Epílogo

La tarde del 4 de diciembre, Kurt Wallander habló con Yvonne Ander por última vez. Que iba a ser la última, él no podía saberlo, aunque no habían quedado en verse de nuevo.

El 4 de diciembre llegaron a un punto final provisional. De repente no había nada que añadir. Nada que preguntar, nada que contestar. Y fue entonces cuando toda la larga y complicada investigación empezó a esfumarse de la conciencia de Wallander. Aunque hacía más de un mes que la habían detenido, la investigación seguía dominando su vida. Nunca, en sus largos años como investigador criminal, había experimentado una necesidad tan intensa de comprender de verdad lo ocurrido. Las acciones delictivas constituían siempre una superficie. Con frecuencia, esta superficie se enredaba luego con su propia vegetación inferior. La superficie y el fondo tenían una relación directa. Pero, a veces, cuando se lograba penetrar a través de la superficie del delito, se abrían abismos insospechados. En el caso de Yvonne Ander, fue eso lo que ocurrió. Wallander perforó una superficie y vio inmediatamente un abismo. Entonces decidió atarse con una cuerda simbólica a la vida, y emprender un descenso que no sabía adónde iba a llevarles, ni a ella ni a él.

El primer paso fue conseguir que rompiera su silencio y empezara a hablar. Lo logró cuando leyó por segunda vez la correspondencia que, durante toda su vida adulta, había cruzado con su madre y que había conservado cuidadosamente. Wallander pensó de forma intuitiva que era ahí donde podía empezar a forzar su inaccesibilidad. Y acertó. Fue el 3 de noviembre, hacía más de un mes. Wallander seguía deprimido porque Ann-Britt Höglund había sido herida. Sabía ya que iba a sobrevivir, que iba a sanar también y que no le iban a quedar más secuelas que una cicatriz en la parte izquierda del abdomen. Pero la sensación de culpa le pesaba de tal modo, que amenazaba ahogarle. La persona que más apoyo le prestó durante ese tiempo fue Linda. Se había presentado en Ystad, aunque en realidad no tenía tiempo, y se había ocupado de él. Pero también le había llevado la contraria y le había obligado a darse cuenta de que la culpa no era, en realidad, suya, sino de las circunstancias. Gracias a ella, logró enderezarse durante aquellas terribles primeras semanas de noviembre. Aparte del esfuerzo por mantenerse en pie, todo su tiempo lo dedicaba a Yvonne Ander. Fue ella la que disparó, ella la que pudo haber matado a Ann-Britt Höglund si el azar lo hubiera querido así. Pero sólo al principio tuvo accesos de agresividad y deseos de castigarla. Luego le resultó más importante tratar de entender quién era realmente aquella mujer. Y, al final, fue él quien consiguió romper su silencio. Quien la hizo empezar a hablar. Se ató bien la cuerda y empezó el descenso.

¿Qué fue lo que encontró allí abajo? Durante mucho tiempo abrigó dudas de si, a pesar de todo, no estaría loca, si todo lo que contaba de sí misma no serían sueños trastornados, figuraciones deformadas y enfermizas. Tampoco confiaba en su propio juicio durante ese tiempo y, además, no conseguía muy bien disimular el recelo que le inspiraba. Pero, de algún modo, no dejaba de intuir que ella no hacía más que decir lo que pasaba. Que decía la verdad. Hacia mediados de noviembre las ideas de Wallander empezaron a girar sobre su propio eje. Cuando volvió al punto de partida fue como si le hubieran puesto otros ojos. Ya no dudaba de que decía la verdad. Se dio cuenta, además, de que Yvonne Ander poseía el insólito rasgo de no mentir jamás.

Él había leído las cartas de su madre. En el último paquete que abrió, halló una extraña carta de una policía argelina que se llamaba Françoise Bertrand. Al principio no entendió nada de lo que decía la misiva. Estaba con otras cartas inacabadas de la madre, cartas que nunca se enviaron, y todas ellas de Argelia, escritas el año anterior. Françoise Bertrand envió su carta a Yvonne Ander en agosto de 1993. Le costó varias horas de cavilaciones nocturnas encontrar la respuesta. Luego comprendió. La madre de Yvonne Ander, la mujer que se llamaba Anna Ander, fue asesinada por error, por una coincidencia absurda, y la policía argelina lo silenció todo. Había, al parecer, un trasfondo político, una acción terrorista, aunque Wallander no se sentía capaz de entender del todo de qué se trataba. Pero Françoise Bertrand escribió, muy confidencialmente, contando lo sucedido. Sin haber recibido todavía ninguna ayuda de Yvonne Ander, habló con Lisa Holgersson de lo ocurrido a la madre. Lisa Holgersson le escuchó y, después, se puso en contacto con el Cuerpo Superior de Policía. Con eso, el asunto desapareció, por el momento, del horizonte de Wallander. Y él volvió a leer las cartas de nuevo.

Wallander visitó a Yvonne Ander en la prisión. Poco a poco ella fue comprendiendo que aquel hombre no la acosaba. Era diferente de los otros, de los hombres que poblaban el mundo, estaba ensimismado, parecía dormir muy poco y sufrir de angustia. Por primera vez en su vida, Yvonne Ander descubrió que podía tener confianza en un hombre. En uno de sus últimos encuentros, llegó a confesárselo.

No se lo preguntó nunca directamente, pero creía saber la respuesta. No debía de haberle pegado nunca a una mujer. Si lo había hecho, habría sido una vez. No más, nunca más.

El descenso empezó el 3 de noviembre. Ese mismo día los médicos practicaron a Ann-Britt Höglund la última de tres operaciones. Todo salió bien y su definitiva recuperación podía empezar. Wallander estableció una costumbre durante ese mes de noviembre. Después de sus conversaciones con Yvonne Ander, iba directamente al hospital. En general, no se quedaba mucho tiempo. Pero le contaba a Ann-Britt Höglund lo que iba sabiendo de Yvonne Ander. Ann-Britt Höglund se convirtió en el interlocutor que necesitaba para comprender cómo seguir penetrando en el abismo que empezaba a entrever.

Su primera pregunta a Yvonne Ander se refirió a lo ocurrido en Argelia. ¿Quién era Françoise Bertrand? ¿Qué era lo que había sucedido, en realidad?

Entraba una luz pálida por la ventana en la habitación donde se encontraban. Estaban sentados, uno enfrente del otro, junto a una mesa. A lo lejos se oía una radio y alguien que estaba perforando una pared. Las primeras frases que ella pronunció no llegó a entenderlas nunca. Cuando finalmente se rompió el silencio, fue como un violento estruendo. Él sólo oía su voz. La voz que no había oído antes, la que únicamente se imaginaba.

Luego empezó a escuchar lo que decía. Muy raras veces tomaba notas durante sus encuentros y tampoco tenía magnetófono.

—En algún lugar hay un hombre que mató a mi madre. ¿Quién le persigue?

—Yo no. Pero si me cuentas lo que pasó, y si una ciudadana sueca ha sido asesinada en el extranjero, tenemos que reaccionar, como es natural.

No dijo nada de la conversación que había mantenido unos días antes con Lisa Holgersson. De que la muerte de la madre ya estaba siendo investigada.

—Nadie sabe quién mató a mi madre. Fue una casualidad absurda la que la eligió como víctima. Los que la mataron no la conocían. Ellos se justificaban a sí mismos. Consideraban que podían matar a cualquiera. Incluso a una mujer inocente que dedicaba su vejez a realizar todos los viajes que nunca antes pudo hacer por falta de tiempo y dinero.

Él advirtió su amarga rabia y ella no hizo nada por ocultarla.

—¿Por qué estaba con las monjas?

Ella levantó de pronto la vista de la mesa y le miró a la cara.

—¿Quién te ha dado a ti permiso para leer mis cartas?

—Nadie. Pero son tuyas. De una persona que ha cometido varios crímenes. De otro modo, claro que no las hubiera leído.

Ella bajó la vista de nuevo.

—Las monjas —repitió Wallander—. ¿Por qué vivía con ellas?

—No tenía mucho dinero. Vivía donde era más barato. No podía sospechar que eso le acarrearía la muerte.

—Eso ocurrió hace más de un año. ¿Cómo reaccionaste cuando llegó la carta?

—Ya no tenía ninguna razón para esperar. ¿Cómo iba yo a justificar el no hacer nada, cuando a nadie más parecía importarle?

—Importarle, ¿qué?

Ella no contestó. Él esperó. Luego cambió la pregunta.

—¿Esperar a qué?

Contestó sin mirarle.

—A matarles.

—¿A quiénes?

—A los que estaban en libertad, a pesar de lo que habían hecho.

Entonces se dio cuenta de que había pensado con acierto. Fue al recibir la carta de Françoise Bertrand cuando se desencadenó una fuerza, encerrada hasta entonces en su interior. Acariciaba ideas de venganza. Pero aún podía controlarse a sí misma. Luego, se reventaron los diques. Empezó a tomarse la justicia por su mano.

Wallander pensó después que en realidad no había mucha diferencia con lo sucedido en Lödinge. Ella era su propia milicia ciudadana. Se colocó al margen de todo para impartir su propia justicia.

—¿Fue eso? ¿Querías hacer justicia? ¿Querías castigar a los que, injustamente, no comparecían ante los tribunales?

—¿Quién busca al hombre que mató a mi madre? —contestó ella—. ¿Quién?

Luego volvió a encerrarse en el silencio. Wallander pasó revista mentalmente a cómo había empezado todo. Unos meses después de llegar la carta de Argelia, allana la casa de Holger Eriksson. Fue el primer paso. Cuando le preguntó si era así, no se sorprendió siquiera. Daba por hecho que él lo sabía.

—Sabía lo de Krista Haberman. Que fue ese vendedor de coches el que la mató.

—¿Quién te lo dijo?

—Una mujer polaca que estaba en el hospital, en Malmö. Hace ya muchos años.

—¿Trabajabas en el hospital entonces?

—He trabajado en diferentes ocasiones. Hablé muchas veces con mujeres maltratadas. Aquella mujer tenía una amiga que conoció a Krista Haberman.

—¿Por qué entraste en casa de Holger Eriksson?

—Quería demostrarme a mí misma que era posible. Además, quería encontrar señales de que Krista Haberman había estado allí.

—¿Por qué hiciste la fosa? ¿Por qué las estacas? ¿Los tablones cortados? ¿Sospechaba la mujer que conocía a Krista Haberman que el cuerpo estaba enterrado junto a aquella acequia?

No contestó. Pero Wallander comprendió. Pese a que la investigación resultó difícil de aprehender, Wallander y sus colegas habían seguido pistas acertadas sin acabar de darse cuenta. Yvonne Ander representaba la brutalidad de los hombres en su manera de quitarles la vida. Durante los cinco o seis primeros encuentros que Wallander mantuvo con Yvonne Ander, repasó metódicamente los tres asesinatos, aclaró detalles confusos y perfiló las imágenes y circunstancias que antes quedaban sin precisar. Siguió acercándose a ella sin magnetófono. Después de los encuentros, se sentaba en el coche y hacía anotaciones. Cuando las pasaba a limpio, una copia iba a Per Åkeson, que estaba preparando un proceso que no podía conducir más que a una condena triple. Pero Wallander era consciente de que apenas escarbaba en la superficie. El verdadero descenso apenas había empezado. La capa superior, las pruebas, la mandarían a la cárcel. Pero la auténtica verdad a la que él pretendía llegar no la alcanzaría hasta tocar fondo. En el mejor de los casos.

Ella tenía que someterse, a un reconocimiento psiquiátrico forense. Wallander sabía que era inevitable. Pero insistió en que se pospusiera. En ese momento, lo más importante era que pudiera hablar con ella con calma y tranquilidad. Nadie se opuso. Wallander tenía un argumento que nadie podía dejar de lado. Todos comprendían que lo más probable era que volviera al silencio si la molestaban.

Era con él y con nadie más con quien estaba dispuesta a hablar. Siguieron avanzando, lentamente, paso a paso, día tras día. Fuera de la cárcel el otoño se hacía más profundo y les llevaba hacia el invierno. Wallander nunca obtuvo respuesta a por qué Holger Eriksson había ido a buscar a Krista Haberman a Svenstavik para matarla poco después. Probablemente lo que ocurrió fue que ella le negara algo que estaba acostumbrado a obtener. Tal vez fue una disputa que degeneró en violencia.

Luego pasaron a hablar de Gösta Runfeldt. Ella estaba convencida de que Gösta Runfeldt había asesinado a su mujer. De que la ahogó en el lago Stångsjön. Incluso aunque no lo hubiera hecho, era merecedor de su destino. La había maltratado tanto que ella, en realidad, sólo deseaba morir. Ann-Britt Höglund tenía razón cuando sospechó que a Gösta Runfeldt le habían asaltado en la tienda. Ella se enteró de su viaje a Nairobi y le atrajo a la tienda con la excusa de que tenía que comprar flores para una recepción al día siguiente, a primera hora de la mañana. Le derribó de un golpe, la sangre del suelo era suya. La ventana rota fue una maniobra de distracción para que la policía pensase que era un atraco.

A eso siguió una descripción de lo que, para Wallander, fue lo más horroroso de todo. Hasta ese momento, trataba de entenderla sin permitir que prevalecieran sus sentimientos. Pero ya no fue posible. Ella contó con toda tranquilidad cómo desnudó a Gösta Runfeldt, cómo le ató y le hizo entrar en el viejo horno de amasar. Cuando ya no podía controlar sus necesidades, le quitó la ropa interior y le puso sobre un plástico.

Luego le llevó al bosque. Él no tenía ya fuerza ninguna, le ató a un árbol y luego le estranguló. Fue en ese momento cuando, a los ojos de Wallander, Yvonne Ander se convirtió en un monstruo. Daba igual que fuera hombre o mujer. Era un monstruo al que se alegraba de haber logrado detener antes de que tuviera tiempo de matar a Tore Grundén o a cualquier otro de la macabra lista que había confeccionado.

Ése fue también el único error que había cometido. No quemar la libreta en la que hacía sus borradores antes de pasarlos al cuaderno principal. Al registro, que no tenía en Ystad, sino en Vollsjö. Wallander no se lo había preguntado. Pero ella lo confesó de todas maneras. Era el único de sus actos que no podía entender.

Wallander pensó con posterioridad si eso no significaba que, en realidad, quería dejar un rastro. Que en lo más hondo de sí misma deseaba que la descubrieran y que le impidieran seguir matando.

Pero no estaba seguro. A veces pensaba que era así y otras, lo contrario. No consiguió nunca esclarecer este punto.

Sobre Eugen Blomberg no tenía mucho que decir. Ya había contado cómo barajaba unos trozos de papel entre los que había uno con una cruz. El azar decidía el que salía. Exactamente igual que el azar había matado a su madre.

Ésa fue una de las contadas ocasiones en las que él entró en su relato. Por lo general, la dejaba hablar libremente, se limitaba a hacerle preguntas de apoyo cuando ella no sabía cómo continuar. Pero entonces la interrumpió.

—Hacías, pues, lo mismo que los que mataron a tu madre. Dejabas que el azar eligiera a tus víctimas. La casualidad era la que mandaba.

—No se puede comparar —contestó ella—. Todos los nombres que yo tenía merecían la muerte. Con mis papeles, yo les daba tiempo. Prolongaba su vida.

Él no insistió porque vio que, de alguna manera oscura, ella tenía razón. Pensó, en contra de su voluntad, que estaba en posesión de una verdad insondable y completamente suya.

También pensó, al leer las anotaciones en limpio, que lo que tenía en las manos era, ciertamente, una confesión. Pero era también una narración, aunque muy incompleta aún. Era la narración que podría explicar el verdadero contenido de la confesión.

¿Llegó a conseguir su propósito? Wallander fue siempre muy parco al hablar de Yvonne Ander. Remitía a sus informes. Pero en ellos, como es natural, no estaba todo. La secretaria que los pasó a limpio se quejó a sus colegas de que resultaban a veces dificilísimos de leer. Pero lo que sí se deducía, lo que quedó como testamento de Yvonne Ander, fue el relato de una vida con experiencias terribles en la niñez. Wallander no podía dejar de pensar que la época que le había tocado vivir, casi la misma que la de Yvonne Ander, giraba en torno a una sola y decisiva cuestión: ¿qué es lo que estamos haciendo con nuestros hijos?

Ella contó que su madre había sufrido los malos tratos constantes del padrastro, el hombre que ocupó el lugar de su padre biológico que, a su vez, había empalidecido y desaparecido en su memoria como una fotografía borrosa e inexpresiva. Pero lo peor era que el padrastro había obligado a su madre a abortar. Ella no pudo disfrutar nunca de la hermana que su madre llevaba en su seno. No llegó a saber si era verdaderamente una hermana, tal vez fuera un hermano, pero para ella era una hermana abortada brutalmente, contra la voluntad de su madre, en su propia casa, una noche a principios de la década de los cincuenta. Recordaba aquella noche como un infierno de sangre. Y cuando estaba contándole justamente eso a Wallander, levantó la vista de la mesa y le miró derecho a los ojos. Su madre yacía encima de una sábana extendida sobre la mesa de la cocina, el médico que iba a practicar el aborto estaba borracho, el padrastro, encerrado en el sótano, probablemente borracho también, y a ella se le privó de su hermana y quedó marcada de forma indeleble para ver el futuro como unas tinieblas, con hombres amenazadores acechando en todas las esquinas, violencia agazapada detrás de cada sonrisa amable, de cada respiración.

Luego, puso barricadas a sus recuerdos en un espacio interior secreto. Estudió, se hizo enfermera, y tuvo siempre la vaga idea de que era obligación suya vengar un día a la hermana que no llegó a tener, a la madre que no pudo alumbrarla. Recogió historias de mujeres maltratadas, buscó mujeres muertas en campos de barro y en lagos de Småland, esbozó pautas, anotó nombres en un registro, jugó con sus papeles.

Y, después, asesinaron a su madre.

Ella se lo describió a Wallander casi poéticamente. «Como un lento maremoto», dijo. «No fue más que eso. Comprendí que había llegado el momento. Pasó un año. Planifiqué, perfeccioné el horario que me permitió sobrevivir todos aquellos años. Luego fui cavando una fosa por las noches».

Luego fue cavando una fosa por las noches.

Exactamente esas palabras. «Luego fui cavando una fosa por las noches». Tal vez ésas eran las palabras que mejor resumían la experiencia de Wallander después de las muchas conversaciones con Yvonne Ander aquel otoño.

Pensó que era como un retrato de la época en que vivía.

¿Qué fosa estaba cavando él mismo?

Sólo quedó una pregunta sin respuesta. Por qué, de pronto, a mediados de los años ochenta, se había reciclado como jefa de tren. Wallander sabía que el horario era la liturgia que seguía, el manual de la regularidad. Pero no vio nunca motivo suficiente para profundizar en ello. Los trenes se convirtieron en su mundo propio. Tal vez el único, tal vez el último.

¿Se sentía culpable? Per Åkeson se lo preguntó. Muchas veces. Lisa Holgersson, menos; sus colegas casi nunca. La única, aparte de Per Åkeson, que insistió verdaderamente en saberlo, fue Ann-Britt Höglund. Wallander contestó la verdad: no lo sabía.

—Yvonne Ander es una persona que hace pensar en un muelle tenso —le contestó—. No sé expresarlo de otra manera. Si hay culpa. O si no la hay.

El 4 de diciembre, terminaron los interrogatorios. Wallander no tenía nada más que preguntar; Yvonne Ander, nada más que decir. El pliego de confesión estaba preparado. Wallander había llegado al fondo del largo descenso. Ahora podía dar un tirón a la cuerda invisible que llevaba en la cintura, y volver arriba. El examen psiquiátrico forense iba a empezar, los abogados, que olisqueaban sensacionalismo en torno al juicio contra Yvonne Ander, ya estaban preparándose y sólo Wallander adivinaba lo que iba a ocurrir.

Yvonne Ander volvería a callar. Con la decidida voluntad que sólo tiene el que sabe que no hay nada más que decir.

Cuando estaba a punto de irse, le preguntó dos cosas sobre las que aún no había obtenido respuesta. Una era un detalle que ya no tenía ninguna importancia y era más bien una expresión de su curiosidad.

—Cuando Katarina Taxell llamó a su madre desde la casa de Vollsjö se oían golpes. Nunca conseguimos descifrar de dónde procedía el ruido. Ella le miró sin entender. Luego su severa fisonomía se abrió en una sonrisa que fue la única que vio Wallander a lo largo de todas las conversaciones que mantuvieron.

—A un labrador se le estropeó el tractor en la finca de al lado. Estuvo golpeando con un martillo para soltar algo de la parte de abajo. ¿Es posible que se oyera por teléfono?

Wallander asintió con la cabeza.

Ya estaba pensando en su última pregunta.

—El caso es que me parece que nos hemos visto antes. En un tren.

Esta vez fue ella la que asintió.

—¿Al sur de Ålmhult? Te pregunté a qué hora llegaríamos a Malmö.

—Yo te reconocí. Por los periódicos. De este verano.

—¿Te diste cuenta ya entonces de que íbamos a detenerte?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Un policía de Ystad que se sube a un tren en Ålmhult. ¿Qué iba a hacer allí, sino seguir la pista de lo sucedido a la esposa de Gösta Runfeldt?

Ella sacudió la cabeza.

—No se me ocurrió. Pero debería haberlo pensado, claro.

Wallander no tenía nada más que preguntar. Ya sabía lo que quería saber. Se levantó, murmuró unas palabras de despedida y se fue. Por la tarde, Wallander pasó, como de costumbre, por el hospital. Ann-Britt Höglund estaba dormida cuando llegó. La tenían en la unidad de vigilancia después de someterse a la última operación. Todavía no había despertado, pero Wallander obtuvo la confirmación que buscaba hablando con un médico. Todo había ido bien. Dentro de medio año podría reincorporarse al trabajo.

Wallander salió del hospital poco después de las cinco. Ya había oscurecido, dos o tres grados bajo cero, no hacía viento. Condujo hasta el cementerio y fue hasta la tumba de su padre. Las flores, marchitas, se habían helado y estaban pegadas al suelo. No habían pasado ni tres meses desde que salieron de Roma. El viaje se le hizo muy presente allí, junto a la tumba. Se preguntó qué pensaba su padre en realidad cuando hizo su escapada nocturna a la Piazza de España, a las fuentes, con aquel brillo en los ojos.

Era como si Yvonne Ander y su padre hubieran estado cada uno en una orilla de un río haciéndose señas con la mano. A pesar de que no tenían nada en común. ¿O sí lo tenían? Wallander se preguntó qué tenía él mismo en común con Yvonne Ander. No hubo respuesta, naturalmente. Aquella tarde, junto a la tumba, en el oscuro cementerio, finalizó también la investigación. Todavía quedaban papeles que tendría que leer y que firmar. Pero no quedaba nada que investigar. El caso estaba resuelto, terminado. El examen psiquiátrico forense la declararía en posesión de sus cinco sentidos. Si conseguían que dijera algo. Luego, sería condenada y encerrada en la cárcel de Hinseberg. La investigación de lo ocurrido cuando murió su madre en Argelia, proseguiría. Pero eso no tenía nada que ver con su trabajo.

La noche del 5 de diciembre durmió muy mal. Al día siguiente decidió ir a ver una casa que estaba justo al norte de la ciudad. Además visitaría un criadero de perros en Siöbo donde tenían a la venta varios cachorros negros de labrador. El 7 de diciembre tenía que viajar a Estocolmo para contar, al día siguiente, su manera de entender el trabajo policial en unos cursos de la Academia de Policía. No sabía por qué había dicho que sí, de repente, cuando Lisa Holgersson volvió a pedirle que diera aquellas charlas. Y ahora, allí en la cama, sin poder dormir, preguntándose de qué coño iba a hablar, no entendía cómo logró convencerle.

Pero sobre todo pensó en Baiba aquella inquieta noche del 5 de diciembre. Se levantó varias veces a mirar por la ventana de la cocina el movimiento de la farola.

Justo a la vuelta de Roma, a finales de septiembre, acordaron que ella vendría, y además pronto, no más tarde de noviembre. Iban ya a decidir en serio si ella dejaría Riga para trasladarse a Suecia. Pero, de pronto, a ella le fue imposible venir, el viaje se aplazó, primero una vez, luego otra. Había siempre razones, razones excelentes incluso, para que no pudiera venir, no todavía. Wallander la creía, desde luego. Pero en algún lugar experimentaba una inseguridad. ¿Existía ya entre ellos, imperceptible, una grieta que no había visto? Y en ese caso, ¿por qué no la veía? ¿Porque no quería?

Ahora, en todo caso, iba a venir. Se encontrarían en Estocolmo el 8 de diciembre. Él iría directamente a esperarla al aeropuerto de Arlanda cuando saliera de la Academia. Por la noche estarían con Linda y al día siguiente bajarían a Escania. No sabía cuánto tiempo podía quedarse. Pero esta vez iban a hablar seriamente del futuro, no sólo de su próximo encuentro.

La del 5 de diciembre fue una larga y prolongada noche en vela. El tiempo era algo más templado. Pero los meteorólogos anunciaban nieve. Wallander peregrinaba como un alma en pena entre la cama y la ventana de la cocina y tomaba algunas notas en un intento vano de encontrar una forma de empezar lo que tenía que decir en Estocolmo. Al mismo tiempo, pensaba constantemente en Yvonne Ander y en su relato. Ella era lo más presente en su conciencia y tapaba incluso los recuerdos de Baiba.

En quien pensaba muy poco era en su padre. Quedaba ya muy lejos. Wallander había notado que a veces le resultaba difícil recordar todos los detalles de su arrugado rostro. Entonces se veía obligado a coger una fotografía y mirarla bien para que la imagen del recuerdo no desapareciera completamente. En el mes de noviembre fue a ver a Gertrud algunas noches. La casa de Löderup estaba muy vacía. El taller, frío y poco acogedor. Gertrud daba siempre una impresión de serenidad. Pero también de soledad. A él le parecía que se había reconciliado con la idea de que era un hombre mayor el que había muerto. Y que, además, había tenido una muerte preferible a irse apagando en una enfermedad que, poco a poco, le habría privado del juicio.

Tal vez durmiera unas horas de madrugada. Tal vez se pasara toda la noche en blanco. A las siete de la mañana, sin embargo, ya estaba vestido. A las siete y media fue a la comisaría en el coche, que renqueaba sospechosamente. Esa mañana estaba todo muy tranquilo. Martinsson se había acatarrado, Svedberg estaba, muy en contra de su voluntad, en misión de servicio en Malmö. El pasillo aparecía desierto. Se sentó en su despacho y leyó las notas, ya pasadas a limpio, de la última conversación con Yvonne Ander. En su mesa había también una copia del interrogatorio que Hansson hiciera a Tore Grundén, el hombre al que ella pensaba empujar a la vía del tren en la estación de Hässleholm. En su pasado existían los mismos ingredientes que en todos los demás nombres del macabro registro de la muerte. Tore Grundén, un empleado de banco, incluso estuvo en la cárcel por malos tratos a mujeres. Cuando Wallander leyó el papel de Hansson, notó que éste le había dejado muy claro, y muy intencionadamente, que había estado a punto de ser hecho pedazos por un tren en marcha.

Wallander observó que entre sus colegas había cierta comprensión respecto a lo que Yvonne Ander había hecho. Eso le resultaba sorprendente. Que hubiera esa comprensión. A pesar de haber disparado contra Ann-Britt Höglund. A pesar de haber atacado y matado a hombres. No acababa de entender por qué. Como norma, un grupo de policías estaba muy lejos de constituir un coro de partidarios de una mujer como Yvonne Ander. Se podría preguntar incluso si en el cuerpo de policía había una actitud especialmente favorable hacia las mujeres. Sobre todo, cuando carecían de la especial capacidad de resistencia que tanto Ann-Britt Höglund como Lisa Holgersson tenían.

Garabateó su nombre y dejó a un lado los papeles. Eran las nueve menos cuarto.

La casa que iba a ver estaba al norte de la ciudad. El día antes recogió las llaves en la agencia. Era una casa de piedra de dos pisos, situada en el centro de un jardín grande y antiguo. La casa tenía muchos ángulos y ampliaciones. Desde el piso superior se veía el mar. Abrió la puerta y entró. El dueño anterior se había llevado los muebles. Las habitaciones estaban vacías. Recorrió la silenciosa vivienda, abrió las puertas que daban al jardín y trató de imaginarse que vivía allí.

Para su sorpresa, le resultó más fácil de lo que pensaba. Era evidente que no estaba tan apegado a su piso de Mariagatan como temía. Se preguntó si Baiba también se sentiría a gusto. Hablaba de que tenía ganas de alejarse de Riga, de vivir en el campo, pero no demasiado lejos, no demasiado aislada.

Aquella mañana no le costó mucho decidirse. Compraría la casa si le gustaba a Baiba. También el precio hacía que los indispensables préstamos no le resultaran demasiado gravosos.

A las diez un poco pasadas, salió de allí. Se fue directamente a la agencia inmobiliaria y prometió dar una respuesta definitiva a la semana siguiente.

Tras la visita a la casa, se dispuso a ver un perro. El criadero estaba camino de Höör, a las afueras de Sjöbo. Los perros ladraron dentro de sus jaulas cuando entró en la explanada del patio. La dueña era una mujer joven que, para sorpresa suya, hablaba con marcado acento de Gotemburgo.

—Quisiera ver un labrador negro.

Ella se los enseñó. Los cachorros eran muy pequeños y estaban con la madre.

—¿Tienes hijos? —le preguntó ella.

—Desgraciadamente, no en casa —contestó Wallander—. ¿Hay que tenerlos para poder comprar un cachorro?

—En absoluto. Pero es que no hay perros que se lleven tan bien con los niños como éstos.

Wallander le explicó la situación. Tal vez comprase una casa a las afueras de Ystad. Si lo hacía, también podría tener un perro. Lo uno dependía de lo otro. Pero empezaba por la casa.

—Tómate el tiempo que necesites. Te reservaré uno de los cachorros. Piénsatelo, pero no demasiado, claro. Hay mucha gente que quiere labradores. Siempre llega el día en que no tengo más remedio que venderlos.

Wallander dijo lo mismo que en la agencia. A la semana siguiente le daría la respuesta. Se quedó de una pieza al oír el precio. ¿Cómo podía costar tanto un cachorro?

Pero no hizo ningún comentario. Ya sabía que compraría el perro si compraba la casa.

Salió del criadero a las doce. Al tomar la carretera, de pronto no supo adónde iba. ¿Iba a algún sitio siquiera? No tenía que ver a Yvonne Ander. Por el momento, no tenían nada más que decirse. Se verían de nuevo. Pero no ahora. El punto final provisional se mantenía por el momento. Tal vez Per Åkeson le pidiera que completase algún detalle. Pero no lo creía. El sumario estaba ya más que instruido.

Lo cierto era que no tenía ningún sitio adonde ir. Justo ese día, el 5 de diciembre, no había nadie que le necesitara de veras.

Sin tenerlo demasiado claro, se dirigió a Vollsjö Se detuvo junto a Hansgården. No se sabía lo que iba a pasar con la casa. Era propiedad de Yvonne Ander y lo seguiría siendo, seguramente, durante todos los años que permaneciera en la cárcel. No tenía parientes próximos, sólo su hermana muerta y su madre, también muerta. La cuestión era si tendría amigos siquiera. Katarina Taxell había dependido de ella y recibió su apoyo, al igual que las otras mujeres. Pero ¿amigos? Wallander se estremeció al pensarlo. Yvonne Ander no tenía ni una sola persona allegada. Salió de un vacío para matar.

Wallander se apeó del coche. La casa respiraba abandono. Al dar la vuelta, notó que había una ventana entreabierta. No debía estar así. Podían entrar a robar. La casa de Yvonne Ander podía ser objeto de ataques de cazadores de trofeos. Wallander fue a buscar un banco de madera y lo puso delante de la ventana. Luego entró en la casa. Miró a su alrededor. Nada indicaba por el momento que hubiera entrado alguien. La ventana había quedado abierta por descuido. Recorrió las habitaciones. Contempló el horno con repugnancia. Por ahí pasaba una frontera invisible. Al otro lado de ella, no podría comprender nunca a aquella mujer.

Pensó de nuevo que la investigación había terminado. Habían puesto fin a la macabra lista, habían interpretado el idioma del asesino y, finalmente, la habían encontrado. Por eso se sentía superfluo. Ya no era necesario. Cuando regresara de Estocolmo volvería a ocuparse de los coches que pasaban de contrabando a los antiguos países del este. Sólo entonces volvería a la realidad completamente.

Sonó el teléfono en medio de aquel silencio. Hasta que dio la segunda señal no advirtió que sonaba en su bolsillo. Era Per Åkeson.

—¿Te molesto? ¿Dónde estás?

Wallander no quiso decir dónde estaba.

—En el coche. Pero estoy aparcado.

—Supongo que no lo sabes. No habrá juicio.

Wallander no entendía. La idea no le cabía en la cabeza. Aunque debería haberlo hecho. Debería haber estado preparado.

—Yvonne Ander se ha suicidado —prosiguió Per Åkeson—. En algún momento, esta noche. Esta mañana han hallado su cadáver.

Wallander contuvo el aliento. Algo se resistía aún, se negaba a ceder.

—Parece que tuvo acceso a unas tabletas. Lo que no debía haber sido posible. Por lo menos, no tantas como para poder suicidarse. Algunas personas de muy mala leche van a preguntarse, naturalmente, si fuiste tú quien se las dio.

Wallander entendió que no era una pregunta disimulada. Pero contestó, de todas maneras.

—Yo no la ayudé.

—Dicen que daba una impresión de tranquilidad. Todo estaba muy ordenado. Parece que se decidió y lo llevó a cabo. Morir durmiendo. Desde luego, se la puede comprender.

—¿Se puede?

—Ha dejado una carta a tu nombre. La tengo delante de mí.

Wallander asintió en silencio al teléfono.

—Voy para allá. Estaré ahí dentro de media hora.

Se quedó de pie con el teléfono en la mano. Intentando decidir qué sentía de verdad. Vacío, tal vez una leve sombra de injusticia. ¿Algo más? No consiguió aclararlo.

Controló que la ventana quedaba bien cerrada y salió de la casa por la puerta exterior, que tenía cerradura de seguridad.

El día era muy claro. El invierno acechaba en algún sitio, muy cerca ya.

Fue a Ystad a buscar su carta.

Per Åkeson no estaba.

Pero la secretaria sabía de qué se trataba. Wallander entró en el despacho. La carta estaba encima de la mesa.

La cogió y se dirigió en automóvil hasta el puerto. Fue andando hasta el rojo edificio de la Defensa Naval y se sentó en un banco.

El texto era muy corto.

«En algún lugar de Argelia hay un hombre desconocido que ha matado a mi madre. ¿Quién le busca?».

Eso era todo. Tenía una letra bonita.

«¿Quién le busca?».

Había firmado la carta con su nombre completo. En la parte de arriba, a la derecha, había escrito la fecha y la hora.

«5 de diciembre de 1994. 02:44».

El penúltimo dato de su horario, pensó Wallander.

El último no lo escribe ella. Lo escribe el médico que dice cuándo cree que le sobrevino la muerte.

Después ya no hay nada.

El horario cerrado, la vida terminada.

La despedida formulada como una pregunta o una acusación. ¿O ambas cosas?

«¿Quién le busca?».

No se quedó mucho rato sentado en el banco porque hacía frío. Lentamente, rompió la carta en tiritas y la echó al mar. Se acordó de que una vez, hacía unos años, había roto también una desafortunada carta a Baiba en el mismo sitio. Y también la había echado al mar.

La diferencia era, sin embargo, grande. A ella volvería a verla. Muy pronto, además.

Se quedó de pie viendo desaparecer en el agua los trozos de papel. Luego, se marchó del puerto y fue al hospital a ver a Ann-Britt.

Tal vez algo había terminado por fin.

El otoño de Escania empezaba a ser invierno.