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El traidor

Las calles de Belmont estaban desiertas y oscuras. Las nubes ocultaban la luna y las estrellas. La llovizna no se hizo esperar y, poco después, comenzó a caer una fina pero insistente cortina de agua sobre los tejados de las casas. Los pocos animales que no tenían donde guarecerse corrían de un lado a otro espantados y tirando cuanto encontraban a su paso.

El encapuchado cabalgó hasta la muralla de la ciudad y esperó sin inmutarse bajo la lluvia a que se abriese la puerta. De repente, las enormes bisagras comenzaron a chirriar y lentamente pudo ir viendo el interior del reino. Cuando tuvo espacio suficiente para pasar, espoleó a su caballo y marchó en dirección al castillo que había en su interior, en lo más alto de la colina, más allá de las casas. Completamente seguro del camino y sin necesidad de detenerse a comprobarlo, cruzó la ciudad como una exhalación sin más ruido que el de los cascos de su caballo amortiguados por el barro. Los relámpagos iluminaban ocasionalmente la portentosa silueta. La magnífica construcción tenía menos altura que el palacio de Bereth, pero, por otro lado, ocupaba más terreno. A su alrededor, los belmontinos habían construido un foso de agua infranqueable que solo podía salvarse mediante el puente levadizo. El encapuchado se detuvo al final del camino de tierra y esperó a que el puente bajase para poder cruzar el foso. Como ya ocurriera la vez anterior no tardó en oír las cadenas, y el puente levadizo fue descendiendo lentamente hasta alcanzar el otro extremo del foso, donde aguardaba el encapuchado.

En el otro extremo apareció una figura alta que le hizo un gesto para que avanzase. Con la oscuridad que reinaba dentro del patio no pudo distinguir ningún rasgo de aquella sombra, pero no por ello se amedrentó. Espoleó al caballo y trotó lentamente hasta él. Cuando estuvo a su lado, descabalgó y agarró por las riendas al caballo, el cual parecía estar, de pronto, nervioso y agitado.

—Quieto —le susurró el encapuchado—. ¡Sooo…! El animal se revolvió y piafó sin hacer caso a sus palabras. —¡Quieto te digo!— volvió a exclamar.

De pronto, el caballo se alzó sobre sus patas traseras y al hombre se le escapó la brida de las manos. El otro individuo ni se inmutó. El caballo relinchó asustado unas cuantas veces más antes de salir al galope por el puente, que comenzaba a izarse.

—¡Subidlo! ¡Rápido! —gritó el encapuchado mientras corría tras el animal sin ninguna posibilidad de alcanzarlo—. ¡Se va a escapar!

Y entonces el caballo llegó al final del puente. No pareció advertirlo y se precipitó a las aguas emitiendo un sonoro relincho que terminó perdiéndose en la tormenta.

El encapuchado se giró hacia el hombre con el puño en alto.

—¡Maldita sea! ¿Por qué no habéis subido el puente más rápido? ¿Cómo voy a volver ahora?

—Seguidme —contestó el otro haciendo caso omiso de su enfado.

Dio media vuelta y avanzó por el encharcado patio interior del castillo hasta una puerta situada al otro extremo. El encapuchado le siguió tras arroparse mejor con la capa y maldiciendo el momento en que había decidido emprender aquel viaje.

Temiendo que pudiese tratarse de una trampa, el encapuchado agarró la empuñadura de su espada con fuerza bajo la capa. Varias antorchas iluminaban el interior del pasadizo. El eco de sus pisadas y la tormenta del exterior era el único telón de fondo. Cada sombra ponía más en guardia al encapuchado. Cada nuevo pasadizo le infundía más temor que el anterior. Sin embargo, su guía parecía estar completamente tranquilo y avanzaba con premura por aquel siniestro lugar.

Tras andar un buen trecho y haber perdido la orientación, el encapuchado le preguntó al otro hombre:

—¿Adónde me lleváis? ¿Falta mucho?

No obtuvo respuesta.

—¡Os estoy hablando! Os he preguntado que adónde me lleváis. —El hombre siguió sin decir palabra—. ¡Maldita sea, decidme ahora mismo…!

—Es aquí —le interrumpió el hombre. Habían llegado al final de un pasillo. Frente a ellos se alzaba una espléndida puerta con relieves.

El hombre llamó con los nudillos, la abrió y después se apartó para dejar paso al encapuchado, quien le dirigió una mirada hostil al pasar junto a él. Entró en la lúgubre estancia y la puerta se cerró a su espalda. Aunque había más luces en aquella habitación que en el resto de pasillos, seguía estando enterrada en sombras. No sabía hacia dónde dirigirse, por lo que se quedó esperando, inmóvil.

—Podéis avanzar, no vamos a morderos —bromeó una voz profunda y pegajosa que hizo estremecer al encapuchado. Quien había hablado se encontraba frente a él, al fondo de la habitación, abrigado por las sombras. El encapuchado avanzó decidido, no debía demostrar debilidad alguna.

Cuando se encontraba a escasos metros del final de la sala, dos antorchas prendieron de repente a cada lado del encapuchado, revelando a dos hombres que le miraban fijamente. Uno se encontraba sentado en un elaborado trono de madera; era robusto, casi gordo, con una barba tan gris como sus ojos. Iba vestido con traje de montar y una enorme armadura con un cuervo dibujado en el pecho. El otro hombre, esbelto, delgado y con rasgos tan finos como alfileres, permanecía de pie.

—¡Bienvenido a mi humilde castillo! —le saludó el hombre sentado en el trono. Sonreía, pero de tal forma que un nuevo escalofrío recorrió la espalda del encapuchado. Siento lo de vuestro caballo, ha sido una terrible e inesperada pérdida— ironizó.

El hombre apostado a su lado sonrió cruelmente antes de volver a recuperar la compostura. El encapuchado tragó saliva y cerró con rabia los puños bajo la capa.

—Pero bueno, qué le vamos a hacer… como suele decirse quien algo quiere, algo le cuesta, ¿no es cierto?

—¿Podemos dejarnos de refranes y hablar de lo que nos interesa? —preguntó el encapuchado, incómodo con tanta broma.

—Claro, claro, cómo no. Pero antes… —el hombre le miró sin dejar de sonreír y añadió—: Quitaos la capucha y mostradnos el rostro.

—No.

—¿No? ¿Cómo que no? ¡Este es mi reino, mi castillo! ¡Mis leyes!

—Yo no tengo que obedecer a nadie. Estoy aquí como invitado, os lo recuerdo, majestad.

—Oh, está bien, mientras sea majestad… —estalló en una carcajada y el otro hombre lo imitó. El encapuchado sintió cómo le hervía la sangre de ira. Cada vez estaba más convencido de que no tendría que haber emprendido aquel viaje—. Está bien, está bien, no nos enfademos. Conservad la capa y la capucha, tampoco son muy útiles teniendo en cuenta que sabemos su verdadera identidad, Sir…

—¡No! —le interrumpió el encapuchado dando un paso al frente.

—¿Otra vez? ¿Qué peligro hay en decir su nombre en voz alta? Todos los aquí presentes le conocen…

—Sí, los presentes sí, pero quizá no los que se ocultan tras las paredes, espían desde las sombras o escuchan sin ser vistos.

De nuevo el rey se echó a reír con aquella risa siniestra y profunda.

—Sois muy listo, mucho más de lo que aparentáis…

—Dejémonos de juegos de palabras y hablemos de una vez por todas, empiezo a cansarme.

—Como queráis, como queráis. —El rey se aclaró la garganta, escupió al suelo y después anunció—: Querido amigo Encapuchado, habéis sido invitado al reino de Belmont a recibir audiencia con su majestad el rey Teodragos VI, hijo de Taocronos II, con motivo de la carta que recibimos hace dos noches de su puño y letra.

El hombre que había junto al rey le tendió un pergamino que extrajo de uno de los pliegues de su capa. El encapuchado la reconoció al instante: era su carta.

—Según esto, parece que habéis resuelto el enigma de la Poesía Real de Bereth y, en consecuencia, habéis encontrado la tan envidiada arma de la que se hace referencia en ella.

El encapuchado asintió con una media sonrisa.

—Así es.

—Ya veo… Cuanto menos, es asombroso que la familia Real haya podido ocultar el secreto durante tanto tiempo. Me gustaría saber cómo reaccionarían los berethianos si lo llegasen a descubrir.

El rey Teodragos se echó a reír y esta vez el encapuchado le acompañó.

—Lo que me obliga a preguntarme lo siguiente. —El rey dejó de sonreír y le miró seriamente—: ¿Cómo sabemos que no nos estáis mintiendo?

—Podéis confiar en mi palabra. No conseguiría nada mintiéndoos, ¿no es cierto?

—No estaría tan seguro. Siendo un hombre tan cercano al príncipe, algún beneficio obtendríais si él cayese…

—Digamos que me conviene más jugar esta carta.

—Sería una lástima tener que empalaros a las puertas de mi castillo —contestó Teodragos inspeccionando sus sucias uñas—. Bien, y ahora la cuestión estrella de la noche: ¿qué pedís a cambio?

—Poder.

—Muy original… —contestó el rey poniendo los ojos en blanco.

—Sin Adhárel a la cabeza, Bereth tardará en caer menos que un castillo de naipes con un soplido. Quiero que, cuando eso ocurra, yo pueda estar al mando. Quiero ser el nuevo gobernante de Bereth.

El rey golpeó con sus puños los reposabrazos del trono.

—¡Es mucho lo que pedís! —rugió.

—¡Os estoy entregando a Bereth en bandeja!

—No me vengáis con bravuconadas, ¿de qué me sirve conquistar Bereth si después he de ceder el poder?

—Es mucho lo que os queda, majestad: súbditos, armamento, un ejército nuevo, sentomentalistas y… electricidad.

Teodragos estuvo a punto de interrumpirle con un grito pero la última palabra le dejó helado.

—¿La electricidad… será mía?

—Toda vuestra. Al fin y al cabo, yo no la quiero para nada y seréis vos quien debáis utilizarla para proteger tanto este reino como el de Bereth.

—Visto de ese modo… —el rey se acomodó en el trono—. Entonces, ¿hay trato?

Teodragos se puso en pie lentamente y descendió los dos escalones que le separaban del encapuchado con la barriga balanceándose plácidamente tras la armadura. El otro hombre también se aproximó.

—Hay trato.

Y diciendo esto, le tendió la mano. El encapuchado dudó un instante, pero acabó por estrechársela, decidido. Justo antes de que pudiera soltarse, el fornido soberano se la agarró con más fuerza y el misterioso acompañante posó sus manos sobre las de los dos hombres.

—Esta es siempre mi parte favorita —comentó el rey, guiñándole el ojo.

—¿Qué está pasando? —gritó el encapuchado—. ¿Qué estáis haciendo? ¡Soltadme!

Mientras se esforzaba por liberarse del rey, una luz emergió de las manos del tercer hombre. El encapuchado, aterrorizado, intentó soltarse de nuevo, pero esta vez una oleada de calor le recorrió el brazo entero, dejándoselo dormido. La luz que había surgido de las manos del hombre tomó la forma de una serpiente que se arrastró sobre las de los otros dos hasta formar un anillo en torno a ellas y unir Ja cabeza con la cola. De pronto, la piel de la muñeca del encapuchado pareció desgarrarse y creyó sentir cómo recibía a cambio una sustancia diferente. ¡Detened esto ahora mismo! ¡Os lo ordeno!

El rey Teodragos soltó una carcajada presionando aún con más fuerza la mano del encapuchado.

—No estáis en disposición de dar órdenes. Aguantad un instante más. Es solo por seguridad.

Al poco, la serpiente soltó la cola y se deshizo en un humo blanquecino que se disipó bajo las manos del hombre. A continuación, el rey soltó al encapuchado, sonriendo.

El encapuchado se agarró el brazo inerte con la otra mano mientras recuperaba el aliento. Las gotas de sudor le descendían por el rostro.

—¿Qué… qué me habéis hecho?

—Oh, no ha sido nada. El brazo volverá a funcionaros en un santiamén, creedme.

—¿A qué ha venido eso?

—Como ya os hemos dicho, es una medida de seguridad. Aquí mi siervo, a falta de lengua, incapacitado para contar secretos, tiene la misteriosa habilidad de… modificar los estados de los seres.

Un sentomentalista, pensó el encapuchado. Debería haberlo supuesto.

—¿Qué demonios ha sucedido?

—Digamos que una parte de vuestra esencia ha sido… convertida a su estado más puro: el polvo. Un polvo tan fino que no llegaríais ni a apreciarlo con el tacto. Lo mismo ha sucedido con una parte de mí. Después, Sísite se ha encargado de intercambiárnoslas. Gracias a ello podremos mantenernos en contacto en todo momento. —El encapuchado se miró la muñeca y descubrió en la parte interna un extraño símbolo de un color más oscuro que el resto de su piel. Con un tono similar al de la piel del rey—. Si intentáis engañarme, lo sabré. Si intentáis huir, también lo sabré, y si decidís cambiar de opinión, lo sabré antes de que el pensamiento se haya terminado de formar en vuestra cabeza. Y tened por seguro que no dudaré en cortárosla de un golpe si eso ocurre. ¿Me entendéis?

El encapuchado siguió masajeándose el brazo, el cual ya empezaba a sentir, y continuó en silencio. La crueldad, en cualquiera de sus formas, era la firma indiscutible de aquel rey. No en vano había elegido para su blasón al cuervo.

Todo le había quedado claro.

—Ahora será mejor que volváis a Bereth antes de que despunte el sol y alguien pregunte por vos.

—¿Cómo queréis que regrese en tan poco tiempo y sin montura?

El rey soltó una de sus acostumbradas risotadas y le golpeó amigablemente en la espalda.

—Ya veréis como terminan gustándoos los talentos de mis amigos. —El rey dio una palmada y la puerta por donde el encapuchado había entrado volvió a abrirse y por ella entró otro hombre—. Ahora relajaos. El don de mi otro amigo especial consiste en poder transportar cualquier materia que contenga agua en su interior a través de la lluvia.

El encapuchado tembló con solo pensarlo.

—Eso es imposible… Un cuerpo no solo está formado por agua. ¿Qué sucede si algo sale mal? ¡Podría caerse a miles de kilómetros del suelo! ¡Podría perderse por el camino! Podría…

—Llegar tarde, que alguien descubra que no está donde se suponía que debía estar y que tarde o temprano relacionen hechos.

El encapuchado tragó saliva. No tenía otra salida. Teodragos le estaba obligando a confiar en él con los ojos cerrados… ¿Pero qué otra salida le quedaba?

—Está bien. Llevadme de vuelta a Bereth inmediatamente…

—Será todo un placer.

Y diciendo esto, Teodragos se dio media vuelta y se marchó de la sala por una puerta oculta tras el trono.

A continuación, el recién llegado posó sus manos sobre la cabeza del encapuchado y después empezó a tararear una melodía apenas audible que fue adormilándole hasta que casi no tuvo fuerzas para sostenerse sobre las piernas. Sin embargo, sus pensamientos se sucedían uno tras otro en su cabeza: ¿qué clase de poderes tenían los sentomentalistas de Belmont? ¿Podría confiar en ellos? ¿Qué otras variedades poseerían? Y cuando creía que iba a quedarse dormido, sintió una sacudida desde lo más profundo de su ser que se expandió por todo su cuerpo y que le dejó sin respiración. Al mismo tiempo sintió que se evaporaba, que pesaba mil toneladas y que viajaba tan rápido como un relámpago mientras sentía aún las botas sobre el suelo del castillo de Belmont. Todo aquello solo duró un instante.

Y entonces notó algo que le golpeaba por todo el cuerpo insistentemente. Gotas. Lluvia. Una tormenta. Y frío, mucho frío por todo el cuerpo. Cuando abrió los ojos, se descubrió ante las puertas del palacio de Bereth, desnudo y solo. Perplejo y aterido, corrió hasta una de las puertas traseras del palacio, aquella que daba a las cocinas y, dando gracias por que aquella noche no hubiera guardias apostados allí, entró a través de ella. Tenía poco tiempo para regresar al lugar donde se suponía que debía estar sin llamar la atención. La noche iba quedándose atrás y el sol no tardaría en asomar, revelando las sombras que se agazapan en la noche.