13
La poesía real

Duna no creyó la historia de las cestas para el palacio hasta que una tarde, sin previo aviso, se presentaron en la humilde tiendecilla dos hombres vestidos con el uniforme real exigiendo hablar con Aya. Se marcharon cuando el sol ya se había puesto, tras decidir los tipos y la cantidad de cestas que la reina deseaba para el interior del palacio y para los jardines. En cuanto los dos hombres abandonaron la casa, la mujer llamó a gritos a los tres jóvenes y les dio la noticia. El enfado de Aya con Cinthia y Sírgeric por su reciente escapada pareció esfumarse de tan alegre que se sentía.

Pero no todo fueron celebraciones. A la mañana siguiente comenzó un ritmo de trabajo frenético en la cestería que debían compaginar como podían con la escuela de Cinthia, el trabajo de Duna y el huerto. Algunos días incluso se iban a dormir antes de que anocheciese de tan cansados que terminaban.

El día a día en el palacio había cambiado radicalmente para Duna. Ya apenas ponía un pie en la lavandería, para asombro y envidia del resto de sus compañeras. Desde aquel extraño encuentro con el príncipe en los jardines, Duna había seguido recibiendo recados de parte de este prácticamente todos los días. No había mañana en la que Grimalda no bajase casi a trompicones las escaleras para avisar a Duna que se la requería arriba. Algunas ocasiones debía llevar el desayuno a la torre más alta, donde el príncipe se reunía con Barlof; en otras, la necesitaban para regar algunas zonas de los jardines, momentos que coincidían con los paseos de descanso del príncipe y Barlof; otras veces debía fregar los suelos de los pisos superiores del palacio; ayudar en las cocinas, subir la ropa limpia, bajar la ropa sucia, encender las lumbres, preparar el agua de los baños, limpiar las ventanas, barrer suelos… Pero siempre, y era algo que Duna había advertido desde el primer día, trabajaba bajo la atenta mirada de Adhárel… o tal vez no tan atenta. Eso era lo que le hubiese gustado a Duna. Pero en ocasiones, y esto nadie podía negárselo, la muchacha sorprendía al príncipe mirándola de reojo mientras ella se dedicaba a sus ocupaciones. Y en alguna ocasión incluso le dirigía la palabra, aunque solo fuese para pedirle, muy educadamente, que se apartase. Siempre con una sonrisa en los labios.

—¡Duna! ¡Duna Azuladea! ¡Como tenga que volver a llamarte, friegas entera la colada de hoy!

La muchacha salió de su ensimismamiento y sin saber a quién contestaba gritó:

—¡Ya voy!

Se encontraba sacudiendo una pequeña alfombra en la ventana, intentando quitarle todo el polvo posible. Bajó del taburete, colocó la alfombra en su sitio y después estornudó.

—¡Por fin te encuentro! —dijo Grimalda llevándose las manos a la cabeza—. ¡Santo Todopoderoso, niña, estás hecha un asco! Sacúdete bien ese delantal.

Duna bufó molesta, se sacudió el delantal y se cruzó de brazos esperando las nuevas indicaciones de la mujercilla.

—¿Y bien? ¿Qué ordena esta vez el príncipe?

—No seas insolente, niña. Necesita algunos planos. Súbelos a la sala Estratega.

—¿Hasta allí arriba?

—¡Venga! ¿A qué esperas?

—Si dependiese de mí —contestó Duna—, esperaría alguna respuesta por su parte.

Y dejando a la mujer con cara de no comprender nada, dio media vuelta, aunque, tras unos pasos, se detuvo.

—Eh… ¿dónde están los planos que tengo que subirle?

Grimalda se acercó y le entregó un montón de pergaminos enrollados. Después Duna siguió su camino hacia las escaleras.

¡Ya estaba otra vez! Algún día se cansaría y mandaría el palacio y su deber a freír espárragos. Menuda mañana llevaba: primero la lavandería, después los cristales, las alfombras y ahora esto, subir hasta la torre más alta. No entendía cómo sus compañeras podían estar celosas de su situación; si supiesen…

¿Le divertía al príncipe verla trabajar sin parar? ¿Qué había hecho ella para merecerlo? ¿Acaso era un juego de moda entre la nobleza? Duna volvió a suspirar, molesta y, sin advertir un último escalón, tropezó al final de la escalera. Los planos se le cayeron de los brazos y rodaron por el suelo. Ella quedó espatarrada en el descansillo, justo frente a la puerta de la Sala Estratega…

… Que no tardó en abrirse y en aparecer de su interior el príncipe Adhárel y su siempre fiel compañero, Barlof. El príncipe se agachó y le tendió la mano.

—¿Estáis bien?

Duna no quería mirarle a los ojos y no lo hizo. Se limitó a asentir y con toda la dignidad posible recogió los planos que habían rodado escaleras abajo, para después entregárselos al príncipe.

—Aquí tenéis —dijo, aún con la mirada clavada en el suelo.

—Ehmmm… Gracias —contestó él. A Duna le dio la sensación de que quería añadir algo, seguramente otra tarea absurda, por lo que hizo una breve reverencia y se dio media vuelta ¿Estaría cometiendo algún tipo de traición a la corona? Le daba igual.

—¡Esperad! —dijo entonces el príncipe. Duna se detuvo y se dio la vuelta lentamente.

—¿Queréis algo más de mí, alteza? —preguntó Duna.

—Eh… No… digo sí —respondió Adhárel. Parecía nervioso. La muchacha enarcó una ceja y esperó—. Barlof debe bajar a por unas… cosas y… —Duna descubrió al hombretón observando al príncipe sin entender qué estaba sucediendo— y ya que no vamos a trabajar durante un rato, podéis limpiar la estancia. Hace tiempo que no se limpia… Sí, eso es.

—Alteza, ayer me pasé casi toda la mañana barriendola. Vos también estabais.

—¿Qué…? Ah… bien, en ese caso… son los cristales lo que están sucios.

Duna agachó la cabeza en señal de obediencia y subió hasta el descansillo. La dejaron pasar y después vio cómo, con señas más bien poco disimuladas, el príncipe obligaba a Barlof a abandonar la sala. ¿Qué estaba pasando allí? Duna dejó de cuestionarse todo y sacó un pañuelo del bolsillo del delantal para empezar a quitar el polvo de las ventanas. Después se cerró la puerta. Duna no se giró para ver si estaba sola o si alguien más se había quedado dentro. Tampoco tuvo que esperar mucho para averiguarlo.

—Os dejáis una mancha —dijo de repente el príncipe—. A vuestra derecha.

Genial, pensó Duna, ahora me va a decir cómo debo hacer mi trabajo. Dio un paso hacia su derecha y volvió a pasar el trapo. Cuando terminó con esa ventana pasó a la siguiente. Mientras tanto, Adhárel no dejaba de recorrer la sala. ¿Estaría observándola o pensando en sus cosas?, se preguntó Duna.

—Creo… que deberíais limpiar también el alféizar —volvió a intervenir el príncipe.

Duna puso los ojos en blanco y abrió la ventana para limpiar el alféizar.

—¿Así está mejor? —preguntó al acabar sin darse la vuelta.

—Bueno, si obviamos el manchurrón que hay en el cristal contiguo…

Duna pasó a la siguiente ventana y, antes de poner el trapo sobre ella, el príncipe volvió a hablar.

—¿No creéis que deberíais…?

Duna se giró sorprendida al sentir su aliento sobre la nuca. Adhárel había avanzado hasta ella mientras hablaba y ahora se encontraba a escasos centímetros de su rostro.

La muchacha se quedó unos instantes sin saber qué decir, aunque después se obligó a apartarse unos pasos, alejándose de él.

—Creo que esto es suficiente, alteza —dijo. Se le había terminado la paciencia. Si la expulsaban, que así fuera, pero no iba a consentir más aquella situación.

—¿A qué viene esta…?

—Desde hace varios días no hago más que recibir recados totalmente ajenos a mi trabajo de lavandera —le interrumpió—. Si una mañana me toca limpiar cristales, al día siguiente tengo que subir el desayuno. Si no, regar y podar las plantas del jardín… y en cada nueva labor, os encuentro allí. ¿Casualidad? Lo dudo mucho.

—No sé de qué habláis —contestó el príncipe a la defensiva.

—Hablo de que estáis jugando conmigo. Soy el nuevo juguete real, ¿no es eso? Esta vez toca reírse de la criada de turno. ¿Soy la primera? ¿La segunda? ¿Somos escogidas al azar para vuestro esparcimiento y el de vuestros hombres o nos elegís por nuestras cualidades? Mejor no contestéis. —Duna sentía el corazón galopándole en el pecho. ¿De dónde había sacado la osadía para hablarle así al príncipe Adhárel, futuro soberano del reino?—. Ahora mismo recogeré mis cosas y me iré. Espero que no tardéis en encontrar a otra sirvienta con la que divertiros.

Adhárel se había quedado durante toda la perorata mirándola sin decir palabra. No parecía enfadado, pero tampoco sorprendido. Más bien sus ojos parecían decir: por fin. ¿Por fin qué?, se preguntaba Duna. Otra pregunta. Cada pregunta daba como resultado más preguntas y así hasta que quedase sepultada bajo ellas. Respiró hondo y recogió el pañuelo que se le había caído al suelo.

—Espera, Duna —dijo el príncipe, sujetándole del brazo cuando la muchacha pasó por su lado.

¿La había llamado por su nombre? Duna se quedó inmóvil sin saber qué hacer o qué decir por primera vez en la vida.

—Te pido disculpas —añadió Adhárel—, no era mi intención…

—¿Hacerme la vida imposible? —le interrumpió ella recuperando la compostura—. ¿Hacerme trabajar tanto?

—Intentaba que estuvieses conmigo más a menudo.

Duna tragó saliva. Que alguien la despertase inmediatamente o se pondría a gritar. ¿Qué estaba viviendo? ¿Un sueño? ¿Una pesadilla? ¿El príncipe no se había dado por vencido y la broma continuaba?

—Creo que ha sido más que suficiente, alteza —le respondió ella mientras se soltaba.

—Estoy hablando en serio. Escúchame, por favor.

A Duna le temblaban las piernas. No podría seguir de pie mucho más tiempo. Recapituló la situación en el tiempo que se daba la vuelta para mirarle. La criada empieza a trabajar en el palacio. La criada va al baile. La criada baila con el príncipe. La criada no vuelve a saber nada del príncipe. La criada sigue trabajando. La criada es explotada por el príncipe. El príncipe quiere hablar con la criada a solas y para ello la pone a limpiar cristales. La criada le para los pies. El príncipe se sincera. La criada pierde toda compostura y no puede apartar la mirada de esos ojos…

—¡No! ¡Basta! —gritó Duna, confundida—. ¿Qué queréis de mí? ¡Tenéis montones de doncellas a vuestro alcance! ¿Qué extraña fijación os hace comportaros así conmigo?

—No es ninguna fijación —dijo el príncipe. Se apartó de ella y se alejó hasta la otra punta de la sala, donde se puso a mirar por la ventana—. Es que me gusta estar contigo. Contigo puedo ser… yo mismo.

—No me conocéis.

—Tienes razón. No te conozco. Y todo esto es una locura. La locura más grande en la que me he metido jamás. —Adhárel se llevó una mano a la frente—. Soy el príncipe de Bereth y tú solo una aldeana. Me lo repito una y mil veces al día, pero ¿para qué, si sigo pensando igual? En ocasiones me arrepiento de haber asistido al baile de mi cumpleaños; si no te hubiera conocido, no estaría así. Pero luego recuerdo nuestra conversación junto a la fuente…

Duna sentía un nudo en el estómago.

—No sigáis, por favor.

—Lo necesito… Porque de alguna forma, cuando estoy a tu lado, me reconozco.

—No…

—Y cuando pienso en ti me olvido de todo lo demás. Pero después me arrepiento porque sé que no está bien, sin embargo, sigues ahí. Siempre tú, siempre tú…

—¡Basta! —exclamó Duna con lágrimas en los ojos—. ¡Dejad de reíros de mí, alteza!

El príncipe la miró confundido, y al comprender que ella no quería que siguiese sincerándose, se enfureció consigo mismo y con la situación que había provocado.

—Tienes razón —dijo molesto de pronto—. Márchate. No pienso retenerte por más tiempo en contra de tu voluntad. Ha sido una locura. ¡Fuera!

Duna se alejó sin decir nada, preocupada porque, tal vez, solo tal vez, el príncipe le hubiese hablado con sinceridad. Cerró la puerta tras ella y bajó las escaleras corriendo. Cuando llegó al enorme recibidor del palacio, tuvo la tentación de volver a la torre para pedirle perdón. Pero ahora necesitaba estar sola y pensar. Pensar mucho. Hacerse una pregunta tras otra y sepultarse bajo ellas, así al menos no tendría que averiguar las respuestas.

A la mañana siguiente, cuando llegó a la lavandería, Grimalda la esperaba. Ya habían llegado algunas de sus compañeras. Algo poco habitual; aquella noche Duna no había pegado ojo y se había despertado más tarde de lo habitual. Cuando Grimalda la vio, se acercó a ella con la piedra de luz en la mano, lo que significaba que había entrado por el túnel.

—El príncipe quiere verte.

—¿Otra vez?

Grimalda gruñó.

—¡Deja de cuestionarte todo o acabarás metida en un buen lío!

—¡Pero si no me cuestiono nada! Simplemente me extraña que el príncipe quiera volver a verme.

—¿Y por qué te extraña? ¿Sucedió algo ayer? —le preguntó Grimalda con recelo.

Duna no supo qué contestar. ¿No había hablado el príncipe con ella? ¡Pero si se había marchado del palacio mucho antes de que fuese la hora!

—No, no es eso… ayer terminé de limpiar los cristales de la sala y…

—Y el príncipe te permitió volver a casa antes de tiempo, ya lo sé, ya lo sé, me lo dijo él mismo.

La muchacha intentó disimular su desconcierto y asintió.

—Bien, pues quiere volver a verte. Te espera en los jardines.

—¿Quiere que le lleve algo?

Grimalda negó con la cabeza mientras se alejaba de vuelta al extraño túnel.

Cuando llegó a los jardines, Adhárel estaba hablando con varios de sus hombres, quienes reían a carcajadas. Su hermano también estaba entre ellos, algo más apartado y mirando hacia otro lado. Duna se acercó con precaución y se quedó a unos pasos, esperando a que el príncipe la viese. Conocía las normas básicas de educación.

Dimitri se giró en ese instante y se la quedó mirando sin que ella lo advirtiese. El príncipe miró a su hermano, mientras conversaba distraídamente, después a la muchacha y de nuevo a su hermano. Una media sonrisa se dibujó en su rostro antes de espetar:

—¡Eh, tú, criada! ¿Qué haces aquí? ¿No te dije hace tiempo que no quería volver a verte fuera de la lavandería?

Duna le miró asustada. Los otros hombres no habían reparado en ella y Adhárel se encontraba de espaldas, por lo que no sabía lo que estaba sucediendo.

—Disculpadme… El príncipe Adhárel…

—«Su alteza» para ti, criada —le interrumpió Dimitri.

Con el alboroto de las risotadas, la voz de Dimitri era casi un susurro serpentino.

Su alteza el príncipe Adhárel quería verme —se corrigió la muchacha, y, dándole la espalda a Dimitri, hizo ademán de acercarse hasta donde se encontraba Adhárel.

—No seas tonta —le recriminó Dimitri sujetándola por el hombro y emitiendo una risotada—. ¿Para qué querría verte mi hermano?

—Me hacéis daño —dijo Duna con los labios tensos mientras intentaba zafarse.

—Más daño te haré si no te marchas ahora mismo —le amenazó Dimitri sin dejar de sonreír.

—¡Soltadme! —gritó Duna incapaz de contenerse. Al momento, todos los hombres dejaron de reír y se giraron para ver qué estaba sucediendo.

Dimitri soltó el brazo de Duna con desprecio y dio un paso atrás. La muchacha, mientras tanto, hacia todo lo posible por no echar a correr. Cada vez estaba más convencida de que aquello lo había preparado Adhárel para burlarse de ella por el comportamiento del día anterior.

—¡Dimitri! —gritó Adhárel empujando a su hermano unos pasos hacia atrás. Sus hombres se alejaron sin decir nada—. ¿Qué estás haciendo? Te dije que no volvieses a tratar así a las doncellas de palacio.

Dimitri se colocó bien la casaca y después le contestó, indiferente:

—Si no recuerdo mal, esta doncella no deja de ser una criada algo torpe. —Su sonrisa se ensanchó—. ¿Has cambiado de parecer en los últimos días?

Adhárel no pudo contener por más tiempo su enfado y le soltó un puñetazo en la cara. Dimitri, incapaz de prever el golpe, se tambaleó hasta caer al suelo. Aparentemente no le había hecho nada, pero no tardó en empezar a brotar sangre del labio.

Adhárel respiraba con fuerza al tiempo que miraba a su hermano con desprecio. Dimitri le devolvió una mirada cargada de odio. Se levantó, se volvió a alisar la casaca, dio media vuelta y se dirigió hacia el palacio, no sin antes dirigirle otra mirada de desprecio a Duna.

—Podéis marcharos —dijo Adhárel rompiendo el silencio y con el enfado todavía en su voz.

Los hombres se despidieron y fueron regresando al palacio. Duna les iba a imitar cuando Adhárel volvió a hablar.

—Tú no, Duna.

La muchacha se detuvo en seco y vio cómo el resto de hombres se alejaban de allí cuchicheando sobre lo sucedido. Para que luego dijeran que los hombres no eran cotillas, pensó Duna en un segundo de distracción.

—¿Quieres dar un paseo? —le preguntó Adhárel. Ella se dio media vuelta y le siguió—. Siento lo sucedido. Dimitri…

—No importa, no me ha hecho nada.

—Pero podría habértelo hecho. Tiene bastante mal humor.

—Ya me he dado cuenta… —Duna tragó saliva, algo más tranquila—. ¿Qué queríais de mi, alteza?

—Lo primero de todo, que dejes de llamarme alteza, príncipe o de vos. Llámame Adhárel.

—Ya lo hice una vez y no sirvió de nada. No podéis pedirme eso… Vos sois el heredero al trono, no puedo llamaros Adhárel.

—En ese caso, os lo ordeno —dijo Adhárel con una media sonrisa pintada en el rostro.

—Si te vas a poner así… —contestó ella.

Siguieron caminando por el sendero de tierra que llevaba a la fuente de Calíame. Ninguno de los dos dijo nada más hasta pasado un rato.

—Quería pedirte perdón —comentó Adhárel.

—¿Por lo de Dimitri?

—No. Por todo. Ayer me di cuenta de que tenías razón. No debería haber intentado conocerte a base de imponerte un trabajo tras otro bajo mi vigilancia… Me he comportado como un…

—¿Príncipe? —le ayudó Duna, divertida.

—Tú lo has dicho. Como un príncipe.

Duna no sabía qué contestar. Tal vez se tratase de una nueva broma del príncipe, pero quería creer que estaba siendo sincero con ella. Lo necesitaba.

—Te perdono —dijo finalmente.

Adhárel la miró sumamente complacido.

—Tras arreglar esto, quería proponerte otra cosa.

Duna le miro inquisitivamente.

—¿El qué?

—Querría pasar más tiempo contigo.

—En ese caso tendrás que seguir viéndome mientras friego, limpio y recojo…

—No tiene porqué ser así. He aquí a donde quería llegar: me gustaría nombrarte mi doncella personal.

Duna se quedó helada.

—Pero… pero eso solo lo tienen las princesas. Los príncipes debéis rodearos de hombres leales a la corona y todas esas cosas.

Adhárel se echó a reír.

—Te equivocas. Muchos príncipes y reyes han tenido durante toda su vida doncellas. ¿O ves tú a Barlof trayéndome el desayuno a la mesa?

—No, pero eso lo hacen las sirvientas del palacio. Algunas recogen las habitaciones, otras sirven la comida, otras limpiamos la ropa…

—Si, lo sé. Pero a veces una sola doncella puede encargarse de un familiar real si así se le pide.

—¿Se le pide… o se le ordena?

Adhárel se ruborizó casi imperceptiblemente ante la pregunta.

—En tu caso, se le pide. ¿Querrías serlo?

—¿No tendría que trabajar más en la lavandería?

—Nunca más.

—¿Ni fregar cristales, barrer suelos o ver a Grimalda?

Adhárel se echó a reír ante la ocurrencia.

—Lo de no ver a Grimalda será complicado. Aparece y desaparece en cualquier lugar del palacio. Se lo conoce incluso mejor que yo. Respecto a lo otro, te lo prometo.

—En ese caso…

Adhárel pareció sorprendido.

—¿De verdad es eso lo que más te preocupa?

—¿El qué?

—Dejar de hacer esas tareas en lugar de estar con el principe como su doncella real.

—Ah, eso… bueno, sí, un poco.

—Estupendo —contestó él poniendo los ojos en blanco.

—¡Oye, que de todas formas voy a decir que sí!

El príncipe se encogió de hombros y siguió andando. Duna le alcanzó al momento.

—¿Y cuando empezaría?

—Hoy mismo.

—¿Ya? ¿Tan pronto?

—¿Tienes mucho trabajo en la lavandería? Puedo esperar a que termines…

—No, no, no. Es que no le he dicho nada a Grimalda y a lo mejor me echa en falta.

—No te preocupes por Grimalda, se enterará enseguida.

Los dos siguieron paseando hasta que se encontraron de vuelta en las escaleras que ascendían al palacio. Se detuvieron ante ellas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Duna, menos incómoda que al comienzo de la conversación pero igual de nerviosa—. Nunca he sido la sirvienta de nadie.

—No serás la sirvienta de nadie. Serás… mi doncella, suena mejor.

Aunque signifique lo mismo, pensó Duna para sí.

—Ahora tendrás que ser mi sombra mientras yo te lo ordene. Cuando te pida que me dejes solo, tendrás que obedecer. Y delante de otras personas deberás tratarme de vos.

—No creo que me cueste, alteza. —Ambos sonrieron más relajados—. ¿Y ahora dónde deberías estar?

El príncipe pareció meditar unos segundos la respuesta.

—Creo que hasta la hora de la comida estamos libres. ¿Qué te gustaría hacer?

—Vaya, es la primera vez desde que trabajo aquí que se me permite elegir. —Duna reflexionó mientras Adhárel esperaba—. Creo que ya conozco todo el palacio por dentro. Aunque parezca indecoroso, he estado en todas las habitaciones.

El príncipe la miró con aires de superioridad.

—No en todas.

—¿Ah, no? ¿Cuál de ellas no se me ha permitido limpiar?

Adhárel tardó en contestar y cuando lo hizo lo dijo en un susurro, dándole misterio.

—La de la Poesía Real.

Duna se olvidó de respirar durante un instante.

—¿La de… la Poesía Real? ¿Existe esa habitación? ¿La Poesía original está aquí?

Adhárel empezó a reír de nuevo.

—Claro que está aquí. ¿Dónde si no?

—Y… ¿es igual a la que nos enseñan en la Escuela?

—Palabra por palabra.

—¿Y por qué la escondéis si todo el reino la conoce?

Adhárel se encogió de hombros.

—Tradición, supongo. Al fin y al cabo, como tú bien has dicho, si alguien quisiese conocerlas solo tendría que pedirle a cualquier aldeano que se las recitase… Con el paso del tiempo los gobernantes comprendieron que esa extraña maldición impuesta por las Musas era poco útil y que se conseguía más arrasando al enemigo sin fin que detenerse a encontrar los puntos débiles en las Poesías.

—Viva la decisión masculina —comentó por lo bajo Duna.

—¿A qué viene eso?

—A que ninguna mujer dejaría pasar la oportunidad de utilizar los secretos de su enemigo para contraatacar después.

—Viva la indiscreción femenina —comentó Adhárel imitando el tono de ella. Duna hizo un mohín de enfado.

—¿Podría entrar?

—Sí, si vienes conmigo.

Duna asintió con la cabeza.

—En ese caso, vamos.

—Por un segundo creí que volverías a hacerme otra pregunta comprometida —comentó el príncipe subiendo las escaleras hacia el palacio.

—Mis preguntas no son comprometidas, príncipe. Son las respuestas las que os resultan incómodas —le contestó Duna subiendo tras él.

Cruzaron el recibidor del palacio y ascendieron por las escaleras hasta el siguiente piso, a continuación torcieron por un pasillo lateral y pasaron varias puertas antes de que Adhárel abriese una. Esta daba a un pasillo algo más corto que terminaba en unas escaleras descendentes. A continuación se encontraron con una puerta más y otro pasillo que se bifurcaba. Tomaron el izquierdo y siguieron por él hasta una puerta con un letrero donde se podía leer «Almacén de la Guardia Real».

—¿En un almacén? —preguntó Duna, extrañada.

—Es para guardar las apariencias. Parece simple, pero muchos dan la vuelta cuando consiguen llegar hasta aquí.

—Al menos es enrevesado llegar a este lugar —comentó la muchacha pensando en que ahora mismo no sabría situarse. ¿Estarían debajo de las cocinas? ¿Encima de la lavandería? ¿Cerca de las bodegas? No tenía ni idea.

—Bueno, ¿quieres entrar?

Duna asintió mientras se frotaba las manos. Estaba nerviosa. El príncipe sacó una llave que colgaba de una cadena a su cuello y abrió la cerradura, la cual chirrió como ninguna otra en el palacio.

—Deberíais pensar en engrasar esta puerta…

—Es… una medida de seguridad —bromeó Adhárel empujando con fuerza la puerta. Duna se fijó en que aquella puerta era más gruesa que las del resto del palacio y en que la parte interior de la misma estaba cubierta por una enorme lámina de hierro.

El interior de la pequeña sala estaba en penumbra exceptuando el centro, donde una lámpara de aceite colgaba del techo a dos metros por encima de una especie de atril de piedra donde reposaba un pergamino. Toda la habitación era de piedra y olía a humedad.

—Acércate —le instó Adhárel, unos pasos por delante de ella.

Duna se adelantó y juntos llegaron al atril donde reposaba la poesía.

—Nadie puede llevársela —explicó Adhárel—. Un sentomentalista se encargó de protegerla de la humedad creando una capa invisible con el agua que la rodea. Así ha conseguido que se mantenga intacta.

—¿Puedo cogerla?

Adhárel se encogió de hombros.

—Puedes intentarlo, pero no servirá de nada. También hechizó el agua para que mantuviese el pergamino pegado al atril.

—Entiendo. Así que quien consiga entrar, solo podrá recordarla y no llevársela consigo.

—Esa es la idea.

—Demasiada protección para algo que nadie va a querer robar, ¿no? —comentó Duna.

—Otra tradición más. ¿Quieres leerla?

Duna dio un paso más hacia el atril y se agachó para leer el contenido del pergamino. La letra era elegante, aunque se podía distinguir que era la caligrafía de una niña.

—Tu madre… la escribió hace mucho tiempo, ¿verdad?

—Tenía diez años cuando su padre falleció —respondió el Príncipe.

La muchacha se puso a leer lentamente la poesía que tantas veces había estudiado en sus libros y cuando llegó al final se quedó unos minutos en silencio escuchando el goteo constante del agua y meditando, por primera vez, sobre el posible significado de las palabras.

—¿Qué crees que puede significar? —le preguntó a Adhárel.

—No lo sé. Mi madre, si es que lo ha llegado a descubrir, nunca me lo ha dicho. Algunas veces bajaba aquí para reflexionar sobre ella y ayudar de ese modo a mi madre con el reinado, pero solo he conseguido descifrar algunos fragmentos. Y, aun así, no estoy seguro de haber acertado.

—¿Cuáles?

Adhárel se aproximó y señaló los primeros versos.

—Creo que aquí la Poesía sitúa al lector. Si no me equivoco, con «Bajo el frío de la entera» se refiere a la tercera luna llena del año… y con «se reúnen en el claro, el mensajero y la madre. Al abrigo de las sombras, rodeados por los vivos, sobre la cima del mundo, enterrados en vida, rodeados de ella» está diciendo que se encuentran en mitad del bosque. El brillo de sangre no se me ocurre qué podría ser…

—El sol —contestó Duna en un momento de inspiración—. El atardecer.

—Sí, podría ser. Después todo se complica. No sé quién puede ser la Amante ni el Mensajero… Lo único de lo que estoy seguro es de que esa mujer tenía un objeto del que nunca se separaba. Le pidió al Mensajero que lo convirtiese en una poderosa arma. Al principio él se negó, pero después aceptó… y algo salió mal. —La voz del príncipe retumbaba en la sala—. La Amante debió de pedirle que volviese a dejarlo como estaba, pero él no quiso escucharla y se fue…

—¿La Amante podría ser tu madre?

—Es posible. Alguna vez se me ha pasado por la cabeza, pero ¿por qué Amante y no reina? —Duna negó con la cabeza sin saber qué responder—. En cualquier caso, cuando era más joven, revolví toda la habitación de mi madre intentando encontrar ese objeto mágico y poderoso, pero nunca encontré nada.

—Tal vez no se trate de un objeto… —murmuró Duna.

—Pueden ser tantas cosas… Por eso al final me di por vencido. Mi hermano nunca se preocupó por ella y mi madre nunca quiso revelar el secreto, o al menos decirnos si conocía el significado. —Adhárel parecía abatido—. Si fuese capaz de averiguarlo podría usarlo a nuestro favor y evitar una posible guerra con Belmont, o cosas peores.

Duna le puso una mano sobre el hombro.

—No te desanimes, seguro que el día menos pensado lo descubres.

Adhárel le sonrió agradecido.

—Gracias por haberme enseñado este lugar —dijo Duna—. Sé lo que significa para vosotros. Aunque antes lo viera como una lección aburrida de la escuela, ahora entiendo que es algo más.

Se quedaron mirándose el uno al otro sin nada más que decirse. Solo sonrían. Y de pronto, la puerta se abrió de par en par y por ella apareció Dimitri, despeinado y con un hilo de sudor corriéndole por la frente. Cuando les vio se quedó un segundo paralizado y Duna reparó en que su mano se apoyaba en el hombro de Adhárel. No tardó en apartarla.

—No sabía dónde estabas. Menos mal que se me ocurrió buscarte aquí.

—¿Qué sucede, Dimitri? —preguntó Adhárel viendo a su hermano tan compungido. Parecían haber olvidado la pelea.

Dimitri siguió mirando a Duna un instante sin comprender, antes de contestar.

—Es Barlof.

—¿Qué pasa con Barlof? —preguntó Adhárel dando un paso hacia él.

—Ha sido detenido… y encarcelado.

—¿Cómo? —volvió a preguntar Adhárel casi con un rugido.

—Al parecer ha sido descubierto traicionando a la corona.

—Pero eso es absurdo. ¡Tengo que verle!

—No puedes. Está siendo sometido a un consejo de Sentomentalistas.

—Me da igual a qué esté siendo sometido. Quiero verle. Esto es una locura. Barlof jamás…

—¡Hermano, te ha engañado! —Dimitri agarró a Adhárel del brazo—. ¿Recuerdas los días en que estuviste en cama enfermo? ¿Te dijo dónde había estado?

—En casa de su familia, lejos de aquí —contestó Adhárel con un hilo de voz. Estaba asustado.

—Te mintió. Fue a Belmont. Tuvo una reunión secreta con su rey.

—¿Qué? ¡Eso es imposible! Solo estuvo un par de días fuera. No podría haber ido y regresado en tan poco tiempo.

Dimitri suspiró, cansado. También parecía preocupado.

—Debió de haber sentomentalistas de por medio. Interceptamos una carta procedente de Belmont esta mañana. La tengo aquí.

El príncipe sacó un pergamino del bolsillo y se lo entregó a su hermano.

Compañero B.

El plan sigue en marcha. Tendrás que aguardar hasta nuestra próxima señal para atacar desde dentro. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Teodragos VI

—Nada de esto tiene sentido, Dimitri. ¡Esta carta podría ser falsa! Podría no ser para Barlof, podría…

Dimitri negó con la cabeza.

—Se ha comprobado. Al parecer el mismísimo Teodragos se carteaba con él. Hemos descubierto más pergaminos en sus aposentos y todos relacionados con ese misterioso plan, seguramente de conquista.

—¿Y él, qué ha dicho?

—Lo niega todo. Pero le hemos obligado a beber una pócima de relajación y ha empezado a decir la verdad mientras lloraba como un niño.

—¿Los sentomentalistas están con él?

—Sí. Deben de estar terminando. De verdad espero que todo haya sido un cúmulo de fatales casualidades, pero las pruebas…

—Subamos —le interrumpió Adhárel dirigiéndose hacia la puerta. Duna les siguió. Cuando estuvieron los tres fuera, Dimitri sacó una llave idéntica a la de su hermano y cerró el portón mientras los otros dos subían las escaleras.

—Adhárel —susurró Duna para que Dimitri no la oyera—. No creo que Barlof…

—Silencio, Duna. Los sentomentalistas nos dirán la verdad.

Cuando llegaron al recibidor del palacio ya había muchas personas congregadas allí. Al parecer, la noticia se había extendido por todo el palacio. Todos se arremolinaban entorno a la puerta del comedor.

Alteza —dijo uno de sus hombres cortándole el paso—. El juicio ha terminado. Lo han llevado al comedor.

El príncipe apartó de en medio al hombre y al resto de personas que se interponían en su camino y se abrió paso hasta el comedor. Abrieron la puerta y entraron, Duna, Dimitri y Adhárel. Alrededor de la enorme mesa se encontraba la reina Ariadne, el viejo Zennion y Ninfunae, el sentomentalista que había estado presente en el juicio de Duna. Barlof estaba sentado con la cabeza enterrada en las manos, sollozando.

—¡Adhárel! —exclamó la reina mientras corría hacia su hijo. Cuánto lo siento. Intenté advertirte pero nunca me haces caso, ese hombre…

El príncipe no se detuvo a escucharla, sino que se dirigió directamente a Zennion.

—¿Qué ha ocurrido?

El viejo miró a Ninfunae, este asintió y después se giró hacia Adhárel.

—Es culpable.

—Cielos —exclamó Duna llevándose la mano a la boca. La reina ni siquiera había reparado en su presencia hasta entonces. Se limitó a mirarla y volvió la cabeza hacia su hijo.

Adhárel se encontraba junto a Barlof sin saber qué decir. El hombretón levantó la cabeza y Duna vio algo que jamás habría imaginado: lágrimas en sus ojos.

—Adhárel, alteza… yo no… no… —sollozaba, respirando entrecortadamente—… debéis creerme…

Adhárel le miró entristecido. Había sido su más fiel compañero desde que era joven. Siempre había confiado en él. Había sido su mano derecha. El hombre que mejor había llegado a conocerle… y ahora le había traicionado. Los sentomentalistas no podían mentir. El rostro se le heló en una mueca de desprecio. Se giró hacia los sentomentalistas y preguntó:

—¿La condena?

Zennion se miró las manos, nervioso, antes de responder: —La pena por alta traición es… la muerte.

El príncipe respiró profundamente y guardó la compostura. Después asintió lentamente. Volvió a mirar a Barlof, evitó los ojos de Duna y después volvió la cabeza hacia su hermano.

—Que así sea.