspiró intranquila y Cinthia añadió:
—Confío en él, Duna, y sé que no es tan malo como ellos quieren hacernos creer. Solo te pido que me digas que no me estoy equivocando.
—No te estás equivocando —respondió Duna—. Simplemente estoy preocupada por lo que te pueda ocurrir, igual que Aya.
—Como ella misma te ha dicho: es el momento en que decidamos nosotras y no otras personas qué camino seguir.
—¿Sabes que cada día pareces mayor que yo? —bromeó Duna esquivando un cojín lanzado por Cinthia y agradeciendo estos instantes divertidos que tanto necesitaba y que tanto iba a echar de menos.
—Deja de burlarte de mí y dame algunos consejos útiles para entrar en el palacio sin que me vean.
Duna asintió de nuevo, con seriedad, y acercó un pergamino, una pluma y un bote de tinta.
—El palacio tiene varias puertas por las que se puede acceder. —Mientras hablaba, iba esbozando un mapa sencillo del palacio—. Todas estarán custodiadas por los guardias… excepto una.
Cinthia la miró sin comprender y Duna le guiñó un ojo antes de seguir con la explicación.
Cuando se hubo asegurado de que Cinthia lo había comprendido todo y que le había respondido a todas sus preguntas, Duna subió corriendo a su habitación y preparó un petate con las pocas pertenencias que le podrían ser útiles en Belmont. Si no quería ser descubierta, tendría que pasar desapercibida. No estaba segura de cómo irían vestidas las mujeres en el reino vecino, pero seguramente no se diferenciarían demasiado de las de Bereth. En cualquier caso, podría disimular. Después de coger un calzado más cómodo y besar el colgante de Aya antes de colgárselo al cuello, bajó a la cocina y rellenó el espacio libre del petate con frutas y hortalizas. No sabía cuánto tardaría ni cuándo volvería, si es que volvía, por lo que se llevó tantas como pudo. En caso de que se le terminasen las provisiones antes de alcanzar Belmont, siempre podría alimentarse de frutos del bosque.
Hizo un nudo al petate y se lo colgó con varias cuerdas a la espalda para que no le estorbase. Después se dirigió al salón, donde Aya le esperaba con lágrimas en los ojos.
—Dijiste que me apoyarías, Aya —le recriminó Duna.
—Y te apoyo, pero no puedes evitar que una madre llore por sus hijas… —después estalló en llantos y la abrazó con fuerza. Duna también lloró, pero se secó las lágrimas con el hombro de la mujerona antes de separarse—. Ten, llévate esto. Las noches a la intemperie pueden ser muy traicioneras.
Aya le entregó una gruesa capa con capucha de color verde oscuro. La muchacha se la ató al cuello y descubrió que en el interior de la misma había un par de bolsillos abultados. Metió la mano y encontró en ellos varias mechas para prender fuego.
—Te será más fácil encender una hoguera… —le explicó Aya, echándose a llorar otra vez.
—Muchas gracias —dijo Duna.
En ese momento, Cinthia bajó por las escaleras.
—¡Lista! —dijo sonriente, terminando de guardar el mapa a su espalda. Duna temió que su amiga no se hubiera planteado realmente los peligros que encontraría durante su empresa, pero no dijo nada.
—Mis niñas… —dijo Aya secándose las lágrimas—. Tened muchísimo cuidado. Si habéis de regresar, hacedlo sin miedo a las represalias. Esta puerta seguirá siempre abierta para vosotras.
Las dos muchachas se abalanzaron sobre la mujerona y las tres se abrazaron con fuerza. ¡Cuánto había cambiado todo en tan poco tiempo! Quién habría creído que tendrían que abandonar tan pronto la seguridad que Aya les brindaba. Duna se separó la primera y abrió la puerta.
—Volveremos antes de que te des cuenta, Aya.
Cinthia asintió separándose de la mujer.
—Ya lo verás.
Aya se mordió el labio para no volver a llorar y después de decirles adiós, cerró la puerta.
—¿Tienes miedo? —le preguntó Cinthia a Duna cuando llegaron al cruce de caminos.
—Mucho —contestó.
—Ten cuidado y prométeme que volveremos a vernos.
—Te lo prometo.
Se volvieron a abrazar y al separarse ninguna lloraba.
—Es hora de partir —dijo Duna—. Buena suerte. Saluda a Sírgeric de mi parte y… pídele disculpas.
—Lo haré. Mucha suerte a ti también.
Y con estas palabras se separaron sin tener la certeza de si podrían llegar a cumplir su promesa.