11
Uno más en la familia

No podía creerlo. No solo les había intentado robar sino que encima había estado a punto de matarles y a Aya solo se le había ocurrido la brillante idea de meterle en casa y cuidar de él. ¿Pero no se daba cuenta de que estaba dejando a la serpiente entrar en el nido? Para colmo, ahora tendrían que vivir con él hasta que Aya se cansase de cocinar para uno más o hasta que él saliese un día huyendo y no volviese jamás, cosa más que probable, visto lo visto.

Duna estaba quitando las malas hierbas del patio trasero. Desde la intromisión del ladrón en sus vidas, habían tenido que acondicionar el poco suelo fértil que tenían junto al granero y cultivar las suficientes hortalizas y legumbres para que pudieran comer todos. El trabajo en principio lo iba a hacer el ladrón —así era como Duna se refería a Sírgeric siempre que tenía que decirle algo—, sin embargo, la poca maña del chico para tratar con cualquier ser vivo había obligado a Duna a hacerse cargo de la pequeña huerta improvisada. Cómo no iba a odiarle si desde que había cruzado el umbral de aquella casa no había hecho más que causar problemas e imponerles más trabajo al resto; y, además, tenía que soportarle.

Enfadada, la muchacha arrancó con más fuerza de la debida una raíz y, junto con ella, salió un montón de barro y polvo que la pusieron perdida.

—Arg… —se quejó mientras se sacudía el delantal. Después, se puso a quitar el resto de malas hierbas con rabia y sin importarle que se estuviese manchando—. Estoy harta de ese ladronzuelo, harta, harta y más que harta de las ideas de Aya…

Habían pasado varios días desde el baile, pero aun así, cada vez que Duna entraba por la puerta de la lavandería seguían produciéndose cuchicheos y risitas burlonas y envidiosas. Y para colmo, al llegar a casa, tenía que ponerse a escarbar como un perro en el patio trasero.

El ladrón, por el contrario, disfrutaba viéndola enfadada cada vez que él estaba delante, cosa que solo sucedía, o al menos así lo intentaba la muchacha, en las comidas y en las cenas, donde el mero hecho de pasarse la sal ya suponía todo un reto.

Los dos recordaban con especial cariño el día en que Duna, después de la desastrosa pelea con sus compañeras por el tema del baile real, había llegado a casa y se había dado de bruces con el mismo ladrón que las había amenazado la noche anterior, totalmente libre y con un montón de varillas de mimbre en las manos.

—¿Qué…? ¿Qué…? —tartamudeó entonces Duna.

—¿Qué… hago con estas varillas? —le ayudó Sírgeric sin ocultar una media sonrisa.

—¡No! ¿Qué haces aún en nuestra casa y libre?

—Ah eso… Pues el caso es que…

—¡Aya! —gritó Duna, apartando de un empujón a Sírgeric y dirigiéndose a la cocina—. Aya, ¿dónde estás?

Sírgeric recogió las varillas del suelo y siguió a la muchacha.

—¡Aya! —volvió a gritar Duna—. ¿Qué está pasando aquí?

—Estoy aquí, Duna —contestó Aya desde el patio trasero.

La muchacha giró en redondo y volvió a golpear en el hombro a Sírgeric al pasar a su lado.

—¡Oye! —le espetó el chico agachándose de nuevo a por el mimbre.

Duna salió al patio y comenzó a tamborilear con el pie derecho mientras se cruzaba de brazos.

—¿Y bien? —le preguntó Aya mirándola por encima de las gafas.

—¿Cómo que «y bien»? ¿Qué hace este aquí?

Aya se quitó las gafas.

—Si por «este» te refieres a Sírgeric, se va a quedar a vivir en nuestra casa una temporada.

—¿Por una temporada debo entender mucho tiempo?

—Duna, entiende lo que te dé la gana, se quedará tanto como sea conveniente.

—¿Conveniente para quién, Aya? ¡Anoche intentó robarnos!… ¡Intentó matarme! ¿Ya lo has olvidado? Pensaba que hoy ya estaría en manos de la Guardia Real, o, en el peor de los casos, muy lejos de aquí.

Sírgeric llegó en ese momento a la puerta del patio y comentó:

—Pues te equivocaste, dulzura.

—Sírgeric, cállate —le espetó Aya.

—Sí, señora.

Duna le dirigió una gélida mirada de hostilidad y después se volvió hacia Aya.

—Tú sabrás lo que haces, pero que no te extrañe si de pronto empiezan a desaparecer joyas, berones o incluso bombillas en esta casa.

—¡Duna, por favor! No seas así. Todos merecemos una segunda oportunidad y yo no voy a negársela a este joven.

—Tranquila, verás lo poco que tarda en defraudarte.

—Tú nunca lo has hecho… —le espetó Aya, aunque al instante se arrepintió de su comentario.

Duna se quedó paralizada. La miró asombrada y dolida, sintió un escalofrío y después se dio media vuelta sin decir ni una palabra.

—¡Duna, espera! —le suplicó Aya, poniéndose en pie—. Yo no quería decir… ¡ha sido una tontería!

La muchacha no se inmutó ante sus palabras y corrió escaleras arriba a encerrarse en su cuarto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sírgeric.

—Cállate, Sírgeric —le interrumpió—. Baja de una vez esas varillas y prepáralas.

Desde entonces, la relación entre los dos jóvenes había empeorado a pasos agigantados. Si bien Aya había tenido la intención de calmar las cosas el primer día, el irreflexivo comentario dirigido a Duna lo había estropeado todo. Ahora, cada vez que los dos se cruzaban, saltaban chispas entre ellos y algo muy similar sucedía cuando Duna se cruzaba con Aya. Esta intentaba siempre pedirle disculpas pero la muchacha nunca se lo permitía; se limitaba a hacer las tareas que le tocaban por obligación, a cenar y a comer con ellos, pero siempre de mal humor. La única que se había librado en un principio del enfado de Duna había sido Cinthia, pero todo cambió a los pocos días, durante una comida…

Duna se encontraba terminando de preparar las lentejas en la cocina cuando Cinthia le pidió el salero a Aya. Esta se lo tendió y Cinthia lo cogió tranquilamente. Pero entonces, Sírgeric pegó un grito y les dijo que pasar el salero de una persona a otra sin que tocase la mesa traía mala suerte, por lo que Cinthia tuvo que echarse la sal por encima del hombro para espantar el mal augurio. Desgraciadamente, Duna pasaba por detrás suyo en aquel momento con la cacerola de la comida, y todo el condimento fue a parar a sus ojos.

En lugar de enfadarse con Sírgeric por haber tenido aquella idea tan estúpida, a Cinthia le pareció la mar de gracioso. Y aquello a Duna le sentó como un jarro de agua fría. Desde el día en el que las lentejas cayeron al suelo y los ojos se le habían hinchado por culpa de la sal, Cinthia también pagó las consecuencias de que el ladrón siguiese viviendo allí.

Cuando terminó con todas las malas hierbas del huerto, Duna se puso en pie y se sacudió toda la ropa cubierta de tierra. Odiaba pensar en el ladrón, en el comentario de Aya y en el comportamiento de Cinthia. Parecía como si no las conociera en absoluto. Sabía que muchas veces no tenía razón, ¡pero esta vez sí! Tener a Sírgeric en la casa era un estorbo y un peligro, no sabían cómo respondería el chico en el momento más inesperado.

—Basta —se dijo a sí misma, obligándose a dejar de pensar en aquello. Si el ladrón iba a vivir con ellas y ninguna quería darse cuenta de lo inevitable, ella no iba a insistir más. Ya se darían cuenta solas.

Colgó el delantal junto a la puerta y entró en la casa. Tardó un poco en acostumbrarse a la oscuridad del interior, pero, en cuanto lo hizo, deseó no haber entrado. Cinthia se estaba riendo ante una ocurrencia de Sírgeric.

—Hola Duna —le saludó Cinthia sin dejar de sonreír.

La muchacha no contestó.

—¿Por qué no te sientas con nosotros? Sírgeric me estaba contando…

—No tengo tiempo —replicó ella—, gracias. Algunas tenemos cosas que hacer.

El muchacho dejó el vaso sobre la mesa y le hizo un gesto a Duna para que se sentase.

—No seas así, Duna. ¿Cuándo vamos a hacer las paces?

—Algún día —se obligó a decir, intentando comportarse como había prometido—. No quiero molestaros, me parece que os lo estabais pasando estupendamente vosotros solos.

Les sonrió forzadamente y subió a su habitación.

A la mañana siguiente llegó al palacio antes de la hora habitual y tuvo que esperar junto a la puerta de la lavandería un buen rato a que llegaran Grimalda o Wilma. Un poco cansada de la caminata hasta el castillo, Duna se apoyó en la pared hasta quedar sentada en el suelo. Divagaba algo adormilada cuando un grito la hizo volver en sí:

—¡Eh, tú! ¿Qué crees que es esto? ¿La plaza del pueblo?

Duna miró hacia arriba y se encontró con el príncipe Dimitri apoyado en la barandilla.

—Disculpad, alteza —dijo Duna poniéndose en pie rápidamente—. Estaba cansada y pensé que…

—No creo haberte preguntado. Espera de pie a que te abran la puerta. Recuerda que estás en el palacio real.

Sin esperar respuesta, se dio media vuelta y Duna le perdió de vista. Parecía encontrarse en muy buen estado después de lo enfermo que había estado. Nadie le había visto durante días, al igual que a su hermano. Duna sospechaba que debía de haberles sentado mal algo que tomaron en el baile.

Y en ese instante, como si le hubiera leído el pensamiento se abrió la puerta principal y entró el príncipe Adhárel con la indumentaria de montar y una capa sobre el hombro derecho cubriendo su brazo. Duna se estiró rápidamente y se alisó el vestido. Quería preguntarle cómo se encontraba. Si seguía indispuesto.

—Adhárel… —empezó, pero se quedó callada cuando se dio la vuelta y tras él entró Barlof, su mano derecha.

Duna se puso colorada y esperó a que los dos hombres se perdiesen escaleras arriba para taparse la cara de la vergüenza.

¡Cómo se me ocurre llamar Adhárel al príncipe!… Alteza, príncipe Adhárel… cualquier cosa hubiera estado mejor. Menos mal que no me ha oído ni me ha reconocido… Lo de aquella noche fue una tontería, un capricho por su parte. No ha vuelto a dar más señales de querer volver a encontrarse conmigo y yo desde luego no voy a seguirle el juego. Se acabó.

En el instante en que tomó aquella resolución llegó Wilma al palacio. Cargaba unos cuantos fardos repletos de lo que parecían ser sábanas.

—Buenos días, Wilma —le saludó Duna—. ¿Te ayudo?

—Eres muy amable, cielo —y le cedió las bolsas que sujetaba con la mano derecha—. ¿Cómo es que te ha dado por madrugar tanto?

Duna se encogió de hombros.

—No podía dormir y en casa últimamente somos demasiados.

La mujerona abrió la puerta y bajó las escaleras sin contestar a Duna. La muchacha la siguió.

—Bueno, ya que estás aquí échame una mano llenando los lavaderos. Coge agua del pilón con esos cubos. Mientras, voy a subir a por toda la ropa.

—De acuerdo.

Duna se puso a ello en cuanto se quedó sola. Cuando hubo rellenado la mitad de los enormes lavaderos comenzaron a llegar sus compañeras en grupitos que cuchicheaban y reían como siempre. Ninguna se detuvo a mirarla ni tampoco le dirigieron la palabra. Dora había conseguido poner a todas en su contra y parecía que había vuelto al primer día de trabajo, cuando estaba sola y sin nadie con quien hablar. Entonces entró la pequeña Grimalda corriendo sofocada.

—¡Tú! —dijo señalando con el dedo a Duna.

—¿Yo?

—Sí, tú. Ven ahora mismo.

El resto de lavanderas la miraron desconfiadas mientras se situaban en sus lugares de trabajo y cogían las primeras prendas que habían llegado de arriba. Duna se acercó rápidamente a la mujer y la siguió cuando esta se dio la vuelta y empezó a subir las escaleras. Por el camino se cruzaron con Wilma, quien bajaba unos cuantos fardos de ropa.

—¿Dónde la llevas, Grimalda? —preguntó, deteniéndose.

—Ahora te la devuelvo. Es urgente.

Duna miró a Wilma sin comprender y siguió subiendo las escaleras.

—¿A qué viene tanta prisa, Grimalda?

—El príncipe Adhárel quiere verte.

Duna se detuvo en seco al escuchar la respuesta.

—¿A mí? ¿Seguro que a mí?

Grimalda se detuvo unos pasos más adelante.

—Yo tampoco lo entiendo, pero así es. Necesita algo. Está en los jardines, ¡vamos!

Grimalda se perdió por las escaleras principales y Duna salió a la enorme terraza que daba a los jardines. Se quitó el pañuelo de la cabeza y lo retorció nerviosa entre las manos mientras bajaba las escaleras y buscaba al príncipe con la mirada. No tardó en encontrarle en el camino de gravilla, junto a Barlof. Ahora podría preguntarle por su estado de salud. No encontraría una oportunidad mejor.

Duna se acercó hasta ellos y aguardó a que terminasen la conversación. Cuando vio que no reparaban en ella, dijo:

—Disculpad, alteza, ¿me habéis hecho llamar?

Adhárel se dio la vuelta y después asintió. Barlof se apartó unos pasos y se puso a mirar hacia otro lado.

—Así es. Vos sois…

—Duna Azuladea, alteza —le ayudó ella, entristecida por el hecho de que no recordase su nombre.

—Eso es. Bien, Duna Azuladea, según he escuchado, vivís en una de las mejores cesterías del reino.

La muchacha asintió, insegura. Adhárel no sonreía. ¿Qué demonios le pasaba? ¿Realmente no la reconocía? ¿No sabía quién era? ¿A qué venía tanto formalismo? ¿Había sido solo un capricho para él?

—Quería pediros algo.

A Duna se le aceleró la respiración.

—¿De qué se trata?

—Necesito un gran pedido de cestas para el palacio.

Duna parpadeó incrédula un par de veces… ¿cestas?

¿Le había pedido… cestas? ¿Una noche la invitaba a bailar y a pasear por los jardines y varios días después le pedía cestas?

—¿Pe… perdón? —tartamudeó Duna, incrédula. Incrédula y enfadada.

—Todo el reino habla de las maravillosas cestas de Ayanabia —dijo el príncipe, sin modificar su tono de voz—. Teniéndoos a vos trabajando en el palacio, es la manera más fiable de llevar la noticia.

¿Estaba tomándole el pelo? ¿Era eso? ¿Una broma? ¿Desde cuando la familia real tenía que hacerse cargo de algo tan nimio como unas cestas? Estúpido príncipe vanidoso.

Controló la agitada respiración y asintió. Después esperó a que el príncipe diese por concluida la conversación.

—Podéis iros —dijo casi al instante Adhárel, sin apenas mirarla.

Duna hizo una reverencia y subió rápidamente los escalones de vuelta a palacio. Si lo que acababa de ocurrir era una tomadura de pelo, desde luego lo había conseguido. Y si su intención era la de enfadarla, también podía darse por satisfecho.

—Maldita realeza… —musitó Duna entrando en la lavandería. Ya podía seguir enfermo, que a ella le daba lo mismo.

De nuevo sintió las mismas miradas de antes sobre ella. Se ató el pañuelo a la cabeza y se aproximó a su lavadero, donde frotó con tanta fuerza como la rabia le permitía.

—¿Dónde has estado, Duna? ¿Con tu príncipe azul? —le preguntó Dora, provocándola de nuevo.

—Si no quieres terminar otra vez empapada, déjame en paz —le advirtió Duna.

—Como deseéis, alteza —se burló la mujer, consiguiendo unas cuantas risas del resto de mujeres.

Ella era una criada, una lavandera, y él el futuro soberano de Bereth. ¿Cuántas veces iba a tener que repetírselo? No debía haber asistido a aquel horrible baile; nada había salido bien des de entonces.

—Pues eso parece… —dijo una compañera a su lado.

Duna, haciendo todo lo posible por dejar de darle vueltas al asunto, se obligó a prestar atención a la conversación.

—¿Y el cadáver? —preguntó otra.

—Nada. No había cadáver. Solo debieron rozarle.

—¿Y consiguió escapar? —preguntó otra en el extremo opuesto.

—¡Desde luego! Las criaturas del infierno tienen poderes incomprensibles que les ayudan a salir siempre airosas.

—Santo Todopoderoso.

—¿De quién habláis? —pregunto Duna interesada.

Sus compañeras la miraron con desgana.

—De quién, no; de qué —la corrigieron.

—Del dragón —respondió la primera mujer.

Duna dio un respingo.

—¿Y está bien?

El resto de sus compañeras la volvieron a fulminar con la mirada de manera mucho más hostil.

—¿Cómo que si está bien? —preguntó la mujer de enfrente enarcando una ceja—. ¡El dragón debería estar muerto! Tendrías que preguntar si lo consiguieron matar, no si se salvó.

—¡El dragón nunca ha hecho daño a ningún berethiano!

—Pero ha masacrado a montones de ovejas y vacas —replicó una de las mujeres.

—Es normal, ¡de algo tendrá que alimentarse!

—¿Y tiene que venir a vivir a los bosques de Bereth? Un día tendremos una desgracia.

—Espero que le den caza pronto —comentó otra mujer que pasaba cerca con un barreño de agua.

—La última vez que lo intentaron solo consiguieron hacerle un rasguño… ¡Que el Todopoderoso nos asista!

—¿Cuándo le hicieron ese rasguño? ¿Quién se lo hizo? —preguntó Duna.

—Fue poco después del baile real. Le acertó un hombretón del pueblo —contestó una de las mujeres.

—¿Y si es una trampa de Belmont?

—¡Que el Todopoderoso nos asista!

Duna puso los ojos en blanco.

—Pues si después de todo no se ha revuelto contra Bereth será porque no es tan peligroso como pensáis. ¡A lo mejor hasta nos beneficia tenerle cerca!

—¿Y qué va a saber la hija de una esclava? —intervino de pronto Dora, que hasta entonces se había mantenido en silencio—. Sigue lavando y no te metas en las conversaciones de los mayores.

Duna reprimió las ganas de abalanzarse sobre ella y contestó:

—Eso haré. No tengo ganas de hablar con una panda de cotillas que hace tiempo que perdieron la cabeza.

—¿Cómo te atreves? —preguntó una compañera.

—Ignoradla, será lo mejor… —sugirió Dora mientras la miraba por encima del hombro.

—Sí, ignoradme, será lo mejor. Así yo tampoco tendré que escuchar vuestros comentarios.

Algunas mujeres emitieron un gritito de indignación y otras la miraron con mala cara, pero ninguna le volvió a dirigir la palabra en lo que quedaba de mañana. De todas formas, Duna seguía preocupada por el dragón. ¿Es que no podían dejarle tranquilo? Duna no sabía si era bueno o malo, pero tampoco se lo planteaba: era como cualquier otro animal. Pocos lo habían visto y todos lo trataban como a un cruel monstruo.

En el fondo, y aunque pareciese inexplicable, Duna sentía que comprendía mejor que nadie al dragón. Estaba claro que aquel no era su hogar, y que, por algún motivo, se veía casi obligado a vivir en aquel bosque para subsistir. Tal vez solo estuviera buscando la oportunidad de marcharse de allí, como Duna. Tal vez estuviese buscando un lugar donde poder encajar.

—¡Hora de irse! —avisó Wilma en ese momento.

Duna se puso en pie, sufriendo los ya habituales dolores en las piernas, y siguió al resto de sus compañeras al exterior del palacio. En el exterior hacía un calor sofocante e, inmediatamente, echó de menos la humedad de la lavandería. Cuando llegó a casa, Aya estaba terminando de preparar la comida. Habían pasado tantas cosas que a Duna se le olvidó que estaba molesta con la mujer y habló con ella sobre la conversación con el príncipe.

—¿Te burlas de mí? —le preguntó Aya con la boca abierta cuando Duna terminó de contarle lo sucedido.

—A mí también me ha sorprendido. Quizá me estuviese tomando el pelo…

—No imagino al príncipe Adhárel burlándose de alguien como nosotras. —Aya retiró la cacerola del fuego y la puso sobre la mesa—. ¡Qué noticia tan maravillosa, Duna! Seguramente nos hagan un gran pedido y paguen un buen puñado de berones, ¡o incluso bombillas!

—Aya… —la mujer siguió hablando sin escucharla—. ¡Aya! Espera a que el pedido se haga oficial antes de hacer ningún plan.

—Tienes razón, tienes razón… pero es que es una idea tan tentadora. Las cestas de Ayanabia en el palacio Real. ¡Solo con pensarlo me entran escalofríos!

Las dos se echaron a reír cuando Cinthia y Sírgeric entraron en la cocina con la ropa sucia de barro.

—¿Qué es eso tan divertido? —preguntó Cinthia.

—¡La familia real se ha interesado en nuestro trabajo!

—¡¿Cómo?! —gritaron los dos jóvenes al unísono.

—Aún no es seguro —comentó Duna sin pasar por alto sus miradas.

—De todas formas hay que empezar a prepararlas, ayer vendí las últimas.

Cinthia se sentó a la mesa junto a Sírgeric.

—Menos mal que ahora tienes a alguien que te echa una mano.

—Desde luego —comentó Aya sirviendo la comida—. Con Sírgeric en la tienda iré mucho más rápido.

Duna carraspeó molesta.

—Querrás decir con Sírgeric en la tienda y con las demás en el palacio, en el huerto y en la cocina, ¿no?

—¡Duna! —le regañó Aya.

—Ah, por cierto —intervino Sírgeric sin hacer caso del comentario—. Se me había olvidado. Hoy ha venido un hombre que preguntaba por ti, Duna.

—¿Por mí?

—¿Era bajito? —preguntó Cinthia—. ¿Parecía todo el rato enfadado?

—Sí.

—Oh, no… —dijo Duna—. ¿Qué quería?

Sírgeric se encogió de hombros.

—No me lo dijo. Se dedicó a hacerme preguntas, una detrás de otra: ¿Desde cuánto vivía aquí? ¿Qué relación tenía con vosotras?

—Menudo cotilla es ese Lord Guntern —dijo Cinthia disgustada—. ¿Y qué le contestaste?

—Que era un primo lejano de la familia y que había venido a vivir un tiempo con vosotras. Después, cansado de esperar, me dijo que volvería más tarde y se marchó.

—No quiero verle —dijo Duna cruzándose de brazos.

—¡Pero Duna! Hace días que no sabes nada de él.

—Y mejor habría sido si no le hubiese conocido. ¡Aya, tienes que solucionar este lío cuanto antes! ¡Al final voy a terminar casándome con ese… con ese…!

—¿Enano engreído? —dijo Sírgeric.

Duna sonrió, sorprendida, pero al momento recuperó su actitud habitual con el joven.

—¿Y qué querría decir con eso de que volvería más tarde? —preguntó Cinthia.

—Seguramente se pase por casa esta misma… —De repente, alguien llamó a la puerta—… tarde.

Aya se puso en pie.

—Iré a abrir. Quedaros aquí.

Los tres jóvenes se miraron preocupados y aguzaron el oído cuando Aya salió de la cocina. Poco después oyeron cómo se abría la puerta.

—Buenas tardes, Lord Guntern —saludó la mujer.

Duna se llevó las manos a la boca y los otros dos se arrimaron más a la puerta para escuchar.

—Venía a buscar a Duna, señora Ayanabia.

—Oh… Duna… Pues, veréis, Lord Guntern. Duna todavía no ha llegado de palacio y…

—Acabo de estar allí y me han dicho que el servicio hace tiempo que ha salido. ¿Seguro que no está en casa?

—Lord Guntern, le estoy diciendo que no ha llegado.

—Solo quiero…

Se escucharon un par de pasos.

—¡Lord Gunterrn, vuelva más tarde, se lo ruego!

—¡No se le ocurra hablarme así, artesana de pacotilla!

—Sírgeric, ¿qué haces? —susurró Duna poniéndose en pie.

—¿Y tú que quieres, jovenzuelo? —preguntó el Lord en cuanto le vio entrar en el salón.

—¡No se os ocurra volver a insultar a esta mujer! —le advirtió Sírgeric.

A continuación dio un empujón al Lord y le sacó de la casa.

—¡No, Sírgeric! ¡Basta! —gritó Aya.

Lord Guntern tropezó y cayó de espaldas al suelo. La mujer apartó a Sírgeric de la puerta y corrió a ayudar al lord, mirando con reproche al joven.

—¡Santo Todopoderoso! ¿Os encontráis bien?

—¡Soltadme! —le espetó el hombre poniéndose en pie torpemente—. Os habéis metido en un buen lío, ¡todos! Recibiréis noticias mías muy pronto. Señora Ayanabia, quiero deciros dos cosas antes de irme. Dejad de intentar alejarme de Duna. Pagasteis la dote, se acordó el matrimonio y vuestros estúpidos esfuerzos por separarnos no hacen más que empeorarlo todo. Si seguís con esta actitud pondré el caso en manos de la Guardia Real.

—Pero… —quiso explicarse la mujer.

—Y segundo: no sé si realmente este joven es familiar vuestro. Me da igual. Este comportamiento suyo ha sido… repulsivo. Tomaré medidas. Buenas tardes. Salude a mi prometida cuando llegue… si es que no está ya en casa.

Y dicho esto se dio media vuelta y subió en su opulento carruaje, que no tardó en ponerse en movimiento y desaparecer por el camino. En cuanto se hubo marchado, Aya cerró la puerta y las dos chicas salieron de la cocina.

—¿Cómo se te ocurre empujar de esa manera a lord Guntern? —le recriminó la mujer a Sírgeric.

—¡No tenía ningún derecho a hablarte así! ¿Quién se cree que es? ¿El principe? Menudo…, menudo…

—¿Enano engreído? —dijo Duna esta vez, sonriendo agradecida.

—Me da igual, Sírgeric. ¡A saber lo que se le ocurre hacer ahora! —Aya juntó las manos—. ¡Santo Todopoderoso, cuida de nosotros!

Cinthia dio un paso hacia ella.

—No hará nada, Aya, ya lo verás. No tiene poder ni para mandar sobre sus criados.

—De todas formas —intervino Duna—, tampoco creo que le sirviese de nada. Es su palabra contra la nuestra, ¿no?

Aya se marchó a la cocina.

—Sí, pero su palabra está cargada de berones y bombillas, te lo recuerdo. Terminemos de comer, veréis lo que tarda en presentarse en casa una cuadrilla de la Guardia Real.

Los tres la siguieron pero, antes de entrar, Duna cogió a Sírgeric del brazo y, sonriendo, le susurró:

—Gracias.

—No ha sido nada —respondió él.

Y tal y como Aya había vaticinado, no tardaron en llamar a la puerta. Sírgeric y Aya se encontraban en el salón terminando de retocar algunas cestas mientras Duna y Cinthia adecentaban el huerto con algunas hortalizas más cuando sonaron los golpes y se escuchó el conocido aviso:

—¡Abrid en nombre de la Guardia Real!

Cinthia y Duna entraron corriendo en la casa mientras Sírgeric tiraba de un manotazo la cesta que estaba preparando.

—Tranquilo, Sírgeric —le dijo Aya viendo lo pálido que se había puesto el joven—. Sal de aquí y vete abajo.

—Creo que…

—¡Ya, Sírgeric! —le señaló el camino y después abrió la puerta. Ante ella aparecieron dos guardias que se cuadraron.

—Buenas tardes, ¿qué deseáis?

—Hemos recibido órdenes de daros un pequeño toque de atención con respecto a un joven que vive en esta casa. ¿Podemos verle?

—Ahora mismo no va a ser posible, señor. Acaba de salir a hacer algunos recados y no sabemos cuándo volverá. De todas formas yo puedo…

Los dos guardias se miraron y uno de ellos dijo con poco convencimiento:

—Muy bien, encargaos vos de dárselo. Si vuelve a producirse algún problema tendremos que llevárnoslo.

—Descuiden, lo haré.

—Buenas tardes.

Los dos soldados saludaron cuadrándose de nuevo y después dieron media vuelta hacia sus monturas. Aya cerró la puerta y Duna se la quedó mirando extrañada.

—¿Cómo que se ha ido a hacer unos recados?

—No preguntes, Duna —respondió la mujer metiéndose en la cocina.

—¿Pero qué pasa aquí? —volvió a preguntar la muchacha dándose la vuelta hacia Cinthia—. ¡No hubiese pasado nada porque hablasen con Sírgeric!

—¿Por qué no puedes dejar las cosas como están? Seguro que persiguen a Sírgeric por algún robo que hizo en el pasado.

Duna negó con la cabeza.

—Hay algo más, Cinthia… No se habría ocultado por algo tan nimio. Cuando entró en nuestra casa acababa de llegar a Bereth, no puede…

—¡Déjalo estar por una vez, Duna! Siempre piensas mal del pobre Sírgeric.

—Esta vez yo no…

—¡Tú sí, Duna! ¡Siempre que hay algo que tenga que ver con Sírgeric estarás dispuesta a sospechar! ¿Cuándo olvidarás lo de aquella noche? ¡Estaba asustado, por el Todopoderoso! Cualquiera habría actuado de la misma forma en su lugar.

—Yo no.

—Claro que no, Duna. Tú eres demasiado perfecta para cometer errores.

Duna puso los ojos en blanco. ¿Ahora ni siquiera su amiga la escuchaba? ¿Se merecía realmente ese desprecio por su parte? Intentó convencerla de que sus intenciones eran buenas:

—¡Esta vez no lo he preguntado con mala intención!

—¡Mira, déjalo! Ya he escuchado suficiente.

Cinthia no esperó a que Duna le contestase y bajó corriendo a buscar al joven. La otra muchacha se quedó con la palabra en la boca y tuvo que tragarse sus preguntas. Le había quedado claro: no más dudas, no más rencores. Intuía que el nerviosismo del joven se debía a algo más que a su pasado como ratero, aunque no quisiesen reconocerlo. Debía de haber algo más que se le escapaba, pero estaba cansada y ya era hora de dejar a joven en paz, como le había dicho Cinthia. Había demostrado con creces que Duna se equivocaba, quiza por una vez Cinthia y Aya tuvieran razón.

Respiró hondo y volvió al huerto para terminar de plantar las ultimas semillas.