—El ejército de Belmont está avanzando, mi señor. ¡Hemos de detenerles!
La opinión era unánime en la sala. Tan solo el príncipe Adhárel se negaba a declarar la guerra abiertamente. Sus hombres no veían otra solución, pero tampoco eran capaces de meditar acerca de las consecuencias que sus actos acarrearían. El príncipe se masajeó las sienes, cansado, y volvió a explicarles su punto de vista.
—Sabemos que Belmont está avanzando, pero por ahora no han sido más que patrullas de reconocimiento. Ni siquiera se ha visto caballería al otro lado del bosque.
—¡Pero eso puede cambiar! —le interrumpió uno de sus hombres, tuerto del ojo izquierdo.
—Si cambia, estaremos preparados. Nos están retando, intentan asustarnos con los trucos de sus sentomentalistas, acercando pequeñas patrullas a las lindes del bosque sin pasar de allí. Durante el baile hubo un par de belmontinos rondando por el palacio, pero nada más. Quieren que seamos nosotros quienes les declaremos la guerra a ellos y eso, tenedlo todos por seguro, no va a suceder.
—Pero alteza…
—La Guardia Real cada vez es más numerosa, Ruk —le aseguró el príncipe al tuerto—. Los sentomentalistas cada vez están más preparados y, según tengo entendido, sus aptitudes están cada día más desarrolladas. En caso de que Belmont se atreva a atacarnos, estaremos listos para derrotarles.
Dimitri se removió en su asiento.
—Escucha a tus hombres, hermano —comentó— y hacedles caso por una vez. Es posible que si cortamos la raíz ahora, no tengamos que luchar más adelante con un bosque entero.
Algunos hombres asintieron al escuchar el comentario y murmuraron entre sí agradecidos. Adhárel fulminó con la mirada a su hermano antes de decir:
—Entiendo que a tu edad no puedas ver más allá, Dimitri, por eso soy yo quien da las órdenes aquí. Eso que propones es inconcebible, ¿quieres que el pueblo se nos eche encima? ¡Hay muchas familias que no dudarían en ahorcarme si enviase a sus hijos recién reclutados a una guerra!
—¿Tenéis miedo de un puñado de campesinos, príncipe? —preguntó maliciosamente Dimitri.
—No, tengo piedad por ellos.
Los dos hermanos se miraron durante unos segundos en los que el silencio fue absoluto. Con aquellas palabras Adhárel había conseguido menguar las ganas de lucha de sus hombres.
—Creo que hay muchos más asuntos a tratar —dijo el príncipe desviando la mirada y consiguiendo una media sonrisa por parte de su hermano.
—Sí, alteza —comentó Barlof con la mirada en el pergamino que había depositado sobre la mesa—. El dragón.
Los murmullos se extendieron con la misma intensidad que había despertado la posible declaración de guerra.
—¡Hay que acabar con él de una vez por todas! —opinó un hombre calvo al otro lado de la mesa.
Barlof asintió pensativo.
—Aún no ha hecho daño a nadie, pero no tardará en matar y entonces será demasiado tarde.
—¿No han intentado ya darle caza? —preguntó otro hombre.
—Más de una decena de veces, contando las intervenciones de la Guardia Real y las comandadas por el pueblo —contestó Adhárel frotándose el brazo bajo la capa de piel—. Y no han servido de nada.
—¡Esa criatura es diabólica! ¿Cómo puede un ser tan grande camuflarse hasta desaparecer?
—Quizá sea obra de los sentomentalistas belmontinos.
—¡No seáis absurdos! —atajó el príncipe Adhárel antes de que sus hombres encauzasen la conversación hacia la guerra—. Si fuera así, no le habrían acertado durante la última caza.
Los hombres asintieron apesadumbrados.
—Pero no se consiguió nada más. El dragón fue acertado, de eso no le cabe la menor duda a ninguno de los aldeanos que estuvo presente, pero no se encontró su cuerpo.
—Las únicas pruebas que tenemos son la palabra de un puñado de berethianos que juraron haber escuchado el más terrorífico de los alaridos en el bosque, y un charco de sangre en mitad de un montón de árboles arrancados de cuajo.
Adhárel miró a Barlof en busca de su apoyo.
—¿Qué más opciones nos quedan, Barlof?
El hombre se acomodó en el respaldo de su silla y meditó.
—El monstruo no ha vuelto a aparecer por las inmediaciones desde entonces. Tal vez la advertencia haya sido suficiente para alejarlo del bosque por una temporada.
—¿Y si vuelve?
Barlof se encogió de hombros.
—En ese caso habrá que aumentar las batidas y terminar con él antes de que el pueblo se vuelva contra nosotros —determinó Adhárel.
—¡Eso! ¡Eso mismo! —corearon los hombres.
—De acuerdo —cedió Adhárel. A continuación le pidió a Barlof que siguiese adelante.
—Por último queda revisar los niveles de electricidad, alteza —comentó este, tachando del pergamino los últimos puntos de la lista.
—¿Lord Arot? —dijo el príncipe mirando al hombre más enjuto de los allí reunidos, quien se había mantenido en silencio durante toda la reunión esperando ese momento. Él era el especialista en electricidad.
El hombre extrajo un pergamino que desdobló y leyó.
—Los depósitos de defensa continúan con las reservas al máximo, alteza. En caso de necesidad estarán listos para ser usados. Tanto el de la torre este como el de la oeste se encuentran en perfecto estado y su maquinaria se revisa diariamente.
—Excelente —comentó Adhárel—. ¿Y las reservas del pueblo?
Lord Arot negó lentamente con la cabeza, abatido.
—Es difícil de determinar, alteza. Como el número de habitantes no deja de aumentar, la electricidad se consume cada vez más deprisa, lo que quiere decir que en menos tiempo del estimado los habitantes tendrán que volver a subsistir exclusivamente con antorchas y velas.
Adhárel sabía que aquellas eran malas noticias. El pueblo se había acostumbrado a tener su reserva anual de electricidad, reserva que terminaría por desaparecer inevitablemente si no se descubría la manera de canalizar la electricidad natural y de embotellarla para el uso humano.
—Habrá que disminuir aún más las cantidades para el año que viene.
—Sí, alteza.
Adhárel miró a Barlof y este le indicó que no había más puntos pendientes.
—Bien, caballeros. Hemos terminado.
Adhárel se apoyó en la mesa para ponerse en pie, pero el brazo dolorido le falló, haciéndole perder el equilibrio. Barlof se incorporó rápidamente para ayudarle a ponerse en pie. El príncipe le hizo un gesto indicándole que se encontraba bien y despidió uno a uno a todos sus hombres, quienes se inclinaron con una reverencia al pasar frente de él. Todos menos Dimitri, que ni siquiera le miró a los ojos.
Cuando Adhárel y Barlof se quedaron solos, el príncipe volvió a sentarse en su silla.
—¿Cómo tenéis el brazo? —preguntó el hombretón mientras recogía los pergaminos.
—Mejora —respondió Adhárel mientras lo masajeaba—. Lentamente, pero mejora. Aún me duele al apoyarlo.
—Tuvisteis muy mala fortuna con el accidente.
Adhárel se echó a reír.
—Yo no lo consideraría ni accidente, Barlof. La próxima vez que me dé una fiebre nocturna le pediré a mi madre que me ate con fuerza a la cama, así evitaré caerme de ella.
Barlof se unió a la carcajada pero después se quedó callado antes de preguntar:
—¿Y vuestra madre, alteza? ¿Cómo se encuentra?
Adhárel suspiró.
—La reina Ariadne intenta parecer fuerte. Sé que quiere y que puede parecerlo, pero está enferma. Muchas mañanas la encuentro junto a mi cama guardando mi sueño y, aunque no sale del palacio en ningún momento, la tos y la fiebre no desaparecen. Los médicos la visitan cada día con nuevas recetas que no parecen más que agravar su infección…
Barlof sintió verdadera lástima por el joven príncipe y posó su manaza en el hombro de Adhárel para trasmitirle su apoyo.
—Veréis como todo sale bien al final, alteza.
Adhárel sonrió agradecido.
—Eso espero… —No quería ahondar más en aquello, de modo que cambió de tema—: Y decidme, Barlof, ¿se pude saber dónde os metisteis mientras yo estaba en mi lecho de muerte? —bromeó.
Barlof retiró la mano del hombro del príncipe y se puso rígido como si una descarga eléctrica le hubiera recorrido todo el cuerpo. Se quedó unos segundos en silencio sin saber qué decir.
—Pues veréis, estuve… —tragó saliva, incómodo—… visitando a unos familiares, alteza.
—¿A unos familiares? Creía que estabais solo en Bereth.
—Por eso… por eso tuve que irme, alteza. El viaje duró más que mi estancia allí.
El príncipe le miró extrañado pero no le dio más vueltas al asunto. En ese momento llamaron a la puerta.
—Adelante.
Una joven criada entró haciendo una reverencia.
—Disculpadme, alteza. Pensé que no habría nadie y que podría…
—Nosotros nos íbamos ya.
Adhárel miró a Barlof y le hizo un gesto para que le acompañara al exterior de la sala. La muchacha volvió a hacer una reverencia y se puso a limpiar la habitación con la escoba. Cuando estuvieron fuera, Barlof preguntó:
—Alteza, no querría ser indiscreto, pero al ver a la criada me he acordado de…
—Duna —le cortó el príncipe. Si bien el hombretón había sido casi como un padre para el príncipe, enseñándole el noble arte de la guerra desde pequeño, nunca se había inmiscuido en los asuntos privados. Y el rubor en sus mejillas lo confirmaba.
—¿Va todo bien? —se arriesgó a preguntar Barlof. En otras circunstancias el príncipe habría cortado el tema al instante, pero en esos momentos necesitaba hablar con alguien que no fuese a juzgarle sin conocimiento de causa.
—Es difícil de explicar, Barlof… No sé qué me está sucediendo. Cuando me crucé por primera vez con la criada… con Duna —se corrigió— en las escaleras, creí haberme encontrado con una dama de alta alcurnia… si no hubiera sido porque llevaba un enorme cesto de ropa.
Barlof soltó una carcajada mientras recorrían el pasillo.
—La segunda vez me aseguré de no sonreírle ni hacerle ningún gesto que pudiese comprometernos a ninguno de los dos. Pero… —el príncipe se detuvo con la mirada perdida—, cuando la vi en el baile no pude dejar de pensar en ella en toda la noche.
—Y no pudisteis evitar invitarla a bailar…
—Barlof, os cuento esto como amigo y no como consejero. Aquella noche estuve a punto de besarla.
El hombretón le miró sorprendido.
—¿A la criada?
Adhárel asintió con la mirada en el suelo.
—¡Santo Todopoderoso! —exclamó Barlof echándose a reír—. Sí que os ha dado fuerte.
El príncipe suspiró con fuerza y Barlof le miró, comprensivo.
—Sabéis que eso sería imposible… ¿verdad, alteza?
—Lo sé, Barlof. Y lo recuerdo cada vez que me cruzo con ella. Pero… ¡no sé qué me ocurre! ¿Desde cuándo necesitamos en palacio cestas de mimbre? No sé qué haré con el supuesto cargamento ordenado por la reina.
En ese momento apareció una criada con un montón de sábanas y los dos hombres guardaron silencio hasta que la perdieron de vista. Adhárel bajó la voz hasta que fue solo un murmullo.
—Ella es una criada de palacio, una campesina hija de esclavos… —había revisado todo lo que había podido de la vida de Duna en cuanto tuvo ocasión—. Y yo soy el futuro soberano de Bereth, no hay día que alguien no me lo recuerde. Pero a veces lo olvido y consigo verla… consigo verla como es ella. ¿Creéis que hago mal?
Barlof se encogió de hombros.
—Tal vez lo único que os suceda, alteza, es que sois capaz de ver más allá de lo que se os muestra.
—Aun así, no está bien. He de olvidarme de ella. ¡Comienzan a llegar a palacio retratos de princesas de otros Reinos para que las tome por esposas! Los asesores no tardarán en obligarme a elegir a una para el matrimonio.
—¿Y tan feas son? —bromeó Barlof.
—¡En absoluto! —confesó el príncipe llevándose una mano a la frente—. Pero a todas las comparo con Duna… y ninguna es ella. Es su forma de hablar… o la sinceridad en su mirada… no lo sé. No estoy seguro.
Barlof le palmeó la espalda como haría un padre con su hijo pequeño.
Adhárel miró hacia la grandiosa fuente de Calíame y con determinación dijo:
—No espero casarme con ella. No espero que mi madre la acepte y tampoco espero que los asesores me permitan siquiera verla. Pero me muero por conocerla, por hablar con ella. Durante la noche del baile pude ser yo, Adhárel, por primera vez en mucho tiempo y no «su alteza real el príncipe» —se giró hacia el hombretón y añadió—: Necesito volver a sentirme así.
—¿Y cómo lo conseguiréis?
Adhárel golpeó con el pie una piedra y dijo pensativo:
—Tal vez ser el príncipe heredero tenga sus ventajas de vez en cuando.
—Y no te entretengas —le advirtió Aya entregándole la lista de la compra.
—Noooo… —contestó Cinthia, exasperada—. ¡Con la cantidad de gente que hay los días de mercado es imposible entretenerse intencionadamente!
Le dio un beso en la mejilla y se encaminó a la puerta principal, Estaba cerrándola cuando Sírgeric bajó corriendo las escaleras en dirección a ella.
—¡Espera, Cinthia! —la muchacha dejó la puerta entornada y se asomó.
—¿Qué pasa?
—Voy a acompañarte —dijo el chico.
—¿Pero no se supone que no debes salir de casa? —preguntó Cinthia abriendo del todo la puerta y volviendo a entrar.
—Sí, eso se supone. Pero ya no aguanto más. Tienes que ir al mercado, ¿no? —Cinthia asintió—. Pues entonces es mi oportunidad para dar un paseo. Con tanta gente por las calles nadie se va a fijar en mí. Y menos aún si voy oculto con una capucha. —Cinthia hizo ademán de replicar pero Sírgeric ya estaba subiendo las escaleras—. ¡Espérame aquí!
La muchacha suspiró preocupada y dejó la cesta en el suelo. Aya se enfadaría si se enterase, pues sería peligroso tanto para él como para ella. Pero estando ocupada con el huerto y al ser el día libre del muchacho, no le echaría en falta. Además, solo iba a ser un rato: ir y volver. No creía que pudiese suceder nada por concederle algo de libertad al joven. Y en caso de que alguien le reconociese siempre podría correr y escapar como el que más.
—¡Listo! —anunció saltando los últimos escalones.
—Chsss, no hagas ruido o Aya se dará cuenta.
Sírgeric le guiñó un ojo a la muchacha y dijo a gritos desde allí:
—¡Aya! ¡Subo a mi cuarto a preparar algunas cosas! ¡Si necesitas algo estaré arriba!
Esperaron a que les llegase la respuesta de la mujer diciendo que no se preocupase, que no le necesitaba para nada, y después se escabulleron a la calle riendo como niños en plena travesura.
Sírgeric se sintió pletórico en cuanto se encontró en mitad del prado que llevaba a la ciudad. Empezó a correr con energía desentumeciendo los músculos y a gritar tras comprobar que no había nadie en las inmediaciones. Cinthia le seguía de cerca, imitando sus movimientos, mucho más preocupada por el hecho de que alguien pudiese descubrirles.
No tuvieron ningún problema para cruzar el enorme portón de la muralla: camuflándose entre el trajín de mercaderes y carros que entraban y salían de ella pudieron llegar al otro lado sin ser vistos por los soldados.
Cinthia cogió de la mano a Sírgeric y tiró de él para no separarse a lo largo de la calle principal atestada de puestos ambulantes y mercaderes que competían entre sí por atraer al mayor número de clientela posible.
—¡Esto es increíble! —exclamó Sírgeric mientras se detenía a ojear un puesto de libros y pergaminos.
—Desde luego has elegido el mejor día para salir a dar un paseo —le contestó Cinthia, arrastrándole hacia el puesto contiguo—. Tenemos que comprar un buen montón de mimbre para las cestas de palacio. Me alegro de que me hayas acompañado, yo sola no podría cargar con todas.
—Dime qué hay que comprar, dame un puñado de berones y nos dividiremos el trabajo…
Cinthia sonrió agradecida pero después le cambió la cara. No estaba segura de si debía…
—No voy a escaparme con el dinero, Cinthia, si es eso lo que piensas.
—No, yo no… solo… —la muchacha se puso roja—. Lo siento.
—No importa. —El joven sonrió—. Entonces, ¿quieres que te ayude?
—Claro.
La muchacha dividió la lista de recados y después le entregó la cantidad de berones que creía que iba a necesitar.
—Nos encontraremos en la plaza a mediodía —dijo Cinthia—. Quien termine antes, que espere allí.
—Muy bien. Ten cuidado.
—Creo que no eres el más indicado para decir eso —bromeó ella antes de dar media vuelta y perderse entre el gentío.
Sírgeric la vio desaparecer y después le echó un vistazo a la lista: huevos, carne, pescado y cincuenta varillas de mimbre. Decidió empezar por la comida ya que era lo que tenía más a mano.
Cuando tuvo todo, se escabulló sin ser visto por dos guardias que andaban de patrulla hasta el interior de una tienda para comprar el mimbre. Tuvo que preguntar unas cuantas veces antes de dar con la correcta y quedarse sin berones. Al salir de la pequeña casa vio que aún era pronto y que quedaba un rato hasta mediodía, pero no teniendo nada mejor que hacer se dirigió a la plaza de la fuente para esperar a la muchacha.
Al llegar, se encontró con un divertido espectáculo de marionetas que tenía ensimismados a un montón de chiquillos, quienes no apartaban los ojos de los muñecos de trapo que se besaban coquetamente y se atizaban con grandes cachiporras de tela. Sírgeric se descubrió al poco tan enfrascado en la historia como el resto de crios, riendo las bromas y estremeciéndose con la crueldad del malvado hechicero que tenía encarcelada a la princesa. Cuando por fin la marioneta del príncipe consiguió rescatar a la dama y acabar a base de porrazos con el mago, los niños prorrumpieron en aplausos y de detrás del pequeño escenario salió un viejo harapiento que hizo una reverencia de agradecimiento. Después extrajo la mano que se encontraba oculta dentro de la chaqueta y con ella salió el príncipe protagonista del cuento, que también saludó a los niños. Luego pasó entre ellos sonriendo con la boca desdentada y poniendo las manos del príncipe de manera que pudiesen dejar algunas monedas sobre ellas. Los niños más pobres salieron despavoridos de allí sin nada que darle al titiritero mientras que los que venían con sus padres le dejaban algunos berones en agradecimiento por el buen rato que les había hecho pasar.
Sírgeric buscó a Cinthia con la mirada. Hacía rato que había pasado el mediodía. Se encogió de hombros y miró en el interior de sus bolsillos hasta descubrir un berón perdido en un pliegue del pantalón. Se giró para dárselo al hombre cuando le descubrió tendiendo la mano de la marioneta a una cría que se resistía, asustada, a darle unos berones, mientras que la otra empezaba a introducirla en la cesta de la madre, quien, distraída, no se estaba dando cuenta del hurto. Sírgeric, molesto y ofendido por la desfachatez del viejo que no se contentaba con el buen puñado de berones que se había ganado, se lanzó contra él y con un fuerte tirón del pelo le hizo erguirse y después lo lanzó contra el escenario de madera.
Los aldeanos se apartaron repentinamente asustados y le miraron sin comprender. Unos cuantos hombres ayudaron al viejo a ponerse en pie, la madre cogió a su hijita asustada y salió corriendo de la plaza alertando a los guardias.
—¡No! —intentó explicar Sírgeric, descubriendo que solo él había visto lo ocurrido—. ¡Intentaba robarle! ¡Estaba metiendo la mano en su cesta!
—¡Alborotador! —gritó otra mujer a su espalda.
—¡Mentiroso! ¡Canalla!
—No, esperen… ¡Intentaba que no les robase! Estaba…
—Demuéstralo —le ordenó uno de los dos hombres que sujetaba al viejo, quien de pronto parecía sumamente entristecido y cansado.
Sírgeric le miró y habría jurado que vio cómo le guiñaba un ojo.
—¡Es posible que tenga algo de la señora en sus bolsillos!
El otro hombre que sujetaba al viejo le registró todos los pliegues de la ropa y al cabo de unos minutos anunció:
—Tenía razón, había algo más que berones en sus bolsillos… —Sírgeric sintió una oleada de esperanza que se esfumó tan rápido como había llegado en cuanto el hombre mostró a los presentes la marioneta del mago—. ¡Esto!
—Por favor… —intervino de pronto el viejo—, dejadme ir. Estoy cansado y todavía no he comido…
Los allí congregados sintieron verdadera lástima por aquel truhán disfrazado de titiritero y le ayudaron a levantar el escenario medio ruinoso. En ese instante se oyeron unos pasos acelerados y el tintineo de armaduras.
—Oh, no… —murmuró Sírgeric, buscando por donde huir—, la Guardia Real.
—¡Ha sido ese! —les indicó una mujer señalando a Sírgeric.
El joven agarró con fuerza la compra y salió corriendo, rezando por que Cinthia le viese… o por que al menos apareciera.
Saltó por encima de unos niños que jugaban en un charco del suelo y se lanzó calle arriba seguido de cerca por los dos guardias que le ordenaban a gritos que se detuviese. Torció en la siguiente esquina que encontró y descubrió que daba a las trastiendas de las casas colindantes. Sin dejar de correr, fue tirando a su paso todas las cajas con sus contenidos, lo que ralentizó a los guardias. Tenía que escapar de allí, encontrar a Cinthia y volver a casa.
¿Dónde demonios se habría metido?, se preguntaba sin dejar de corretear sin rumbo fijo por las calles de Bereth. De pronto, oyó a alguien pedir ayuda. Ya no le seguían, les había despistado.
Sírgeric se detuvo sofocado a recuperar el aliento cuando volvió a oírlo. Pensó que ya había hecho suficientes actos heroicos en un día como para volverse a inmiscuir en otro asunto que no le concernía. El siguiente grito fue mucho más agudo y vino acompañado de un lamento. Seguramente se arrepentiría de ello, pensó el joven, pero no podía quedarse quieto. Con precaución, siguió los gritos hasta llegar al lugar de donde procedían. Se puso de cuclillas y avanzó sin hacer ruido hasta asomar la cabeza. Sintió que se le paraba el corazón al reconocer a Cinthia entre dos hombres que la tenían rodeada forcejeando por la cesta de la muchacha.
—¡Socorro! —gritó ella, desesperada.
—No te va a oír nadie, preciosa —le advirtió uno de los ladrones—. Así que deja de gritar o te corto el cuello aquí mismo.
Sírgeric apretó con fuerza los puños y descubrió que sostenía algo más que la compra entre los dedos: algunos pelos arrancados del titiritero. Los apretó con rabia y después salió al descubierto.
—¡Eh, vosotros! —les dijo a los ladrones, quienes se volvieron rápidamente hacia él—. Dejadla en paz.
Al verle se echaron a reír y a burlarse de lo poco amenazadora que era su presencia.
—¿Qué vas a hacernos? ¿Escupirnos?
Sírgeric dio unos pasos hacia ellos y les enseñó los puños.
—He dicho que la dejéis.
—Y yo te he dicho que te largues.
Cinthia le miraba suplicante, con el brazo atrapado por uno de los dos hombres.
Sírgeric sacó una de las varillas de mimbre de la cesta y les amenazó con ella. El que no tenía sujeta a la muchacha fue hacia él con la intención de romperle el palo y darle una buena tunda. Sírgeric no se movió. Esperó con el mimbre en alto.
—¡Sírgeric, ten cuidado! —gritó Cinthia antes de que le tapasen la boca.
El hombre cogió carrerilla y con un grito que parecía más un rugido, se lanzó a por el joven, pero este se apartó previendo el ataque y se pegó a la pared, haciendo que el ladrón no pudiese parar y cayese sobre un montón de estiércol que había en el suelo.
—¡Maldito seas! —gritó su compañero.
El hombre soltó a Cinthia y arremetió contra Sírgeric. Este le atizó con la varilla en el brazo, pero el hombre la agarró con determinación hasta partírsela.
—Ahora juguemos sin palos, niño.
Sírgeric se estremeció al verse indefenso. No debía gastar más varillas. Solo se le ocurría una manera de escapar de allí, aunque no era muy buena idea, y menos con Cinthia, pero no había otra solución. Cuando el segundo ladrón fue a pegarle un puñetazo en la cara, Sírgeric se agachó y reptó tan rápido como pudo hasta donde se encontraba Cinthia, se pegó a ella, la agarró con fuerza y le susurró al oído:
—Cierra los ojos y no tengas miedo.
Cinthia fue a preguntarle cuál era su plan cuando sintió una sacudida y cerró los ojos. Cuando los abrió ya no estaban en el callejón.
La muchacha se sentía mareada y cerró los ojos para recuperarse. Cuando los abrió de nuevo, vio que se encontraban en lo que parecía ser el interior de un establo en muy malas condiciones. Un viejo les miraba asustado y parecía a punto de echarse a gritar, pero de pronto pareció reconocerles y se puso en pie. Portaba un cuchillo en una mano y una manzana en la otra.
—Tú… —dijo señalando a Sírgeric con el cuchillo.
—Vámonos Cinthia, corre —le apremió el joven sin hacer caso del viejo.
La muchacha, sin comprender nada de lo que estaba sucediendo y sintiéndose parte de una extraña pesadilla, hizo lo que le habían dicho y corrió hacia la puerta abierta del establo. El titiritero intentó detenerla pero se encontró con Sírgeric esperándole.
—Me habéis engañado una vez, pero no va a volver a suceder —le dijo el joven esquivando el filo del cuchillo y asestándole un buen golpe con la cesta de la compra. El viejo cayó al suelo al momento.
—Si os vuelvo a ver por la ciudad daré parte a la Guardia Real, y esta vez me aseguraré de que me crean.
Tras decir esto salió del establo dejando al viejo tirado en el suelo, lamentándose. Buscó a Cinthia y la encontró no muy lejos de allí apoyada en una pared con la mirada perdida y pálida.
—Cinthia, regresemos a casa.
La muchacha no respondió y Sírgeric la agarró del brazo para tirar de ella, pero entonces ella se revolvió y se soltó con un golpe seco.
—¡No me toques! —gritó de pronto—. ¿Qué eres? ¿Quién eres?
—Cálmate, por favor…
—¡No pienso calmarme! ¡Dime quién eres si no quieres que avise a la guardia real al completo!
Sírgeric puso los ojos en blanco y respiró profundamente.
Entonces, viendo que Cinthia tomaba aire para gritar, se remangó el brazo izquierdo y se lo mostró.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, mirando el extraño símbolo que parecía haber sido grabado a fuego en la carne de Sírgeric.
—El cuervo con las alas desplegadas, el símbolo de Belmont.
Cinthia le miró de hito en hito.
—¿Eres un espía? Todopoderoso, debía haberlo imaginado. ¡Duna me lo advirtió, pero no le hice caso…!
—¡Cállate Cinthia! No, no soy un espía…
La muchacha volvió a mirarle sin comprender.
—¿Entonces?
—Soy un sentomentalista fugitivo. —Cinthia se llevó las manos a la boca y abrió los ojos, asustada—. Huí después de que me atrapasen en Belmont cuando mendigaba por las calles. Me obligaron a revelar mi poder y después me marcaron como si fuese ganado. Me fugué en cuanto tuve oportunidad y vine aquí. El día que entré en vuestra casa acababa de llegar al reino.
—Y Aya… ¿lo sabe?
Sírgeric asintió lentamente.
—Lo descubrió cuando me atasteis la primera noche. No quiso deciros nada para no asustaros. Siento haberos mentido, Cinthia. Sobre todo a ti.
La muchacha respiró profundamente y cerró los ojos.
—No pasa nada… no has hecho nada malo. Incluso me has salvado con tu poder. —Sírgeric sonrió más tranquilo—. ¿Y en qué consiste? ¿Teletransportación o algo así?
—Algo así. Puedo viajar hasta donde se encuentra cualquier persona pero necesito tener una parte suya conmigo.
—¿Una parte suya? ¿Un dedo o algo así?
Sírgeric soltó una carcajada.
—Con un mechón de pelo es suficiente. Después me concentro y viajo hasta él.
Cinthia meditó unos segundos y luego sonrió agradecida.
—Si no hubiese sido por ti, tal vez ahora no estaría viva.
—Volvamos a casa —dijo él, tendiéndole la mano libre—. Aya debe de estar muy preocupada por ti, y seguramente muy enfadada conmigo si ha atado cabos.
La muchacha le miró, agarró su mano y se alejaron de aquel lugar. Al menos se encontraban fuera de las murallas. Tendrían que bordear el enorme muro hasta averiguar dónde estaban.
—Oye Sírgeric —le preguntó Cinthia cuando ya estaban llegando a casa—, hay algo que no me ha quedado claro… ¿cómo es que tenías el pelo de ese viejo?
El joven la miró con picardía y contestó:
—Quizá algún día te lo cuente —le guiñó un ojo y después echó a correr por el prado.