Habían encontrado un fémur. Nada más.
Tardaron varias horas más en encontrar otras partes del esqueleto. Soplaba un viento frío y a ráfagas ese día, un viento que cortaba por debajo de la ropa acentuando lo desolado y repulsivo de la situación.
El fémur estaba en un plástico. Wallander pensó que había ido bastante rápido. No habían excavado más de veinte metros cuadrados y además estaban todavía muy cerca de la superficie cuando una pala tropezó con el hueso.
Acudió un médico y, tiritando, comenzó a examinar aquellos restos. Como era de esperar, afirmó que pertenecían a un ser humano. Pero Wallander ya no necesitaba confirmaciones. Estaba fuera de toda duda en su conciencia que aquello era una parte de los restos de Krista Haberman. Continuarían excavando, encontrarían tal vez lo que quedaba de su esqueleto y, posiblemente, podrían establecer luego cómo había sido asesinada. ¿La habría estrangulado Holger Eriksson? ¿La habría matado de un tiro? ¿Qué había ocurrido en realidad aquella vez, hacía tanto tiempo?
Wallander se sentía cansado y triste después de un día tan largo. No le ayudaba saber que tenía razón. Era como si estuviera viendo una historia horrorosa de la que hubiera preferido no tener que ocuparse. Pero también esperaba con ansiedad los resultados de Karl-Henrik Bergstrand. Después de pasar dos horas en el barro con Hansson y con los policías excavadores, regresó a su despacho. Había informado a Hansson de lo acontecido en Malmö, del encuentro con Margareta Nystedt y el descubrimiento de que Katarina Taxell, durante un corto periodo de su vida, había trabajado como camarera en los trenes que cubrían el trayecto entre Malmö y Estocolmo. En algún momento conoció allí, durante un viaje, a una persona que llegó a ejercer una gran influencia sobre ella. Ignoraban lo sucedido. Pero de alguna manera, la persona que había conocido tuvo una importancia decisiva para ella. Wallander no sabía siquiera si se trataba de una mujer o de un hombre. Lo único que sabía seguro era que, cuando encontraran a esa persona, darán un paso de gigante hacia el núcleo central de esa investigación que tan escurridiza se presentaba desde hacía demasiado tiempo.
Cuando llegó a la comisaría reunió a los colaboradores que pudo encontrar y les contó lo mismo que le había comunicado a Hansson media hora antes. Sólo les quedaba esperar a que empezaran a salir papeles del fax.
Mientras estaban reunidos en la sala de costumbre llamó Hansson para informar de que habían encontrado también una tibia. El malestar en torno a la mesa era muy grande. Wallander pensó que ahora todos esperaban a que apareciera el cráneo en el barro.
La tarde fue larga. La primera tormenta de otoño empezaba a descargar sobre Escania. Las hojas de los árboles formaban remolinos en el aparcamiento que había junto al edificio de la policía. Permanecieron sentados en la sala de reuniones, pese a que no había nada que discutir en grupo. A todos les aguardaban, además, muchas tareas atrasadas en sus mesas. Wallander pensó que lo que más necesitaban ahora era hacer acopio de fuerzas. Si lograban abrir una brecha con ayuda de las informaciones que llegaran de Malmö, podían contar con que tendrían que sacar adelante mucho trabajo en muy poco tiempo. Por eso estaban sentados, o medio tumbados, en las sillas de la sala de reuniones, descansando. A cierta hora de esa tarde, Birch llamó para decir que Hedwig Taxell no había oído hablar nunca de Margareta Nystedt. Tampoco podía entender por qué había olvidado completamente que su hija Katarina había trabajado como camarera en un tren durante un periodo de su vida. Birch subrayó que él creía que decía la verdad. Martinsson salía constantemente de la sala para llamar a su casa. Wallander conversaba entonces en voz baja con Ann-Britt Höglund, que creía que Terese estaba ya mucho mejor. Martinsson tampoco había vuelto a hablar de que quería dejar la policía. «También respecto a eso hay que esperar de momento», pensó Wallander. Investigar delitos graves suponía dejar en compás de espera el resto de la vida.
A las cuatro de la tarde llamó Hansson y anunció que habían encontrado un dedo corazón. Al poco rato telefoneó de nuevo para informar de que habían descubierto el cráneo. Wallander le preguntó si quería que le relevasen. Pero él contestó que no le importaba quedarse.
Bastaba con que se resfriase uno.
Una helada capa de malestar planeó sobre la sala cuando Wallander contó que suponía que habían encontrado el cráneo de Krista Haberman. Svedberg dejó a medio comer el bocadillo que tenía en la mano. Wallander había vivido eso antes.
Un esqueleto no significaba nada hasta que aparecía el cráneo. Sólo entonces se podía vislumbrar a la persona que hubo allí una vez. En este ambiente de cansada espera, en el que los miembros del grupo de investigación estaban sentados como pequeñas islas alrededor de la mesa, surgían de vez en cuando cortas conversaciones. Se comentaban detalles. Alguien hacía una pregunta. Se daba una respuesta, se aclaraba un extremo y volvía el silencio.
Svedberg empezó de repente a hablar de Svenstavik.
—Holger Eriksson tuvo que ser un hombre muy raro. Primero se trae a Escania a una mujer polaca. Sabe Dios qué le habría prometido. ¿Matrimonio? ¿Riqueza? ¿Convertirla en baronesa del comercio de coches? Luego la mata casi enseguida. Esto ocurre hace casi treinta años. Pero cuando siente que la muerte se va acercando, compra una bula de indulgencias haciendo una donación de dinero a la iglesia de allá arriba en Jämtland.
—Yo he leído sus poemas —dijo Martinsson—. Una parte de ellos, por lo menos. No se puede dejar de reconocer que, de vez en cuando, da muestras de cierta sensibilidad.
—Para con los animales —dijo Ann-Britt Höglund—. Con los pájaros. Pero no con las personas.
Wallander se acordó de la caseta del perro vacía. Se preguntó cuánto tiempo llevaría así. Hamrén cogió un teléfono y consiguió localizar a Sven Tyrén en su camión cisterna. Obtuvieron la respuesta. El último perro de Holger Eriksson apareció muerto de repente una mañana en la caseta. Había ocurrido unas semanas antes de que el propio Holger Eriksson cayera en la fosa de estacas. A Tyrén se lo contó su mujer, que lo había sabido a su vez por el cartero. No sabía de qué había muerto el animal. Pero era bastante viejo. Wallander pensó en silencio que al perro lo tuvo que matar alguien para que no ladrara. Y ese alguien no podía ser más que la persona a la que buscaban.
Habían conseguido darse a sí mismos otra explicación. Pero todavía les faltaba la relación de conjunto. Todavía no tenían nada seriamente esclarecido.
A las cuatro y media Wallander llamó a Malmö. Karl-Henrik Bergstrand se puso al teléfono. Estaban en ello, contestó. Pronto podrían mandar todos los nombres y los demás datos que Wallander había pedido.
Siguieron esperando. Un periodista telefoneó para preguntar qué estaban buscando en la finca de Holger Eriksson. Wallander adujo razones técnicas de la investigación para no decir nada. Pero no estuvo áspero. Se expresó todo lo amablemente que pudo. Lisa Holgersson pasó con ellos largos ratos de la prolongada espera. También fue, junto con Per Åkeson, a Lödinge. Pero, a diferencia de Björk, su anterior jefe, apenas habló. Wallander pensó que eran muy distintos. Björk hubiera aprovechado la ocasión para lamentarse de la última circular de la jefatura de Policía. De alguna manera se las hubiera arreglado para relacionarla con la investigación en curso. Lisa Holgersson era distinta. Wallander determinó, distraído, que, cada uno en su estilo, los dos eran buenos.
Hamrén jugaba a tres en raya consigo mismo, Svedberg buscaba si le quedaban pelos en la calva y Ann-Britt Höglund permanecía sentada con los ojos cerrados. Wallander se levantaba de vez en cuando y daba un paseo por el pasillo. Se sentía muy cansado. Se preguntó si significaba algo que Katarina Taxell no diera señales de vida. ¿Debía anunciar su desaparición? No estaba seguro. Tenía miedo de que eso asustase y ahuyentase a la mujer que fue a buscarla. Oyó que sonaba el teléfono en la sala de reuniones. Se apresuró a volver y se quedó de pie en la puerta. Fue Svedberg el que contestó. Wallander formó con un movimiento de su boca la palabra «Malmö». Svedberg negó con la cabeza. Era Hansson de nuevo.
—Una costilla esta vez —dijo Svedberg—. No sé por qué tiene que llamar cada vez que encuentran un hueso.
Wallander se sentó a la mesa. Volvió a sonar el teléfono. Svedberg volvió a coger el auricular. Escuchó brevemente antes de tendérselo a Wallander.
—Dentro de unos minutos lo tendréis en el fax —dijo Karl-Henrik Bergstrand—. Creo que hemos conseguido todos los datos que querías.
—Entonces lo habéis hecho bien —contestó Wallander—. Si necesitamos alguna explicación o completar algo, te llamo.
—No me cabe la menor duda —dijo Karl-Henrik Bergstrand—. Me da la impresión de que no te das por vencido a la primera.
Se pusieron todos alrededor del fax. Al cabo de unos minutos, los papeles empezaron a surgir. Wallander comprobó inmediatamente que eran muchos más nombres de los que él se había figurado. Cuando terminó la emisión, arrancaron los papeles y sacaron copias. De vuelta en la sala de reuniones, estudiaron los papeles en silencio. Wallander contó treinta y dos nombres. Diecisiete de los jefes de tren eran, además, mujeres. No reconoció ningún nombre. Las listas de los turnos y las diferentes combinaciones parecían infinitas. Tuvo que buscar largo rato antes de encontrar la semana en la que el nombre de Margareta Nystedt no figuraba. Nada menos que once jefes de tren, mujeres, habían estado de servicio los días, y a las horas de salida, en que Katarina Taxell había trabajado como camarera. No estaba muy seguro tampoco de haber entendido bien todas las abreviaturas y los códigos que indicaban las diferentes personas y sus respectivas horas de trabajo.
Por un instante, Wallander se sintió de nuevo presa de la impotencia. Luego, se obligó a vencerla y golpeó la mesa con un lápiz.
—Aquí tenemos un gran número de personas —dijo—. Si no estoy completamente equivocado, en primer lugar debemos concentrarnos en las once mujeres que son jefes y responsables de tren. Además, hay catorce hombres. Pero quiero empezar por las mujeres. ¿Alguien reconoce alguno de los nombres?
Miraron las listas. Nadie recordaba que figurase ningún nombre de aquellos en otras partes de la investigación. Wallander echó en falta la presencia de Hansson. Era el que tenía mejor memoria. Le pidió a uno de los policías de Malmö que hiciera una copia y que se ocupara de que se la llevaran en un coche a Hansson.
—Bueno, pues empezamos —dijo cuando el policía salió de la sala—. Once mujeres. Tenemos que investigarlas una por una. Es de esperar que en algún lugar encontremos un punto de contacto con esta investigación. Las repartiremos entre todos. Y empezamos ahora. La noche va a ser larga.
Hicieron el reparto y abandonaron la sala de reuniones. El instante de impotencia que sintió Wallander había desaparecido.
Notaba que la caza había empezado. El tiempo de espera había llegado a su fin.
Muchas horas después, casi a las once, Wallander empezó de nuevo a desesperarse. Hasta entonces, no habían podido descartar más que dos nombres. Una de las mujeres había muerto en un accidente de coche, mucho antes de que encontraran en el foso el cuerpo sin vida de Holger Eriksson. La otra estaba en la lista por error puesto que, para esas fechas, ya desempeñaba tareas administrativas en Malmö. Karl-Henrik Bergstrand descubrió la equivocación y llamó inmediatamente a Wallander para decírselo.
Estaban buscando puntos de contacto y no los encontraban. Ann-Britt Höglund entró en el despacho de Wallander.
—¿Qué hago con ésta? —preguntó sacudiendo un papel que llevaba en la mano.
—¿Qué pasa con ella?
—Anneli Olsson, treinta y nueve años, casada, cuatro hijos. Vive en Ångelholm. Su marido es pastor de una secta religiosa. Trabajó antes en la cafetería de un hotel de Ångelholm. Luego cambia de trabajo, no sé por qué. Si he entendido bien las cosas, es profundamente religiosa. Trabaja en el tren, se ocupa de su familia y el poco tiempo libre de que dispone lo dedica a hacer trabajos manuales y a ayudar en la iglesia. ¿Qué hago con ella? ¿La hago venir para interrogarla? ¿Le pregunto si ha matado a tres hombres este último mes? ¿Si sabe dónde se han metido Katarina Taxell y su hijo recién nacido?
—Déjala a un lado. Eso también es un paso en la buena dirección.
Hansson había vuelto de Lödinge a las ocho, cuando la lluvia y el viento hacían imposible seguir trabajando. Dijo que, en lo sucesivo, necesitaba a más personas para excavar. Luego se puso inmediatamente a trabajar en el examen de las nueve mujeres restantes. Wallander trató en vano de mandarlo a casa para que, por lo menos, se cambiara las ropas mojadas. Pero Hansson no quiso. Wallander supuso que quería desprenderse lo más pronto posible de la desagradable experiencia de haber estado en el barro cavando, en busca de los restos de Krista Haberman.
Poco después de las once, Wallander estaba al teléfono tratando de encontrar a un pariente de una jefa de tren llamada Wedin. Había cambiado de dirección nada menos que cinco veces el último año. Había sufrido un complicado divorcio y pasó la mayor parte del tiempo de baja por enfermedad. Iba justamente a llamar a Información cuando apareció Martinsson en la puerta. Wallander colgó el teléfono de inmediato. En la cara de Martinsson vio que pasaba algo.
—Creo que la he encontrado —dijo éste despacio—. Yvonne Ander. Cuarenta y siete años.
—¿Por qué crees que es ella?
—Para empezar, vive aquí, en Ystad. Tiene una dirección en la calle Liregatan.
—¿Qué más tienes?
—Parece muy rara. Escurridiza. Como toda esta investigación. Pero tiene un pasado que debería interesarnos. Ha trabajado como auxiliar de enfermería y en ambulancias.
Wallander le miró un instante en silencio. Luego se levantó rápidamente.
—Llama a los otros. Enseguida.
Al cabo de unos minutos estaban todos en la sala de reuniones.
—Martinsson tal vez la haya encontrado —informó Wallander—. Y vive aquí, en Ystad.
Martinsson dio cuenta de todo lo que había conseguido saber sobre Yvonne Ander.
—Tiene cuarenta y siete años. Nació en Estocolmo. Parece que vino a Escania hace ya quince años. Los primeros años vivió en Malmö. Luego se trasladó aquí, a Ystad. Ha trabajado en los ferrocarriles los últimos diez años. Pero antes de eso, probablemente de joven, estudió para auxiliar de enfermería y trabajó muchos años en hospitales. Por qué empieza de repente a trabajar en otra cosa, no lo sé, desde luego. También fue auxiliar de ambulancias. Luego se ve que durante largos periodos no parece haber trabajado en absoluto.
—¿Qué ha hecho entonces? —preguntó Wallander.
—Hay muchas lagunas.
—¿Está casada?
—Está sola.
—¿Divorciada?
—No sé. No se ven hijos por ningún lado. No creo que haya estado casada nunca. Pero su turno de trabajo coincide con el de Katarina Taxell.
Martinsson estuvo leyendo los datos en un cuaderno. Dejó los papeles encima de la mesa.
—Hay una cosa más. Que debió de ser lo que primero me llamó la atención. Se entrena en la sección deportiva de la Compañía Sueca de Ferrocarriles de Malmö. Eso lo hace mucha gente. Pero lo que me sorprendió fue que ella se dedicara a hacer pesas.
En la sala se hizo un silencio total.
—En otras palabras, es probablemente una mujer fuerte. ¿Y no es a una mujer de gran fortaleza física a la que buscamos?
Wallander sopesó rápidamente la situación. ¿Sería ella? Luego se decidió.
—Vamos a dejar los demás nombres por el momento. Ahora nos concentramos en Yvonne Ander. Empieza otra vez desde el principio. Despacio.
Martinsson repitió lo que había dicho. Los otros hicieron más preguntas. Faltaban muchas respuestas. Wallander consultó su reloj. Las doce menos cuarto.
—Creo que tenemos que hablar con ella esta misma noche.
—Suponiendo que no esté trabajando —advirtió Ann-Britt Höglund—. Según las listas, de vez en cuando le toca un tren nocturno. Lo que resulta raro. En los otros casos, parece que los jefes de tren y los comandantes o bien trabajan por el día o de noche. No las dos cosas. Pero quizá me equivoque.
—Si está en casa, bien, y si no está, pues no está —resolvió Wallander.
—¿De qué vamos a hablar con ella, en realidad?
La pregunta la hizo Hamrén, y estaba justificada.
—No considero improbable que Katarina Taxell esté con ella —contestó Wallander—. Si no otra cosa, podemos dar ésa como motivo. La preocupación de su madre. Podemos empezar por eso. No tenemos ninguna prueba contra ella. No tenemos nada. Pero también quiero encontrar huellas dactilares.
—Entonces no salimos en plan de redada —dijo Svedberg.
Wallander hizo un gesto en dirección a Ann-Britt Höglund.
—Pienso que nosotros dos podemos hacerle una visita. Con un coche cerca, por si pasara algo.
—¿Qué va a pasar? —preguntó Martinsson.
—No lo sé.
—¿No es eso un tanto irresponsable? —opinó Svedberg—. En cualquier caso, la consideramos sospechosa de participar en asesinatos muy graves.
—Llevaremos armas, naturalmente —contestó Wallander.
Fueron interrumpidos por un hombre de la central de coordinación, que llamó con los nudillos a la puerta entornada.
—Ha llegado un mensaje de un médico de Lund —anunció—. Ha hecho un reconocimiento preliminar de los restos hallados. Cree que pertenecen a una mujer. Y que han estado enterrados mucho tiempo.
—Pues muy bien —comentó Wallander—. Al menos estamos a punto de resolver una desaparición de hace veintisiete años.
El policía abandonó la habitación. Wallander volvió a lo que estaba diciendo.
—Creo que no va a pasar nada —repitió.
—¿Qué decimos si Katarina Taxell no está allí? Hay que pensar que nos presentamos en su casa en mitad de la noche.
—Preguntaremos por Katarina. La estamos buscando. Nada más.
—¿Y si no está en casa?
Wallander no tuvo que pensarlo.
—Entonces entramos. Y el coche vigila si está camino de su casa. Llevaremos los teléfonos conectados. Mientras tanto, me gustaría que vosotros esperaseis aquí. Ya sé que es tarde. Pero no hay más remedio.
Nadie se quejó.
Poco después de medianoche salieron de la comisaría. El viento alcanzaba cotas de huracán. Wallander y Ann-Britt Höglund circulaban en el vehículo de ella. Martinsson y Svedberg formaban la escolta. La calle Liregatan estaba en pleno centro de la ciudad. Aparcaron a una manzana de allí. Las calles se hallaban desiertas. Sólo encontraron un automóvil: uno de los coches patrulla de la policía. Wallander se preguntó de pasada si los nuevos comandos en bicicleta que se avecinaban podrían salir cuando el tiempo era tormentoso, como esa noche.
Yvonne Ander vivía en una antigua casa entramada y restaurada. Su puerta daba directamente a la calle. Había tres pisos y ella vivía en el del medio. Fueron a la otra acera de la calle y contemplaron la fachada. Salvo una ventana en el extremo de la izquierda donde había luz, la casa estaba a oscuras.
—O está durmiendo —dijo Wallander—, o no está en casa. Pero tenemos que partir de la base de que está ahí dentro.
Eran las doce y veinte. El viento era muy fuerte.
—¿Es ella?
Wallander advirtió que Ann-Britt Höglund tenía frío y parecía estar mal. ¿Era porque estaban persiguiendo a una mujer?
—Sí. Claro que es ella.
Cruzaron la calle. A la izquierda estaba el coche con Martinsson y Svedberg en su interior, con los faros apagados. Ann-Britt Höglund llamó al timbre. Wallander aplicó el oído a la puerta y oyó los timbrazos en el interior del piso. Esperaron con mucha ansiedad. Él le indicó que volviera a llamar. Nada. Llamaron una tercera vez con el mismo resultado.
—¿Estará durmiendo? —preguntó Ann-Britt Höglund.
—No. Yo creo que no está en casa.
Wallander inspeccionó la puerta. Estaba cerrada con llave. Dio un paso hacia la calle e hizo señas al coche. Se acercó Martinsson. Era el que mejor abría puertas cerradas con llave sin utilizar la fuerza física. Llevaba una linterna y un manojo de ganzúas. Wallander sostenía la linterna mientras Martinsson trabajaba. Tardó más de diez minutos. Por fin consiguió abrir la cerradura. Cogió la linterna y volvió al coche. Wallander miró a su alrededor. La calle estaba desierta. Entraron. Se quedaron quietos escuchando. El vestíbulo parecía no tener ventanas. Encendió una lámpara. A la izquierda había un cuarto de estar, de techo bajo. A la derecha, una cocina. Enfrente, una estrecha escalera llevaba al piso de arriba. El suelo crujía bajo sus pies. En el piso de arriba había tres dormitorios. Todos vacíos. No había nadie en toda la vivienda.
Trató de enjuiciar la situación. Era casi la una. ¿Debían contar con que la mujer que vivía allí regresara durante la noche? Le pareció que había muchas posibilidades en contra y ninguna, en realidad, a favor. Sobre todo, el que tuviera con ella a Katarina Taxell y a un bebé. No iba a andar con ellos de un lado para otro en plena noche. Wallander se acercó a una puerta de cristal en uno de los dormitorios. Vio que daba a una terraza. Grandes macetas ocupaban casi todo el espacio. Pero las macetas estaban vacías. No había ninguna planta. Sólo tierra.
La imagen de la terraza y de las macetas sin plantas le hizo experimentar una súbita repugnancia. Se fue de allí enseguida.
Volvieron al vestíbulo.
—Ve a buscar a Martinsson —le dijo a Ann-Britt Höglund—. Y dile a Svedberg que vuelva a la comisaría. Tienen que seguir buscando. Yvonne Ander ha de tener otra vivienda además de ésta. Seguramente una casa.
—¿No vamos a dejar vigilancia en la calle?
—No va a venir esta noche. Pero claro que tendremos un coche aquí fuera. Dile a Svedberg que lo mande.
Ann-Britt Höglund estaba a punto de salir cuando él la retuvo. Luego miró a su alrededor. Fue a la cocina. Encendió la lámpara de la encimera. Allí había dos tazas de café usadas. Las envolvió en un paño de cocina y se las entregó.
—Huellas dactilares. Dáselas a Svedberg. Y él que se las pase a Nyberg. Esto puede ser decisivo.
Volvió a subir las escaleras. Oyó que ella quitaba la cerradura de la puerta. Se mantuvo inmóvil en la oscuridad. Luego hizo una cosa que le sorprendió a él mismo. Fue al cuarto de baño. Cogió una toalla y la olió. Sintió un débil aroma a un perfume especial.
Pero el olor le recordó de repente otra cosa.
Trató de recuperar la imagen del recuerdo. El recuerdo de un perfume. Volvió a oler. Pero no lo encontró. A pesar de que lo sentía muy cercano.
Había olido ese aroma en otro sitio. En otra ocasión. Pero no recordaba dónde ni cuándo. Sólo que había sido recientemente.
Se estremeció cuando oyó que se abría la puerta de abajo. Poco después aparecieron Martinsson y Ann-Britt Höglund en la escalera.
—Ya podemos empezar a buscar —dijo Wallander—. No sólo lo que pueda implicarla en los asesinatos. Buscamos también algo que indique que tiene realmente otra vivienda. Quiero saber dónde está.
—¿Por qué iba a tenerla? —preguntó Martinsson.
Hablaban todo el tiempo en voz baja, como si la persona que buscaban estuviera, a pesar de todo, cerca de ellos y pudiera oírles.
—Katarina Taxell —contestó Wallander—. Su hijo. Además, siempre hemos partido de la base de que Gösta Runfeldt estuvo secuestrado tres semanas. Tengo la convicción de que eso no pudo ocurrir aquí. En pleno centro de Ystad.
Martinsson y Ann-Britt Höglund se quedaron en el piso superior. Wallander bajó las escaleras. Corrió las cortinas del cuarto de estar y encendió algunas lámparas. Luego se puso en el centro de la habitación y se fue dando la vuelta despacio, mirándola. Pensó que la persona que vivía allí tenía bonitos muebles. Y fumaba. Contempló un cenicero sobre una mesita junto a un sofá tapizado de piel. No había colillas. Pero sí vagas huellas de ceniza. En las paredes colgaban cuadros y fotografías. Se acercó a la pared y miró algunos cuadros. Naturalezas muertas, floreros. No muy bien pintados. Abajo, a la derecha, una firma: ANNA ANDER -58. Algún pariente. Wallander pensó que Ander era un nombre raro. Existía en la historia criminal sueca, pero no podía acordarse de las circunstancias. Contempló una de las fotografías enmarcadas. Era una finca de Escania. La foto estaba tomada desde arriba. Wallander supuso que el fotógrafo se había subido a un tejado o a una escalera de mano alta. Paseó por la habitación. Trató de imaginar su presencia. Se preguntó por qué era tan difícil. «Todo da una impresión de abandono», pensó. «Un abandono pulcro y meticuloso. Ella no aparece mucho por aquí. Pasa el tiempo en otro sitio».
Se acercó al pequeño escritorio que se hallaba junto a la pared. Por la rendija que formaba la cortina, entrevió un pequeño patio. La ventana no estaba bien aislada. El viento frío se colaba en la habitación. Wallander sacó la silla y se sentó. Probó con el cajón más grande. No estaba cerrado con llave. Un coche atravesó la calle. Wallander divisó los faros, que dieron en una ventana y desaparecieron. Luego sólo volvió a oírse el viento. En el cajón había montones de paquetes de cartas. Buscó las gafas y cogió el que estaba encima. El remitente era A. Ander. Esta vez, con una dirección en España. Cogió la carta y la ojeó rápidamente. Anna Ander era su madre. Se veía enseguida. En la carta, describía un viaje. En la última página decía que iba camino de Argelia. Estaba fechada en abril de 1993. Volvió a dejar la carta en su sitio. Las tablas del piso de arriba crujían. Palpó con una mano en el fondo del cajón. Nada. Empezó a registrar los otros cajones. «Hasta los papeles pueden dar la impresión de estar abandonados», pensó. No encontró nada que le hiciera detenerse. Estaba demasiado vacío para ser natural. Ahora estaba completamente convencido de que ella vivía en otro sitio. Continuó registrando los cajones.
El piso de arriba crujía. Era la una y media.
* * *
Conducía a través de la noche y se sentía muy cansada. Katarina estaba nerviosa. No tuvo más remedio que escucharla durante muchas horas. A veces se preguntaba por la debilidad de esas mujeres. Se dejaban atormentar, maltratar, asesinar. Si sobrevivían, se pasaban luego las noches lamentándose. No las entendía. Ahora, mientras conducía a través de la noche, pensó que, en realidad, las despreciaba. Porque no oponían resistencia.
Era la una. En circunstancias normales, estaría durmiendo. Al día siguiente entraba temprano. Además, pensaba dormir en Vollsjö. Ya se atrevía, sin embargo, a dejar a Katarina sola con su hijo. La había convencido de que se quedara donde estaba. Unos días más, tal vez una semana. Mañana por la noche llamarían de nuevo a su madre. Katarina llamaría. Ella estaría a su lado. No pensaba que Katarina fuera a decir nada que no debiera. Pero quería estar a su lado de todas maneras. Llegó a Ystad a la una y diez.
Sintió instintivamente el peligro al entrar en la calle Liregatan. El coche aparcado. Los faros apagados. No podía retroceder. Tenía que seguir. Echó una rápida ojeada al coche aparcado. Había dos hombres. Se dio cuenta también de que había luz en su piso. La rabia la hizo pisar a fondo el acelerador. El coche renqueó. Frenó con la misma fuerza cuando dio la vuelta a la esquina. Así que habían dado con ella. Los que habían estado vigilando la casa de Katarina Taxell la vigilaban ahora a ella. Se sintió mareada. Pero no era miedo. No tenía nada allí que pudiera llevarles a Vollsjö. Nada que contara quién era. Nada más que su nombre.
Se quedó sentada, inmóvil. El viento azotaba el coche. Había parado el motor y apagado los faros. No tenía más remedio que regresar a Vollsjö. Ahora se daba cuenta de por qué se había ido de allí. Para ver si los hombres que la perseguían habían entrado en su casa. Todavía les llevaba mucha ventaja. Nunca llegarían a alcanzarla. Seguiría desdoblando sus pliegos de papel mientras quedara un nombre en el registro.
Puso el motor en marcha. Decidió pasar por delante de su casa una vez más.
El automóvil seguía allí. Frenó a veinte metros sin apagar el motor. Pese a que la distancia era grande y el ángulo difícil, vio que las cortinas de su piso estaban echadas. Los que estaban dentro habían encendido las luces. Estaban buscando. Pero no iban a encontrar nada.
Se fue de allí. Se obligó a hacerlo imperceptiblemente, sin salir de estampía como acostumbraba.
Cuando volvió a Vollsjö, Katarina Taxell y su hijo dormían. No iba a pasar nada. Todo seguiría desarrollándose conforme a sus planes.
* * *
Wallander revisaba de nuevo a los paquetes de cartas cuando oyó pasos apresurados por la escalera. Se levantó de la silla. Era Martinsson. Enseguida apareció Ann-Britt Höglund.
—Creo que es mejor que veas esto tú —dijo Martinsson, pálido, con la voz temblorosa.
Dejó un viejo cuaderno de notas con pastas negras en la mesa. Abierto. Wallander se inclinó sobre él y se puso las gafas. Había una lista de nombres. Todos tenían un número en el margen. Frunció el entrecejo.
—Pasa un par de hojas —le indicó Martinsson.
Wallander hizo lo que le decía. Las listas de nombres seguían. Como había flechas, tachaduras y cambios, tuvo la impresión de que lo que tenía ante sus ojos era el borrador de algo.
—Otras dos —insistió Martinsson.
Wallander se dio cuenta de que estaba conmocionado.
Más listas de nombres. Esta vez los cambios y las inversiones eran menos.
Entonces lo vio.
El primer nombre que reconocía. Gösta Runfeldt. Luego encontró también los otros, Holger Eriksson y Eugen Blomberg. Al final de las líneas había fechas apuntadas.
Los días de sus muertes.
Wallander miró a Martinsson y a Ann-Britt Höglund. Los dos estaban muy pálidos.
Ya no quedaba la menor duda. Habían acertado.
—Hay más de cuarenta nombres en este cuaderno —dijo Wallander—. ¿Ha pensado matarlos a todos?
—Sabemos, en todo caso, quién va a ser el próximo —dijo Ann-Britt Höglund.
Señaló con el dedo.
TORE GRUNDÉN. Delante de su nombre había un signo de exclamación de color rojo. Pero no aparecía ninguna fecha escrita en el margen de la derecha.
—Al final hay un papel suelto —volvió a decir Ann-Britt Höglund.
Wallander lo cogió con cuidado. Eran unas anotaciones detalladísimas. Wallander pensó fugazmente que la letra recordaba la forma de escribir de Mona, su ex mujer. Los trazos eran redondeados, los renglones iguales y regulares. Sin tachaduras ni cambios. Pero era difícil descifrar lo que ponía. ¿Qué significaban las notas? Había cifras, el nombre de Hässleholm, una fecha, algo que podía ser una hora: 07:50. La fecha del día siguiente. Sábado 22 de octubre.
—¿Qué coño significa esto? —exclamó Wallander—. ¿Se va a bajar Tore Grundén en Hässleholm a las siete y cincuenta?
—Quizá vaya a montarse en un tren —dijo Ann-Britt Höglund.
Wallander entendió. No tuvo ni que pensarlo.
—Llama a Birch, a Lund. Él tiene el número de teléfono de una persona que se llama Karl-Henrik Bergstrand, en Malmö. Hay que despertarle y hacer que responda a una pregunta: ¿trabaja Yvonne Ander en el tren que para en o sale de Hässleholm a las siete y cincuenta mañana por la mañana?
Martinsson cogió su teléfono. Wallander miraba fijamente el cuaderno abierto.
—¿Dónde está? —preguntó Ann-Britt Höglund—. Ahora mismo, quiero decir. Porque dónde va a estar mañana probablemente ya lo sabemos.
Wallander la miró. Detrás vislumbraba los cuadros y las fotografías. De pronto, lo comprendió. Debía haberlo comprendido inmediatamente. Fue hacia la pared y descolgó la fotografía enmarcada de la finca. Le dio la vuelta. HANSGRDEN. VOLLSJÖ 1965. Alguien lo había escrito con tinta.
—Es aquí donde vive. Y seguramente es aquí donde está en este momento.
—¿Y qué hacemos?
—Ir a por ella.
Martinsson estaba hablando con Birch. Esperaron. La conversación fue breve.
—Va a localizar a Bergstrand.
Wallander tenía el cuaderno en la mano.
—Pues vámonos. Alcanzaremos a los demás por el camino.
—¿Sabemos dónde está Hansgården? —preguntó Ann-Britt.
—Lo encontraremos en nuestro registro de inmuebles —dijo Martinsson—. No tardaré ni diez minutos.
Ahora tenían mucha prisa. A las dos y cinco estaban de vuelta en la comisaría. Reunieron a sus fatigados colegas. Martinsson buscó Hansgården en su ordenador. Le llevó más tiempo de lo que había previsto. Lo encontró cuando eran casi las tres. Buscaron en el mapa. Hansgården estaba a las afueras de Vollsjö.
—¿Vamos armados? —preguntó Svedberg.
—Sí —respondió Wallander—. Pero sin olvidar que Katarina Taxell está allí. Y su hijo recién nacido.
Nyberg entró en la sala. Tenía el pelo revuelto y los ojos enrojecidos.
—Hemos encontrado lo que buscábamos en una de las tazas. La huella dactilar es la misma. La de la maleta. La de la colilla. Como no es un pulgar no puedo decir si es la misma que encontramos en el torreón de los pájaros. Lo raro es que ésa parece posterior en el tiempo. Como si hubiera estado allí en otra ocasión. Si es que es ella. Pero tiene que serlo. ¿Quién es?
—Yvonne Ander —contestó Wallander—. Y ahora vamos a por ella. En cuanto sepamos algo de Bergstrand.
—¿Es verdaderamente necesario esperarle? —preguntó Martinsson.
—Media hora —contestó Wallander—. No más.
Comenzó la espera. Martinsson salió de la habitación para controlar que el piso de la calle Liregatan seguía sometido a vigilancia. Transcurridos veintidós minutos, llamó Bergstrand.
—Yvonne Ander trabaja en el tren que sale de Malmö hacia el norte mañana por la mañana —anunció.
—Pues ya lo sabemos —dijo Wallander sencillamente.
A las cuatro menos cuarto salieron de Ystad. La tormenta había alcanzado su punto culminante.
Lo último que hizo Wallander fueron otras dos llamadas telefónicas. A Lisa Holgersson y a Per Åkeson.
Ninguno de los dos tuvo nada que objetar.
Tenían que cogerla cuanto antes.