10
El ladrón

Cuando el ladrón consiguió abrir los ojos, volvió a cerrarlos debido al punzante dolor de cabeza que le sobrevino. Pero en aquel infinitesimal segundo que los mantuvo abiertos vio que estaba rodeado por tres mujeres armadas con artilugios de cocina y con su propia espada apuntándole al pecho.

Antes de intentar abrir los ojos de nuevo sintió que una cuerda atada firmemente a una silla le mantenía maniatado y que un pañuelo en su boca le impedía respirar con normalidad. Le habían cazado.

Volvió a abrir lentamente los ojos y tardó unos segundos en enfocar a las tres mujeres, dos muchachas y una señora, que le miraban entre enfadadas y asustadas. El dolor de cabeza seguía persistiendo y tenía la convicción de que tardaría en desvanecerse. ¿Cómo demonios había llegado allí? Lo último que recordaba era que estaba intentando quitarle el colgante de plata a una de las chicas y después… ¡Eh!, pensó mirando de hito en hito a sus captoras, ¡aquella chica rubia no había entrado con las otras dos en el salón! Seguramente había sido ella quien le había atizado por la espalda. ¡Sería idiota! Regla número uno: asegurarse siempre del número de personas que hay en la casa antes de dejarse ver. ¡Es lo primero que tendría que haber aprendido!

Enfadado consigo mismo, volvió a cerrar los ojos… hasta que un sonoro bofetón le devolvió a la realidad.

—¡Despierta! —le ordenó la mujerona que le acababa de golpear.

El ladrón abrió de nuevo los ojos y la miró enfurecido.

—¡A mí no me mires con esos ojos! —le reprochó la mujer, soltándole otro bofetón. Las dos muchachas parecían asustadas.

—¡Soltadme y no os haré nada! —quiso decir el ladrón, aunque con el pañuelo en la boca sonó algo así como «fonfan-fe fy fo fos fafé afa».

—¿Qué ha dicho? —preguntó la chica rubia.

Con cuidado, temerosa de que pudiese darle una dentellada a su mano, la muchacha morena le quitó el pañuelo de la boca, advirtiéndole:

—Si gritas, vendrá la Guardia Real.

—¡Soltadme he dicho! —repitió el ladrón, dejando a un lado los formalismos y más envalentonado ahora que podía hablar.

—No sé si te has percatado —intervino la mujer—, pero no estás en disposición de darnos órdenes.

—¿Quién eres? —le preguntó la muchacha rubia.

—Os arrepentiréis —les amenazó, intentando infundir a su mirada todo el desprecio de que fue capaz.

La mujer le dio otro bofetón, ¡y ya iban tres! La cara empezaba a enrojecérsele desmesuradamente.

—Te repito —le dijo la mujer pausadamente—, que no nos hables de ese modo. Responde a la pregunta. ¿Quién eres?

—Nadie que conozcáis.

—Eso ya lo vemos. ¿Qué hacías en nuestra casa? —le preguntó Duna.

—¿Acaso no está suficientemente claro? Buscaba algunas cosas con las que poder quedarme.

—Pues has ido a parar al peor sitio —dijo la mujer—. Como puedes comprobar, las riquezas en esta casa brillan por su ausencia.

—No buscaba joyas, aunque al ver la de ella me encapriché.

La muchacha morena se llevó la mano al cuello, protegiendo su colgante.

—¿Entonces qué buscabas?

—¡Comida, agua, leche, ropa! —enumeró el ladrón—. Tal vez no os hayáis dado cuenta por mi aspecto, pero soy pobre.

—¿De veras? —le preguntó la morena, siguiéndole el juego y arqueando una ceja. No le gustaba un pelo.

—Sí. Como lo oís, por eso vago de un lado a otro tomando prestadas algunas… algunas…

—¿Necesidades básicas? —le ayudó la muchacha rubia.

—¡Eso es! Necesidades básicas. Así que si me disculpáis, me haríais un enorme favor si…

—Alto ahí, hombrecito —le detuvo la mujer—. No vas a ir a ninguna parte hasta que nosotras lo digamos. ¿Cuántos años tienes? No pareces muy mayor…

Y era cierto. A la luz de las velas su apariencia de hombre adulto se había esfumado dando paso a la de un joven de pelo marrón sucio y enmarañado y unos juveniles ojos de color azul eléctrico. Lo que engañaba a la gente que le miraba por primera vez era la rala barba que se había dejado crecer para ocultar su verdadera edad. Pero bastaba con mirarle a los ojos para descubrir que no era tan mayor como en un principio podía parecer.

—Tengo veinticinco años, señora —contestó él, mirando hacia otro lado.

—¿Quieres que te arree otro sopapo, chico? Di la verdad.

—No entiendo porqué no hemos llamado aún a la Guardia Real, Aya… —comentó la muchacha morena, cansada de sostener la espada en alto.

—Por varias razones —le contestó ella—. Porque es de noche, porque llueve a mares y porque la testaruda de Cinthia nos ha convencido para que no lo hiciésemos… al menos hasta el amanecer. Además, acabo de tener una idea.

Así que la muchacha rubia se había arrepentido de su ataque por la espalda, vaya, vaya… Cinthia y Aya, pensó el ladrón, solo le faltaba conocer el nombre de la morena…

—Seguimos esperando la respuesta, joven. ¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve —contestó con un hilo de voz, avergonzado.

—¡Os lo dije! —les recordó la morena.

—Oídme, por favor —les rogó el ladrón haciendo uso de una nueva táctica—. Ya os he dicho todo lo que queríais saber sobre mí. Por el Todopoderoso, os ruego que me dejéis ir. No me entreguéis a las autoridades, os lo suplico, gentiles damas. Sé que no debí entrar en la casa, y mucho menos apuntaros con la espada, pero el hambre y el cansancio nos juegan a veces malas pasadas. Disculpad a este muchacho hambriento y dejadle escapar. Os juro no volver a Bereth nunca.

—Una cosa más, y con esto no quiero decir que vayamos a liberarte —le dijo la morena sin que el discurso hubiese hecho mella en ninguna de las mujeres—. ¿De dónde vienes?

—De Belmont —respondió él.

—¿No serás uno de los espías que estaba en el palacio?

El ladrón se echó a reír.

—¿En… el palacio? No, tengo lugares mejores para esconderme…

—¿Y cuál es tu nombre? —le preguntó Cinthia.

El ladrón se quedó extrañado ante la pregunta. Pocos eran los que se habían interesado a lo largo de su vida por su verdadero nombre y él apenas lo utilizaba.

—Di. ¿Cuál es tu nombre? —insistió la tal Cinthia—. ¿Acaso lo has olvidado?

—No andas mal encaminada, Cinthia —contestó él, disfrutando al sentir que la muchacha se tensaba al escuchar que la llamaba por su nombre—. Hace tiempo que no lo utilizo y tengo mala memoria. Sin embargo —prosiguió, mirando a la mujer y previendo un nuevo bofetón para el recuerdo—, haciendo memoria, y descartando mis motes más utilizados como Saltimbanqui, Sombra o Sinsentido, mi nombre es… Sírgeric.

—Demasiadas eses. Me recuerdas a una serpiente —sugirió la morena—. ¿Cómo sabemos que no mientes?

—¿Y cómo saber lo contrario? Solo os queda fiaros de mi palabra —el ladrón se removió en la silla sin conseguir deshacer los nudos y después preguntó—: ¿Para qué queréis saber tanto de mí? ¿Por qué este interrogatorio? ¿Pensáis ir en mi busca en caso de que consiga escapar de aquí?

—Nada de eso, jovencito —le corrigió Aya—. Tú has tenido un buen rato para husmear en nuestros armarios, cajones y habitaciones. Ahora nos toca a nosotras conocer tu privacidad. ¿No te parece justo?

—Absolutamente justo, señora.

En ese momento Cinthia bostezó involuntariamente y Duna hizo lo mismo sin poder evitarlo.

—Empieza a ser tarde —comentó Sírgeric—, si me hiciesen el favor de…

—Nada de eso. Ni lo pienses. Nosotras nos iremos a dormir arriba. Tú te quedarás aquí abajo bien maniatado. Ya seguiremos la charla mañana por la mañana.

—¿Pero qué demonios queréis de mí? —gritó nervioso el chico—. ¡No sabéis con quién estáis tratando!

La situación hacía rato que se le había ido de las manos y no entendía dónde querían ir a parar aquellas mujeres.

—Está bien. Te diré qué es lo que quiero de ti. —Aya dio un paso hacia él con un cucharón en la mano—. Quiero que trabajes para mí hasta que pagues todas las cestas y el mimbre que has destrozado en mi taller.

—¿Su taller? ¿Qué taller?

—El que hay abajo, idiota —contestó la morena, poniendo los ojos en blanco, exasperada y cansada.

—¡Pero si yo no les he hecho nada!

—Has estropeado todo el mimbre de esta temporada, has roto a patadas las cestas que ya había terminado y, por si fuera poco, has intentado robarme los pocos ingresos que tenía ahorrados. ¿Te parece poco?

—¡Estáis loca! ¡Estáis todas locas!

Aya dio media vuelta y, de un soplido, apagó la luz de las velas del salón. Solo quedó encendida la que llevaba en la mano.

—Vamos, niñas. A la cama todo el mundo.

—¡Suélteme! ¡Quíteme estas cuerdas le digo! —vociferó el ladrón, desesperado.

—¡Buenas noches, Sírgeric! —canturreó la morena mientras subían las escaleras.

—¡No! ¡Por favor! —siguió lloriqueando el chico—. ¡Prometo pagaros! ¡Mirad! En mi morral hay dinero… si alguien me lo acercase pagaría gustoso.

—¿Quieres que te volvamos a poner el calcetín en la boca? —preguntó la morena.

—Juro ser bueno desde hoy, ¡lo juro!… ¡Al menos, soltadme las manos! Por favor, ¡por favor!

—¡Cierra el pico ya! —gritó Aya desde el piso superior—. Conseguirás despertar a los vecinos. Duna, Cinthia. Arriba, ya.

Así que Duna era el tercer nombre que le faltaba… ¿Pero de qué le servía conocerlo?

El joven intentó unas cuantas veces más deshacerse de la cuerda, pero viendo que estaba atado a conciencia terminó derrumbándose en el asiento, agotado e intranquilo. Había entrado en aquella casa con la intención de robar algo para comer y ahora se encontraba maniatado y sin ninguna expectativa de poder escapar.

Antes de que se apagasen las luces del piso superior, Sírgeric pudo vislumbrar la cabecita dorada de Cinthia asomándose por la barandilla. Después cayó dormido en un sueño de lo más incómodo e inseguro.

De nuevo estaba prisionero.

A la mañana siguiente, Cinthia fue la primera en bajar a desayunar. Ni siquiera Aya se había despertado aún. El vino de la noche anterior y el cansancio habían hecho mella en la mujer hasta el punto de romper su costumbre diaria de despertarse con el sol.

La muchacha se vistió y bajó las escaleras bostezando y despeinada. De pronto dio un respingo al escuchar un suave ronquido. Era aquel misterioso ladrón que habían apresado la noche anterior en su intento fallido de robarles las pertenencias.

Cinthia se acercó con cautela hasta la silla donde dormitaba el hombre, (¿o el chico?, solo tenía un par de años más que ella…), y le observó detenidamente. No era feo, pero necesitaba una limpieza inmediata, pensó Cinthia. El ladrón murmuró algo sin despertarse y volteó la cabeza hacia el otro lado. Cinthia se asustó y se alejó de allí.

Todavía se preguntaba por qué les había pedido a Duna y a Aya que no avisasen a la guardia en cuanto le tuvieron maniatado. ¿Había sido un simple acto de caridad? ¿Le había dado pena aquel pobre que no tenía ni qué comer?

Comida. Era lo último en lo que podía pensar en ese momento. La casa entera olía a estiércol. Parecía como si una manada de reses se hubiese alojado entre aquellas cuatro paredes. Cinthia sabía que el causante de aquel hedor era Sírgeric. Era todo un misterio aquel joven, decidió Cinthia.

Viendo que se hacía tarde, recogió la cesta de los libros y salió apresuradamente a la calle. Los caminos estaban embarrados y había charcos por todas partes.

Duna fue la segunda en despertarse. Cuando sintió un fugaz rayo de sol en la cara, se desperezó con pasmosa tranquilidad y estuvo tentada de seguir durmiendo, pero de pronto recordó que ya no estaba de vacaciones. Maldiciendo, bostezando y estirándose, saltó de la cama, aún somnolienta, y fue corriendo a vestirse.

Cuando estuvo medianamente presentable bajó a zancadas las escaleras, cogió un pedazo de bizcocho que había preparado Aya unos días atrás y salió corriendo de la casa, sin reparar, hasta haber recorrido un buen tramo del camino a la ciudad, en los dos ojos que la habían seguido por la casa. El ladrón de la noche anterior había despertado y Aya se encontraba sola con él. Sintió una punzada de culpa, dio unos pasos de vuelta a la casa, pero la voz de Grimalda rugiendo en su cabeza por la tardanza le hizo desistir y siguió corriendo hasta el palacio. Aya sabía cuidarse sola y el ladrón estaba bien maniatado. Había terminado su buena racha: hoy llegaría tarde.

Por último, y con toda la calma del mundo, Aya bajó a desayunar. De vez en cuando, se decía, una señora tenía que poder tomarse un descanso y vivir un día totalmente relaj…

Los pensamientos se cortaron cuando sus ojos se cruzaron con los del ladrón. Seguía en el mismo lugar en el que le habían atado. No había conseguido deshacer el nudo y su rostro mostraba una expresión burlona e impaciente al mismo tiempo. Su «relajado descanso» iba a tener que esperar.

—¡Buenos días! —canturreó el ladrón.

—Buenos días —contestó Aya entrando en la cocina.

—¿Qué hay para desayunar?

—Para ti, por el momento, nada.

Aya se preparó una infusión y la puso a calentar en el fuego.

—¿Dolor de tripa? —preguntó divertido el joven.

La mujer no le contestó. Colocó un plato sobre la mesa y se sirvió una rebanada de bizcocho.

—Madrugan mucho sus hijas, ¿no? —tanteó el ladrón, desinteresado.

—No son mis hijas —le corrigió la mujer, sirviéndose la infusión en una taza.

—Ah, yo pensé…

—Pues te equivocas. Ahora, si no te importa, quiero desayunar. Cuando quiera hablar contigo ya te lo diré.

—Quizá para entonces sea yo el que no quiera hablar —replicó el ladrón.

—Quizá vaya siendo hora de ir llamando a la Guardia Real —le amenazó la mujer.

El ladrón tragó saliva.

—No, no se moleste. Esperaré aquí. No me moveré.

Aya sonrió para sus adentros y se tomó todo el tiempo que quiso. Cuando estuvo lista, limpió los cacharros y después movió el sillón para ponerse frente al ladrón. Cruzó sus regordetas manos sobre el regazo y le dijo:

—Te voy a soltar.

El ladrón quedó estupefacto unos instantes.

—¿De veras?

—Yo nunca bromeo, jovencito. Sí, voy a desatar las cuerdas y quedarás libre. Pero tendrás que pagarme todo lo que has destrozado en la tienda. ¿Dónde está ese dinero del que hablabas anoche? —le preguntó, buscando con la mirada su morral.

—Bueno yo… en realidad… —el ladrón volvió a tragar saliva viendo cómo se esfumaba su libertad—… no era cierto que tuviese dinero. En realidad no tengo ni morral.

—Eso me parecía. Pues entonces, como ya te dije, tendré que cobrártelo en horas de trabajo.

—¿Quiere que trabaje aquí? ¿Con usted?

—Eso he dicho. ¿Ves algún inconveniente?

El ladrón meditó unos segundos sin responder y a continuación negó con la cabeza.

—Mira, chico. Lo que te ofrezco es algo más que saldar tu deuda. Mi estúpido, viejo y bondadoso corazón siente predilección por los desamparados. Ya ves, es así desde hace años, desde que conocí a Duna. —En este punto, la mujer se detuvo. El pasado de la muchacha no le pertenecía y no tenía ningún derecho a revelarlo—. Podría decirse que te ofrezco un oficio y un sitio donde dormir.

—Pero señora, yo no…

—Tú sí —le cortó la mujer—. Sé por qué huyes y no te hace ningún bien vagabundear por estas tierras. No en tu situación.

El ladrón sintió un escalofrío y abrió los ojos como platos.

—¿Lo sabe? ¿Cómo…?

—Lo llevas escrito en el hombro. Lo descubrí cuando te ataba.

—¿Lo sabe alguien más?

Aya negó con la cabeza.

—Ni siquiera las niñas. No les dije nada y ellas tampoco parecieron darse cuenta.

—¿Por qué hace esto? ¿Busca mano de obra barata? ¿Quiere explotarme? No será una de esas locas que encierran a jóvenes para obligarles a trabajar de sol a sol, ¿verdad?

Aya se echó a reír ante tal ocurrencia.

—¿Tengo pinta?

—No, señora, bueno, no lo sé… ¿la tiene? —preguntó dubitativo el joven.

Aya volvió a soltar una carcajada.

—No, no la tengo. Ya te lo he dicho. Mira, Sírgeric, ¿era Sírgeric, verdad?

—Si, señora. Sírgeric está bien.

—Tienes dos opciones, Sírgeric. Cuando te suelte puedes golpearme, dejarme inconsciente, robar todo lo que te plazca y salir huyendo de vuelta a una vida de crímenes; o, por el contrario, puedes subir, darte un buen baño, afeitarte, quitarte la mugre de encima y bajar a desayunar. Después te diré qué puedes ir haciendo para empezar. —La mujer se detuvo para que Sírgeric lo meditase. Después añadió—: Elijas la opción que elijas, olvidaré tu pasado. Olvidaré que intentaste robarnos y degollar a Duna. —Aya levantó la mano para evitar que le interrumpiese—. Nunca preguntaré por lo que has pasado y no te pediré que nos cuentes nada a no ser que tú quieras. Piénsalo y cuando lo tengas decidido, dímelo.

—¿Cómo sé que no intenta retenerme para luego entregarme a la guardia? —preguntó el muchacho, desconfiado.

—Si hubiese querido venderte a la guardia, y no imaginas cuantas ganas tuve, ya lo habría hecho. Que te quede clara una cosa: te ofrezco un hogar y al mismo tiempo un escondite. Te ofrezco comida y ropa limpia. Todo a cambio de nada.

—¿Por qué ha cambiado tan deprisa de actitud? Anoche me llevé unos cuantos bofetones por su parte.

—¡Anoche intentaste matar a Duna! ¡Santo cielo, Sírgeric, pareces idiota! —exclamó la mujer—. ¡No tienes más que diecinueve años, si es que no nos has mentido, y ya andas robando en casas ajenas y vagabundeando por estas tierras! ¡No has cumplido ni la veintena y ya eres un proscrito! Si la vida que llevas te gusta, muy bien, adelante: sigue así. Pero si por un instante alguna vez deseaste dejarlo todo y vivir una vida normal, esta es tu oportunidad. Ahora tú decides si lo tomas o lo dejas.

Cuando Duna llegó al palacio, el guardia de la puerta empezó a reírse entre dientes.

—¿Y a ti que te pasa hoy? —le preguntó Duna, molesta—. ¿De qué te ríes?

—Llegas tarde.

—¡Ya lo sé!

La muchacha llamó con insistencia a la puerta hasta que alguien la abrió por dentro.

—¡Llegas tarde! —le reprochó Grimalda sin haber abierto del todo la puerta.

—Lo sé, lo sé —se disculpó la muchacha—, perdóname. Ha sido culpa del vino de ayer…

Duna cerró la puerta tras ella y siguió a la mujer a las cocinas.

—¡No le eches la culpa al vino, niña! Una y no más, ¿me oyes? Odio la impuntualidad.

—No eres la única —murmuró Duna, recordando a Lord Guntern—. No volverá a ocurrir, te lo prometo.

—Eso espero. Baja a la lavandería. Ya conoces de sobra lo que tienes que hacer.

La mujer enana se perdió tras la puerta de la cocina y Duna siguió hasta la que bajaba a la lavandería. Cuando entró, la recibió un coro de risitas y algunas miradas escrutadoras de varias de sus compañeras.

—Llegas tarde —le dijo la señora Wilma, tendiéndole el paño para su cabeza.

—Lo sé. Lo siento —repitió Duna mientras se apresuraba a ocupar su lugar de trabajo.

En cuanto cogió una prenda que flotaba en el agua y empezó a frotar con insistencia, sus compañeras se arremolinaron en torno a ella.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué? —replicó Duna sin dejar de frotar.

—¿Qué tal en el baile? —preguntó una esmirriada compañera mientras sacudía una camisa.

—Muy bien —contestó secamente Duna—. Pero si no recuerdo mal, me pareció veros allí.

—Si, bueno, allí estábamos —contestó otra junto al lavadero.

—Pero yo me marché antes —añadió la primera.

—¿No nos cuentas nada?

—Ya lo visteis todo. No hay mucho que contar: música, vino, baile…

—¡Baile! —le interrumpió la mujer esmirriada—. ¿Y con quién bailaste tú?

Duna empezaba a cansarse. ¡Cotillas! ¡Cotillas insoportables! ¡Eso es lo que sois!, pensó. Pero por el contrario, contestó:

—Con unos y con otros. También con mi amiga.

—Si no recuerdo mal… —dijo la que estaba frente a ella.

—… bailaste con alguien… —continuó otra.

—… un tanto especial —finalizó una a su lado.

La muchacha se sonrojó.

—¡Con el principe, Duna! —exclamó irritada la que estaba de pie—. ¡Bailaste con el príncipe, por el Todopoderoso!

—Ah… eso… —murmuró Duna sin saber qué decir.

—He oído que no le sentó nada bien —le interrumpió la que estaba frente a ella.

—¿A qué te refieres? —preguntó Duna.

—Al parecer no se encuentra bien —respondió—. Lleva así desde anoche y, según una de las doncellas, no es el único: el príncipe Dimitri parece encontrarse también indispuesto.

Duna escuchaba con atención, sin dejar de lavar la ropa. Sabía que no le quitaban los ojos de encima.

—Pobres… Al menos imagino que sus hombres tendrán más días de descanso.

—¡Ya lo creo! Ese gigantón de Barlof ha decidido escapar unos días de palacio.

—No entiendo cómo puedes enterarte de todo, Solé. ¡Parece que tienes oídos en todas las habitaciones del palacio!

Las mujeres se echaron a reír.

—No en todos los lugares, querida —le corrigió Solé—. ¿Verdad, Duna?

La muchacha volvió a sonrojarse y no levantó la cabeza.

—¿Por qué no dejáis a la chica en paz de una vez? —intervino de repente Dora, la peor de sus compañeras. La que peor le caía, la prepotente, la inaguantable, la envidiosa, su… ¿salvadora?

Duna le miró agradecida y eso dio pie a que la mujer le mostrase la más horrible de sus sonrisas y le guiñase un ojo.

—Duna —prosiguió ahora que el resto de compañeras se habían callado—, ya no es la criada que conocíamos. Ya no se relaciona con nosotras de igual modo. Por eso no nos cuenta nada sobre el baile. Por eso hoy ha llegado tarde.

Duna la miró ofendida y malhumorada.

—Yo no… ¡Eso no es cierto! —¡Maldita sea, Dora!, pensó.

—¡Claro que es cierto! —canturreó la mujer al tiempo que colgaba su prenda recién lavada—. Si no lo fuese, ahora nos estarías contando con pelos y señales todos los detalles de anoche.

—Jamás iría contando por ahí lo que hago o dejo de hacer. Y menos a ti.

El resto de lavanderas escuchaban, atónitas, cómo se desarrollaba la pelea.

—¿Lo veis, chicas? —continuó—. ¡Después de cómo la hemos adoptado en nuestra pequeña familia, mirad cómo nos trata! Yo digo. —Dora se echó hacia delante, dejando el rostro a pocos centímetros del de Duna— que lo que pasa es que aquí la niñita se ha enamorado de nuestro príncipe.

—¡¿Qué?! —exclamó Duna sin dar crédito a sus oídos.

Las lavanderas se echaron a reír.

—Ya me has oído, niñita —repitió Dora—. Estás loquita por el príncipe —se puso de cuclillas junto a Duna y le susurró al oído—: A saber qué te hizo cuando os marchasteis solos a dar un… paseo.

La muchacha se giró hacia Dora, que ya se había levantado. El coro de risas sonaba a su alrededor como hienas buscando carnaza. Duna se puso en pie lentamente, se alisó la falda, golpeó con el dedo a Dora en el hombro para atraer su atención y cuando esta se dio la vuelta, la muchacha le soltó un bofetón que resonó por toda la lavandería.

Dora se tambaleó unos pasos sin recordar que el lavadero estaba a sus pies. Sin poder hacer nada, perdió pie y fue a caer en el interior, tirando todo el agua y empapando al resto de las mujeres, quienes se apartaron entre gritos y maldiciones.

Duna se mantuvo imperturbable, mirándola enfurecida sin decir una palabra. Cuando la mujer se recuperó del susto y consiguió ponerse de pie dentro de la palangana, gritó enfurecida y se lanzó a por Duna, desquiciada. Pero en su camino se encontró con la gran Wilma, que llegaba en ese momento de las cocinas. La mujerona agarró con firmeza a la otra lavandera.

—¿Qué diablos pasa aquí? ¿Es que os habéis vuelto locas? —preguntó Wilma mirando a Duna y después a Dora.

—¡Ha sido ella! ¡La muy…! ¡Me ha tirado a la palangana de un bofetón!

Unas cuantas lavanderas se echaron a reír al escuchar aquello, pero Wilma las hizo callar.

—¿Es eso cierto? —le preguntó a Duna.

—Se lo merecía.

—¿La has tirado al agua, Duna?

—Sí, señora, pero…

—Ven conmigo.

Wilma soltó a Dora y agarró a Duna de la muñeca con firmeza para alejarla de allí.

Un grupo de lavanderas se acercaron a Dora para preguntarle por el incidente, pero ella no pareció advertirlo. La mujer no apartaba los ojos de los de Duna. Me las pagarás, parecían gritar (o al menos eso imaginaba Duna en su cabeza).

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Wilma a la muchacha, ya fuera de la lavandería.

—No dejaban de molestarme —contestó con un hilo de voz la muchacha. Temía ser otra vez expulsada.

—Se han burlado de ti otras veces y nunca has reaccionado así.

—Ya, pero esta vez ha sido diferente. Dijo que… —se detuvo. No podía decirlo.

—¿Qué dijo, Duna?

—No importa.

La mujerona le puso una mano en el hombro.

—Mira, sé tan bien como el resto que anoche bailaste con su Alteza el príncipe Adhárel.

Duna se ruborizó de nuevo. ¿Por qué le pasaba esto?

—Ojalá no hubiese sido así —murmuró, entristecida.

—No digas eso, Duna. Seguro que fue maravilloso, pero escucha esto: las mujeres de ahí dentro están muertas de envidia, ¿me entiendes? No les des motivos para que te molesten. Ignóralas, sobre todo a esa cascarrabias de Dora.

La muchacha sonrió más tranquila viendo que no habría represalias.

—Así lo haré —contestó.

—Bien. Pues por hoy creo que ya has trabajado suficiente.

—¡Pero si he llegado tarde!

Por hoy —repitió la mujer imprimiendo más fuerza a sus palabras—, creo que ya has trabajado suficiente. Puedes irte.

Duna se quitó el pañuelo, se lo entregó a Wilma y subió corriendo las escaleras.

—¡Y como vuelvas a hacer algo parecido, no volverás a pisar este palacio nunca más!

Duna se dio media vuelta asustada, pero Wilma le guiñó un ojo para que comprendiese que solo estaba teatralizando la regañina.

—¡A ver qué te vas a pensar, niña insolente! —terminó, despidiendo a la muchacha con la mano.

Cuando Cinthia llegó a casa corrió a comprobar si el ladrón seguía atado a la silla, pero el salón estaba vacío y la silla en su sitio. En toda la casa no se oía ni el más mínimo ruido. Cinthia sintió un escalofrío.

—¿Aya? —preguntó, imaginando lo peor.

No obtuvo contestación.

—¿Aya, dónde estás?

Cinthia avanzó con paso lento hasta el patio trasero. Allí tampoco había nadie. ¿Y si le había pasado algo? No se lo podría perdonar nunca. Ya no veía con tan buenos ojos no haber avisado a la guardia. Quizá el ladrón… no quería ni pensarlo.

—¿Aya, estás aquí? —volvió a preguntar.

De pronto escuchó un estrépito y se volvió con la mano en el corazón. El ruido procedía del almacén, en el piso de abajo. Cinthia se armó con una cacerola, como ya empezaba a ser costumbre en ella, y con paso lento abrió la puerta de la despensa y bajó las escaleras.

—¡No! ¡Por el Todopoderoso! —gritó de pronto una mujer. Era Aya.

Cinthia bajó los últimos escalones como una exhalación.

—¡No! ¡Aya! ¡Suéltala, asesino!

Pero se quedó paralizada en el sitio. Aya estaba con un joven de pelo anaranjado. Ella sentada en un taburete, él con un montón de varas en los brazos. Bajó la cacerola y les miró avergonzada.

—Disculpa Aya —se giró hacia el invitado e hizo una reverencia—. Perdonadme.

La mujer la miró divertida. ¿Qué le hacía tanta gracia?

Entonces se fijó en el joven y la cacerola se le cayó al suelo del asombro. Era el ladrón. Sí, era él, pero no le había reconocido. ¡Cómo reconocerle! Llevaba ropa limpia, el pelo de su color y la cara totalmente afeitada. No quedaba ni rastro de la espesa y sucia barba que había visto Cinthia. Sus ojos azules la miraban con una misteriosa seguridad.

—Señorita —saludó Sírgeric haciendo una inclinación.

Cinthia miró a Aya con los ojos desorbitados y esta le guiñó un ojo. ¿Qué estaba pasando allí?

Sírgeric dejó las varillas en una cesta y recogió otro montón del suelo. Al parecer había sido eso lo que se había caído.

—Cinthia —le dijo Aya—, Sírgeric se quedará con nosotros una temporada. Hemos estado hablando y hemos acordado olvidar lo que pasó anoche. Trabajará en la cestería echándome una mano, ya que los animales no le soportan.

Cinthia asintió, aún asombrada.

—Pues… bienvenido entonces —dijo cohibida.

—Gracias —contestó él. Ahora sí que aparentaba los diecinueve años que había confesado tener.

—Bueno yo… eh… os dejo trabajar —dijo la muchacha—. Tengo cosas que hacer arriba.

Se dio media vuelta y volvió a subir las escaleras.

—¿Sigue enfadada conmigo? —le preguntó Sírgeric a Aya cuando se cerró la puerta.

—No lo creo, es muy vergonzosa. Hasta que se acostumbre estará así.

—Eso me consuela poco —ironizó el chico.

—Es de Duna de quien deberías temer algo. Ella estará menos alegre de tenerte por aquí.

—Gracias por el consuelo, Aya…

La mujer soltó una risotada y cogió otro par de varas de mimbre.

—Venga, ¿empezamos de nuevo?

—Sí.

Sírgeric cogió otra tira y se pusieron manos a la obra.