La pena de muerte en el reino de Bereth se ejecutaba con la horca. El acto tenía lugar en la plaza del pueblo, donde se colocaba una plataforma elevada de madera sobre la que se situaba al convicto. Todo el pueblo estaba invitado oficialmente por los pregoneros que hacían llegar la noticia a cada rincón del reino explicando quién era el delincuente, de qué se le acusaba y cuándo tendría lugar la ejecución. El acto, poco habitual, resultaba todo un acontecimiento al cual los aldeanos asistían con sus mejores galas como si de un baile se tratase. La gente de más renombre disponía de asientos reservados junto a la tarima de ejecución, desde donde se tenían las mejores vistas. El resto del pueblo tenía que llegar cuanto antes al lugar para conseguir un buen sitio. Habitualmente eran muchos los que se congregaban, pero cuando corrió la noticia de que el acusado era la mismísima mano derecha del príncipe Adhárel, no hubo aldeano que no hubiese hecho preparativos varios días antes del día en cuestión.
Duna había recibido la invitación por parte de Lord Guntern para asistir con él, algo que no había hecho sino empeorar su malestar general causado por la inesperada traición de Barlof. Aquel hombre no podría haber traicionado ni a un simple aldeano de Bereth, ¿cómo explicar entonces todas las pruebas que le acusaban de lo contrario? Después de que Adhárel dictase la sentencia, los presentes pudieron leer con sus propios ojos las cartas recibidas de Belmont, escondidas bajo un suelo falso de su dormitorio. El hombretón había sido sedado con una extraña poción del viejo Zennion debido al nerviosismo que había experimentado al escuchar la sentencia. Lo único que repetía era: «Yo no…». «Se quedará solo». «¡Tenéis que creerme!». «Esos días estuve con mi familia». Pero, para entonces, Adhárel ya había dictaminado sentencia y nada se podía hacer.
Con Adhárel presidiendo el ahorcamiento, Duna no podría hablar con él hasta el día siguiente en el palacio, por lo que tendría que acompañar a Lord Guntern de todas maneras.
De alguna forma, ya no le parecía tan terrible pasar de vez en cuando algo de tiempo con el presumido enano. El hecho de que Adhárel también se hubiese interesado por ella de una forma… especial lo hacía todo más llevadero.
Cinthia, Aya y Sírgeric solo habían dejado de trabajar en la cestería durante el tiempo necesario para escuchar los lamentos de Duna acerca de Barlof, y después se habían puesto a trabajar con más brío para tener libre el día de la ejecución. No se lo perderían por nada del mundo. Sin embargo, Duna continuaba sintiendo que algo no marchaba bien y que Barlof en el fondo era inocente. ¿Pero cómo podría ella demostrarlo si todas las pruebas apuntaban a la culpabilidad del hombretón? Tal vez se había dejado engañar, como el resto, por la apariencia tranquila y campechana de Barlof.
Cuando llegó el día de la ejecución, Duna se levantó con un nudo en el estómago. Sin abrir los ojos, pudo oír a Aya trajinando en la cocina y metiendo prisa a Cinthia y Sírgeric para que desayunasen rápido. La muchacha se desperezó y, tras lavarse la cara para despejarse, bajó a la cocina. Cinthia y Sírgeric ya estaban vestidos con sus mejores galas y Aya estaba terminando de remendar una manga de su vestido. Cuando vio a Duna todavía en camisón, pegó un grito.
—¿Pero qué haces todavía de esa guisa, niña? ¡Lord Guntern debe de estar a punto de llegar!
—No me encuentro bien… —murmuró Duna sin apenas vocalizar.
Aya se levantó y le puso una mano en la frente.
—No parece que tengas fiebre. ¿Has cogido frío durante la noche?
La muchacha se encogió de hombros y se sentó en un taburete. Cinthia le sirvió un poco de leche en un tazón y Duna se la bebió de un trago.
—Sí que tienes mala cara, sí —comentó Sírgeric—. Tal vez deberías quedarte en casa.
—No, no… tengo que ir. Al menos para darle un último adiós a Barlof.
—¡Pero Duna! ¿Cómo puedes estar tan ciega? Ese hombre es un monstruo. Ha estado enviando información a Belmont. ¡Es un traidor!
—Conozco los cargos, Aya —le recriminó Duna—. Estaba allí cuando se dictaminó la sentencia. Solo digo que no creo que haya sido él, nada más.
—Pues díselo a Adhárel —intervino Cinthia—, ahora que sois tan amiguitos quizá te escuche…
Desde que le había comentado su nueva situación en el palacio, Cinthia se había mantenido tan fría y distante con ella como Duna lo había estado por culpa de Sírgeric.
—Ya lo he intentado. Pero no me hace caso. Además, no podría demostrar nada…
—Bueno, pues ya está —les interrumpió Aya dando una palmada y regresando a por su vestido remendado—. Duna, súbete a cambiar y a peinar. Vosotros dos, terminad de recoger la cocina y esperadme en la puerta.
Duna se levantó y se dirigió a las escaleras. Por el camino, Aya la detuvo.
—Sé que no te encuentras mal. Lo que pasa es que estás triste y preocupada. —Duna apartó la cara—. Pero créeme, ese hombre se lo merece. En un juicio de sentomentalistas no se puede mentir, y lo sabes por experiencia. Da gracias de que haya sido apresado a tiempo, las consecuencias podrían haber sido fatales.
—Eso es lo que me digo cada día, Aya. Pero algo me dice que me estoy engañando a mí misma.
Y diciendo esto se soltó del brazo de Aya y subió a su cuarto a vestirse.
Poco después, Lord Guntern se apeó de su carruaje y llamó a la puerta de la vivienda. Cinthia abrió la puerta y le saludó sin sonreírle, llamó a Duna por el hueco de la escalera para que bajase y después pasó por su lado dándole un pequeño empujón. La siguieron Sírgeric, que le dirigió una mirada de desprecio, y Aya, que le saludó amablemente y le dio los buenos días.
—Duna, cariño —gritó desde la puerta—. No hagas esperar a Lord Guntern y baja ya.
Duna apareció en ese momento por la escalera. Llevaba el mismo vestido que la noche del baile, algo que a Lord Guntern no le pasó desapercibido.
—Parece que habrá que renovar tu vestuario, querida —le dijo a modo de saludo.
—Lo haré cuando tenga alguien que pueda apreciarlo —le replicó ella pasando por delante de él y subiendo al carruaje. Si Lord Guntern comprendió el insulto no lo demostró. Cerró la puerta de la casa y subió al carruaje junto a Duna.
Durante el camino no se dirigieron la palabra. Lord Guntern hizo varias veces el amago de poner su mano sobre la pierna de Duna, pero cuando consiguió hacerlo, Duna se la apartó con poco disimulo, sonriéndole después cordialmente. Cuando este intentó agarrarle la mano, Duna se la llevó a la cara para estornudar. Después de eso, Lord Guntern se mantuvo quieto en su sitio, limitándose a mirar por la ventanilla visiblemente malhumorado.
A las puertas de la muralla, el carruaje se detuvo en seco y la voz del cochero les llegó desde el exterior.
—Señor, no permiten entrar con carruajes —informó—. Nos obligan a aparcar aquí fuera.
—Maldita sea… —murmuró el hombre—. Está bien, Wilfred, aparca donde puedas, seguiremos a pie hasta la plaza.
Cuando el carruaje se detuvo en un hueco junto a la muralla, se apearon y siguieron a pie, como el resto de berethianos.
—¿Has presenciado alguna vez un ahorcamiento, querida? —le preguntó él mientras esquivaba a la gente.
—No, querido. Siempre he preferido quedarme en casa.
—Es una lástima, yo los encuentro de lo más entretenidos. La manera en que suena el cuello al partirse ante el silencio de los asistentes, los jadeos casi inaudibles del ahorcado, los últimos aspavientos en el aire, y los aplausos y vítores finales.
—Sois mezquino —murmuró Duna mirando hacia otro lado. Cada vez sentía más desprecio por aquel hombre.
Siguieron caminando, esquivando cada vez a más gente que se arremolinaba por todas partes, hasta que llegaron a la plaza. La estructura de madera estaba colocada en el centro, sobre la fuente, la cual había desaparecido bajo las maderas. A cada lado se elevaban dos gradas dispuestas para los nobles del reino y la gente adinerada.
—Como habrás imaginado, nosotros tenemos reservados sitios privilegiados, querida. Así que tendrás una vista magnífica. ¿No es una suerte que asistas a tu primer ahorcamiento en estas circunstancias?
—No lo sabéis bien —dijo Duna sarcástica.
Al llegar a las gradas, Lord Guntern saludó a los soldados que pasaban lista y después de mirarse un par de veces sin saber si dejarle subir o echarle de allí, terminaron cediéndole el paso ante la insistencia del hombre por recordarles quién era él.
—Cada vez cogen a soldados más ineptos —se quejó mientras subían los escalones hacia sus asientos—. Aquí es.
Duna se sentó sin mirar a su alrededor y cerró los ojos. El nudo en el estómago parecía haber crecido desde aquella mañana. ¿Por qué no menguaba? ¿Por qué no desaparecía? ¡Maldita sea! ¡Barlof era culpable! ¡Se lo merecía! Tal vez solo estuviese asustada por tener que contemplar la muerte tan de cerca.
—¿Qué me dices, querida?
Duna abrió los ojos y miró al hombre sin comprender. ¿Había estado hablando todo ese rato?
—¿Podéis repetírmelo?
Lord Guntern sonrió con complicidad y después asintió.
—Te decía que si te parecía buena fecha a principios de invierno.
—¿Buena fecha para qué? —volvió a preguntar Duna sin entender.
—¡Para la boda, Duna! Hay que ir preparando muchas cosas y lo mejor es fijar una fecha cuanto antes. Al final de la cosecha sería buena idea, podríamos…
Pero Duna ya había dejado de escucharle. La palabra «boda» reverberaba en su cabeza como si hubiesen tocado una campana con ella dentro. Con todo lo ocurrido en las últimas semanas, la boda con el Lord se le había olvidado por completo. Simplemente le veía como alguien con el que tenía que pasar algunos días de vez en cuando. No había vuelto a preocuparse por lo que vendría después. El nudo del estómago se hinchó hasta casi asfixiarla. Tenía que impedir aquella boda como fuese, no podía casarse con ese hombre. De ningún modo. Hablaría con Adhárel para que hiciese todo lo posible por disolver aquel malentendido. Si Adhárel no podía ayudarle, nadie lo haría.
De pronto, sonó una trompeta y Duna salió de su ensimismamiento. La Guardia Real se abría paso entre la gente congregada. Tras ellos, avanzaban dos carretas: la primera, muy elegante, y la segunda con barrotes en las ventanas que daban a la plataforma. Por el camino, Duna encontró a su familia entre la multitud. Adhárel, Dimitri y la reina descendieron de la primera carreta y subieron los escalones de la plataforma entre vítores y aplausos.
Cuando estuvieron sentados frente a la horca, llegaron por el mismo camino una procesión de niños de todas las edades vestidos con túnicas que les acreditaban como sentomentalistas reales. Eran los pupilos más jóvenes del palacio.
—Ellos son los únicos que no saben quién es el acusado —le susurró el Lord a Duna, haciéndose el interesante.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—Porque son jóvenes. Sus maestres se cuidan mucho de que no sufran si no es necesario, así que no les dicen quién va a ser ahorcado hasta que llega el momento de hacerlo. Me parece un tanto absurdo si después les obligan a presenciarlo.
—En eso tengo que daros la razón.
Los niños fueron pasando en fila de uno a las gradas y colocándose en la primera hilera de asientos reservada para ellos. Debía de haber unos veinte chiquillos, lo que significaba que habría montones de sentomentalistas más mayores en el palacio. Duna se sintió contrariada: ¿eso era bueno o malo? Podrían defenderles en caso de guerra, pero… ¿cuántos estarían allí por voluntad propia?
Entonces volvió a sonar una trompeta y la puerta de la carreta de barrotes se abrió. De su interior salió un Barlof desmejorado, sucio, pálido y asustado, con grilletes en los tobillos y en las muñecas. Vestía con harapos que apenas conseguían taparle el cuerpo entero. Dos guardias reales le agarraron cada uno de un brazo y le llevaron casi a empujones hasta la plataforma entre silbidos de enfado y abucheos por parte de los asistentes. Los ojos de Duna percibieron un movimiento extraño unas filas más abajo y dejó de mirar al hombre para ver qué sucedía.
Uno de los niños sentomentalistas, de unos doce años, se revolvía en su asiento mientras sus compañeros intentaban controlarle y su maestre le ponía la mano en la boca para impedir que gritara. Todo de manera muy disimulada para que nadie se diese cuenta.
Barlof llegó a rastras hasta la parte superior de la plataforma y cayó de rodillas frente a la familia real. En ese momento, Adhárel se levantó, avanzó hasta el centro de la tarima y se dirigió al pueblo.
—Queridos ciudadanos del reino de Bereth. Nos hemos reunido en este aciago día para despedirnos de Sir Barlof Bretiuc, mi mano derecha durante tantos años. Muchos os preguntaréis cómo puede estar condenado a la horca un hombre como él. —Adhárel miró un instante a Barlof y después apartó la cara. Duna habría jurado que sus ojos brillaban. ¿Acaso de rabia? ¿De dolor? ¿De pena?—. Mientras me servía fielmente durante el día —prosiguió—, conspiraba contra el reino por las noches. Se le acusa de haber mantenido correspondencia con el mismísimo Teodragos VI, rey de Belmont, mientras yo me encontraba postrado en cama, enfermo. —Un murmullo de sorpresa y desaprobación recorrió la muchedumbre—. Por eso, mi fiel y buen amigo Barlof, en quien más confiaba, el traidor a la corona, será ejecutado esta mañana ante el reino que quería vender al enemigo.
Adhárel volvió a sentarse en su asiento y disimuladamente se llevó la manga a los ojos. Al pasar al lado del hombretón pudo verle con lágrimas en los ojos.
—Al menos ten la decencia de no llorar —le dijo Dimitri desde su asiento, suficientemente alto como para que parte de la audiencia pudiera escucharle.
Pero había otros sollozos que se oían por encima del de Barlof. Eran los del pequeño sentomentalista sentado en las gradas. Más que un lloro parecía un aullido lo que salía del interior de aquel niño. Los que no habían reparado aún en él, volvieron sus cabezas preguntándose qué le sucedería. Mientras intentaba silenciarle, su maestre no dejaba de explicar a los que le preguntaban que el niño era muy sensible y que estaba pasándolo mal… pero el muchacho, en un descuido del hombre, consiguió deshacerse de su mano dándole un mordisco y, todavía con lágrimas en los ojos, empezó a gritar en dirección a la plataforma:
—¡No es culpable! ¡Es mentira! ¡Están mintiendo! ¡El traidor es otro!
Duna se llevó la mano al cuello sintiendo que el nudo de su estómago pugnaba por salir y gritar junto al niño. ¿Cómo era posible que también aquel crío pensase como ella?
El viejo maestre agarró al niño del brazo y le obligó a sentarse, aunque este siguió llorando y gritando como un poseso, proclamando la inocencia del acusado. Barlof, mientras tanto, se había vuelto hacia el chiquillo y negaba con la cabeza articulando palabras inaudibles y suplicándole con los ojos que dejase de gritar y llorar. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Duna deseaba seguir escuchando al niño; tal vez tuviese alguna de las respuestas a sus preguntas. Pero en ese instante, Adhárel volvió a ponerse en pie para llamar la atención del pueblo mientras el maestre llamaba a un par de guardias para que se llevasen al niño de allí.
—Al parecer este tipo de cosas no son… recomendables para los niños. Pero es necesario que conozcan el castigo que les espera a los traidores.
El público aplaudió sus palabras mientras Duna apartaba la mirada del príncipe. No parecía la misma persona que ella conocía. El odio, la sed de venganza o la traición cometida por su más fiel aliado le habían cambiado por completo. Después de que Adhárel se sentara de nuevo, dos guardias obligaron a Barlof a levantarse del suelo y le encaramaron a unos tablones un poco más altos. Después le colocaron la soga alrededor del cuello. Duna seguía escuchando los lamentos del niño mientras se alejaba de allí arrastrado por los dos guardias.
—¿Tus últimas palabras? —preguntó Adhárel a Barlof desde su asiento.
El hombretón miró primero al pueblo, que de pronto había quedado sumido en un silencio absoluto, después a las gradas y mientras pronunciaba las palabras, Duna sintió que iban dirigidas exclusivamente a ella:
—Cuidad de él.
En ese momento, un sentomentalista adulto que se encontraba apartado sobre la plataforma se llevó las manos a la boca y comenzó a silbar, produciendo una melodía triste y evocadora. Entonces la trampilla a los pies de Barlof se abrió y el cuerpo cayó por el agujero quedando colgado por el cuello. Tras varios estertores que Duna no llegó a ver ya que había apartado la mirada, Barlof falleció. Pero antes de que la muchedumbre estallase en aplausos, un grito de agonía llegó a cada rincón de la plaza procedente de aquel niño que no habían conseguido sacar a tiempo. Duna sintió un escalofrío por todo el cuerpo y habría jurado que no fue la única en sentirlo, pues en lugar de estallar en vítores, como era habitual en esos casos, la gente empezó a abandonar la plaza en silencio. Adhárel tenía la mirada perdida y los labios tensos cuando bajó de la plataforma junto a su familia.
De fondo, solo se escuchaba la melodía del sentomentalista. Todo había terminado.
—Además de traidor, loco… —comentó Lord Guntern poniéndose en pie y cediéndole la mano a Duna.
—¿A qué os referís? —preguntó la muchacha ignorando el gesto del Lord.
—¿Serían esas tus últimas palabras si fueses a morir? «Cuidad de él». Por favor. Más le hubiera valido algo como «Que el Todopoderoso me perdone» o «Que el Todopoderoso tenga piedad de mi alma».
—Quizá no necesitase que nadie le perdonara… —le replicó ella bajando de las gradas.
—¿Ah, no? ¿Crees que era inocente?
—Lo mismo da lo que yo piense. Ya está muerto.
—También tienes razón.
Cuando bajaron de la grada, Aya, Cinthia y Sírgeric les estaban esperando. Aya estaba secándose las lágrimas con un pañuelo mientras Cinthia la consolaba.
—¿Qué te pasa, Aya? —preguntó Duna.
—El niño —contestó Sírgeric, ignorando el desprecio con que le miraba Lord Guntern—. Le ha entristecido mucho su reacción.
—Volvamos a casa —sugirió Cinthia—. Empieza a hacer frío.
Duna se despidió rápidamente de Lord Guntern y se dejó llevar por la corriente junto al resto de su familia sin que él pudiera impedirlo. Creyó escuchar a lo lejos las palabras boda y fecha, pero no quiso prestarles ninguna atención.
Antes de que llegaran a casa empezó a llover con fuerza sobre el reino de Bereth. Durante la ejecución se habían congregado amenazadoras nubes negras en el cielo que ahora descargaban su furia.
—¡Entrad todos! —dijo Duna abriendo la puerta de la casa y haciendo pasar al resto. Después cerró la puerta—. Santo Todopoderoso, ¡menuda tormenta tan inesperada!
—A lo mejor nos la merecemos… —comentó Aya mientras subía las escaleras hacia su cuarto.
—Pues sí que le ha afectado el ahorcamiento, ¿no? —dijo Cinthia, quitándose los zapatos mojados y poniéndolos junto al fuego.
—No parecía tan descompuesta esta mañana —dijo Sírgeric, echando algunos troncos a la chimenea y avivando el fuego.
Duna dejó sus zapatos junto a los de Cinthia y dijo:
—A mí también me ha impresionado mucho la reacción de ese niño… había crios mucho más pequeños que él que no han abierto la boca ni siquiera cuando el cuerpo ha caído.
—¿Y qué me decís de las últimas palabras de Barlof? —preguntó Sírgeric incorporándose.
—«Cuidad de él» —recordó Cinthia—. Ha dado un poco de miedo, ¿verdad? ¿A quién se referiría?
—No creo que se refiriese a nadie. Tal vez le habían dado tantos palos para sacarle información durante su estancia en los calabozos que ya había perdido del todo la cabeza.
—Eso mismo opinaba Lord Guntern —dijo Duna—, por eso no creo que sea así. A lo mejor quería que cuidasen de un tesoro escondido, o de algún familiar viejo del que estuviese a cargo…
—O a lo mejor hablaba en clave para algún otro espía que hubiese entre la multitud —opinó el joven.
—Más nos vale que no…
—En fin —intervino Duna—, dejemos las elucubraciones y pongámonos a hacer la comida antes de que Aya baje con hambre. ¿Puedes llevar leña a la cocina, Sírgeric?
El joven fue a coger algún tronco de la cesta pero vio que se habían terminado.
—No queda ni uno.
—Pues los necesitamos… Deberíamos salir a por todas las ramas que encontremos antes de que se mojen más por la lluvia.
—Puedo ir yo —se ofreció Sírgeric.
—¡Pero con la que está cayendo te empaparás!
Sírgeric soltó una carcajada.
—Es solo agua, Cinthia, después me secaré.
Sírgeric salió del salón pero antes de llegar a la puerta, Cinthia apareció detrás de él.
—Ten cuidado, ¿vale?
—No tienes que preocuparte de nada, con esta tormenta no habrá nadie en los alrededores. Además, iré por el bosque, no por el prado.
—De todas formas, llevas…
—Sí, lo llevo. Nunca me separo de él.
Duna miró con curiosidad a sus dos amigos y se mordió la lengua para no decir lo que pensaba.
—Estaré aquí en un santiamén —dijo Sírgeric, y se perdió en la tormenta.
La lluvia remitió considerablemente poco después de abandonar la casa. En el bosque, el repiqueteo de las gotas quedaba amortiguado por la vegetación y al joven le pareció que estaba lloviendo muy lejos de allí. Por suerte para él, el hecho de que los árboles del bosque de Bereth fuesen tan altos resultaba toda una ventaja ya que las ramas inferiores se mantenían secas. Sírgeric cortó unas cuantas y las ató con un cordel para después meterlas bajo la capa. Cuando terminó, siguió andando hasta otro grupo de árboles con las ramas más bajas intactas por la lluvia. Repitió la misma operación con estas y se aproximó al siguiente árbol con la intención de coger las últimas, pero se detuvo en seco. Algo se había movido entre los matorrales a unos pasos de él. El muchacho se agachó lentamente y puso mayor atención. Seguramente fuese el dragón, pensó. Duna se moriría de ganas de estar con él ahora mismo. Todos en la casa conocían la fascinación que sentía Duna por la criatura. Siempre que podía, sacaba el tema y era complicado que lo dejara.
En cuclillas, dio un paso hacia los matorrales y se escondió tras un árbol de tronco grueso, donde se puso de pie sin hacer el menor ruido. Volvió a prestar atención y entonces descubrió que eran voces humanas lo que estaba escuchando. Se sintió decepcionado y estuvo a punto de dar media vuelta para alejarse de allí si no hubiese sido porque estaban hablando sobre el ahorcamiento de Barlof.
—Ha estado a punto de arruinarlo todo —dijo una de las voces. Sírgeric no se atrevía a asomarse para observar sus caras por miedo a ser descubierto, así que aguardó tras el árbol.
—Ese crío se llevará una soberana paliza en cuanto vuelva a palacio.
—Yo también castigaría a su maestre por no saber controlar a unos mocosos.
—Esperaremos. El viejo nos podría ser de utilidad en el futuro…
Sírgeric sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Quiénes eran esos hombres? Una voz le resultaba extrañamente familiar, ¿pero dónde la había escuchado antes?
—Con Barlof muerto ya no hay de qué preocuparse. El reino entero cree estar seguro sin el traidor.
—Fue una magnífica idea la de esconder las cartas bajo la losa del suelo, os felicito.
Al joven se le cortó la respiración. Eso demostraba que el pobre Barlof era inocente, como Duna había creído siempre… Necesitaba verles las caras para denunciar el caso a la Guardia Real. Barlof no reviviría, pero tenía que hacerse justicia. Estaba llevándose a cabo un complot contra Bereth desde el corazón del reino y nadie lo sabía… excepto él.
—¿Cuál será vuestro siguiente paso?
—Adhárel.
—¿Habéis pensado ya en algo? ¿Alguna trampa o…?
—Hay una muchacha… una campesina huérfana que últimamente revolotea mucho alrededor del príncipe.
Sírgeric sintió que se mareaba. Duna. Hablaban de Duna, sin lugar a dudas.
—¿Pensáis utilizarla como cebo?
—Ella misma os entregará al príncipe en bandeja.
El joven se puso en cuclillas nuevamente y muy despacio fue rodeando el árbol para tener una mejor vista de los dos hombres. Para su decepción, cuando consiguió verles descubrió que los dos iban tapados con enormes capas que les cubrían completamente. Dos encapuchados. Aun así, se quedó en la misma posición, agachado entre los matojos y el árbol, esperando a que un descuido le revelase la identidad de los hombres. La lluvia había remitido y algunos rayos de sol empezaban a filtrarse entre las ramas.
—¿Cómo estáis tan seguro de ello?
—Porque conozco a mi hermano mejor de lo que él imagina.
Sírgeric se quedó mudo de asombro.
Dimitri. Él era el traidor. No necesitaba verles las caras, ya tenía lo que buscaba. Necesitaba escapar de allí como fuera sin que le viesen, y para ello solo había una solución: utilizar el regalo de Cinthia.
El joven metió la mano por debajo de la camisa hasta que sus dedos toparon con una cadena y tanteó hasta el pequeño colgante que pendía sobre su pecho. Solo tenía que abrirlo, sacar el mechón de pelo y volaría hasta casa en un abrir y cerrar…
De repente, las ramas que había recogido se le escurrieron de los brazos y cayeron al suelo arrastrando la capa tras ellas. Los dos encapuchados dejaron de hablar y buscaron al causante de aquel ruido. Sírgeric volvió a colocarse la capa de nuevo cuando el más bajo de los dos lanzó un grito de aviso:
—¡Deteneos ahora mismo! No deis un paso más.
Sírgeric se puso en pie sin saber qué hacer, con la mano aún en el interior de la camisa. Los dos hombres se le quedaron mirando unos segundos antes de proceder a quitarse las capas. Uno de ellos, como el joven ya había adivinado, no era otro que Dimitri. El otro le sonaba vagamente pero no conseguía recordar de qué. Sin pelo en la cabeza, fuerte y alto, el muchacho supuso que sería de Belmont… y entonces sintió que el tatuaje en el interior de su brazo le abrasaba con fuerza. Aquel hombre también era un sentomentalista. Sírgeric recordó de pronto las terribles tareas que les encomendaban a los aprendices. Había sido uno de sus maestres.
Entonces el hombre también pareció reconocerle.
—Tú —dijo el hombre señalándole. Más rápido de lo que Sírgeric hubiera imaginado, el hombre se colocó frente a él y, adivinando sus intenciones, le arrancó el guardapelo del cuello—. Esta vez no, Sinsentido.
—¿Qué vais a hacerme? —preguntó el joven intentando ganar tiempo. Sentía que la mano del hombre se cerraba cada vez con más fuerza en torno a su cuello.
Dimitri se acercó a ellos lentamente.
—Depende de cuánto hayas escuchado. —Después se dirigió al otro hombre—. ¿De qué le conocéis?
—Es un sentomentalista fugitivo.
—¿Un sentomentalista que no ha pasado por el palacio a presentar sus respetos? Muy mal hecho —dijo Dimitri negando con la cabeza—. Eso complica la situación. ¿Has visto lo que le ha ocurrido al pobre Barlof por traicionar a su reino?
—¡Pero él era inocente! —gritó Sírgeric esperando que alguien le oyese.
—Ni lo intentes —dijo Dimitri—. No hay nadie en el bosque. ¿Cuánto tiempo llevas espiándonos? ¿Eh? ¿Qué has escuchado?
—Lo suficiente. Como toquéis a Duna os juro que… —se interrumpió al momento dándose cuenta de que había metido la pata.
—Así que conoces a Duna, ¿eh?
—¡Os lo advierto!
—No deberías —dijo Dimitri, y a continuación se volvió hacia el otro sentomentalista—. Matadle.
El hombre asintió y miró a Sírgeric con una expresión de ferocidad en el rostro. El joven no recordaba qué poder poseía pero seguramente podría utilizarlo sin problemas contra él. Entonces el joven sintió que su corazón se aceleraba, que una energía renovada le embargaba por dentro y que necesitaba moverse para librarse de ella. Primero pensó que debía de ser la magia del hombre, pero luego se dio cuenta de que solo se trataba de la adrenalina que empezaba a recorrer todo su cuerpo al sentirse amenazado. El sentomentalista le soltó el cuello y le agarró por la camisa para encararse a él. Sírgeric apartó los ojos de su mirada y empezó a revolverse con todas sus fuerzas para liberarse, hasta que, de un manotazo, apartó el brazo del hombre de su cuello y cayó al suelo. Dimitri se adelantó para sujetarle, pero Sírgeric dio una vuelta en el suelo y le atizó con una piedra en la espinilla. A continuación, salió corriendo como alma que lleva el diablo.
—¡Que no huya!
Sírgeric tiró las ramas que le quedaban al suelo para acelerar el paso y cruzó como una exhalación el bosque en dirección a la casa de Aya. Se escabulló por debajo de matorrales, saltó troncos caídos, intentó despistar a sus perseguidores dando más vueltas de las necesarias y cuando creyó que ya no le seguían, siguió corriendo hacia la cestería.
Cuando llegó, el sol pegaba tan fuerte como otros días. Aporreó la puerta con insistencia y sin aliento hasta que Duna abrió la puerta.
—¿Qué pasa? ¿A qué vienen tantas prisas?
—Tienes… que… irte… Trampa —decía Sírgeric intentando recuperar el aliento. El pecho le subía y le bajaba desbocado.
—Relájate, ¿quieres? No entiendo una palabra de lo que dices. ¿Dónde está la leña?
—No hay… tiempo…
Entonces llegó Cinthia y ayudó a Sírgeric a entrar en la casa. Cuando vio los rasguños en la cara de Sírgeric y las ropas desgarradas le preguntó:
—¿Qué te ha pasado ahí fuera?
—¿Has visto al dragón? ¿Te ha hecho él esto? —pregunto Duna.
Sírgeric negaba con la cabeza mientras tomaba aire.
—Es una conspiración, Duna… Tenías razón…
En ese momento alguien aporreó la puerta.
—¡Abrid! —gritó alguien desde fuera. Los tres muchachos se abrazaron asustados mientras Aya bajaba las escaleras en camisón.
—¿Qué sucede? ¿A qué viene tanto escándalo?
—La Guardia Real, abrid la puerta o la echaremos abajo.
—¡Ya voy! ¡Ya voy! —dijo Aya—. Que nadie eche nada abajo.
Cuando abrió la puerta, cinco guardias uniformados y armados con espadas irrumpieron en la casa apartando de un empujón a Aya y quitando de en medio a las chicas para coger en volandas a Sírgeric.
—¿Qué hacéis con él? —gritaba Aya sin moverse del sitio—. ¡Soltadle ahora mismo!
—¡No ha hecho nada! —decía Duna, intentando liberarse.
—Es un sentomentalista de Belmont —explicó quien parecía ser el capitán del escuadrón—. Nos lo llevamos al calabozo para interrogarle.
—¿Para interrogarme? —preguntó Sírgeric intentando soltarse—. ¿Como hicisteis con Barlof? ¡No les creas, Duna! ¡Es una conspiración! También…
Pero no pudo terminar la frase ya que uno de los guardias le golpeó con la empuñadura de su espada en la cabeza, haciéndole perder el conocimiento.
—¡Sírgeric! —gritó Cinthia.
—No está muerto, solo ha perdido el conocimiento… —dijo Duna en un intento por tranquilizar a su amiga.
—Todavía no —intervino el capitán—. Pero si seguís creando problemas, lo estará pronto y vosotras iréis detrás por haberle ocultado.
—¡Todo esto es un malentendido! —aseguró Aya—. Dejad que os lo explique. No tiene malas intenciones, no ha hecho ningún daño…
—Eso lo tendrá que decidir el consejo de sentomentalistas, no nosotros.
Y diciendo esto salió de la casa junto al resto de la Guardia, quienes arrastraban a Sírgeric. Después se cerró la puerta y las tres mujeres quedaron en el interior sollozando y lamentando la pérdida de su amigo sin entender nada de lo sucedido.
—¿Vosotras sabíais que Sírgeric… era un sentomentalista? —preguntó Duna con un hilo de voz cuando consiguió recuperarse.
Aya no contestó, pero su mirada fue suficiente para Duna.
—¿Y tú, Cinthia?
La muchacha asintió con la cabeza antes de volver a sepultarla entre las manos para seguir llorando.
Duna se sintió decepcionada y ajena a aquella familia por segunda vez en su vida. Era la única a la que Sírgeric no había contado su secreto. ¿Qué habría querido decirles antes de que se lo llevaran? Algo de un complot, una trampa… huir… ¿Qué había visto en el bosque?
No cabía otra solución que hablar con Adhárel. Si no quería oír hablar de conspiraciones, tendría que hacer un esfuerzo. Un hombre había muerto esa misma mañana a manos del verdadero traidor, fuera quien fuese, y no permitiría que le sucediese lo mismo a su amigo.