32

Llegaron a la finca de madrugada.

Wallander había dicho que fueran Nyberg, Hamrén y Hansson. Cada uno conducía su coche, Wallander el suyo, que ya le habían traído desde Ålmhult, y se detuvieron a la entrada de la casa vacía, que se alzaba como un barco abandonado y desarbolado en medio de la niebla.

Precisamente esa mañana, la del jueves 20 de octubre, la niebla había sido muy densa. Había llegado desde el mar a última hora de la noche y permanecía inmóvil sobre el paisaje de Escania. Acordaron encontrarse a las seis y media.

Pero todos llegaron con retraso porque la visibilidad era, prácticamente, nula. Wallander fue el último en llegar. Cuando salió del coche, pensó que parecían una partida de caza. Lo único que faltaba eran las armas. Consideró con desagrado la misión que les esperaba. Suponía que había una mujer enterrada en algún lugar de las propiedades de Holger Eriksson. Lo que encontraran, si es que encontraban algo, serían partes de un esqueleto. Nada más. Veintisiete años eran muchos años.

También podía haberse equivocado por completo. La idea de lo que podía haberle ocurrido a Krista Haberman no era, tal vez, atrevida. Tampoco era descabellada. Pero el camino hasta tener realmente razón seguía siendo muy largo.

Se saludaron tiritando. Hansson tenía un plano de agrimensor de la finca y la tierra que le pertenecía. Wallander se preguntó fugazmente qué diría la asociación Kulturen de Lund si llegaban a encontrar realmente restos de un cadáver enterrado. Supuso con tristeza que eso probablemente haría aumentar el número de visitantes a la finca. No había atracción turística que pudiera compararse con el lugar de un crimen.

Pusieron el mapa en la capota del coche de Nyberg y se colocaron alrededor.

—En 1967 la tierra tenía otro aspecto —explicó Hansson—. Fue a mediados de los años setenta cuando Holger Eriksson compró todo el terreno que está al sur.

Wallander vio que eso reducía la zona que podía interesarles en una tercera parte. Lo que quedaba seguía siendo enorme. Se dio cuenta de que nunca llegarían a excavar todo aquello. No tenían más remedio que tratar de acertar con otros métodos.

—La niebla nos complica las cosas —afirmó—. He pensado que debemos hacernos una idea del terreno. Se me ocurre que podemos eliminar algunos sitios. Parto de la base de que si uno mata a alguien, elige con cuidado el lugar donde lo entierra.

—Elegirá seguramente el lugar donde cree que menos se va a buscar —contestó Nyberg—. Hay una investigación sobre ese tema. De Estados Unidos, claro está. Pero parece lógico.

—La zona es grande —apuntó Hamrén.

—Por ese motivo tenemos que reducirla enseguida —dijo Wallander—. Nyberg tiene razón. Dudo de que Holger Eriksson, si es que mató a Krista Haberman, la enterrara en cualquier sitio. Me imagino que, por ejemplo, uno prefiere no tener un cadáver bajo tierra justo delante de la puerta de casa. De no estar completamente loco. Lo que no parece el caso de Holger Eriksson.

—Además allí hay adoquines —dijo Hansson—. El patio podemos eliminarlo.

Fueron hasta allí. Wallander estuvo dudando si volver a Ystad y regresar cuando se hubiera ido la niebla. Pero, como no hacía viento, ésta podía permanecer todo el día. Así que decidió dedicar unas horas a hacerse una idea panorámica de la zona.

Siguieron hasta el gran huerto que se extendía en la parte de atrás de la casa. La tierra húmeda estaba llena de manzanas podridas. Una urraca aleteó en un árbol. «Tampoco aquí», pensó Wallander. «Un hombre que comete un crimen en una ciudad y que sólo tiene su jardín, tal vez entierre el cadáver allí, entre árboles frutales y arbustos de bayas. Pero un hombre que vive en el campo, no».

Dijo lo que pensaba. Nadie tuvo nada que objetar.

Empezaron a andar por los campos. La niebla seguía siendo muy densa. Se divisaba alguna liebre que luego desaparecía. Se dirigieron primero al límite norte de la propiedad.

—Un perro tampoco podría encontrar nada, ¿verdad? —preguntó Hamrén.

—Después de veintisiete años no —respondió Nyberg.

El barro se adhería bajo sus botas. Trataban de andar, haciendo equilibrios, por la estrecha senda de hierba que constituía el límite de las propiedades de Holger Eriksson. Vieron un rastrillo oxidado medio enterrado en el barro. Wallander no sólo se sentía afectado por lo que estaban haciendo. La niebla y la parda y húmeda tierra contribuían también a su abatimiento. Le gustaba el lugar donde había nacido y donde vivía. Pero de los otoños, podía muy bien prescindir. Por lo menos, de días como aquél.

Llegaron a un estanque que había en una hondonada. Hansson señaló en el mapa dónde se encontraban. Contemplaron el estanque, de unos cien metros de circunferencia.

—Este estanque está lleno todo el año —dijo Nyberg—. En el centro habrá dos o tres metros de profundidad.

—Es, claro está, una posibilidad —dijo Wallander—. Hundir un cuerpo con pesos.

—O en un saco —apuntó Hansson—. Como le pasó a Eugen Blomberg.

Wallander asintió. Ahí surgía de nuevo la imagen del espejo. Sin embargo, no estaba seguro. Y lo dijo.

—Un cuerpo puede flotar hasta la superficie. ¿Elegiría Holger Eriksson hundir un cuerpo en un estanque cuando tiene miles de kilómetros cuadrados en los que cavar una fosa? Me cuesta creerlo.

—¿Quién trabajaba, en realidad, toda esta tierra? —preguntó Hansson—. Él, no creo. No la tenía arrendada. Pero la tierra hay que trabajarla. Si no, se cierra. Y esta tierra está bien cuidada.

Hansson se había criado en una finca a las afueras de Ystad y sabía lo que decía.

—Ésa es una pregunta importante. Tenemos que encontrar la respuesta.

—Que nos puede responder también a otra pregunta —prosiguió Hamrén—. La de si ha habido alguna modificación en la tierra. Un montículo que aparece de pronto. Si se excava en un lugar, por otro se eleva la superficie. No pienso sólo en una fosa, sino, por ejemplo, en un drenaje. O cualquier otra cosa.

—Hablamos de hechos que sucedieron hace casi treinta años —opinó Nyberg—. ¿Quién se acuerda de eso?

—A veces pasa —respondió Wallander—. Pero tenemos que enterarnos, claro. ¿Quién trabajaba, pues, la tierra de Holger Eriksson?

—Treinta años es mucho tiempo —dijo Hansson—. Puede haber más de una persona.

—Entonces hablaremos con todas —contestó Wallander—. Si las localizamos. Si están vivas.

Siguieron andando. Wallander se acordó de repente de que en la vivienda había visto algunas viejas fotografías aéreas de la finca. Le dijo a Hansson que telefonease a la asociación Kulturen de Lund y les pidiera que mandaran a alguien con las llaves.

—No creo que haya nadie allí a las siete y cuarto de la mañana.

—Pues llama a Ann-Britt Höglund. Dile que hable con el abogado que abrió el testamento de Eriksson. Él quizá tenga todavía llaves.

—Espero que los abogados madruguen —afirmó Hansson vacilante, y marcó el número.

—Quiero ver esas fotos lo más pronto posible.

Mientras proseguían, Hansson habló con Ann-Britt Höglund. El suelo hacía ahora una pendiente. La niebla seguía siendo espesa. A lo lejos se oyó un tractor. El ruido del motor se fue apagando. El teléfono de Hansson empezó a zumbar. Ann-Britt Höglund habló con el abogado. Ya había entregado sus llaves. Luego trató de hablar con alguien en Lund que pudiera ayudarles, pero aún no había encontrado a nadie. Dijo que volvería a llamar. Wallander pensó en las dos mujeres que encontró en la finca una semana antes. Se acordó con desagrado de la soberbia aristócrata.

Tardaron casi veinte minutos en llegar al otro límite. Hansson señaló el lugar en el mapa. Estaban ahora en el extremo suroeste. La propiedad se extendía otros quinientos metros más por el sur. Pero esa parte la había comprado Holger Eriksson en 1976. Fueron en dirección este. Se acercaban ahora a la zanja y al montículo con la torre de los pájaros. Wallander sentía que su malestar iba en aumento. Le pareció observar la misma reacción silenciosa en los otros.

Pensó que aquella era la imagen de su vida. «Mi vida como policía durante la última parte del siglo veinte, en Suecia. Una mañana temprano, a la hora del amanecer. Otoño, niebla, frío húmedo. Cuatro hombres chapoteando en el barro. Acercándonos a una absurda trampa para animales salvajes en la que un hombre ha sido ensartado en exóticas estacas de bambú. Buscando, al mismo tiempo, la posible tumba de una mujer polaca desaparecida hace veintisiete años.

»En este barro voy a moverme hasta que me caiga muerto. En otros sitios, rodeada de niebla, hay gente que se agrupa junto a la mesa de la cocina, planeando la organización de diferentes milicias ciudadanas. Si alguien se equivoca al conducir en la niebla corre el riesgo de que le maten a palos».

Se dio cuenta de que caminaba manteniendo una conversación interior con Rydberg. Sin palabras, pero muy animada. Rydberg, sentado en su terraza, los últimos tiempos de su enfermedad. La terraza flotaba ante sus ojos como un zeppelín en la niebla. Pero Rydberg no contestaba. Se limitaba a escuchar con su sonrisa torcida. Su cara estaba ya muy marcada por la enfermedad.

De repente, llegaron. Wallander iba el último. La acequia estaba a su lado. Habían llegado a la fosa de las estacas. Un cabo de la cinta de acordonamiento había quedado enredado en uno de los tablones hundidos. «Un lugar del crimen sin limpiar», pensó Wallander. Las estacas de bambú no estaban. Se preguntó dónde las habrían guardado. ¿En el sótano de la comisaría? ¿En los laboratorios de Linköping? La torre de los pájaros quedaba la derecha. Apenas visible por la niebla.

Un pensamiento empezó a tomar forma en su cabeza. Dio unos pasos hacia un lado y a punto estuvo de resbalar en el barro. Nyberg tenía la vista clavada en el fondo de la fosa. Hamrén y Hansson discutían en voz baja un detalle del mapa.

«Alguien vigila a Holger Eriksson y su finca», pensó Wallander. «Alguien que sabe lo que le ocurrió a Krista Haberman. Una mujer, desaparecida hace veintisiete años, dada por muerta. Una mujer que está enterrada en alguna parte en un campo. Los días de Holger Eriksson están contados. Se prepara otra fosa con estacas puntiagudas. Otra fosa en el barro».

Se acercó a Hamrén y a Hansson. Nyberg se había internado en la niebla. Wallander dijo lo que acababa de pensar. Luego se lo repetiría a Nyberg.

—Si el asesino está tan bien informado como pensamos, tenía que saber dónde fue enterrada Krista Haberman. En varias ocasiones hemos dicho que el asesino tiene un idioma. Él o ella trata de contarnos algo. Hemos conseguido descubrir el código sólo en parte. Holger Eriksson fue asesinado con lo que puede calificarse de un alarde de brutalidad. El cuerpo tenía que ser encontrado a toda costa. Existe la posibilidad de que haya también otro motivo en la elección del lugar. Indicarnos a nosotros que sigamos buscando. Aquí mismo. Y si lo hacemos, encontraremos a Krista Haberman.

Nyberg emergió de la niebla. Wallander repitió lo que acababa de decir. Todos comprendieron que podía tener razón. Saltaron la zanja y subieron a la torre. El bosquecillo de abajo estaba oculto por la niebla.

—Demasiadas raíces —dijo Nyberg—. Ese bosquecillo no me parece adecuado.

Dieron la vuelta y siguieron hacia el este hasta llegar al punto de partida. Eran casi las ocho. La niebla seguía igual. Ann-Britt Höglund llamó para decir que las llaves ya iban de camino. Los cuatro estaban helados y empapados. Wallander no quería retenerles sin necesidad. Hansson tenía que dedicar las próximas horas a tratar de saber quién había trabajado la tierra.

—Un cambio imprevisto hace veintisiete años —precisó Wallander—. Eso es lo que queremos saber. Pero no digas que pensamos que hay un cadáver aquí enterrado, porque habrá una invasión.

Hansson asintió. Había comprendido.

—Tendremos que volver cuando haya despejado —continuó—. Pero creo que está bien que nos hayamos hecho una composición de lugar.

Se fueron. Wallander se quedó solo. Se sentó en el coche y puso la calefacción. No funcionaba. La reparación le había costado una cantidad de dinero increíble. Pero no parecía haber incluido la calefacción. No sabía cuándo iba a tener tiempo y dinero para cambiar de vehículo. ¿Volvería a estropeársele éste?

Mientras esperaba, pensó en las mujeres: Krista Haberman, Eva Runfeldt y Katarina Taxell. Y en la cuarta, que no tenía ningún nombre. ¿Cuál era el punto de contacto entre ellas? Tuvo la sensación de que estaba tan cerca que debería poder verlo. Estaba justo al lado. Lo veía sin verlo.

Volvió a sumirse en sus pensamientos. Mujeres maltratadas, tal vez asesinadas. Un largo periodo de tiempo se extiende sobre todo ello. Comprendió, sentado allí en el coche, que también podía sacar otra conclusión. No lo habían visto todo. Los sucesos que estaban tratando de entender formaban parte de algo más grande. Era importante encontrar el vínculo entre las mujeres. Pero debían tener asimismo en cuenta la posibilidad de que el vínculo podía ser una casualidad. Alguien elegía. Pero ¿en qué se basaba la elección? ¿Circunstancias? ¿Casualidades? ¿Tal vez posibilidades o accesibilidad? Holger Eriksson vivía solo en una finca. No tenía relaciones, de noche contemplaba a los pájaros. Era un hombre al que se podía acceder. Gösta Runfeldt iba a emprender un viaje. Estaría fuera dos semanas. Eso ofrecía también una posibilidad. También vivía solo. Eugen Blomberg daba paseos solitarios regularmente, sin otra compañía que la suya propia. Wallander meneó la cabeza. No conseguía penetrar en ello. No sabía si sus pensamientos eran acertados o no.

Hacía frío en el coche. Salió para moverse un poco. Las llaves no tardarían ya. Siguió hasta el patio. Recordó la primera vez que estuvo allí. La bandada de cornejas allá abajo, junto a la acequia. Se miró las manos. Ya no estaba moreno. El recuerdo del sol sobre Villa Borghese había desaparecido definitivamente. Como su padre.

Escudriñó la niebla. Paseó la mirada por la explanada del patio. La casa estaba, realmente, muy bien cuidada. En ella vivió una vez un hombre que se llamaba Holger Eriksson y que escribía poemas sobre pájaros. Sobre el vuelo solitario de la agachadiza común. Sobre el pico mediano, en vías de extinción. Un día se sienta en un Chevrolet azul oscuro y emprende el largo viaje hasta Jämtland. ¿Le impulsaba una pasión? ¿Otra cosa? Krista Haberman había sido una mujer hermosa. En el voluminoso material de Östersund había una fotografía suya. ¿Le acompañó por su propia voluntad? Tuvo que ser así. Viajan a Escania. Luego ella desaparece. Holger Eriksson vive solo. Cava una fosa. La investigación no llega a alcanzarle. Hasta ahora. Hasta que Hansson encuentra el nombre de Tandvall y una relación, no descubierta anteriormente, se hace visible.

Wallander se quedó mirando la caseta vacía. Al principio no tuvo conciencia de lo que pensaba. La imagen de Krista Haberman se esfumó lentamente. Frunció la frente. ¿Por qué no había allí ningún perro? Nadie había formulado la pregunta antes. El que menos, él. ¿Cuándo desapareció el perro? ¿Tenía eso importancia? Eran preguntas a las que quería dar respuesta.

Un coche se detuvo ante la casa. Instantes después, un muchacho que no tendría más de veinte años entró en el patio. Se acercó a Wallander.

—¿Eres tú el policía que quiere las llaves?

—Sí.

El muchacho le miró dudando.

—¿Cómo puedo estar seguro de ello? Tú puedes ser cualquiera.

Wallander se irritó. Al mismo tiempo comprendió que las dudas del muchacho tenían cierta base. El barro le llegaba hasta arriba en las perneras del pantalón. Sacó su placa. El chico la miró y le dio un manojo de llaves.

—Me ocuparé de devolverlas a Lund —dijo Wallander.

El chico asintió. Tenía prisa. Wallander oyó cómo el coche arrancaba bruscamente mientras él buscaba las llaves junto a la puerta exterior. Pensó fugazmente en lo que había dicho Jonas Hader sobre el Golf rojo a la puerta de la casa de Katarina Taxell. «¿No arrancaban bruscamente las mujeres?», pensó. «Mona conducía más deprisa que yo. Baiba aprieta siempre mucho el acelerador. Pero tal vez no arranquen bruscamente».

Abrió la puerta y entró. Encendió la luz del amplio vestíbulo. Olía a cerrado. Se sentó en un taburete y se quitó las botas. Al entrar en el salón, vio, asombrado, que el poema sobre el pico mediano seguía en cima del escritorio. La noche del 21 de septiembre. Al día siguiente se cumpliría un mes. ¿Se acercaban realmente a una solución? Tenían dos asesinatos más que resolver. Una mujer había desaparecido. Y otra estaba, tal vez, enterrada en algún lugar de la finca de Holger Eriksson. Se quedó inmóvil en el silencio. La niebla por fuera de las ventanas seguía siendo muy densa. Sintió malestar. Los objetos de la habitación le contemplaban. Se acercó a la pared en la que colgaban, enmarcadas, las fotografías aéreas. Buscó las gafas en los bolsillos. Precisamente ese día se había acordado de cogerlas. Se las puso y se acercó más. Una de las fotos era en blanco y negro, en la otra aparecían unos colores pálidos. La imagen en blanco y negro era de 1949. Había sido tomada antes de que Holger Eriksson comprara la finca. La imagen en color era de 1965. Wallander descorrió una cortina para que entrara más luz.

De repente descubrió un corzo pastando entre los árboles del jardín. Se quedó completamente inmóvil. El corzo levantó la cabeza y le miró. Luego continuó pastando con tranquilidad. Wallander siguió quieto con la sensación de que nunca se olvidaría de ese corzo. No sabía cuánto tiempo estuvo mirándolo. Un ruido que él no percibió hizo que el corzo prestase atención. Luego dio un salto y desapareció. Wallander miró por la ventana. El corzo se había ido. Volvió a las dos fotografías que habían sido tomadas por la misma empresa de imágenes aéreas, Flygfoto, con un intervalo de dieciséis años. El avión con la cámara entró desde el sur. Todos los detalles se veían con nitidez. En 1965 Holger Eriksson aún no había levantado la torre. Pero el montículo estaba allí. Y la acequia. Wallander entrecerró los ojos. No logró ver ninguna pasarela. Fue siguiendo los bordes de los campos. La fotografía se había hecho a comienzos de primavera. Los campos estaban arados. Pero todavía no había vegetación ninguna. El estanque se veía muy claro en la foto, así como una arboleda junto a un estrecho camino de carros que dividía dos campos. Wallander frunció la frente. No se acordaba de los árboles. Esa mañana podía no haberlos visto a causa de la niebla. Pero tampoco los recordaba de otras visitas anteriores. Los árboles parecían muy altos. Debería haberse fijado en ellos. Solitarios, en mitad de los campos.

Pasó a mirar la casa, que era el centro de la fotografía. Entre 1949 y 1965, cambiaron el tejado del edificio. Se derribó una caseta que quizás había servido como cochiquera. El camino de entrada es más ancho. Pero, por lo demás, todo está igual. Se quitó las gafas y miró por la ventana. El corzo seguía sin verse. Se sentó en una butaca de piel. El silencio le envolvía. Un Chevrolet va a Svenstavik. Una mujer viene a Escania. Luego desaparece. Veintisiete años más tarde muere el hombre que tal vez un día fue a Svenstavik a buscarla.

Permaneció sentado en silencio una media hora. Una vez más volvió atrás mentalmente. Pensó que en ese preciso momento estaban buscando nada menos que a tres mujeres diferentes. A Krista Haberman, a Katarina Taxell y a la que aún no tenía nombre. Pero que se movía en un Golf rojo. Que quizás a veces usaba uñas postizas y que fumaba cigarrillos liados a mano.

Reflexionó sobre si cabía la posibilidad de que, en realidad, estuvieran buscando a dos mujeres. Si dos de ellas no serían una y la misma. Si Krista Haberman, pese a todo, seguiría con vida. En ese caso, tendría sesenta y cinco años. La mujer que golpeó a Ylva Brink era bastante más joven.

No podía ser. Lo mismo que casi todo lo demás.

Miró el reloj. Las nueve menos cuarto. Se levantó y abandonó la casa. La niebla seguía igual de espesa. Pensó en la caseta del perro vacía. Luego cerró con llave, se montó en el coche y se fue de allí.

A las diez, Wallander había conseguido reunir a todo su grupo de investigación. Sólo faltaba Martinsson, que aseguró que iría por la tarde. Durante la mañana estaría en el colegio de Terese. Ann-Britt Höglund dijo que Martinsson la había llamado la noche anterior. Ella pensó que estaba bebido, cosa que raras veces ocurría. Wallander sintió una vaga envidia. ¿Por qué la llamaba Martinsson a ella y no a él? Al fin y al cabo, los que habían trabajado juntos todos aquellos años eran ellos dos.

—Parece que sigue dispuesto a dejar la policía. Pero me dio también la sensación de que quería que yo le llevara la contraria.

—Yo hablaré con él —dijo Wallander.

Cerraron la puertas de la sala de reuniones. Per Åkeson y Lisa Holgersson fueron los últimos en llegar. Wallander tuvo la vaga impresión de que acababan de tener una reunión ellos dos.

Lisa Holgersson tomó la palabra en cuanto se hizo el silencio en la sala.

—Todo el país habla de las milicias ciudadanas. Lödinge es, desde ahora, un pueblo cuyo nombre conoce todo el mundo en este país. Ha llegado una petición para que Kurt participe en un debate en la televisión esta noche. En Gotemburgo.

—Nunca en la vida —replicó Wallander horrorizado—. ¿Qué iba a hacer yo allí?

—Ya he dicho que no en tu nombre —contestó ella sonriendo—. Pero pienso pedirte una cosa a cambio más adelante.

Wallander se dio cuenta inmediatamente de que se refería a las conferencias en la Academia de Policía.

—El debate es inflamado y violento —continuó Lisa Holgersson—. Lo único que cabe esperar es que surja algo positivo de que se discuta de verdad esta creciente sensación de inseguridad que vivimos.

—En el mejor de los casos, eso puede servir también para que los máximos responsables de la policía del país hagan un poco de autocrítica —dijo Hansson—. La policía no está libre de culpa del desarrollo de los hechos.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Wallander.

Hansson raras veces entraba en discusiones sobre la policía, y tenía curiosidad por saber su opinión.

—Pienso en todos esos escándalos en los que han participado policías activamente. A lo mejor eso ha ocurrido siempre. Pero no con tanta frecuencia como ahora.

—Eso no hay que exagerarlo ni tampoco dejar de tenerlo en cuenta —intervino Per Åkeson—. El gran problema es el gradual desplazamiento de lo que la policía y los tribunales consideran como delito. Aquello por lo que alguien fue condenado ayer, hoy puede considerarse una bagatela que la policía no tiene que molestarse siquiera en investigar. Y eso a mí me parece que es un insulto a la conciencia popular de la justicia, que siempre ha sido muy fuerte en este país.

—Lo uno guarda relación con lo otro —apuntó Wallander—. Y yo tengo dudas muy serias acerca de que un debate sobre la creación de milicias ciudadanas pueda influir en el desarrollo de las cosas. Aunque, desde luego, me gustaría.

—Yo estoy dispuesto, en todo caso, a dictar todos los autos de procesamiento que pueda —declaró Per Åkeson cuando terminó de hablar Wallander—. La paliza fue de mucha envergadura. Fueron cuatro. Cuento con que por lo menos condenen a tres. El cuarto es menos seguro. Tal vez debo decir también que el fiscal general me ha pedido que le tenga informado. Eso me parece muy sorprendente. Pero indica que por lo menos algunos de los de arriba se toman esto en serio.

—Åke Davidsson hace unas declaraciones inteligentes y sensatas en una entrevista del diario Arbetet —dijo Svedberg—. Además, sale bastante bien parado.

—Vayamos pues a Terese y a su padre —propuso Wallander—. Y a los chicos del colegio.

—¿Piensa dimitir Martinsson? —preguntó Per Åkeson—. He oído rumores.

—Ésa fue su primera reacción —respondió Wallander—. Hay que reconocer que es normal y natural. Pero no estoy seguro de que lo lleve a cabo.

—Es un buen policía —opinó Hansson—. ¿Lo sabe él acaso?

—Sí —contestó Wallander—. La cuestión es si eso basta. Puede haber otras cosas que afloran cuando pasa algo así. Por ejemplo esta enorme cantidad de trabajo que tenemos.

—Lo sé —dijo Lisa Holgersson—. Y eso va a ser todavía peor, además. Wallander se acordó de que aún no había cumplido la promesa que hizo a Nyberg: no había hablado con Lisa Holgersson de su exceso de trabajo. Se lo apuntó en el cuaderno.

—Hablaremos de eso más tarde.

—Sólo quería informaros —dijo Lisa Holgersson—. No hay nada más. Salvo que Björk, vuestro antiguo jefe, ha llamado para desearos suerte. Y para lamentar lo sucedido a la hija de Martinsson.

—Él supo terminar a tiempo —comentó Svedberg—. ¿Qué fue lo que le regalamos como despedida? ¿No fue una caña de pescar? Si se hubiera quedado aquí no habría tenido nunca tiempo de usarla.

—Tiene mucho que hacer ahora también —objetó Lisa Holgersson.

—Björk ha estado bien. Pero ahora creo que hay que seguir.

Empezaron con el horario de Ann-Britt Höglund. Wallander había puesto junto a su cuaderno la bolsa de plástico con el horario de trenes que encontró en el escritorio de Katarina Taxell.

Ann-Britt Höglund había hecho, como de costumbre, un trabajo minucioso. Todas las horas que de una u otra manera tenían que ver con los diferentes acontecimientos estaban estudiadas y confrontadas unas con otras. Wallander pensaba, mientras escuchaba, que ésa era una tarea que él nunca sería capaz de hacer bien. Seguro que se le habrían escapado detalles. «No hay dos policías iguales», pensó. «Sólo cuando podemos dedicarnos a aquello que desafía a nuestros puntos fuertes, somos útiles de verdad».

—No veo que haya pauta alguna —dijo Ann-Britt Höglund cuando se acercaba al final de su presentación—. Los forenses de Lund han conseguido fijar la muerte de Holger Eriksson a última hora de la tarde del día 21 de septiembre. No puedo decir cómo lo han conseguido. Pero están seguros de lo que dicen. Gösta Runfeldt también muere por la noche. Ahí la hora coincide sin que puedan sacarse conclusiones razonables. Tampoco hay nada que coincida en lo que se refiere a días de la semana. Si se añaden las dos visitas a la Maternidad de Ystad y el asesinato de Eugen Blomberg, quizá sea posible distinguir fragmentos de una pauta.

Se interrumpió y miró a su alrededor. Ni Wallander ni nadie parecía haber comprendido lo que quería decir.

—Es casi pura matemática —reanudó su exposición—. Pero lo que se advierte es que nuestro asesino actúa según una pauta tan irregular que resulta interesante. El 21 de septiembre muere Holger Eriksson. La noche del 1 de octubre Katarina Taxell recibe visita en la Maternidad de Ystad. El 11 de octubre muere Gösta Runfeldt. La noche del 13 de octubre la mujer vuelve a la Maternidad y ataca a la prima de Svedberg. El 17 de octubre, finalmente, muere Eugen Blomberg. A esto puede añadírsele también, claro está, el día en que probablemente desapareció Gösta Runfeldt. La pauta que veo es que no hay la más mínima regularidad. Lo que, posiblemente, resulte sorprendente, ya que todo lo demás parece estar tan minuciosamente planeado y preparado. Es un asesino que se toma el tiempo de coser pesos en un saco y que los equilibra cuidadosamente en relación con el peso de la víctima. Podemos verlo como si no existieran intervalos capaces de revelarnos algo. O, si no, pensar que la irregularidad depende de algo. Y entonces uno se pregunta qué puede ser ese algo.

Wallander no podía seguirla del todo.

—Otra vez —pidió—. Despacio.

Ella repitió lo que acababa de decir. Esta vez Wallander sí la entendió.

—Quizá puede afirmarse que no tiene que ser necesariamente una casualidad —dijo para terminar—. Más lejos no quiero llegar. Puede ser una irregularidad que se repite. Pero no obligatoriamente.

Wallander estaba empezando a ver la imagen más clara.

—Supongamos que, a pesar de todo, hay una pauta —dijo—. ¿Cuál sería tu interpretación? ¿Qué clase de fuerzas exteriores influyen en el horario del asesino?

—Puede haber diferentes explicaciones. Que el asesino no vive en Escania, pero viene regularmente. Que él o ella tienen un trabajo que sigue un ritmo determinado. O cualquier otra cosa que no se me ha ocurrido pensar.

—Quieres decir, pues, que estos días podrían ser días libres acumulados que se repiten. Y que si dispusiéramos de otro mes, ese esquema aparecería con más claridad, ¿no es eso?

—Puede ser una posibilidad. El asesino tiene un trabajo que sigue un horario irregular y repetido. Con otras palabras, los días libres no coinciden solamente con sábados y domingos.

—Eso puede resultar importante —dijo Wallander dubitativo—. Pero me cuesta creerlo.

—Otra cosa no soy capaz de interpretar de estos horarios. La persona se escurre todo el tiempo.

—Lo que no podemos establecer con certeza es también una forma de conocimiento —dijo Wallander con la bolsa de plástico en la mano—. A propósito de horarios, éste lo encontré en un departamento secreto del escritorio de Katarina Taxell. Si ha querido esconder su prenda más preciada a los ojos del mundo, tiene que ser ésta: un horario de trenes. De la primavera de 1991. Con una salida de tren subrayada: Nässjö, dieciséis horas. Diario.

Le acercó la bolsa a Nyberg.

—Huellas dactilares.

Luego empezó a hablar de Krista Haberman. Expuso sus ideas. Contó la visita de la mañana en plena niebla. La seriedad que gravitaba en la sala era inequívoca.

—Pienso, pues, que podemos empezar a excavar. Cuando haya aclarado la niebla y Hansson haya tenido posibilidad de enterarse de quién ha trabajado la tierra. Y de si ha producido allí algún cambio llamativo después de 1967.

Se quedaron en silencio un buen rato. Todos sopesaban las palabras de Wallander. Por fin fue Per Åkeson el que habló.

—Todo esto parece increíble y, al mismo tiempo, curiosamente capcioso. Supongo que tenemos que tomarnos esta posibilidad en serio.

—Sería deseable que no trascendiera —dijo Lisa Holgersson—. No hay nada que le guste tanto a la gente como que vuelvan a salir a flote viejas desapariciones no resueltas.

La decisión estaba tomada.

El deseo de Wallander ahora era terminar la reunión cuanto antes porque todos tenían muchas cosas que hacer.

—Katarina Taxell, como sabéis, ha desaparecido. Se ha ido de casa en un Golf de color rojo. El conductor es desconocido. Su marcha tiene que calificarse de precipitada. Birch espera en Lund que le digamos algo. La madre piensa que tenemos que anunciar su desaparición. Cosa que no podemos negarle porque es su más próximo pariente. Pero creo que podemos esperar. Un día o dos por lo menos.

—¿Por qué? —preguntó Per Åkeson.

—Tengo la sospecha de que va a dar señales de vida. No a nosotros, desde luego. Pero sí a su madre. Katarina Taxell sabe que tiene que estar preocupada. La llamará para tranquilizarla. Pero, por desgracia, no le dirá dónde está. Ni con quién.

Wallander se volvió hacia Per Åkeson directamente.

—Quiero, pues, tener a alguien en casa de la madre de Katarina Taxell. Alguien que pueda grabar la llamada. Más pronto o más tarde, habrá una llamada.

—Si es que no la ha habido ya —dijo Hansson levantándose—. Dame el teléfono de Birch.

Se lo dio Ann-Britt Höglund y Hansson se fue rápidamente.

—No hay nada más por ahora —dijo Wallander—. Si os parece, nos veremos aquí a las cinco. Si no pasa nada antes.

Cuando Wallander entró en su despacho, sonó el teléfono. Martinsson quería saber si Wallander podía verle a las dos y si tenía tiempo de ir a su casa. Wallander le dijo que iría. Comió en el Continental. En realidad, sabía que no podía permitirse ese lujo. Pero tenía mucha hambre y poco tiempo. Se sentó a una mesa junto a la ventana y saludó a varias personas. Se sorprendió y le hirió que nadie se detuviera a darle el pésame por la muerte de su padre. Había salido en los periódicos. Las noticias de las defunciones se extendían con rapidez. Ystad era una ciudad pequeña. Comió fletán y se bebió una cerveza. La camarera era joven y se ruborizaba cada vez que la miraba. Se preguntó, compasivamente, cómo podía soportar su trabajo.

A las dos en punto llamó a la puerta de Martinsson. Le abrió él mismo. Se sentaron en la cocina. La casa estaba en silencio. Martinsson se encontraba solo en casa. Wallander le preguntó por Terese. Había vuelto al colegio. Martinsson estaba pálido y sereno. Wallander nunca le había visto tan abatido y descorazonado.

—No sé qué hacer —dijo.

—¿Qué dice tu mujer? ¿Y Terese?

—Que siga, naturalmente. No son ellas las que quieren que deje la policía. Soy yo.

Wallander esperó, pero Martinsson no dijo nada más.

—Recordarás hace unos años —empezó Wallander—, cuando en la niebla maté a una persona de un tiro junto a Kåseberga. Y atropellé a otra en el puente de Öland. Estuve alejado casi un año. Vosotros creísteis incluso que lo había dejado. Luego ocurrió lo de los abogados Torstensson. Y todo se transformó de repente. Estaba a punto de firmar mi dimisión. En lugar de ello, me incorporé de nuevo al trabajo.

Martinsson asintió. Se acordaba de aquellos sucesos.

—Ahora, con el tiempo, me alegro de haber hecho lo que hice. Lo único que puedo aconsejarte es que no te precipites. Espera antes de tomar la decisión. Vuelve a trabajar una temporada. Decide luego. No te pido que olvides. Te pido que tengas paciencia. Todos te echan de menos. Todos saben que eres un buen policía y notamos tu ausencia.

Martinsson movió los brazos en señal de rechazo.

—No soy tan importante. Tengo experiencia. Pero no quieras hacerme creer que soy insustituible.

—Nadie puede sustituirte a ti, precisamente. Es lo que te estoy diciendo.

Wallander había pensado que la conversación iba a ser muy larga. Martinsson se quedó callado unos minutos. Luego se levantó y salió de la cocina. Cuando volvió, llevaba la guerrera puesta.

—¿Vamos? —preguntó.

—Sí —contestó Wallander—. Tenemos mucho que hacer.

En el coche, camino de la comisaría, Wallander le hizo un informe resumido de lo sucedido en los últimos días. Martinsson escuchó sin hacer ningún comentario.

Cuando entraron en la recepción, les paró Ebba. Como no se entretuvo en darle la bienvenida a Martinsson, Wallander se dio cuenta inmediatamente de que había ocurrido algo.

—Ann-Britt Höglund quiere hablar con vosotros. Es muy importante.

—¿Qué ha pasado?

—Una tal Katarina Taxell ha llamado a su madre.

Wallander miró a Martinsson.

Así pues, tenía razón.

Pero había sido más rápido de lo que suponía.